– María, ¿cómo era Sofía? -preguntó Claudia una mañana de verano. Santi y Claudia llevaban casados más de un año y sin embargo ella nunca se había atrevido a preguntar sobre Sofía a nadie, y por alguna razón nadie hablaba de ella. Santi le había contado lo que había ocurrido entre ellos. Le había dicho que amaba a Sofía y que lo suyo no había sido una sórdida calentura sexual detrás de los establos de los ponis. No le había ocultado nada intencionadamente, pero la curiosidad que siente una mujer por las ex amantes de su marido no conoce límites, y el deseo de Claudia de obtener más información no había quedado satisfecho.
– Cómo es -la corrigió María amablemente-. No está muerta. Puede que vuelva -añadió esperanzada.
– Es sólo curiosidad, ya me entiendes -dijo Claudia, apelando a la complicidad femenina entre ambas.
– Bueno, no es muy alta, pero da la impresión de que es mucho más alta de lo que es -empezó María, dejando sobre la mesa el montón de fotos que tenía desparramadas a su alrededor sobre las baldosas rojas y dejando vagar la mirada por la brumosa llanura. A Claudia no le interesaba qué aspecto tenía. Eso ya lo sabía. Había hojeado demasiadas veces los álbumes de fotos y había estudiado las fotografías que, con sus marcos de plata, estaban repartidas por toda la casa de Paco y Anna. Conocía a la perfección cómo había sido Sofía desde que había nacido hasta que se había convertido en toda una mujer. Físicamente era encantadora, de eso no había la menor duda. Pero Claudia estaba más interesada en su personalidad. ¿Qué había en ella que había capturado el corazón de Santi? ¿Por qué, a pesar de todos sus esfuerzos, estaba convencida de que todavía era su dueña y señora? Pero dejó hablar a María. No quería dejar escapar esa oportunidad. Era muy raro estar en compañía de su cuñada sin verse rodeadas por su marido, primos, hermanos, padres, tíos y tías. Cuando había visto a María sentada sola en la terraza aquel sábado por la mañana revisando en silencio montones de viejas fotografías, había aprovechado el momento a la espera de que nadie apareciera de improviso y lo estropeara.
De lo que no se daba cuenta era que María anhelaba hablar de Sofía. La echaba de menos. Aunque el sentimiento era ya más un dolor sordo provocado por ciertas asociaciones que le recordaban a su prima, los años no habían conseguido borrar los lazos indisolubles que las dos mujeres habían forjado durante la infancia y la adolescencia. Nadie más quería hablar de Sofía, y si lo hacían se referían a ella en susurros, como si hubiera muerto. La única con la que María podía recordar a su prima era Soledad, que hablaba de ella en voz alta y sin poder contener su enojo. No estaba enfadada con Sofía, claro, sino con sus padres que, según ella, le habían impedido volver. Ahora que Claudia parecía dispuesta a escuchar, María estaba más que encantada de poder hablar.
– Todo el mundo hablaba de Sofía -dijo con orgullo, como si estuviera hablando de una hija-. ¿Cuál sería su próxima fechoría? ¿Era su madre injusta con ella o es que Sofía era simplemente una niña difícil? ¿Tenía novio o no lo tenía? Era tan guapa que todos los chicos estaban enamorados de ella. Siempre salía con los más guapos. Roberto Lobito, por ejemplo. Podía tener a la chica que quisiera, pero no pudo con Sofía. Ella lo utilizó y luego lo dejó de lado como a una bola de polo. A él nunca le habían dado calabazas. Estaba demasiado pagado de sí mismo.
Se echó a reír y luego siguió hablando como sí estuviera sola y hablara consigo misma:
– Nada la asustaba. En ese sentido era casi como un chico. No tenía los típicos miedos de una chica. Le encantaban las arañas y los escarabajos, las ranas y los sapos y las cucarachas, y jugaba al polo mejor que muchos chicos. Siempre se peleaba con Agustín por eso. Se peleaba con todo el mundo. Lo hacía para provocar, pero nunca iba en serio. Simplemente se aburría y quería divertirse. Conseguía poner furiosos a los demás, por supuesto; sabía exactamente cómo meterse con cada uno, conocía el punto débil de los que la rodeaban. Todo era mucho más divertido con ella. Santa Catalina era un lugar mucho más excitante antes de que se fuera. Siempre pasaba algo, no parábamos de reír. Ahora que ya no está, todo parece más gris. Santa Catalina sigue siendo maravillosa, por supuesto, pero ha perdido la chispa que tenía. Pero Sofía volverá, aunque sólo sea para asegurarse de que no la olvidamos. Eso sería típico de ella. Le gustaba ser siempre el centro de atención, y por supuesto, de una forma u otra, siempre lo conseguía. La gente la quería o la odiaba. No importaba: lo único que necesitaba era no pasar inadvertida.
– ¿De verdad crees que volverá? -preguntó Claudia, arrancándose de un mordisco una piel muerta de una de sus largas uñas pintadas.
– Claro que volverá -respondió María-. Lo sé.
– Oh.
Claudia asintió y en sus labios se dibujó una débil sonrisa.
– Le tenía demasiado cariño a Santa Catalina para no volver -dijo María empezando de nuevo a clasificar las fotografías. Tragó con esfuerzo. Sofía no podía dejarlos para siempre, ¿verdad?
– ¿Qué estás haciendo?
– Últimamente no he tenido tiempo de pegar estas fotos en el álbum. Como esta mañana no hay nada que hacer, he pensando que sería buena idea empezar a clasificarlas.
En ese preciso instante María encontró una foto de Sofía y la cogió.
– Mira, esta es una foto típica de Sofía -dijo, y se la quedó mirando con tristeza en los ojos-. Es del verano en que se fue.
El verano en que se enamoró de Santi, pensó Claudia con amargura. Cogió la fotografía de manos de su cuñada y miró el rostro radiante y bronceado que parecía sonreírle con expresión triunfante. Claudia observó cierta satisfacción en su sonrisa. Llevaba unos pantalones blancos ajustados y botas marrones y estaba sentada sobre un poni con un mazo de polo sobre el hombro. Se había recogido el pelo en una cola. Claudia odiaba los caballos y tampoco le gustaba mucho el campo. El hecho de que a Sofía ambos la volvieran loca hacía que aún le gustaran menos.
Los esfuerzos que Claudia había hecho antes de casarse con Santi por fingir que disfrutaba del campo y de los caballos habían sido una verdadera pérdida de tiempo. Se dio cuenta de ello una tarde en que Santi la había llevado con él a montar. Se sintió tan desgraciada a lomos de su poni con la espalda tensa que terminó siendo presa de un llanto enojado y tuvo que confesar que no soportaba los caballos.
– No quiero volver a montar en mi vida -había dicho sollozando.
Para sorpresa suya, Santi se había mostrado casi feliz. La había llevado a casa, la rodeó con sus brazos y le dijo que no tendría que volver a montar en su vida. Al principio ella se había sentido aliviada porque ya no tendría que seguir fingiendo, pero más adelante deseó no haberse mostrado tan encantada. Los ponis, la equitación, el campo… eran parte del territorio de Sofía, y Claudia creía que Santi quería mantenerlos para ella en exclusiva.
– ¿Fue Santi siempre especialmente amigo de Sofía? -preguntó con cautela.
María la miró alarmada.
– No lo sé -mintió-. Eso deberías preguntárselo a Santi.
– Nunca habla de ella -dijo encogiéndose de hombros y bajando la vista.
– Ya entiendo. Bueno, siempre fueron muy amigos. Santi era como un hermano mayor para ella, y Sofía era como una hermana para mí.
De pronto María se sentía incómoda, como si la conversación estuviera empezando a írsele de las manos.
– ¿Te importa si miro más fotos? -preguntó Claudia cambiando de tema. Se dio cuenta de que quizás estaba siendo demasiado inquisitiva. No quería que María le contara a Santi su conversación.
– Toma, mira éstas, ya las he clasificado -le propuso María aliviada a la vez que daba a Claudia uno de los montones ya marcados-. No las mezcles con el resto, por favor.
Claudia se sentó en la silla y se puso las fotos sobre las rodillas. María le echó un rápido vistazo cuando su cuñada no se daba cuenta de que la miraba. Sólo le llevaba un par de meses, pero parecía mucho mayor que ella. Sofía siempre decía que la gente nace a una cierta edad. Decía que tenía dieciocho años y que María ya había cumplido los veinte. Bueno, si ese hubiera sido el caso, probablemente habría dicho que Claudia tenía cuarenta. No tenía nada que ver con su cara, que era bronceada, de piel suave y carnosa. Era guapa, de una belleza natural. El veredicto de Sofía tenía más que ver con su forma de vestir y de comportarse. Claudia se había ofrecido a enseñar a María a maquillarse mejor.
– Veamos qué puedo hacer con tu cara -le había dicho con una indudable falta de tacto. María era demasiado buena para sentirse ofendida. No quería maquillarse con los colores vivos que usaba Claudia. Además a Eduardo no le haría ninguna gracia. Se preguntó si Claudia se quitaba el maquillaje para dormir, y, en caso de que lo hiciera, si Santi la reconocía por la mañana. Se moría de ganas de preguntárselo, pero no se atrevió. Hubo un tiempo en que le habría preguntado cualquier cosa, pero las cosas habían cambiado, sutilmente, sí, pero habían cambiado.
Nadie entendía por qué Santi se había casado con Claudia. No les desagradaba la joven, puesto que era agradable y bonita, pero la pareja no parecía tener nada en común. Eran como el agua y el aceite. Chiquita le había cogido cariño enseguida, pero sólo porque se sentía aliviada al ver que Santi se había casado. Le hacía feliz ver a su hijo sonreír de nuevo y seguir adelante con su vida. Por muy extraño que pareciera, la única persona con la que Claudia había entablado amistad era Anna. Ambas eran mujeres frías y odiaban los caballos. Pasaban mucho tiempo juntas, y Anna había hecho lo posible para que Claudia se sintiera en casa.
– ¿Qué miras? -le preguntó Claudia de repente sin dejar de mirar las fotografías. María temió que se hubiera dado cuenta de que la había estado estudiando.
– Nada, mera curiosidad. Tienes mucha maña para maquillarte -respondió intentando disimular.
– Gracias. Ya te dije que si querías te enseñaba -dijo sondándole.
– Ya lo sé. Creo que voy a hacerte caso -concluyó con una débil sonrisa.
– Dios mío, pero ¿te has mirado al espejo? -exclamó Eduardo horrorizado cuando vio a su esposa aparecer para la cena con la cara pintarrajeada como la de una dependienta de Revlon.
– Claudia me ha estado enseñando -replicó María poco convencida, haciendo parpadear sus largas pestañas negras.
– Me preguntaba qué estarán haciendo ahí dentro -dijo Eduardo, quitándose las gafas y limpiándoselas con la camisa. En ese momento por detrás de María apareció Claudia. Llevaba un vestido largo negro, sujeto por dos delicadas tiras plateadas.
– Mi amor, estás preciosa -dijo Santi, levantándose para besar a su mujer. Casi no la había visto en todo el día.
– ¿No crees que deberías cambiarte los vaqueros para cenar? -susurró-. Hueles a caballo.
– A mamá no le importa. Si a estas alturas todavía no se ha acostumbrado a mí, nunca lo hará -le dijo, volviendo a sentarse. Claudia se sentó a su lado, a pesar de que en el sillón había sólo espacio para uno. Santi le acarició la melena.
– Mi amor -refunfuñó ella-, ¿no podrías lavarte las manos antes de tocarme? Acabo de ducharme.
Él sonrió maliciosamente, la atrajo hacía sí y la abrazó.
– ¿No te gusta el olor a sudor de tu hombre? -bromeó.
– No, no me gusta -respondió ella soltando una risilla de protesta y levantándose para soltarse de su abrazo-. Por favor, Santi, quiero que me toques, pero lo único que te pido es que antes te laves las manos.
Santi se levantó a regañadientes y salió de la sala. Volvió cinco minutos más tarde, después de haberse afeitado y de haberse cambiado de ropa.
– ¿Mejor así? -preguntó, arqueando una ceja.
– Mucho mejor -respondió Claudia, haciéndole sitio en el sillón.
Cenaron en la terraza a la luz de cuatro faroles. Miguel, Eduardo y Santi hablaban de política mientras Chiquita, María y Claudia hablaban de ellos. Chiquita estaba encantada con su familia recientemente ampliada y miraba sus rostros animados bajo el cálido reflejo de las lámparas. No dejaba de penar en silencio por Fernando, que seguía lejos de allí, al otro lado del río, a pesar de que habían ido a verle a menudo.
Fernando seguía atormentado por su reciente experiencia. Se había dejado el pelo largo, aunque al menos lo llevaba limpio y reluciente. Chiquita recordaba con nostalgia las largas vacaciones de su infancia, cuando la vida era inocente y los juegos a los que Fernando había jugado terminaban cuando llegaba la hora de acostarse. Ahora estaba a muchos kilómetros de allí, en una playa, viviendo como un vagabundo. No era lo mismo que tenerle en Santa Catalina con ellos, pero era consciente de que debía alegrarse de que estuviera vivo y dejar de preocuparse por cosas que en realidad no eran tan importantes.
Panchito, que ya tenía dieciséis años, pasaba el mayor tiempo posible fuera de casa con sus primos y amigos de su edad. Chiquita le animaba a que invitara a sus amigos a casa, intentando así que se interesara un poco más por la estancia, pero si Panchito no estaba deslumbrando al público en el campo de polo, estaba en cualquier otro lado, y la mayor parte del tiempo Chiquita ni siquiera sabía dónde o con quién estaba. Apenas le veía.
– ¿Cómo era Miguel cuando le conociste? -preguntó Claudia.
Chiquita se echó a reír.
– Bueno, era alto y…
– Peludo -intervino Santi. Todos rieron.
– Peludo. Pero no tanto como ahora.
– ¿Era como un lobo, mamá? ¿Te cazó y te llevó a rastras a su madriguera?
– Oh, Santi, no seas ridículo -dijo Chiquita con una sonrisa al tiempo que le brillaban los ojos de felicidad.
– Bueno, ¿qué me contestas, papá?
– A tu madre todos le iban detrás. Yo simplemente fui el afortunado -dijo, y le guiñó el ojo a su esposa desde el otro extremo de la mesa.
– Ambos fueron muy afortunados -apuntó Claudia con diplomacia.
– No, la suerte no tuvo nada que ver. Tuve que ofrecer algunos sacrificios al ombú -soltó Miguel con una carcajada.
– ¿El ombú?
Claudia parecía confundida. María miró a Santi y notó que apretaba la mandíbula, a la vez que sacaba un paquete de cigarrillos del bolsillo y encendía uno.
– No me digas que Santi nunca te ha hablado del ombú -dijo Chiquita sorprendida-. Cuando era niño se pasaba el tiempo en la copa de ese árbol.
– No, nunca me has hablado del ombú. ¿Qué tiene de especial? -preguntó dirigiendo la pregunta a Santi, aunque él no respondió; se limitó a espirar el humo de su cigarrillo en silencio.
– Solíamos ir al ombú a pedir deseos. Creíamos que era un árbol mágico, pero en realidad no lo es. No tiene nada de especial -intervino María al instante, quitándole importancia. Sintió que Eduardo apretaba su pierna contra la suya para darle apoyo.
– Es un árbol muy especial -refunfuñó Miguel-. Es parte de nuestra juventud. De niños jugábamos ahí, y ya mayores era allí donde quedábamos con las chicas. De hecho, y sin ánimo de ser indiscreto, fue en el ombú donde besé a tu madre por primera vez.
– ¿En serio? -preguntó María. Nunca nadie se lo había dicho.
– Ya lo creo. Para mí y para tu madre es un lugar muy especial.
– Santi, ¿me llevarás? Siento una gran curiosidad -dijo Claudia.
– Algún día -balbuceó Santi con brusquedad. De pronto se había puesto blanco. La tintineante luz de las velas acentuaba sus rasgos, dándole un aspecto grotesco.
– Mi amor, ¿te encuentras bien? Te has puesto muy pálido -dijo Claudia preocupada.
– La verdad es que estoy un poco mareado. Es el calor. He estado todo el día al sol.
Santi apagó el cigarrillo y se levantó de la mesa.
– No, quédate y termina de cenar -le dijo a su esposa-. Estoy bien. Sólo necesito caminar un poco.
Claudia pareció contrariada, pero volvió a acercar su silla a la mesa y se colocó la servilleta sobre las rodillas.
– Como quieras, Santi -respondió tensa mientras le veía alejarse y desaparecer en la oscuridad. De nuevo oyó la risa de Sofía cernirse sobre ella desde el espacio vacío y negro que los rodeaba.
Santi caminó por la pampa hacia el ombú. El cielo claro y estrellado le permitía ver por dónde iba sin tropezar, aunque conocía el terreno a la perfección. Cuando llegó al árbol, trepó hasta la cima y se sentó en una rama, apoyando la espalda contra el grueso tronco. Sentía como si se le hubiera hinchado el cuello, como si el cuello de la camisa le apretara, aunque lo llevaba desabrochado. Se llevó la mano a la garganta para intentar relajarla. También tenía un gran peso en el pecho. Intentó respirar hondo, pero sólo pudo inspirar de forma entrecortada y breve. Tenía náuseas y le dolía la cabeza. Fijó la vista en la oscuridad y se acordó de cuando se sentaba allí con Sofía, mirando los planetas y las estrellas que brillaban sobre sus cabezas. Se preguntaba si ella estaría viendo el mismo cielo y si al mirarlo todavía pensaría en él.
De pronto se echó a llorar. Intentó controlarse, pero los sollozos le brotaban de muy adentro. Hacía mucho, muchísimo tiempo que no lloraba. De hecho no lo hacía desde que Sofía le había dejado, roto y deshecho, hacía años. Por fin había creído encontrar la felicidad con otra mujer. Claudia le hacía sonreír, incluso a veces conseguía hacerle reír. Era una mujer cariñosa y suave en la cama, y considerada y generosa en la convivencia diaria. No era demasiado exigente y nada complicada. Hacía todo lo que estaba en su mano para complacerle y sólo perdía los estribos de vez en cuando. Era fría y controlaba a la perfección sus emociones, pero eso no quería decir que no tuviera sentimientos. Simplemente era muy cuidadosa a la hora de revelar lo que sentía. Era callada y con gran sentido de la dignidad. No podía decirse que fuera hermosa. Se preocupaba mucho de su aspecto. ¿Por qué, entonces, echaba tanto de menos el caos, el egoísmo y la pasión de Sofía? ¿Por qué, después de casi diez años, todavía era Sofía capaz de hacerle caer de rodillas y llorar como un niño?
– ¡Maldita seas, Chofi! -le gritó a la oscuridad de la noche-. ¡Maldita seas!
Claudia quería tener una familia. Deseaba desesperadamente un hijo, pero Santi no estaba preparado. ¿Cómo podía traer un niño al mundo cuando todavía seguía esperando a que Sofía volviera? Si aceptaba ese compromiso con Claudia sería para toda la vida. El matrimonio podía ser para toda la vida, pero los hijos eran algo irreversible. Todavía tenía la esperanza de que algún día Sofía volvería a buscarle y quería estar preparado. Todos pensaban que la había olvidado, pero nunca la olvidaría. ¿Cómo olvidarla si el rostro de su prima le acechaba desde todos los rincones de la estancia? Cada mueble, cada recoveco del lugar le recordaba a ella. No había manera de librarse de ella. Y es que, en cierto sentido, tampoco lo deseaba. Sofía le atormentaba y le consolaba a la vez.
Cuando volvió a la casa, Claudia le esperaba en camisón sentada en la cama. Estaba tensa y había ansiedad en su rostro. Se había quitado todo el maquillaje; sin los labios pintados había perdido por completo el color.
– ¿Adónde has ido?
– A dar un paseo.
– Estás enfadado.
– Ya estoy bien. Necesitaba un poco de aire, eso es todo -dijo y se quitó la camisa de los pantalones y empezó a desabrochársela.
Claudia le miró fijamente.
– Has estado en el ombú, ¿verdad?
– ¿Qué te hace pensar eso? -preguntó dándole la espalda.
– Porque es allí donde siempre ibas con Sofía, ¿verdad?
– Claudia… -empezó Santi irritado.
– He visto las fotos de María. Había muchas de Sofía y tú en el árbol. No te estoy acusando, mi amor, sólo quiero ayudarte -dijo, tendiéndole la mano.
Santi siguió desvistiéndose, dejando caer la ropa al suelo.
– No necesito ayuda y no quiero hablar de Sofía -dijo sin más.
– ¿Por qué no? ¿Por qué nunca hablas de ella? -preguntó con una voz desconocida.
El clavó la mirada en la rigidez de sus rasgos.
– ¿Preferirías que te hablara de ella? Sofía esto, Sofía lo otro… ¿Es eso lo que quieres?
– ¿No entiendes que negándote a hablar de ella, Sofía sigue interponiéndose entre nosotros como un fantasma? Cada vez que me acerco a ti siento cómo se desliza entre los dos -dijo Claudia con voz temblorosa.
– Pero ¿qué es lo que quieres saber? Ya te lo he contado todo.
– No quiero que sigas ocultándomela.
– No te la estoy ocultando. Quiero olvidarla, Claudia. Quiero construir mi vida contigo.
– ¿Todavía la amas? -preguntó de repente.
– ¿Adónde quieres llegar? -preguntó confundido, sentándose en la cama junto a ella.
– He tenido mucha paciencia -se aventuró a decir Claudia-. Nunca te he preguntado por ella. Siempre he respetado esa parte de tu vida.
– Entonces, ¿por qué te sientes tan insegura ahora? -le preguntó Santi con suavidad a la vez que tomaba su mano entre las suyas.
– Porque siento su presencia por todas partes. La siento en los silencios de la gente. Todos tienen miedo a hablar de ella. ¿Qué fue lo que hizo para que la gente se comporte así? Ni siquiera Anna la menciona. Es como si estuviera muerta. No hablar de ella la hace más fuerte, más amenazadora. Siento que te está alejando de mí. No quiero perderte en manos de un fantasma, Santi -dijo tragando con dificultad, poco acostumbrada como estaba a demostrar sus emociones.
– No vas a perderme. Nadie va a apartarme de tu lado. Eso ocurrió hace muchos años. Ya pasó.
– Pero todavía la amas -insistió.
– Amo el recuerdo que tengo de ella, Claudia. Eso es todo -mintió-. Si Sofía volviera, ambos habríamos cambiado. Ya no somos los mismos.
– ¿Me lo prometes?
– ¿Qué tengo que hacer para convencerte? -preguntó, atrayéndola hacia él. Pero conocía la respuesta a esa pregunta.
De repente la abrazó y la besó apasionadamente, acariciándole las encías y los dientes con la lengua y apretando con firmeza sus labios a los suyos. Claudia contuvo el aliento. Nunca la había besado así, no con ese desenfreno. La tumbó en la cama y le subió el camisón de seda por encima del ombligo. Se quedó mirando la suave ondulación que dibujaba su estómago y luego la acarició, sin dejar de mirarla en silencio. Claudia abrió los ojos y se dio cuenta de que había en el rostro de Santi una expresión extraña. Cuando se miraron a los ojos y ella frunció el ceño, los rasgos de Santi parecieron suavizarse. Él le sonrió mientras ella intentaba adivinar sus pensamientos, pero en ese momento Santi le hundió la cara en el cuello y empezó a lamerlo y a besarla hasta que la hizo chillar de placer. Sus manos se movían con firmeza entre sus piernas y no dejaba de acariciarle los pechos. La tocaba con pasión y destreza, y ella se retorcía de placer a medida que él despertaba en ella una sensualidad de la que jamás se habría imaginado capaz. Luego Santi se desabrochó los pantalones y liberó su miembro. Le separó las piernas y la penetró.
– Pero, no te has puesto preservativo -le advirtió ella, enrojecida por el deseo.
– Quiero plantar en ti mi semilla, Claudia -respondió Santi sin aliento, mirándola muy serio-. Quiero construir un futuro contigo.
– Oh, Santi, te amo -suspiró ella feliz, rodeándole con los brazos y las piernas como un pulpo, empujándolo dentro de sí.
Ahora me dejarás en paz, Chofi, pensaba Santi en silencio. Así te olvidaré para siempre.