Treinta y seis

Comencé esta narración con el objetivo de contar las aventuras de mi vida, pero tantas páginas después descubro que he contado una sola historia. Quizá, como habría dicho Elias, de estos particulares puedan deducirse algunas generalidades.

Unas tres semanas después de aquella reunión con Wild, leí en el periódico que habían hallado el cadáver de Virgil Cowper en la orilla del río -hasta donde había sido arrastrado por la marea- y que el forense había dictaminado que había caído al agua porque estaba borracho. Hice algunas preguntas, pero todo el mundo achacaba su muerte a un infortunio de la vida disoluta, de modo que concluí que los conspiradores de papel habían segado otra vida de la que nunca tendrían que responder.

Por mi parte, mi condición de invitado en Broad Court se había vuelto incómoda. Adelman había dejado de visitarnos como pretendiente de Miriam, pero sus negocios le traían con no poca frecuencia a la casa, y apenas podía mirar a la cara a este hombre, alguien que yo sabía tan profundamente envuelto en una conspiración que casi acaba conmigo. A mi tío le importaba poco lo que hubiera hecho Adelman o la Compañía de los Mares del Sur, sólo que al final habían tomado medidas contra el asesino de mi padre. Quizá yo juzgaba con demasiada severidad a quienes le habían arrebatado la vida a semejante bribón. Cualesquiera que fuesen las circunstancias de su muerte, Sir Owen había asesinado a cuatro personas, que yo supiera, incluyendo a mi propio padre. No, mi desagrado no se debía a la justicia burda de la Compañía de los Mares del Sur. Era otra cosa. Era la frialdad de su justicia. A ellos no les importaba que Sir Owen fuese un villano, sólo que hacía peligrar sus negocios. Sus acciones no estaban motivadas por las vidas con que Sir Owen había terminado, sino por las ganancias cuya existencia amenazaba. ¿Cuáles son los beneficios probables de esta muerte? ¿Qué interés produce la vida de un hombre? Era una especie de especulación sangrienta; era correduría bursátil asesina.


Todos los años a finales de octubre Elias y yo nos dirigíamos a una taberna apropiada para celebrar el aniversario de la muerte de Sir Owen: lo llamábamos el Día de Martin Rochester. Era nuestra fiesta privada, y a menudo resultaba tan triste como ebria. Recordábamos nuestras aventuras como mejor podíamos, y con frecuencia yo iba apuntando casi todo lo que decíamos por miedo a olvidarlo algún día. Estas notas apresuradas fueron los primeros apuntes de las memorias que casi he terminado.

Para cuando llegó el primer aniversario, Elias había abandonado sus sueños del teatro, pero su pluma no se podía quedar quieta. Escribió varios volúmenes de ripios insoportables, y mucho después escribió algunas novelas bien recibidas y unas memorias bajo un nombre supuesto. Miriam, por su parte, se había trasladado ya por entonces a una casa espléndida cerca de Leicester Fields, donde observó cómo crecían las ganancias de sus acciones. A diferencia del resto de nosotros, las vendió cuando los valores casi habían llegado a su cenit, y durante algún tiempo tuvo toda la independencia que pudo desear. Pero tales cosas no pueden durar, y Miriam vio cómo la libertad que con tantas ansias había deseado se resquebrajaba por un matrimonio mal escogido que no tengo ni espacio ni ganas de relatar aquí.

Adelman y Bloathwait sobrevivieron ambos a las sacudidas del año de la Mares del Sur y continuaron con sus tramas y sus rivalidades durante el resto de sus días. De Jonathan Wild apenas creo que sea preciso mencionar la desgraciada conclusión de su vida, pero antes de que se encontrara con la justicia al final de una cuerda en Tyburn vivió lo suficiente como para causarme muchos más problemas de los que me creó en esta pequeña historia. Me consuela pensar que los problemas que yo le acabé ocasionando a él fueron mucho más permanentes y no dejaron una puerta abierta a la venganza.

En cuanto a mí, encuentro que mis muchas hazañas son demasiado variadas como para tener cabida en este volumen. Sólo diré que mi investigación acerca de las acciones falsificadas de la Mares del Sur cambió por completo mi modo de pensar en mi oficio, así como mi modo de proceder.

Ante la insistencia de mi tío, alquilé nuevas habitaciones en Dukes Place, en una bocacalle de Crosby Street. Elias se quejaba de que arriesgaba el prepucio cada vez que venía a visitarme, pero, por lo que yo sé, murió con él intacto. He seguido viviendo en este barrio hasta hoy, y aunque nunca he sentido que pertenezca del todo a él, supongo que me siento menos fuera de sitio aquí que en ningún otro vecindario de la metrópoli.

Era en una taberna cerca de mi nuevo hogar donde nos encontrábamos siempre Elias y yo para recordar la vileza de Martin Rochester. A menudo recuerdo aquel primer aniversario porque en el otoño de 1720 el desastre de la Burbuja de la Mares del Sur, como llegó a llamarse, estaba en la mente de todos, y parecía como si todo lo que Elias había despotricado contra los peligros de las nuevas finanzas hubiera resultado ser casi una profecía.

El proyecto de la Mares del Sur fue aprobado por el Parlamento poco después de los acontecimientos narrados aquí, y los dueños de Bonos del Estado corrieron en masa a cambiar sus inversiones seguras por las promesas vagas de dividendos de la Compañía. A medida que cada inversor reconvertía sus acciones, el valor de las participaciones en la Mares del Sur fue ascendiendo, hasta que ascendió más de lo que cualquiera hubiera imaginado, hasta que mis quinientas libras en acciones alcanzaron un valor superior a las cinco mil libras. Por todo el Reino, hombres que antes tenían apenas pequeñas inversiones eran ahora tan ricos como los miembros de la Cámara de los Lores. Fue una época de opulencia y de excesos y de gran riqueza: una época en la que hombres que habían sido tenderos medianos o artesanos modestos se encontraban de súbito transportados a sus magníficas casas en la ciudad por carrozas doradas tiradas por seis bestias robustas. Comíamos carne de venado y bebíamos excelente clarete añejo y bailábamos al son que tocaban los músicos italianos más caros que pudiésemos importar.

Entonces, en el verano de 1720, Londres se despertó y dijo: «¿Por qué razón valen tanto estas acciones?» y, como si se hubiera invocado un maleficio, aquellos que habían hecho dinero quisieron solidificar sus participaciones, convertir sus promesas en realidad; es decir, que corrieron a vender, y cuando vendieron, sus acciones cayeron en picado. Mis quinientas libras en acciones volvieron a valer quinientas libras, y los hombres que poseían una riqueza inimaginable un día, al día siguiente estaban sólo acomodados. Innumerables inversores que habían comprado una vez que las acciones habían subido, se encontraron completamente arruinados.

La nación exigía justicia, venganza, las cabezas de la junta directiva de la Mares del Sur colocadas en picas a lo largo de la carretera de Londres, pero lo que la nación aún no había aprendido, lo que nunca aprendería, era que el espíritu de la especulación bursátil, una vez conjurado por los hechiceros de la calle de la Bolsa, nunca podría ser expulsado ni destruido. En cuanto a la justicia y a la venganza, esos elevados principios por los que clamaban las víctimas de la Mares del Sur, ésos tampoco son otra cosa que valores que se compran y se venden en la Bolsa.

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