Capítulo 7

La primera vez que Anna vio Santa Catalina pudo imaginar su futuro entre aquellos árboles altos y frondosos, en la casa colonial y en la vasta llanura, y tuvo la certeza de que allí sería feliz. Glengariff parecía haber quedado a años luz y estaba demasiado entusiasmada para poder echar de menos a su familia o para pensar en el pobre Sean O'Mara.

Se había ido de Londres en el dorado resplandor del otoño y había llegado a Buenos Aires cuando la ciudad empezaba a florecer, puesto que en Argentina las estaciones son opuestas a las europeas. El aeropuerto olía a humedad y a sudor, que se mezclaba con el fuerte aroma a lirios que procedía de una de las pasajeras que acababa de salir del servicio después de haberse refrescado.

Anna y Paco fueron recibidos por un hombre corpulento y bronceado de pequeños y brillantes ojos marrones y sonrisa incompleta. Él se ocupó de su equipaje y los condujo por una puerta lateral al exterior, donde lucía el caluroso sol de noviembre. Paco no soltó su mano en ningún momento, sino que la retenía entre las suyas posesivamente mientras esperaban a que llegara el coche que debían traerles del aparcamiento.

– Esteban, esta es la señorita O'Dwyer, mi prometida -dijo mientras el hombrecillo moreno cargaba las maletas en el maletero.

Anna, que había aprendido un poco de español en Londres, le sonrió con timidez y le tendió la mano. Notó que la mano de Esteban estaba caliente y húmeda en cuanto él tomó la suya y la estrechó con firmeza, a la vez que estudiaba su cara con curiosidad con sus ojillos como pasas. Cuando preguntó a Paco por qué todo el mundo la miraba y por qué Esteban la había observado con tanta curiosidad, él le respondió que se debía al color de sus cabellos. En Argentina había muy poca gente pelirroja y con la piel tan pálida. De camino a Buenos Aires, Anna apoyó la cabeza contra la ventana abierta para que la brisa le acariciara el cabello y le refrescara la cara.

Para Anna, Buenos Aires poseía la elegancia lánguida de una ciudad pasada de moda. A primera vista se parecía a las ciudades europeas que había visto en los libros de fotografías. Los recargados edificios de piedra podrían haber estado en París o en Madrid. Las plazas estaban rodeadas de altos sicómoros y de palmeras, y los parques rebosaban de flores y arbustos. Para su regocijo, hasta del asfalto parecían brotar miles de flores violetas que habían caído desde los enormes Jacarandas. Había sensualidad en el ambiente. En las polvorientas aceras se diseminaban los pequeños cafés donde los habitantes de Buenos Aires se sentaban a tomar el té o a jugar a las cartas, envueltos en aquella pegajosa humedad. Paco le explicó que cuando sus ancestros emigraron a Argentina desde Europa a finales del siglo diecinueve, recrearon en la arquitectura y en las costumbres rasgos de sus viejos mundos para paliar la inexorable añoranza que pesaba sobre sus almas. Por eso, señaló, el Teatro Colón es como La Scala de Milán, la Estación Retiro es como la estación de Waterloo, y las calles llenas de sicomoros recuerdan el sur de Francia.

– Somos un pueblo incurablemente nostálgico -añadió-, y también incurablemente romántico.

Anna se echó a reír, apoyándose en él y besándole con cariño. Aspiró las embriagadoras esencias de los eucaliptus y de los jazmines que emanaban de las frondosas plazas, y observó el ajetreo de la vida diaria que avanzaba por las aceras deterioradas en forma de elegantes mujeres de suave tez morena y largos cabellos relucientes, observadas con descaro por hombres morenos de ojos oscuros y andares aletargados. Vio la danza del cortejo en las parejas sentadas que se cogían de la mano en los cafés o en los bancos de los parques, besándose a la luz del sol. Nunca había visto a tanta gente besándose en una ciudad.

El coche se metió en un garaje subterráneo de la arbolada Avenida Libertador, donde una sonriente criada de piel de color chocolate y vivarachos ojos marrones esperaba para ayudarles con el equipaje. Cuando vio a Paco, sus grandes ojos se llenaron de lágrimas y le abrazó afectuosamente, a pesar de que apenas le llegaba a la altura del pecho. Paco se echó a reír y rodeó con los brazos su cuerpo rollizo, abrazándola.

– Señor Paco, tiene muy buen aspecto -suspiró ella, mirándole de arriba abajo maravillada-. Europa le ha hecho muy bien, no hay más que verle. ¡Ah! -chilló, desviando la mirada hacia Anna-. Ésta debe de ser su prometida. Todos están muy entusiamados. Se mueren de ganas por conocerla. -Tendió su mano regordeta, que Anna apretó desconcertada. Hablaba tan rápido que Anna no había entendido una sola palabra.

– Amor, esta es Esmeralda, nuestra querida criada. ¿No es maravillosa? -dijo Paco guiñándole el ojo. Anna le sonrió antes de seguirle hasta el ascensor-. Tenía veinticuatro años cuando me fui y hace dos años que no me veía. Como podrás imaginar, está un poco sobreexcitada.

– ¿Tu familia no está aquí? -preguntó Anna recelosa.

– Claro que no. Es sábado. Nunca pasamos el fin de semana en la ciudad -respondió él como si su respuesta fuera de lo más obvio-. Nos llevaremos al campo sólo lo estrictamente necesario. Dejaremos que Esmeralda se ocupe del resto.

El apartamento era grande y espacioso. Desde los relucientes ventanales se veían parques llenos de frondosos árboles bajo los cuales los amantes se miraban a los ojos, riendo y besuqueándose en la fresca mañana de primavera. El clamor de los pájaros y de las voces de los niños reverberaba en la calle sombreada que quedaba justo debajo, y en alguna parte ladraba un perro. No debía de estar lejos, puesto que los ladridos sonaban próximos, constantes e implacables. Paco llevó a Anna a una habitación pequeña de color azul celeste, decorada al estilo inglés, con cortinas de flores a juego con el edredón y con el cojín de la silla del tocador. Desde la ventana pudo ver los techos de la ciudad y, más allá, el brillante río amarronado.

– Ese es el Río de la Plata -dijo Paco, rodeándola con los brazos por la espalda y mirando por encima de su hombro-. En la orilla opuesta está Uruguay. Es el río más ancho del mundo. Allí -continuó, señalando entre los edificios- está La Boca, el viejo barrio del puerto fundado por los italianos. Te llevaré. Los restaurantes son fantásticos, y creo que te divertirás al ver las casas porque están pintadas de colores vivos y alegres. Luego te llevaré a San Telmo, el barrio antiguo, donde las calles están adoquinadas y las casas son románticas y se caen a pedazos, y allí bailaré un tango contigo. -Anna sonreía encantada mientras seguía mirando la ciudad que iba a ser su nuevo hogar y sentía un escalofrío de emoción recorrerle los huesos-. Pasearemos por la orilla del río llamada la Costanera cogidos de la mano y nos besaremos, y luego…

– ¿Y luego? -le interrumpió, riendo coqueta.

– Y luego te traeré a casa y te haré el amor en nuestra cama de matrimonio, lenta y sensualmente -respondió.

Anna no pudo reprimir la risa, recordando esas largas noches de besos en que se había resistido a su propio deseo, que amenazaba con vencerla cuando Paco recorría su piel con los labios y acariciaba la inconfundible hinchazón de sus pechos bajo la blusa. En esos momentos se había apartado de él, roja de pasión y de vergüenza, puesto que su madre le había enseñado que debía reservarse para su noche de bodas. Una chica decente nunca permite que un hombre comprometa su reputación, había dicho.

Paco era anticuado y caballeroso, y aunque su cuerpo sufría la tortura de tener que reprimir sus ganas de ir más lejos de lo que habría resultado decente, respetaba el deseo de Anna de preservar su virginidad. Había conseguido reprimir su propio deseo a base de vigorosos paseos y duchas frías.

– Tendremos todo el tiempo del mundo para descubrirnos uno al otro cuando estemos casados -había dicho.

Anna sacó la ropa de verano de la maleta, dejando que Esmeralda se ocupara del resto como Paco había indicado. Se duchó en el cuarto de baño de mármol y se puso un vestido largo de flores. Mientras Paco estaba ocupado en su habitación, decidió dar una vuelta por el apartamento, que constaba de dos pisos, y se detuvo a mirar las fotografías de los miembros de la familia de Paco que sonreían desde sus brillantes marcos de plata. Había una de Héctor y María Elena, los padres de Paco. Héctor era un hombre alto y moreno con los ojos negros y remotos, y rasgos aquilinos que le daban la gracia regia de un halcón. María Elena era baja y rubia, y tenía unos ojos melancólicos y pálidos y una boca cálida y generosa. Ambos parecían elegantes y orgullosos. Anna deseó gustarles. Se acordó de las palabras de la tía Dorothy cuando le dijo que seguramente deseaban que su hijo se casara con alguien de su clase y de su cultura. Se había sentido muy segura de sí en Londres, pero en ese momento la idea de entrar en aquel fascinante nuevo mundo la asustaba. A pesar de sus comentarios y de los aires que se daba, la tía Dorothy estaba en lo cierto: no era más que una chiquilla de un pequeño pueblo irlandés con sueños de grandeza propios de una niña.

Oyó a Paco hablar con Esmeralda en el descansillo de la escalera. Luego él bajó las escaleras con su maleta.

– ¿Eso es todo lo que vas a llevar? -preguntó cuando vio a Anna de pie en el vestíbulo con un pequeño maletín marrón en la mano. Ella asintió. No tenía mucha ropa de verano-. De acuerdo, entonces vámonos -dijo él, encogiéndose de hombros. Anna sonrió a Esmeralda, que le dio una cesta de provisiones para que la llevara a la granja, y consiguió decir «adiós» tal como le habían enseñado en las clases que había tomado en Londres. Paco se giró y arqueó una ceja cuando la oyó-. Lo has dicho sin acento -bromeó, poniendo las maletas en el ascensor-. ¡Así se hace!

Paco tenía un reluciente Mercedes importado de Alemania. Era un descapotable azul claro, y hacía un ruido tremendo que retumbó contra las paredes del garaje cuando encendió el motor. Anna vio cómo Buenos Aires pasaba a toda velocidad y sintió como si fuera en una lancha que volara sobre el océano. Deseó que sus horribles primos pudieran verla. Sus padres se henchirían de orgullo, y por primera vez desde que se había despedido de ellos sus rostros plagados de lágrimas emergieron a la superficie de su mente como burbujas. Por un instante el corazón se le tambaleó en el pecho presa de la añoranza, pero pronto estuvieron en la carretera con el viento alborotándole el pelo y el sol en la cara, y las burbujas estallaron y desaparecieron del todo.

Paco le había explicado que tenía tres hermanos. Él era el tercera. El mayor, Miguel, era como su padre: moreno, de piel oscura y ojos marrones. Estaba casado con Chiquita, por la que Paco sentía una gran simpatía. Luego estaba Nico, que también era moreno como su padre pero que tenía los ojos azules como su madre. Estaba casado con Valeria, que era seca y no tan dulce como Chiquita, pero estaba seguro de que se harían amigas una vez que hubieran tenido tiempo para conocerse. Después de Paco venía Alejandro, el menor, que estaba soltero pero que al parecer cortejaba seriamente a una chica llamada Malena que, según las cartas de Miguel, era una de las chicas más hermosas de Buenos Aires.

– No te preocupes -advirtió Paco a Anna afectuosamente-. Limítate a ser tú misma, y todos te querrán como yo te quiero.

Abrumada por lo diferente del paisaje, Anna estaba tan maravillada que no podía hablar. Lejos de las colinas húmedas y verdes de Irlanda miraba a su alrededor y veía la tierra llana y seca de las pampas. La llanura, manchada de rebaños diseminados de vacas, a veces de caballos, se extendía hasta los confines de la tierra como un mar rojizo bajo un brillante cielo azul de un color tan exquisito que a Anna le recordó los acianos. Santa Catalina apareció como un frondoso oasis de árboles y hierba verde y resplandeciente al final de un camino largo y polvoriento. Al oír el familiar ronroneo del coche de Paco, su madre había salido de la fría sombra de la casa para darle la bienvenida. Llevaba unos pantalones blancos plisados con botones en los tobillos que, como Anna pronto aprendería, eran una copia de los pantalones típicos de los gauchos llamados bombachas, y una camisa blanca con el cuello abierto y las mangas enrolladas. Llevaba también alrededor de la cintura un cinturón ancho de cuero decorado con monedas de plata que brillaban a la luz del sol. Tenía el pelo rubio recogido en un moño bajo que dejaba a la vista sus suaves rasgos y sus pálidos ojos azules.

María Elena abrazó a su hijo con gran efusividad. Puso sus manos largas y elegantes en la cara de Paco y le miró a los ojos, exclamando palabras en español que Anna no pudo entender, pero que reconoció como expresiones de alegría. Luego se volvió hacia Anna y, con mayor reserva, la besó en su pálida mejilla y le dijo en un inglés precario que estaba encantada de conocerla. Anna entró detrás de ellos en la casa donde el resto de la familia estaba esperando para dar la bienvenida a Paco y conocer a su nueva prometida.

Cuando Anna vio el frío salón lleno de desconocidos, se sintió presa del terror. Percibió cómo todos los ojos la escudriñaban, críticos, para ver si era bastante buena para Paco. Éste le soltó la mano y al instante se perdió entre los brazos de su familia, a la que no había visto desde hacía dos años. Durante un breve instante, que a la asustada Anna le pareció una embarazosa eternidad, se sintió sola, como un pequeño barco a la deriva en el mar. Se quedó clavada donde estaba, mirando a su alrededor con los ojos humedecidos, sintiéndose violenta y fuera de lugar. Justo en el momento en que empezó a pensar que no podía soportarlo más, Miguel se acercó a ella y se encargó de presentarla a la familia. Miguel le resultó amable y le sonreía, compasivo.

– Esto va a ser para ti una pesadilla. Toma aire y pronto habrá terminado -le dijo en un inglés pronunciado con un agradable y marcado acento parecido al de su hermano, a la vez que ponía una mano ruda sobre su brazo con intención de infundirle confianza. Nico y Alejandro sonrieron a Anna, educados, pero cuando les dio la espalda sintió que todavía tenían sus ojos fijos en ella y oyó cómo hablaban de ella en español, aunque todavía era incapaz de entender sus palabras a pesar de todas las clases que había tomado. Hablaban muy rápido. Le sobresaltó la imperiosa belleza de Valeria, que la besó sin sonreírle a la vez que la miraba con ojos confiados y firmes. Se sintió aliviada cuando Chiquita la abrazó cariñosamente y le dio la bienvenida a la familia.

– Paco hablaba mucho de ti en sus cartas. Me alegra que estés aquí -dijo en un inglés titubeante y a continuación se sonrojó. Anna estaba tan agradecida que habría podido llorar.

Cuando Anna vio acercarse la imponente figura de Héctor, sintió que el sudor le resbalaba por las pantorrillas y que el estómago le daba un vuelco. Era un hombre alto e imponente, y Anna se encogió ante el sofocante peso de su carisma. Se agachó para besarla. Olía a colonia, que quedó impregnada en su piel durante algún tiempo. Paco se parecía mucho a su padre. Tenía los mismos rasgos afilados, la misma nariz aguileña, aunque había heredado la expresión suave de su madre.

– Quiero darte la bienvenida a Santa Catalina y a Argentina. Supongo que esta es tu primera visita a nuestro país -dijo en un inglés perfecto. Anna tomó aire y asintió, insegura-. Deseo hablar con mi hijo a solas. ¿Te importaría quedarte con mi esposa?

Anna meneó la cabeza.

– Por supuesto que no -replicó con voz ronca, deseando que Paco la llevara de vuelta a Buenos Aires y pudieran estar solos. Pero Paco salió lleno de felicidad con su padre, y Anna supo que esperaba de ella que lidiara con la situación.

– Ven, sentémonos fuera -dijo María Elena con amabilidad, viendo desaparecer a su esposo y a su hijo por el vestíbulo con una mirada de desconfianza que oscureció la palidez de sus ojos. Anna no tuvo más remedio que salir a la terraza con María Elena y el resto de la familia para que pudieran verla mejor a la luz del sol.

– ¡Por Dios, Paco! -empezó su padre con su voz profunda y firme, meneando la cabeza con impaciencia-. No hay duda de que es hermosa, pero mírala bien, es como un conejo asustado. ¿Tú crees que es justo para ella haberla traído?

El rostro de Paco se volvió rojo como la grana y el azul de sus ojos se tornó violeta. Había estado esperando ese enfrentamiento. Desde el principio había anticipado la desaprobación de su padre.

– Papá, ¿te sorprende que esté aterrada? No habla nuestra lengua y está siendo escudriñada por cada uno de los miembros de mi familia para ver si es lo suficientemente buena. Bien, sé perfectamente lo que me conviene y no pienso permitir que nadie me convenza de lo contrario. -Miró a su padre con actitud desafiante.

– Hijo, sé que estás enamorado y eso está muy bien, pero el matrimonio no tiene que ver necesariamente con el amor.

– No me hables así de mi madre -saltó Paco-. Voy a casarme con Anna -añadió con calma y decisión en la voz.

– Paco, es una provinciana, nunca ha salido de Irlanda. ¿Crees que es justo traerla y situarla aquí, en medio de nuestro mundo? ¿Cómo crees que va a soportarlo?

– Lo hará porque yo la ayudaré y porque tú también la ayudarás -dijo Paco encendido-. Porque harás que el resto de la familia logre que se sienta bienvenida.

– No será suficiente. Vivimos en una sociedad muy rígida. Todos la juzgarán. Con todas las chicas guapas que hay en Argentina, ¿por qué no has podido escoger a una de ellas? -Héctor levantó las manos exasperado-. Tus hermanos han conseguido buenos matrimonios en este país. ¿Por qué tú no?

– Amo a Anna porque es diferente de todas ellas. De acuerdo, es una provinciana, no pertenece a nuestra clase y es una chica sencilla. ¿Y qué? La amo como es, y tú también la querrás cuando la conozcas. Deja que se relaje un poco. Cuando olvide sus miedos entenderás por qué la amo tanto.

Paco tenía fijos los ojos en su padre. Su inquebrantable mirada se dulcificaba cuando hablaba de Anna. Héctor tenía rígida la mandíbula y apretaba la barbilla de pura tozudez. Meneaba lentamente la cabeza, y al aspirar se le ensanchaban las aletas de la nariz. No apartaba los ojos del rostro de su hijo.

– Está bien -terminó cediendo-. No puedo impedirte que te cases con ella. Pero espero que sepas lo que estás haciendo, porque desde luego yo no.

– Dale tiempo, papá -dijo Paco, agradecido porque su padre había dado su brazo a torcer. Era la primera vez que le había visto hacerlo en toda su vida.

– Ya eres un hombre y tienes edad suficiente para tomar tus propias decisiones -dijo Héctor con brusquedad-. Es tu vida. Espero equivocarme.

– Verás como sí. Sé lo que quiero -le aseguró Paco. Héctor asintió antes de abrazar a su hijo con firmeza y de darle un beso en su húmeda mejilla, como tenían por costumbre una vez que habían dado por terminada una discusión.

– Vayamos a reunimos con los demás -dijo Héctor, y ambos se encaminaron a la puerta.

Anna sintió de inmediato simpatía por Chiquita y Miguel, que la acogieron en la familia con afecto incondicional.

– No te preocupes por Valeria -le aconsejó Chiquita mientras le mostraba la estancia-. Le gustarás cuando te conozca. Todos esperaban que Paco se casara con una argentina. Ha sido toda una sorpresa. Paco anuncia que se casa y nadie te conoce. Serás feliz aquí una vez que te hayas instalado.

Chiquita mostró a Anna los ranchos -el abigarrado conjunto de casitas blancas donde vivían los gauchos- y el campo de polo, que volvía a la vida durante los meses de verano, cuando los chicos no hacían otra cosa que jugar o, en su defecto, hablar de ello. La llevó a la pista de tenis que estaba emplazada entre los pesados y húmedos plátanos y los eucaliptus, y la piscina de aguas cristalinas, situada sobre la pequeña colina artificial desde donde podía verse un enorme campo de hierba lleno de vacas marrones que rumiaban al sol.

Pronto Anna empezó a practicar el español con Chiquita. Ésta le explicaba las diferencias gramaticales entre el español de España, que Anna había aprendido en Londres, y el español que se hablaba en Argentina, y escuchaba pacientemente mientras Anna se peleaba con las frases.

Durante la semana, Anna y Paco vivían en Buenos Aires con los padres de él, y aunque al principio las comidas resultaban tensas, a medida que el español de Anna fue mejorando, también lo hizo la difícil relación con Héctor y María Elena. Anna calló sus miedos durante esos meses de compromiso, consciente de que Paco deseaba que hiciera lo posible por adaptarse. Él empezó a trabajar en el negocio de su padre, dejando que Anna pasara el día estudiando español y tomando un curso de historia del arte. Ella temía los fines de semana, cuando la familia entera se daba cita en la estancia, sobre todo por la hostilidad que sentía en Valeria.

Valeria hacía que se sintiera indigna. Con sus inmaculados vestidos de verano, su largo cabello moreno y sus rasgos aristocráticos, conseguía que a Anna se le encogiera el estómago al hacerla sentirse inadecuada. Se sentaba a murmurar con sus amigas junto a la piscina, y Anna sabía que estaban hablando de ella. Fumaban cigarrillos y la miraban como una manada de hermosas y resplandecientes panteras que observaran perezosamente a una liebre asustada, disfrutando cuando la veían tropezarse. Anna recordaba con amargura a sus primos irlandeses y se preguntaba qué era peor. Al menos en Glengariff había podido escapar a las colinas. En Santa Catalina no tenía dónde esconderse. No podía quejarse a Paco, puesto que quería que él sintiera que se estaba adaptando, y tampoco quería quejarse a Chiquita, que se había convertido en una aliada y buena amiga. Siempre había escondido sus sentimientos, y su padre le había dicho en una ocasión que escondiera sus debilidades de la gente que podría aprovecharse de ellas. En este caso estaba segura de que su padre tenía razón, y no quería dar a ninguna de ellas la satisfacción de ver cómo fracasaba.

– ¡No es mejor que Eva Perón! -dijo enfadada Valeria cuando Nico la recriminó por mostrarse tan poco amistosa-. Una arribista que intenta subir en la escala social casándose con un hombre de tu familia. ¿Es que no lo ves?

– Ama a Paco, eso es lo que veo -replicó con brusquedad en defensa de la elección de su hermano.

– Los hombres son totalmente estúpidos a la hora de entender a las mujeres. Héctor y María Elena sí se han dado cuenta, estoy segura -insistió.

En aquel momento, Perón estaba en la cima del poder. Tenía al pueblo totalmente sometido. Apoyado por los militares, controlaba la prensa, la radio y las universidades. Nadie osaba desviarse de la línea marcada por el partido. Aunque era lo suficientemente popular para poner en práctica una democracia, prefería gobernar con precisión militar y ejerciendo un control absoluto. Oficialmente no había campos de concentración para los disidentes y se permitía que la prensa extranjera visitara el país con plena libertad, pero una corriente subterránea de temor fermentaba bajo la superficie de la Argentina de Perón. Eva, llamada Evita por sus millones de partidarios, usaba su posición y su poder para actuar como un Robin Hood moderno, y la sala de espera de su despacho vibraba literalmente con las colas de gente que iban a pedirle favores -una casa nueva, una pensión, un trabajo-, a los que Eva respondía agitando su varita mágica. Creía que era su misión personal aliviar el sufrimiento de los pobres, que ella había vivido de muy cerca, y encontraba un placer inigualable en quitar a los ricos para dar a los descamisados, un nombre acuñado por el propio Perón. Gran parte de las familias ricas, temerosas de que la dictadura de Perón llevara al comunismo, abandonaron el país en ese tiempo.

– Sí -dijo Valeria rencorosa-, Anna es como Eva Perón: socialmente ambiciosa. Y tú y tu familia van a dejar que se salga con la suya.

Nico se rascó la cabeza y decidió que el razonamiento de Valeria era tan ridículo que ni siquiera iba a molestarse en discutir con ella.

– Dale una oportunidad -dijo-. Ponte en su lugar y verás cómo eres más amable con ella.

Valeria se mordió el labio inferior y se preguntó por qué no había manera de que los hombres vieran lo que había detrás de una mujer hermosa. Igual que Juan Perón.

El momento decisivo se dio una tarde en que toda la familia se acomodó sobre las piedras que rodeaban la piscina, tomando el glorioso sol y bebiendo los riquísimos jugos de frutas que las criadas de uniforme azul claro traían desde la casa. Anna estaba sentada con Chiquita y María Elena a la sombra con Diego Braun, un amigo de Miguel que, obnubilado por la belleza celta de la prometida de Paco, no podía evitar flirtear con ella delante de todos.

– Ana, ¿por qué no te bañas? -le preguntó desde la piscina, con la esperanza de que ella se tirara al agua y se uniera a él. Anna entendió perfectamente la pregunta, pero se puso tan nerviosa al sentir que todo el mundo estaba esperando su respuesta que se hizo un lío con la gramática y tradujo su respuesta directamente del inglés.

– Porque estoy caliente -replicó, queriendo decirle que no quería nadar en el agua fría porque estaba cómoda disfrutando del calor. Ante su sorpresa, todos se echaron a reír. Se reían tanto que se llevaron las manos al estómago para intentar calmar el dolor que les producían las carcajadas. Anna miró desesperada a Chiquita que, entre carcajadas, le tradujo lo que había dicho.

Anna reflexionó sobre lo que acababa de decir y de repente la risa de Chiquita encendió una chispa en su propio estómago y también ella se echó a reír. Se rieron todos juntos, y por primera vez Anna se sintió parte del clan. Se levantó y dijo con su fuerte acento irlandés, sin importarle si su gramática era o no correcta, que quizá lo mejor sería que se diera un baño para enfriarse un poco.

A partir de ese momento aprendió a reírse de sí misma y se dio cuenta de que el sentido del humor era la única forma de hacerse querer por ellos. Los hombres dejaron de admirarla en silencio desde la distancia y empezaron a tomarle el pelo sobre su pobre español y las chicas se encargaron de ayudarla no sólo con el idioma sino también con los hombres. Le enseñaron que los hombres latinos muestran una seguridad y un descaro con las mujeres con los que tendría que ir con cuidado. No estaba a salvo ni siquiera como mujer casada. Seguirían intentándolo a pesar de todo. Siendo europea y hermosa debería ser doblemente cautelosa. Las mujeres europeas eran como trapos rojos para los toros, le dijeron, y tenían la reputación de «fáciles». Pero decir «no» nunca había supuesto un problema para Anna, y su naturaleza caprichosa empezó de nuevo a reafirmarse.

A medida que el carácter de Anna emergía de la niebla que habían creado sus miedos y las limitaciones que la barrera del lenguaje había supuesto, Valeria se dio cuenta de que Anna no era débil ni desvalida, como había sospechado en un principio. De hecho, tenía un carácter fuerte como el acero y la lengua de una víbora, incluso en su pobre español. Contestaba a la gente, y hasta se mostró en desacuerdo con Héctor durante un almuerzo delante de toda la familia, y salió victoriosa de la discusión, mientras Paco la miraba triunfante. Cuando se celebró la boda, si Anna no se había ganado el afecto de cada uno de los miembros de la familia, al menos se había ganado su respeto.

La boda se celebró bajo un cielo azul como el océano en los jardines de verano de Santa Catalina. Rodeada de trescientas personas a las que no conocía, Anna Melody O'Dwyer estaba resplandeciente bajo un tupido velo tachonado de florecillas y de lentejuelas. Cuando caminaba por el pasillo central de la iglesia de la mano del distinguido Héctor Solanas, sentía que por fin había entrado en las páginas de los cuentos de hadas que tantas veces había leído durante su infancia. Se lo había ganado gracias a su inquebrantable decisión y a su fuerte personalidad. Todos tenían los ojos puestos en ella, mirándose unos a otros y asintiendo, comentando la exquisita criatura que era. Se sentía admirada y adorada. Había mudado la piel de aquella chiquilla miedosa que había llegado a Argentina hacía tres meses y se había convertido en la mariposa que siempre había sabido que era. Cuando hizo sus votos a su príncipe, creía que los cuentos como ése sí tenían finales felices. Saldrían de la mano a la luz del sol y serían felices para siempre.

La mañana de la boda había recibido un telegrama de su familia. Decía así:

A NUESTRA QUERIDA ANNA MELODY STOP TODO NUESTRO AMOR PARA TU FUTURA FELICIDAD STOP TUS QUERIDOS PADRES TÍA DOROTHY STOP TE ECHAMOS DE MENOS STOP

Anna lo leyó mientras Soledad iba trenzándole flores de jazmín en el pelo. Cuando lo hubo leído, lo dobló y se deshizo de él como parte de su antigua vida.

La noche de bodas resultó tan tierna y apasionada como había anticipado. Por fin, a solas bajo el velo de la oscuridad, Anna había permitido que su marido la descubriera. Sin dejar de temblar, había dejado que la desnudara, besando cada parte de su cuerpo a medida que le iba siendo revelada. Él disfrutaba de la blanca inocencia de su piel, iridiscente a la oscura luz de la luna que entraba con sus trémulos rayos a través de las rendijas de las persianas. Paco disfrutó de la curiosidad y del deleite de su mujer a medida que se abandonaba a él y dejaba que explorara esos rincones de su cuerpo hasta entonces prohibidos. Cada vez que la acariciaba, que la tocaba, Anna sentía que sus almas se unían en un plano espiritual y que sus sentimientos por Paco pertenecían a otro mundo, un mundo que iba más allá de lo físico. Se sintió bendecida por Dios.

Al principio no echaba en absoluto de menos a su familia ni a su país. De hecho, su vida era de pronto mucho más excitante. Como esposa de Paco Solanas, podía tener todo lo que quisiera y su nombre infundía respeto. Su nuevo estatus había borrado por completo las huellas de su humilde pasado. Le encantaba asumir el papel de anfitriona en su nuevo apartamento de Buenos Aires, deslizándose por los grandes salones exquisitamente decorados, y siendo siempre el centro de atención. Se ganaba la simpatía de todos con sus poco afortunados intentos por hablar español y sus modales poco sofisticados; si la familia Solanas la había aceptado, también la aceptaban los porteños (la gente de Buenos Aires). Por su condición de extranjera era una curiosidad, y se salía casi siempre con la suya. Paco estaba profundamente orgulloso de su esposa. Era distinta del resto de la gente en esa ciudad de estrictos códigos sociales.

Sin embargo, en los comienzos de su vida de casados Anna todavía cometía algunos errores. No estaba acostumbrada a tener criados, de manera que tendía a tratarlos de mala manera, creyendo que así era como las clases altas trataban a sus empleados. Quería que la gente pensara que se había criado rodeada de sirvientes, pero se equivocaba; su actitud hacia ellos ofendía a su nueva familia. Durante los primeros meses, Paco había fingido no darse cuenta, con la esperanza de que Anna aprendería observando a sus cuñadas. Pero llegó un momento en que tuvo que pedirle amablemente que tratara al servicio con más respeto. No podía decirle que Angelina, la cocinera, había aparecido en la puerta de su estudio frotándose las manos, angustiada, para decirle que ningún miembro de la familia Solanas le había hablado de la forma en que lo había hecho la señora Anna. Anna se mortificó y estuvo de mal humor durante unos días. Paco intentó engatusarla para que olvidara el incidente. Esos estados de ánimo no formaban parte de la Ana Melodía de la que se había enamorado en Londres.

De pronto Anna se encontró con que tenía más dinero que el Conde de Montecristo. En un intento por demostrar que no era una pobre muchachita de pueblo de Irlanda del Sur y con objeto de animarse, se fue de paseo por la Avenida Florida en busca de algo especial que ponerse para la cena de cumpleaños de su suegro. Encontró un traje elegantísimo en una pequeña boutique, situada en la esquina donde la Avenida Santa Fe cruza la Avenida Florida. La dependienta fue de gran ayuda, y le regaló además una botella de perfume. Anna estaba encantada y empezó de nuevo a sentir ese optimismo interno que había sentido la primera vez que había puesto los pies en Buenos Aires.

Sin embargo, en cuanto esa noche entró en el salón de Héctor y María Elena y vio cómo iban vestidas las otras mujeres, se dio cuenta, avergonzada, de que su elección había sido un error. Todas las miradas se volvieron hacia ella, y las sonrisas escondieron la desaprobación que su educación y cortesía les impedía mostrar. El vestido que había elegido era demasiado corto y moderno para aquella tranquila y elegante velada. Para empeorar aún más las cosas, Héctor se acercó a ella. Sus cabellos negros, entre los que se adivinaban algunas canas en las sienes, y su gran altura le daban un aspecto aterrador. Eclipsándola, amenazador, le ofreció un chal.

– No quiero que cojas frío -le dijo amable-. A María Elena no le gustan los ambientes caldeados, le dan dolor de cabeza.

Anna le dio las gracias a la vez que reprimía un sollozo y bebió de un sorbo una copa de vino lo más rápido que le permitió el decoro. Más tarde Paco le dijo que aunque iba inadecuadamente vestida, había sido la mujer más hermosa del salón.

Cuando en 1951 nació Rafael Francisco Solanas (apodado Rafa), Anna sentía ya que estaba empezando a formar parte de la familia. Chiquita, para entonces su cuñada, la había llevado de compras, y Anna empezó a aparecer con los más elegantes vestidos importados de París, y todo el mundo estaba profundamente admirado de que hubiera dado a luz a un niño. Rafa era rubio y tan pálido que parecía un monito gordo y albino. Pero para Anna era la criatura más preciosa que jamás había visto.

Paco se sentó junto a ella en la cama del hospital y le dijo lo feliz que le había hecho. Tomó la delgada mano de Anna entre las suyas y la besó con gran ternura antes de poner en uno de sus dedos un anillo de diamantes y rubíes.

– Me has dado un hijo, Ana Melodía. Estoy muy orgulloso de mi hermosa mujer -dijo con la esperanza de que un niño la ayudaría a tranquilizarse y le daría algo con lo que llenar sus días aparte de las compras.

María Elena le regaló un relicario de oro tachonado de esmeraldas que había sido de su madre, y Héctor echó un vistazo al niño y dijo que era igual a su madre, pero que lloraba con la fuerza de un auténtico Solanas.

Cuando Anna llamó a su madre a Irlanda, Emer lloró la mayor parte del tiempo que duró la llamada. Deseaba más que nada estar en esos momentos al lado de su hija, y se le rompía el corazón al saber que quizá nunca vería a su nieto. La tía Dorothy cogió el auricular e interpretó lo que su hermana estaba intentando decir, repitiendo las palabras de su sobrina a todos los que estaban sentados en el pequeño salón.

Dermot quería saber si era feliz y si cuidaban bien de ella. Habló brevemente con Paco, que le dijo que Anna era muy querida por toda la familia. Cuando Dermot colgó estaba más que satisfecho, pero la tía Dorothy no estaba convencida.

– Si queréis mi opinión, no parecía ella misma -dijo con tristeza, dejando de tejer.

– ¿Qué quieres decir? -le preguntó Emer todavía con ojos llorosos.

– A mí me ha parecido que estaba feliz -soltó Dermot con brusquedad.

– Oh, sí, parecía estar feliz, aunque un poco contenida -dijo pensativa la tía Dorothy-. Esa es la palabra, contenida. Sin duda Argentina está haciendo mucho bien a nuestra Anna Melody.

Anna tenía todo lo que podía desear en la vida, salvo una cosa que no dejaba de castigarle el orgullo. Por mucho que se esmerara en observar y copiar a los que la rodeaban, no parecía llegar nunca a librarse de la sensación de no ser socialmente adecuada. A finales de septiembre, cuando la primavera cubría la pampa con largas briznas de hierba y flores silvestres, Anna se encontró con otro obstáculo que se interpuso entre ella y la sensación de formar parte de la familia por la que tanto luchaba: los caballos.

Nunca le habían gustado los caballos. De hecho, les tenía alergia. Prefería otros animales: las traviesas vizcachas, unos grandes roedores parecidos a las liebres que excavaban sus madrigueras en la llanura; el gato montés, al que a menudo veía andando con gran agilidad entre los arbustos; y el armadillo, cuya forma absurda la tenía fascinada. Héctor tenía un cascarón de armadillo en la mesa de su estudio que usaba como «objeto», lo que a Anna le parecía terrible. Pero no tardó en ver que la vida en Santa Catalina giraba en torno al polo. Todos montaban a caballo. Los automóviles no tenían cabida en un lugar donde los caminos que unían una estancia con otra a menudo no eran más que vías sucias, o simplemente senderos que se abrían entre las altas hierbas.

La vida en Santa Catalina era muy sociable; estaban constantemente tomando el té u organizando grandes asados en los ranchos de los demás. Anna se encontró con que tenía que desplazarse en camioneta utilizando las rutas largas cuando los demás simplemente montaban a caballo y no tardaban nada en llegar galopando a su destino. El polo dominaba las conversaciones: los partidos que jugaban contra otras estancias, sus handicaps, sus ponis -los caballos para practicar el deporte-, sus jugadores. Al parecer, los hombres jugaban casi todas las tardes. Así se entretenían. Las mujeres se sentaban en la hierba con sus pequeños y veían a sus maridos y a sus hijos mayores galopar de un extremo al otro del campo. Pero, ¿para qué? Para meter una bola entre dos postes. No valía la pena tanto esfuerzo, pensaba Anna con amargura. Cuando veía a los más pequeños, que apenas empezaban a caminar, jugando en las bandas con un bastón en miniatura, alzaba la vista de pura desesperación. No había forma de librarse de aquello.

Agustín Paco Solanas nació en otoño de 1954. A diferencia de su hermano, era moreno y con mucho pelo. Paco dijo que era igual al abuelo Solanas. Esta vez dio a su esposa un anillo de diamantes y zafiros. Pero en su relación se había abierto una grieta.

Anna se dedicó en cuerpo y alma a sus dos pequeños. Aunque contaba para ello con la ayuda de Soledad, la joven sobrina de Encarnación, prefería hacerlo sola. Sus hijos la necesitaban, dependían de ella. Para ellos Anna lo era todo, y su amor por su madre era incondicional. Ella correspondía a su afecto con ciega devoción. Cuanto más se concentraba en sus hijos, más se alejaba de su marido, hasta que Paco terminó convertido en un personaje secundario en el trasfondo de su vida de madre. Parecía pasar cada vez más tiempo lejos de ella. Volvía de trabajar a altas horas de la noche, y cuando ella se levantaba por la mañana, él ya se había ido. Durante los fines de semana en Santa Catalina, se hablaban con una educada frialdad que había ido inundando su relación con el sigilo de un puma. Anna se preguntaba qué había sido de las risas y de la alegría de antaño. ¿Qué había sido de sus juegos? Ahora parecían hablar sólo de los niños.

Paco no se atrevía a admitir delante de nadie que quizá se hubiera equivocado, que quizá había sido mucho esperar que Anna se aclimatara a una cultura tan ajena a ella. Había visto cómo la Ana Melodía de la que se había enamorado desaparecía lentamente tras la máscara remota de una mujer que intentaba ser algo que en realidad no era. Había visto, impotente, cómo la naturaleza indómita y la desafiante independencia de su esposa se convertían en petulancia y resentimiento. Anna siempre estaba a la defensiva. Parecía estar en constante lucha por encontrarse a sí misma, lo que no hacía más que llevarla a imitar a los que la rodeaban para ser como ellos. Había sacrificado esas cualidades únicas que Paco había encontrado tan encantadoras en pos de una sofisticación que no acababa de hacer suya. Paco sabía que era una mujer muy apasionada, pero por más que intentaba vencer sus reservas con sus besos, sus encuentros nocturnos se convirtieron en nada más que eso: simples encuentros. A pesar de que anhelaba compartir sus preocupaciones con su madre, era demasiado orgulloso para admitir que quizá debería haber dejado a Anna Melody O'Dwyer en aquellas nebulosas calles de Londres y ahorrarse tanta infelicidad.

Cuando Sofía Emer Solanas llegó al mundo, en otoño de 1956, el frío se había convertido en hielo. Paco y Anna apenas se hablaban. María Elena se preguntaba si tantos años lejos de su familia no estarían empezando a pasar factura a su nuera, de manera que sugirió a Paco que trajera a los padres de Anna a Santa Catalina por sorpresa. Al principio Paco se resistió. No sabía si a Anna le gustaría que actuara a sus espaldas. Pero María Elena estaba totalmente decidida.

– Si quieres salvar tu matrimonio, deberías pensar menos y actuar más -dijo con convicción.

Paco dio su brazo a torcer y llamó a Dermot a Irlanda para hacerle partícipe de su plan. Escogió sus palabras con sumo cuidado para no herir el orgullo del viejo. Dermot y Emer aceptaron el regalo con agradecimiento. A la tía Dorothy le dolió sobremanera no haber sido incluida.

– ¡No olvides ni un solo detalle, Emer Melody, o no volveré a dirigirte la palabra! -le avisó con aparente buen humor, luchando por ocultar su decepción.

Dermot nunca había ido más allá de Brighton y a Emer le daba miedo volar, aunque se quedó más tranquila cuando se convenció de que Swissair era una muy buena compañía. La idea de volver a ver a su querida Anna Melody y de conocer a sus nietos bastaba para que venciera todos sus miedos. Llegaron los billetes y ambos emprendieron el interminable viaje entre Londres y Buenos Aires, haciendo escala en Ginebra, Dakar, Recife, Río y Montevideo. Sobrevivieron al viaje a pesar de perderse en el aeropuerto de Ginebra y de estar a punto de perder su vuelo de conexión.

Cuando, transcurridas dos semanas desde el nacimiento de Sofía, Anna regresó con ella envuelta en un chal de encaje de color marfil a Santa Catalina, encontró a sus padres esperándola, agotados y con los ojos llenos de lágrimas, en la terraza. Anna dejó a Sofía en manos de la excitada Soledad y se fundió en un abrazo con ambos a la vez. Habían traído regalos para Rafael, que ya tenía seis años, y para Agustín, y también el libro de fotos antiguas de Emer para Anna. Paco y su familia les dejaron a solas durante un par de horas, durante las cuales los tres hablaron hasta quedar sin aliento, lloraron sin ninguna vergüenza y se rieron como sólo los irlandeses saben hacerlo.

Dermot hizo algún comentario sobre la «buena vida» que Anna Melody había conseguido, y Emer revisó los armarios de su hija y las habitaciones de su casa con auténtica admiración.

– Si la tía Dorothy pudiera verte, hija, estaría muy orgullosa de ti. De verdad lo has conseguido.

Emer se mostró encantada cuando su hija le preguntó con ternura por Sean O'Mara. Diría a la tía Dorothy que la niña no era tan egoísta como ella suponía, ni tan cruel. Emer dijo a su hija que Sean se había casado y se había ido a vivir a Dublín. Según le habían dicho sus padres, las cosas le estaban yendo bien. Aunque no estaba del todo segura, creía recordar que alguien le había dicho que había tenido una niña, o quizás era un niño, no se acordaba. En el rostro de Anna se dibujó una sonrisa triste a la vez que decía que estaba feliz por él.

Tanto Emer como Dermot chochearon con los niños que, a su vez, se encariñaron de inmediato con sus abuelos. Sin embargo, cuando el entusiasmo inicial provocado por su llegada se hubo calmado, Anna empezó a desear que sus padres no fueran tan provincianos. Llevaban sus trajes de los domingos, y parecían una tímida pareja recortada contra aquel paisaje extraño. María Elena tomó el té con Emer y con Anna en su casa frente a un fuego exuberante, ya que cuando el sol se ponía, bajaba mucho la temperatura. Héctor enseñó a Dermot la estancia en el carro tirado por dos relucientes ponis. Toda la familia se unió a ellos a la hora de la cena, y una vez que Dermot hubo dado un par de tragos a un buen whisky irlandés, empezó a contar historias increíblemente exageradas sobre la vida en Irlanda y algún que otro vergonzoso episodio de la niñez de Anna. El pelo, hasta entonces perfectamente peinado, se le había desbaratado en grises rizos y las mejillas le brillaban de contento. Cuando, terminada la cena, empezó a cantar «Danny Boy» con María Elena al piano, Anna deseó que nunca hubieran aparecido.

Cuatro semanas después Anna se despedía de su madre con un fuerte abrazo. En ese momento no podía saber que no volvería a ver su dulce rostro. Emer sí lo sabía. A veces somos capaces de sentir ese tipo de cosas, y Emer Melody había heredado de su abuela una agudísima intuición. Murió dos años más tarde.

A Anna le entristeció verlos marchar, pero no lamentó su partida. El paso de los años había debilitado los lazos que los unían; sentía que había avanzado en el mundo y que ellos se habían quedado atrás. A la vez que estaba encantada de haberlos visto, también sentía que la habían traicionado. Después de haberse presentado como una dama, estaba segura de que la familia de su marido la tomaría a partir de entonces por lo que era realmente. Pero Paco y sus padres habían quedado cautivados por la dulzura irlandesa y la encantadora sonrisa de Emer, y todos quedaron encantados con su excéntrico padre. Sólo en la cabeza de Anna esa sombra echó raíz y creció, hasta que amenazó con destruir aquello que realmente amaba.


♦ ♦ ♦

Dos años después, cuando Anna encontró una factura de hotel en el bolsillo de la chaqueta de Paco, de pronto se dio cuenta de lo que él había hecho con su amor por ella y culpó a esa traición de lo excluida e inadecuada que se sentía. No se detuvo a pensar en quién había empujado a Paco hasta allí.

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