Capítulo 27

Cuando David y Sofía volvieron al estudio todos fingieron que nada había pasado. Sofía pensó que esa actitud era típicamente británica. De donde ella era, todos se habrían peleado por hacer la primera pregunta. Sin duda Zaza había dado órdenes a Gonzalo y Eddie para que no mencionaran lo ocurrido y empeoraran la situación, así que éstos se limitaron a sonreírle y a preguntarle por los caballos.

Zaza encendió un cigarrillo y se arrebujó en el sofá. Con los ojos entrecerrados miraba sospechosamente a David y a Sofía. David parece caminar a saltitos, por mucho que intente disimularlo, pensó, dejando escapar una delgada columna de humo por la comisura de la boca. Observó a Sofía. Todavía tiene las pestañas mojadas por las lágrimas, pero apenas puede disimular el brillo de sus mejillas. Sin duda aquí está pasando algo.

Gonzalo encontró a Sofía irresistible por dos razones: era trágica y guapa. Había oído hablar de ella en Argentina. Buenos Aires era una ciudad pequeña y era imposible mantener en secreto un escándalo como el que ella había protagonizado. Intentó acordarse de cuál había sido la causa. ¿No había tenido una aventura con uno de sus hermanos y la habían enviado a Europa? No le extrañó que Sofía no quisiera que la reconocieran. Qué vergüenza. De todas formas, pensó, sin perder de vista su sonrisa amplia y sus labios temblorosos, yo podría perdonarle cualquier cosa.

– Sofía, ¿te apetece salir a montar un rato? -le preguntó en español. Ella le sonrió con timidez. Al instante miró a David, que arqueó una ceja. Ahora que se había declarado a David, no quería separarse de él, ni siquiera un minuto.

– Gonzalo quiere que le acompañe a montar -dijo, a la espera de que alguien propusiera un plan mejor.

– Buena idea -dijo Tony, mordiendo su cigarro-. Eddie, ¿por qué no vas con ellos?

– Sí, cariño, anda. El aire fresco te sentará bien -dijo Zaza, deseando quedarse a solas para interrogar a David. Eddie, que estaba tumbado perezosamente en el sofá delante de la chimenea, no tenía la menor intención de salir con aquel frío. Era un horroroso día de llovizna y, de todas formas, estaba claro que a Gonzalo le gustaba Sofía. No quería interponerse.

– No, gracias. Id vosotros -dijo, metiendo los dedos en la caja de dulces que había sobre la mesita.

– No puedes quedarte ahí toda la mañana, cariño. Deberías abrirte el apetito para el almuerzo de la señora Berniston.

– Bueno, papá y tú tampoco pensáis salir -le soltó, hundiendo aún más el trasero en el sillón. Zaza frunció los labios, intentando disimular su frustración. El interrogatorio tendría que esperar.

David vio a Sofía salir de la sala con Gonzalo y sintió una punzada de celos. Aunque sabía que Sofía se iba a regañadientes, no podía tolerar pensar en ella galopando por esas colinas en compañía de un hombre de su mismo país, un hombre joven y guapo que hablaba su idioma, que entendía su cultura y que se relacionaba con ella como él jamás podría hacerlo. Cuando ella se fue, la sala parecía estar más fría.

– Eres un genio, querido -dijo Zaza, estudiando a David con detenimiento.

– ¿Por qué lo dices? -preguntó él, intentando inyectar un tono humorístico a su voz que, cómo sabía, sonaba totalmente neutra.

– Por haber invitado a Gonzalo.

¿Y por qué crees tú que eso me hace especialmente inteligente?

– Porque hacen muy buena pareja. ¡Gonzalo y Sofía! -soltó Zaza entre risas. Acto seguido se llevó la boquilla de ébano a la boca y escudriñó el rostro de David. No consiguió ver nada en él.

– Zaza, cariño, creo que en este fin de semana no hay lugar para Cupido. El muy torpe de Gonzalo la ha enviado llorando a su cuarto.

No me parece la forma más romántica de ganarse el corazón de una mujer -intervino Tony.

– ¿A qué ha venido esa escenita? -preguntó Eddie, feliz de que su padre hubiera sacado el tema. Todos miraron a David, que se sentó en el guardafuego y empezó a remover los troncos con un punzón de hierro.

– Echa de menos su casa, eso es todo -respondió reservado.

– Oh -dijo Eddie, desilusionado-. ¿Qué le has dicho para que haya vuelto a recuperar la sonrisa?

– Oh, no fui yo quien se la devolvió, fue ella misma. Una vez que se recuperó del shock me habló de su casa y se sintió mejor -dijo de manera poco convincente, y se estremeció. Zaza iba a darse cuenta de que les estaba mintiendo.

– Ahá. Bueno, Gonzalo y ella podrán conocerse sin que nosotros, los adultos, estemos ahí vigilando cada uno de sus movimientos. Jóvenes -suspiró-, ojalá pudiera volver a la juventud.

A David se le cayó el alma a los pies. Tenía casi veinte años más que Sofía. ¿En qué estaba pensando? Zaza tenía razón, Gonzalo era mucho mejor pareja para ella que él. Quizá Sofía se diera cuenta de eso en los Cotswolds. Hacía meses que no veía a un joven de su edad. Hablará de su casa y se dará cuenta de que su sitio está en Argentina, pensó entristecido. Todavía podía sentir los labios de Sofía en los suyos, sentía su sabor en la boca. ¿Se había aprovechado de ella en un momento de debilidad? No debería haberse permitido besarla, debería haberse reprimido. Al fin y al cabo, se suponía que de los dos él era el responsable.

David cambió de tema e hizo lo imposible por volver a hablar con normalidad, pero tenía un nudo en la garganta y sus palabras carecían de su habitual optimismo. Zaza percibió el dolor que había en sus ojos y supo que había ido demasiado lejos. Siempre había amado a David. Incluso a pesar de ser perfectamente feliz con Tony, siempre había reservado una parte de ella para David. Había hablado por boca de una mujer celosa y se odiaba por ello. Intentó animar a David contando historias divertidas, pero apenas logró hacerle sonreír. Miró al reloj que había sobre la repisa de la chimenea y deseó con todas sus fuerzas que Sofía volviera y tranquilizara a su anfitrión.

Gonzalo era un buen jinete. Sofía observó cómo se sentaba sobre la silla con ese gracejo tan típicamente argentino, esa seguridad, esa odiosa arrogancia, y el corazón le dio un vuelco. Hablaban en español. Pasado un rato ella hablaba a toda prisa y visiblemente excitada, moviendo las manos con la expresividad propia de los latinos. De repente se sintió liberada de la obligación de tener que ocultar su verdadero ser. Volvía a sentirse argentina, y el sonido de su voz, volver a sentir esas palabras en la lengua, la hacían inmensamente feliz.

Gonzalo era un chico muy divertido. Le contaba historias que la hacían reír. Se cuidó mucho de no preguntarle por su familia, y ella tampoco soltó ninguna información al respecto. Parecía más cómoda escuchándole hablar a él. De hecho, parecía no tener nunca suficiente.

– Cuéntame más, Gonzalo -le pedía una y otra vez, bebiendo de sus palabras con el entusiasmo de alguien que ha estado sordo durante mucho tiempo y que de pronto vuelve a oír.

Iban al paso por el barrizal que se había formado bajo los árboles del valle. Las patas de los caballos resbalaban al subir hacia el pie de las colinas. La llovizna se había convertido en lluvia y les caía por la cara, empapándoles la ropa. Cuando subían a una colina galopaban por la cima, riendo juntos al tiempo que disfrutaban del viento en el pelo y del movimiento de los caballos debajo de ellos. Cabalgaron varios kilómetros hasta que, de pronto, se vieron envueltos por una densa niebla.

– ¿Qué hora es? -preguntó Sofía, sintiendo que le dolía el estómago de hambre.

– Las doce y media -respondió Gonzalo-. ¿Crees que encontrarás el camino de regreso con esta niebla?

– Claro -dijo Sofía alegremente, pero no estaba demasiado segura. Miró a su alrededor. Todas las direcciones parecían iguales-. Sígueme -dijo, intentando sonar segura. Avanzaron uno al lado del otro a través de la blancura de la niebla, con la mirada fija en la mancha de hierba verde que iba reduciéndose más y más delante de ellos. Gonzalo no parecía en absoluto asustado. Tampoco los caballos, que resollaban contentos envueltos en aquel aire helado. Sofía tuvo frío y deseó volver a estar frente a la chimenea de Lowsley. También deseó estar junto a David.

De pronto se encontraron con lo que parecían ser las ruinas de un viejo castillo.

– ¿Conocías esto? -preguntó Gonzalo al ver que una sombra de preocupación oscurecía los hermosos rasgos del rostro de Sofía. Ella meneó la cabeza.

– Dios, Gonzalo, tengo que decirte la verdad. Nunca he visto estas ruinas. No sé dónde demonios estamos.

– Entonces nos hemos perdido -dijo él sin darle importancia y sonrió-. ¿Qué te parece si nos quedamos aquí hasta que se deshaga la niebla? Al menos podremos protegernos de la lluvia.

Sofía accedió y ambos desmontaron.

– Ven conmigo. Encontraremos algún sitio un poco resguardado -dijo cogiendo a Sofía de la mano y empezando a caminar con decisión entre las piedras.

Avanzaba muy deprisa, prácticamente arrastrándola por las piedras resbaladizas, y a Sofía le costaba seguirle. De pronto se cayó. No le dio ninguna importancia a la caída hasta que intentó levantarse. Sintió un pinchazo de dolor en el tobillo que le subió por la pierna y volvió a caer al suelo con un gemido. Gonzalo se agachó junto a ella.

– ¿Dónde te duele? -preguntó.

– Es el tobillo. Oh, Dios, no me lo habré roto, ¿verdad?

– Parece más un esguince. ¿Puedes moverlo?

Sofía lo intentó. Pudo moverlo sólo un poco.

– Duele -se quejó.

– Bueno, por lo menos puedes moverlo. Espera, te llevaré -dijo con decisión.

– Si pones cara de que te cuesta llevarme te mato -bromeó Sofía cuando Gonzalo la tomó en brazos y la levantó del suelo.

– Ningún esfuerzo, lo prometo -respondió él al tiempo que la llevaba a la oscuridad de los restos de una de las torres del castillo. La dejó sobre la hierba húmeda, se quitó el abrigo y lo extendió en el suelo junto a ella-. Ven, siéntate aquí -le dijo, ayudándola a desplazarse para que su pie no tuviera que soportar ningún esfuerzo.

– Como si no me hubiera mojado hasta ahora -se rió Sofía-. Gracias.

– Si te quitas la bota, no podremos volver a ponértela -le avisó.

– Me da igual, el maldito tobillo me duele demasiado. Por favor, quítamela. Si se me hincha no podré quitármela nunca, y prefiero volver a casa descalza que con este dolor.

Gonzalo le quitó la bota con cuidado mientras Sofía no dejaba de sudar, con la cara en llamas y retorciéndose de dolor.

– Ya está -dijo triunfante, cogiéndole el pie y poniéndolo sobre sus rodillas. Con cuidado le quitó el calcetín, revelando la piel rosácea y tierna que había debajo y que parecía totalmente desprotegida e indefensa en contraste con la crudeza del entorno. Sofía respiró hondo y se secó las lágrimas con la manga del abrigo-. Lo tienes bastante hinchado, pero vivirás -dijo, pasándole la mano por la espinilla.

– Qué gusto -suspiró Sofía, apoyando la cabeza en la piedra-. Un poco más abajo, sí, ahí… -dijo mientras él le daba un suave masaje en el arco del pie-. Nos perderemos el almuerzo de la señora Berniston -dijo con tristeza.

– No me digas que es buena cocinera.

– La mejor.

– Me comería un buen filete de lomo -dijo Gonzalo, que de repente estaba muy hambriento.

– Yo también, con papas fritas.

Sofía sonrió con nostalgia. Entonces empezaron a hacer una lista con todos los platos argentinos que echaban de menos.

– Dulce de leche.

– Membrillo.

– Empanadas.

– Zapallo.

– ¿Zapallo? -repitió él, arrugando la nariz.

– ¿Qué tiene de malo el zapallo?

– Bien. Mate.

– Alfajores…

En la casa, David miraba la niebla y volvía de nuevo la vista hacia el reloj que había en la repisa de la chimenea.

– Se han quedado bloqueados por la niebla -dijo Tony-. Yo no me preocuparía demasiado. Está en buenas manos. Gonzalo es fuerte como un buey.

Eso es precisamente lo que me preocupa, pensó David, cada vez más nervioso.

– Tengo hambre -intervino Eddie sin poder contenerse-. ¿Tenemos que esperarlos?

– Supongo que no -replicó David.

– No deberíamos dejar que el almuerzo de la señora Berniston se enfriara -dijo Zaza-. Estoy segura de que pronto volverán. Sofía conoce las colinas a la perfección -añadió, intentando animarle.

– No tanto -suspiró David-. No con esta maldita niebla. Encima no parece que vaya a deshacerse.

– Oh, no tardará. En esta zona la niebla se deshace muy rápido -dijo Zaza de inmediato.

– Querida, ¿qué sabes tú de la niebla? -se burló Tony.

– Sólo intento ser positiva. David está preocupado, ¿no lo ves?

– Quizá sea mejor que vaya a buscarlos -sugirió David.

– ¿Por dónde demonios piensas empezar a buscar? Si ni siquiera sabes adónde han ido -comentó Tony-. Si se hace de noche antes de que hayan vuelto, iré contigo.

– No sabes montar, cariño -dijo Zaza al tiempo que, nerviosa, encendía otro cigarrillo.

– Iré con el Land Rover.

– ¿Y quedarte atascado en el barro? -añadió Eddie sin demasiado acierto. Tony se encogió de hombros.

– No, Tony tiene razón. Pasemos al comedor. Si se hace de noche saldremos todos en su busca.

David estaba más tranquilo después de haber forjado un plan. Intentaba no pensar en Sofía y en Gonzalo ahí fuera, acurrucados uno contra el otro para protegerse del frío y de la lluvia. Se sintió enfermo y muy desgraciado. Esperaba que Sofía estuviera bien. Era una buena amazona, pero hasta las buenas amazonas se caen del caballo, y la muy estúpida nunca lleva casquete, pensó cada vez más preocupado. Esto no es la maldita pampa. En Inglaterra la gente lleva casquete para no partirse la cabeza. Esperaba que Sofía se hubiera llevado a Safari; era un caballo dócil e incapaz de tirarla. No podía decir lo mismo de los demás. Con esas imágenes en la cabeza condujo a sus invitados al comedor, donde ya estaba servido el almuerzo.

Sofía dejó que su mente vagara por la pampa mientras seguía recordándola con Gonzalo, cuya mano le calmaba el dolor del tobillo con un ligero masaje.

– Será mejor que volvamos a ponerte el calcetín. No creo que sea buena idea dejar que se te enfríe el pie -sugirió Gonzalo pasados unos minutos.

– Pero si estás haciendo un trabajo estupendo, doctor Segundo -bromeó Sofía.

– El doctor Segundo sabe lo que le conviene, señorita.

– Con cuidado -le avisó cuando él empezó a ponerle el calcetín.

– ¿Qué tal?

– Mejor -respondió Sofía cuando se dio cuenta de que no le dolía tanto como esperaba-. Tienes manos sanadoras.

– No sólo soy un buen doctor sino que además soy también un sanador. Me siento halagado -dijo Gonzalo riendo entre dientes-. Ya está, como nuevo. ¿Alguna otra herida que quiera que le curen, señorita?

– No, gracias, doctor.

– ¿Qué pasa con su corazón herido?

– ¿Mi corazón herido?

– Sí, su pobre corazón -dijo él totalmente en serio. Tomó la cara de Sofía entre sus manos y sus labios se posaron en los de ella. No debería haberle permitido besarla, pero el sonido de su voz hablando español, ese inimitable acento argentino, las botas de montar, el olor de los caballos, la densa niebla que los ocultaba del mundo…, por un momento se dejó llevar y respondió a su beso. Le gustó, pero tuvo la sensación de estar actuando mal. Cuando se apartó se dio cuenta de que la niebla estaba empezando a levantarse.

– Mira, está aclarando -dijo Sofía esperanzada.

– Me gustaría quedarme aquí -dijo Gonzalo, bajando la voz.

– Mira, tengo frío, estoy empapada y me duele el pie. Por favor, Gonzalo, llévame a casa -le pidió.

– De acuerdo -suspiró-. No me había dado cuenta de lo mojado que estoy y del frío que tengo.

De pronto Sofía echó terriblemente de menos a David. Debe de estar preocupadísimo, pensó.

Gonzalo la llevó en brazos por encima de las ruinas hasta donde habían atado los caballos.

– Yo te llevo la bota -dijo, dejándola montada sobre Safari. El camino de vuelta fue largo y pesado. Sofía volvió a perderse en una ocasión pero, decidida a no darse por vencida, terminó por soltar las riendas de Safari con la esperanza de que el caballo encontraría, por sí solo el camino a casa. Cuando, feliz, Safari los llevó a casa, Sofía se preguntó por qué no habría tomado esa decisión antes.

– Ya está bien. Voy a buscarlos -decidió David, apartándose de la ventana. Ya casi era de noche y la pareja todavía no había vuelto-. Algo les ha ocurrido. Necesitan ayuda -añadió irritado.

– Te sigo con el Land Rover -se ofreció Tony. Eddie miró a su madre, pero ninguno de los dos se atrevió a decir nada. El almuerzo había sido de lo más tenso. David estaba de muy mal talante. De hecho, Zaza nunca le había visto así. Apenas había podido concentrarse en lo que se decía en la mesa. No había dejado de mirar por la ventana, escudriñando la niebla, como si Sofía y Gonzalo fueran a salir de ella de repente, como en las películas. Tony y Eddie no se habían dado cuenta de nada. Qué insensibles pueden llegar a ser los hombres, había pensado Zaza enojada al oírlos hablar sobre la liga de cricket de las Antillas Menores como si nada hubiera ocurrido.

David cruzó corriendo el vestíbulo, cogió el abrigo y las botas y abrió la puerta. En ese momento Gonzalo emergió de la niebla, llevando en sus brazos a una Sofía empapada y temblorosa.

– ¿Qué demonios os ha pasado? -gritó David, incapaz de ocultar la desesperación que le embargaba la voz.

– Es una larga historia, te la contaremos más tarde. Llevemos a Sofía arriba -respondió Gonzalo, ignorando a David cuando éste se ofreció a llevarla desde allí.

– Sólo me he torcido el tobillo -dijo Sofía al pasar junto a él.

– Dios mío, ¿qué ha pasado? -exclamó Zaza. Por su aspecto, cualquiera habría dicho que la pareja había estado revolcándose en el barro.

– ¿Dónde está tu cuarto? -preguntó Gonzalo, llevando a Sofía escaleras arriba.

– Sigue recto -le indicó, buscando a David con la mirada. Pero él no les seguía. Una vez en la habitación, Gonzalo la dejó con cuidado sobre la cama.

– Necesitas que te ayuden a quitarte la ropa mojada. Te prepararé un baño -dijo.

– No te molestes. Estoy bien. Puedo arreglármelas sola -insistió Sofía.

– El doctor Segundo sabe lo que te conviene -dijo, quitándole la bota.

– Por favor, Gonzalo, estoy bien, en serio.

– Gracias, Gonzalo -dijo una voz firme a sus espaldas-. ¿Por qué no vas a quitarte esa ropa mojada? Has sido todo un héroe, pero incluso los héroes necesitan descansar.

– ¡David! -suspiró Sofía aliviada.

Gonzalo se encogió de hombros y, sonriendo a Sofía para mostrarle que la abandonaba en contra de su voluntad, se marchó.

– ¿Qué demonios habéis estado haciendo? -preguntó David, visiblemente enojado antes de ir a prepararle el baño. Sofía oyó el chorro de agua instantes después de que él abriera los grifos y de repente se sintió agotada.

– Nos perdimos por culpa de la niebla, pero gracias al castillo en ruinas…

– ¿Cómo diantre se os ocurrió ir tan lejos? -le espetó.

– David, no ha sido culpa mía.

– ¿Y qué pasa con los caballos? ¿Es que no fuiste capaz de ver la niebla, o acaso estabas demasiado ocupada con tu amiguito?

– No fui yo quien sugirió que fuéramos a montar. No tenía la menor intención de ir. Podrías haberlo impedido.

– Quítate esa ropa mojada antes de que pilles una pulmonía. Te estoy preparando el baño -dijo, yendo hacía la puerta. Sofía se dio cuenta de que estaba celoso y sonrió.

– No puedo hacerlo sola -dijo con voz débil. Él se giró y a Sofía su expresión de enfado le pareció adorable. Tuvo ganas de borrarle el enojo a besos.

– Llamaré a Zaza -dijo él, todavía tenso.

– No quiero a Zaza y tampoco quiero que me ayude Gonzalo. Te quiero a ti -dijo muy despacio, sin apartar la mirada de sus ojos tristes.

– Has estado muchas horas ahí fuera. Estaba preocupado -estalló-. ¿Qué querías que pensara?

– No me parece que tengas muy buena opinión de mí si piensas que voy por ahí cayendo en brazos del primero que pasa. ¿Es que no confías en mí?

– Lo siento.

– Es porque es argentino, ¿verdad?

– Y joven, y guapo. Te llevo casi veinte años -protestó sin ocultar su tristeza.

– ¿Y?

– Que soy un viejo.

– Y yo te quiero. Te quiero y no me importa la edad que tengas. Para mí eso no significa nada -dijo Sofía, intentando quitarse la ropa.

– Deja que te ayude -dijo David, acercándose a ella. Se arrodilló frente a ella, tomó su cara entre las manos y la besó. Tenía la boca suave y caliente y Sofía quiso acurrucarse contra su pecho, pero él la soltó-. Pareces un perro empapado -le dijo echándose a reír al ver la mancha de humedad que se le había dibujado en la camisa.

Le quitó el jersey y la camiseta con un solo movimiento. Sofía tiritaba. El pelo le caía sobre el cuello desnudo formando tentáculos largos y goteantes. Él volvió a besarla, en un intento por dar un poco de vida a sus labios azulados que, a pesar de sus esfuerzos, seguían temblando. Sofía se desabrochó los vaqueros y dejó que él se los quitara con cuidado, poniendo especial atención en no dañarle el tobillo herido. Estaban empapados y llenos de barro.

– Cariño, estás helada. Venga, a la bañera -le dijo, solícito.

– ¿Qué? ¿En ropa interior? -se rió al tiempo que se desabrochaba el sujetador. Tenía los pechos sorprendentemente grandes para su delgada figura. Se le había puesto la piel de gallina y los pezones, de un rojo intenso, se le habían endurecido por el frío, en respuesta al frío. Se quitó las bragas y tendió los brazos hacia él. David la tomó entre sus brazos y la llevó al cuarto de baño.

– Eres muy guapa -le dijo besándole en la sien.

– Y tengo mucho frío -respondió ella, pegando la cara a su rasposa mandíbula-. ¡Burbujas! -suspiró cuando él la depositó en el agua caliente de la bañera.

David se sentó en la silla y vio cómo el color volvía a las mejillas y a los labios de Sofía, y cómo ésta relajaba los hombros y se hundía en el agua. Le palpitaba el tobillo hinchado a medida que la sangre empezaba a circular por él con renovada energía. Sofía volvía a ser ella misma. Después de envolverla en una toalla blanca, David la dejó en la cama e hizo ademán de alejarse hacia la puerta para salir de la habitación. Pero ella le detuvo.

– Quiero que me hagas el amor, David -dijo, cogiéndose a su cuello con más fuerza.

– ¿Y los demás? -dijo, pasándole la mano por el pelo mojado.

– Pueden cuidar de sí mismos. Yo estoy enferma, ¿recuerdas?

– Exacto, y no creo que el sexo sea el mejor remedio para tu tobillo -dijo.

– No hago el amor con el tobillo -le soltó ella, echándosele a reír en el cuello.

También él se rió y volvió a besarla. Y entonces empezó a hacerle el amor, a besarla, a tocarla, a disfrutar de ella mientras Sofía descubría, encantada, que cuando cerraba los ojos al único que veía era a David.

Загрузка...