Cuando, al término de las vacaciones de verano, Santi anunció que se iba dos años a estudiar a Estados Unidos, Sofía salió llorando de la habitación. Él salió corriendo detrás, pero Sofía le gritó que la dejara en paz. Afortunadamente Santi no le hizo caso y la siguió hasta la terraza.
– ¿Te vas dentro de un mes? ¿Por qué no me lo has dicho antes? -dijo Sofía enfadada, girándose hacia él.
– Porque en un principio me iba a ir en septiembre, que es cuando empieza el curso, pero antes quiero pasar seis meses viajando, y volver a viajar cuando acabe los estudios. De todas formas, sabía que te lo tomarías mal.
– He sido la última en enterarme, ¿verdad? -sollozó enojada.
– Sí. Bueno, supongo. En realidad, a los demás les da igual -dijo Santi, encogiéndose de hombros.
– ¿Dos años? -Sofía se enjugó las lágrimas que iban trazando pequeños senderos brillantes por sus mejillas.
– Bueno, casi dos años.
– ¿Cuántos meses exactamente?
– No lo sé.
– ¿Cuándo volverás?
– Dentro de dos veranos. En octubre o noviembre, todavía no lo sé.
– Y ¿por qué no puedes estudiar aquí como todo el mundo?
– Porque papá dice que es fundamental vivir en el extranjero. Mejoraré mi inglés y sacaré muy buenas notas.
– Yo te ayudaré a mejorar tu inglés -dijo Sofía mansamente, sonriendo con timidez.
Santi se echó a reír.
– Eso podría ser interesante -musitó.
– ¿Volverás por vacaciones? -preguntó esperanzada.
– No lo sé -Santi volvió a encogerse de hombros-. Quiero viajar y ver mundo. Probablemente pase las vacaciones viajando.
– ¿Quieres decir que ni siquiera vendrás por Navidad? -jadeó Sofía, sintiendo de repente un nudo en el estómago ante la perspectiva de vivir dos años sin él.
– No lo sé, probablemente no. Mamá y papá vendrán a verme a Estados Unidos.
Santi vio cómo su prima empequeñecía y casi formaba un charco con sus lágrimas sobre las baldosas de la terraza.
– Volveré, Chofi. Dos años no es tanto tiempo -le dijo con suavidad, sorprendido ante la violencia de la reacción de su prima.
– Sí que lo es. Es una eternidad -tartamudeó Sofía-. ¿Y si te enamoras de una americana y te casas con ella? No volvería a verte.
Santi se rió y la rodeó con el brazo, atrayéndola hacia él. Sofía cerró los ojos y deseó que él la quisiera como ella le quería para que no se fuera.
– No creo que me case a los dieciocho. Qué estupidez. De todos modos, me casaré con una argentina. No irás a pensar que voy a irme de Argentina para siempre, ¿verdad?
Sofía meneó la cabeza.
– No lo sé. No quiero perderte. Voy a tener que quedarme aquí con Agustín y con Fercho sin tener a nadie que me defienda. Probablemente no vuelvan a dejarme jugar al polo. -Sorbió y hundió la cara en el cuello de su primo. Olía a ponis y a ese olor fuerte a hombre que le dio ganas de sacar la lengua y lamerle la piel.
– Te escribiré -dijo Santi.
– ¿Me lo prometes?
– Te lo prometo. Te enviaré cartas larguísimas. Te lo contaré todo. Y tú también tienes que escribirme y contármelo todo.
– Te escribiré todas las semanas -respondió decidida.
Sentada entre sus brazos, Sofía se dio cuenta de que sus sentimientos habían ido más allá del simple afecto que cualquiera puede sentir por un hermano, por muy especial que éste sea, para dar paso a algo mucho más profundo y prohibido. Amaba a Santi. De hecho, nunca se había parado a pensarlo, pero con el olor del cuerpo de su primo acariciándole la nariz, y al sentir el contacto de su piel y su aliento en la frente, supo que si tan posesiva era con él, era sencillamente porque le amaba. Y no es que simplemente le gustara. Le amaba. Sí, le amaba con toda su alma. Ahora lo entendía.
Durante un instante de flaqueza estuvo a punto de perder el control y decírselo, pero supo que sería un error. También era consciente de que él la quería como a una hermana, de manera que no tenía sentido revelarle sus oscuros desvelos cuando lo único que conseguiría con ello sería confundirle o, en el peor de los casos, hacer que saliera huyendo en dirección contraria. Así que siguió allí sentada, apretujada contra él, mientras Santi permanecía totalmente ajeno a la fuerza que hacía palpitar el corazón de Sofía entre sus costillas como un pájaro enloquecido que se lanzara contra los barrotes de su jaula en un desesperado intento por escapar y cantar.
Santi volvió a su casa pálido y confundido y le contó a María lo mal que Sofía se había tomado la noticia de su partida.
– No paraba de llorar. No me lo podía creer. Estaba destrozada -relató atónito-. Sabía que no le gustaría, pero no tenía ni idea de que se lo fuera a tomar así. Cuando me fui, ella salió corriendo.
María fue de inmediato en busca de su prima, y de camino se dio de bruces con Dermot, que jugaba a croquet con Antonio, el marido de Soledad. Cuando le explicó a Dermot por qué su nieta había desaparecido, él dejó el mazo en el suelo y encendió su pipa. Dermot adoraba a su nieta con la misma intensidad con la que en su tiempo había querido a su hija. Para él, Sofía era más radiante que el sol. Cuando llegó a Argentina, tras la muerte de su esposa, había sido la pequeña Sofía la que había calmado sus deseos de seguir los pasos de su mujer. «Es un ángel disfrazado -solía decir-, un angelito de Dios.»
El abuelo O'Dwyer se dirigió en carro al ombú con Antonio a cargo de las riendas. Se sentía más cómodo con Antonio y José que con la familia adoptiva de su hija, a pesar de ser solamente capaz de comunicarse con ellos por gestos. Cuando Sofía vio a su abuelo bajando con paso vacilante del carro, volvió a poner la cabeza entre las manos y se puso a llorar aún más fuerte para que él la oyera. Dermot se quedó al pie del árbol y le pidió a su nieta que bajara.
– Con llorar no solucionas nada, Sofía Melody -le dijo sin quitarse la pipa de la boca. Ella pareció pensarlo unos minutos y luego bajó despacio. Cuando por fin estuvo en tierra, los dos se sentaron en la hierba bajo el suave sol de la mañana-. Así que el joven Santiago se va a Estados Unidos.
– Me abandona -gimió Sofía-. He sido la última persona en enterarme.
– Volverá -dijo Dermot con dulzura.
– Pero estará fuera dos años. ¡Dos años! ¿Cómo viviré sin él?
– Lo harás -respondió con la voz preñada de tristeza ante el recuerdo de su adorada esposa-. Lo harás porque no te queda más remedio.
– Oh, abuelo, sin Santi me moriré.
El abuelo O'Dwyer dio unas cuantas chupadas a su pipa y observó cómo el humo se elevaba y se disolvía en el aire.
– Espero que tu madre no se entere de esto -dijo poniéndose serio.
– Claro que no.
– No creo que le hiciera mucha gracia. Te meterías en un buen lío si llegara a enterarse.
– ¿Qué hay de malo en amar a alguien? -preguntó Sofía desafiante.
Las comisuras de los labios del abuelo se curvaron hacia arriba.
– Santiago no es «alguien», Sofía Melody. Es tu primo hermano.
– ¿Y qué importa?
– Mucho, importa muchísimo -replicó el abuelo.
– Bueno, ahora es nuestro secreto.
– Como mi licor -soltó el abuelo echándose a reír a la vez que se humedecía los labios.
– Exacto -admitió Sofía-. Oh, abuelo. ¡Me quiero morir!
– Cuando yo tenía tu edad, me enamoré de una chica tan guapa como tú. Para mí lo era todo, pero se fue a vivir tres años a Londres. Santiago va a estar fuera dos años. Pero yo sabía que un día, si esperaba, ella volvería a mí. Porque, ¿quieres saber algo, Sofía Melody?
– ¿Qué? -preguntó ella, todavía enfurruñada.
– Todo llega a aquellos que saben esperar.
– Eso no es verdad.
– ¿Lo has probado alguna vez?
– Nunca he tenido que hacerlo.
– Bueno, yo esperé. Y ¿sabes lo que ocurrió?
– Pues que ella volvió, se enamoró de ti y se casó contigo, ¿no?
– No -Sofía levantó la cabeza, curiosa-. Volvió, y entonces me di cuenta de que ya no la quería.
– ¡Abuelo! -soltó Sofía con una carcajada-. ¿Y qué es lo que dices que les llega a aquellos que saben esperar?
– La sabiduría. El tiempo nos da la oportunidad de tomar perspectiva y ser objetivos. La sabiduría no siempre trae consigo lo que esperábamos, de lo contrario la espera no valdría la pena. ¿Crees que valdría la pena si supieras de antemano lo que iba a traerte? Aquellos años de espera me dieron sabiduría. Cuando ella volvió de Londres, elegí olvidarme de ella. Había aprendido que después de todo no era la chica para mí. Afortunadamente para ti no me casé con ella, porque si lo hubiera hecho no habría podido casarme con tu abuela.
– Me gustaría haber conocido a mi abuela -dijo Sofía melancólica.
El abuelo O'Dwyer dio un profundo suspiro. No pasaba un solo día sin que una simple flor o el trino de un pájaro le recordaran a Emer Melody. Allí donde mirara estaba ella, y el recuerdo de su expresión generosa y dulce le ayudaba a soportar el paso de los días sin su compañía.
– A mí también me hubiera gustado que la hubieras conocido -Dermot tragó con dificultad y se le nublaron los ojos-. Te habría querido mucho, Sofía Melody.
– ¿Me parezco a ella?
– No, no te pareces a ella. Tu abuela se parecía más a tu madre. Pero tienes su carisma y su encanto.
– La echas de menos, ¿verdad, abuelo?
– Mucho. No pasa ni un momento en que no piense en ella. Lo era todo para mí.
– Santi lo es todo para mí -dijo Sofía, volviendo al problema en cuestión-. Lo es todo para mí y acabo de darme cuenta de ello. Le amo, abuelo.
– Lo es todo para ti ahora, pero todavía eres joven.
– Pero, abuelo, no puedo querer a nadie más. Nunca lo haré.
– Con el tiempo le olvidarás, Sofía. Espera y verás. Algún guapo argentino aparecerá y te enamorará como lo hizo tu padre con la joven Anna Melody hace años.
– No, ni hablar. Amo a Santi -declaró categóricamente Sofía.
Dermot O'Dwyer se rió por lo bajo al tiempo que daba una chupada a la pipa. Miró a su petulante nieta a los ojos y asintió.
– Que tengas suerte, Sofía Melody. En ese caso, espérale. Volverá. No se va para siempre, ¿verdad?
Como de costumbre, el abuelo O'Dwyer no podía evitar complacerla. No había nada en el mundo que negara a su nieta. Ni siquiera Santiago Solanas.
– No.
– Entonces, ten un poco de paciencia. Es el gato paciente el que atrapa al ratón.
– No, no es verdad. Es el gato veloz el que atrapa al ratón -dijo Sofía con una pequeña sonrisa.
– Si tú lo dices, querida.
A principios de marzo, cuando las puntas de las hojas justo empezaban a rizarse y las largas vacaciones de verano que habían empezado en diciembre casi se habían agotado como la arena de un reloj, Sofía esperaba frente a la puerta de la casa de Chiquita y de Miguel para despedirse de Santi. Al amparo de las sombras alargadas de la húmeda noche de verano recordó lo que el abuelo O'Dwyer le había dicho. Esperaría a Santi como un gato paciente. No miraría a ningún otro chico. Le sería fiel para siempre.
Las últimas semanas de vacaciones habían sido muy duras para ella. Tenía que disimular cuando, a causa de sus impulsos, se sonrojaba y le sudaban las manos siempre que estaba en presencia de Santi. Tenía que morderse la lengua cuando se topaba con las palabras «te amo» balanceándose precariamente en la punta, prestas a desenmascararla en cualquier momento de descuido. Tenía que esconder sus sentimientos del resto de la familia cuando quería gritarle al mundo el vacío que Santi iba a dejar con su marcha.
Santi tuvo cuidado de no hablar de su viaje en presencia de Sofía. No quería volver a verla llorar. La falta de contención en la demostración de afecto de la que había sido objeto por su prima le había conmovido. Se sentía orgulloso como un héroe de guerra que parte a una nueva batalla mientras las mujeres de la casa aúllan y se arrancan los cabellos por él. Sabía que echaría de menos a Sofía. Le escribiría, claro que sí. Sofía era como una adorable hermana pequeña, y también escribiría a su madre y a su hermana María. Pero Estados Unidos le esperaba con la promesa de mil aventuras y de mujeres de piernas largas y de escasa virtud. Estaba impaciente por partir. Además, Sofía estaría allí a su regreso.
Por fin Santi salió de la casa. Antonio le seguía con las maletas. Abrazó a una María bañada en lágrimas y estrechó la mano de Fernando, que en secreto se alegraba de su marcha. Fernando veía la partida de su hermano con alivio. Todos querían a Santi. Era bueno en todo, se ganaba a todo el mundo, los hacía reír; navegaba por la vida con la gracia y el encanto de un elegante crucero mientras Fernando se sentía como un remolcador. Tenía que trabajar duro y, a pesar de sus esfuerzos, no conseguía demasiado. Por eso, cuanto mayor era, menos se esforzaba en intentarlo. No, no le apenaba que su hermano se fuera. De hecho, estaba encantado. Sin Santi eclipsándole quizá lograra sentir el calor del sol en el rostro, para variar. Panchito estaba en brazos de la vieja Encarnación, demasiado pequeño para entender o para preocuparse por lo que ocurría. Cuando Santi abrazó a Sofía, volvió a prometerle que le escribiría.
– Ya no estás enfadada conmigo, ¿verdad? -preguntó, son riéndole con cariño.
– Sí, pero te perdonaré cuando vuelvas -respondió, tragándose las lágrimas. Santi no tenía ni idea de lo mucho que ella sufría por su partida. No sabía que sentía un nudo en el estómago cada vez que él la tocaba, ni que el corazón le daba un vuelco cuando él le sonreía, ni que la sangre buceaba en sus mejillas cuando la besaba. Para Santi, Sofía era como una hermana pequeña. Para ella, él lo era todo, y ahora que se iba apenas tenía sentido seguir respirando. Sofía sólo respiraba porque no tenía otra elección. Como había dicho el abuelo O'Dwyer, vivía porque no le quedaba más remedio.
Miguel y Chiquita subieron al coche y gritaron a Santi que se diera prisa. Llegaban tarde. Santi les dijo adiós con la mano desde el asiento trasero. Fernando volvió a la casa. María y Sofía se quedaron mirando el coche hasta mucho después de que hubiera desaparecido en la lejanía.
Los días siguientes pasaron muy despacio. Sofía vagaba por la finca presa de un estado de ánimo que ni siquiera el humor seco del abuelo O'Dwyer lograba aliviar. María la seguía como un perro feliz. Su sonrisa animada y sus chistes sólo conseguían irritar el desolado corazón de su amiga, que deseaba quedarse a solas para lamentarse. Las vacaciones tocaban a su fin, y con ellas los largos días de verano. Por fin María decidió que ya había soportado bastante el mal humor de su prima.
– Por el amor de Dios, Sofía, déjalo ya -dijo cuando Sofía se había negado a jugar con ella al tenis.
– ¿Que deje qué?
– Deja de ir por ahí lloriqueando como si se te hubiera muerto alguien.
– Estoy triste, eso es todo. ¿No puedo estar triste? -preguntó sarcástica.
– No es más que tu primo. Actúas como si estuvieras enamorada de él.
– Estoy enamorada de él -replicó Sofía con descaro-. Y me da igual si alguien se entera.
María estaba atónita.
– Pero es primo hermano tuyo, Sofía. No puedes amar a tu primo hermano.
– Pues le amo. ¿Algún problema? -preguntó retadora.
María siguió sentada en silencio unos segundos. Vencida por unos celos que no era capaz de ver, se levantó de un salto y gritó a Sofía:
– ¡A ver cuándo creces un poco! Ya eres demasiado mayor para enamoramientos infantiles. De todas formas, Santi no está enamorado de ti. Si lo estuviera, nunca habría ido detrás de Eva, ¿no crees? ¿No te das cuenta de que te estás poniendo en ridículo? Es un escándalo enamorarse de un miembro de tu propia familia. Incesto. Así es como lo llaman… incesto -dijo fuera de sí.
– El incesto es entre hermanos. Santi es mi primo -le soltó Sofía enojada-. Bueno, está claro que ya no quieres ser mi amiga.
María vio desolada cómo su prima salía furiosa de la habitación, dando tal portazo que el cuadro que colgaba junto a la puerta cayó al suelo y se rompió en mil pedazos.
María estaba tan enfadada que no pudo contener las lágrimas. ¿Cómo podía Sofía haberse enamorado de Santi? Era su primo. No estaba bien. Se sentó y se puso a pensar en ello, dándole vueltas una y otra vez e intentando dar sentido a sus propios sentimientos de aislamiento y celos. Siempre habían sido tres, y ahora, de repente, eran sólo dos y no había espacio para ella.
Cuando empezó el curso y regresaron a Buenos Aires, Sofía seguía negándose a hablar a María. Iban en el coche sin dirigirse la palabra mientras Jacinto las llevaba a la escuela, y Sofía se aseguró de ni siquiera mirar a su prima en clase. María se había peleado antes con ella y siempre había terminado cediendo. La verdad es que Sofía era capaz de mantenerse firme en una disputa durante mucho más tiempo de lo que parecía posible entre amigas tan íntimas. Tenía una habilidad especial para desconectar sus emociones cuando le convenía, y parecía disfrutar con el drama. Evitó deliberadamente a María durante los recreos, se reía en alto con sus amigas y lanzaba a su prima miradas hirientes.
María estaba decidida a no darse por vencida. Después de todo, no había sido ella quien había empezado la pelea. Sofía la había provocado y no pensaba dejar que se saliera con la suya. Durante los primeros días hizo lo imposible por ignorarla. De noche se quedaba dormida llorando, incapaz de comprender del todo el dolor que la embargaba, pero durante el día se ocupaba de sus cosas, mientras Sofía había conseguido que las demás chicas también la ignoraran. Tenía un irresistible carisma que atraía a la gente. En cuanto sus compañeras de clase se enteraron de la pelea, todas fueron apartándose hacia la parte de la clase donde estaba Sofía como conejos asustados.
Pasada una semana, María no pudo seguir soportando la frialdad con que la trataba su prima. Se sentía sola y muy desgraciada. Enterró su orgullo y escribió una nota a su amiga: «Sofía, por favor, volvamos a ser amigas». Sofía disfrutaba perversamente viendo sufrir a su prima. No había duda de que ésta sufría muchísimo. Al no recibir ninguna respuesta, María le escribió una segunda nota: «Sofía, lo siento. No debería haber dicho lo que dije. Me equivoqué y te pido disculpas. Por favor, seamos amigas».
Sofía, que disfrutaba siendo el centro de atención de su prima, dio vueltas a la nota entre las manos una y otra vez mientras decidía qué hacer. Finalmente, cuando María se echó a llorar en clase de historia, se dio cuenta de que había ido demasiado lejos. Sofía la encontró llorando en las escaleras durante el recreo. Se sentó junto a ella y le dijo:
– Ya no amo a Santi.
No quería que María la delatara. El rostro bañado en lágrimas de María le sonrió agradecido y le dijo que daba igual si le amaba.