Capítulo 4

– Las chicas juegan tan bien como los chicos -anunció Sofía, hojeando distraída las páginas de una de las revistas de Chiquita.

– ¡Tonterías! -replicó Agustín, interrumpiendo su conversación con Fernando y Rafael para morder el anzuelo como una trucha hambrienta.

– No le hagas caso -dijo Fernando de mal humor-. Cállate, Sofía. ¿Por qué no vas a jugar con María y nos dejas en paz?. -Sofía era cuatro años y medio menor que él y Fernando no tenía demasiada paciencia con los niños.

– Me aburro -resopló Sofía, moviendo los dedos de los pies, que tenía estirados delante de ella en el sofá.

Llovía. Contra las ventanas repicaban las gotas gordas típicas de las lluvias de verano. Había estado lloviendo todo el día, una lluvia constante, copiosa e implacable. Santi había ido al pueblo con sus primos Sebastián, Ángel y Niquito. María estaba en casa de Anna con Chiquita, Panchito, la tía Valeria y Horacio, su hijo pequeño. Sofía no compartía con María su afición por jugar con los niños pequeños, así que había dejado que fuera sola. Se estiró, perezosa. No había nada que hacer y nadie con quien jugar. Recorrió la habitación con la mirada y suspiró. Los chicos estaban concentrados conversando.

– Soy tan buena jugando al polo como Agustín y papá lo sabe -insistió, a la espera de la respuesta de su hermano-. Al fin y al cabo, me dejó jugar en la Copa Santa Catalina.

– Cállate, Sofía -dijo Fernando.

– Sofía, eres una pesada -dijo Rafael.

– Sólo digo la verdad. Mírense, hablando de deportes como si su sexo fuera el único que los domina. Las chicas podrían ser tan buenas como ustedes si se les diera la oportunidad. Yo soy la prueba que lo demuestra.

– No voy a responderte a eso, Sofía -dijo Agustín, saltando-, pero lo que sí te digo es que yo tengo más fuerza de la que tú jamás tendrás. Así que ni te atrevas a compararnos.

– No estoy hablando de fuerza. Estoy hablando de habilidad. Ya sé que los hombres son más fuertes que las mujeres, eso no tiene nada que ver. Qué propio de ti, Agustín, haberme entendido mal. -Se echó a reír, burlona, encantada de haber logrado provocar su reacción.

– Sofía, si no te callas voy a echarte yo mismo bajo la lluvia. Entonces veremos quién llora como una niña -soltó Fernando exasperado.

En ese momento Santi entró en la habitación como un perro empapado, seguido de cerca por Sebastián, Ángel y Niquito. Los tres se quejaban amargamente del tiempo a la vez que se secaban la lluvia de la cara.

– Casi no hemos podido volver -dijo sin aliento-. Es increíble la cantidad de barro que hay en el camino.

– Es un milagro que no nos hayamos quedado atrapados en el fango -dijo Sebastián, agitando su pelo negro y empapado sobre las baldosas del suelo.

– ¿Qué hace tu abuelo ahí fuera con esta lluvia? -preguntó Santi, volviéndose hacia Sofía.

– No sé, ¿qué hace?

– Paseando como si hiciera sol.

– Típico de él -respondió Sofía riendo entre dientes-. Oye, Santi, ¿tú crees que las chicas son tan buenas en los deportes como los chicos?

– Nos ha estado dando la paliza toda la mañana, Santi. Haznos un favor y llévatela de aquí -dijo Rafael.

– No pienso tomar partido si eso es lo que pretendes, Chofi.

– No estoy hablando de fuerza ni de nada parecido. Habilidad, pericia…

– Eres más hábil que muchos chicos -concedió Santi, apartando las piernas de su prima para poder sentarse junto a ella en el sofá.

– Sólo he dicho que soy tan capaz como Agustín -explicó Sofía viendo cómo los hombros de su hermano se encorvaban, irritados. Éste murmuró algo a Fernando y a Rafael.

– Bien, pruébalo -dijo Santi encogiéndose de hombros-. Podrías seguir con eso durante horas. Es obvio que estás empeñada en fastidiar.

– De acuerdo. Agustín, ¿quieres que te gane al backgammon? -le retó.

– Juega con Santi. No estoy de humor -le contestó frunciendo el entrecejo.

– No quiero jugar con Santi.

– Porque sabes que te ganaría -intervino Santi.

– No es por eso. No intento demostrar que soy mejor que Santi, o que Rafa o Fercho. Estoy diciendo que soy mejor que Agustín.

De repente su hermano se puso en píe y la miró airado.

– De acuerdo, Sofía, ¿así que quieres que te gane? Ve a buscar el tablero y veamos quién de los dos es mejor.

– Déjalo, Agustín -dijo Rafael, harto de las constantes disputas entre sus hermanos. Fernando meneó la cabeza en señal de desaprobación. Sofía podía llegar a ponerse pesada, pero cuando se aburría era insoportable.

– No, jugaré, pero con una condición -dijo Agustín.

– ¿Cuál? -replicó Sofía, sacando el tablero del cajón de juegos de Miguel.

– Si gano reconocerás que soy mejor que tú en todo.

– De acuerdo.

– Prepáralo y llámame cuando estés lista. Voy a por algo de beber -y salió de la habitación.

– ¿De verdad piensas aceptar eso? -preguntó Santi, viéndola preparar el tablero.

– No perderé.

– No estés tan segura. Ya sabes que la suerte también cuenta. Puede que no la tengas de tu parte.

– Ganaré, con o sin suerte -replicó su prima, pomposa.


♦ ♦ ♦

Cuando Agustín y Sofía tiraron el dado para dar comienzo a la partida, los demás se apiñaron a su alrededor como cuervos; todos, excepto Fernando. Se sentó a la mesa de cartas de su padre, encendió un cigarrillo y empezó a completar el rompecabezas a medio terminar que había encima.

– Santi, no puedes ayudar a Sofía. Tiene que hacerlo sola -dijo Rafael muy serio. Santi sonrió a la vez que Sofía sacaba un doble seis.

– No puedo creer la suerte que tienes -escupió Agustín, competitivo, viendo cómo su hermana construía una gruesa pared de piezas y bloqueaba a dos de sus jugadores. Sofía se sentía tan competitiva como su hermano, pero intentaba por todos los medios no demostrarlo. En vez de eso tiraba despreocupada el dado, hacía comentarios ridículos y mostraba una arrogante sonrisa en los labios que, como bien sabía, molestaba a su hermano.

Sofía ganó la primera partida, pero no fue suficiente. Se daba por hecho que cualquier partida, fuera de tenis o de pulga, se jugaba al mejor de tres. Cuando ganó la primera no pudo evitar pavonearse por su victoria.

– ¿Lo ves? ¡Pobre Agustín! ¿Cómo te sientes al haber sido vencido por una chica? -gritó con entusiasmo-. Y encima soy más pequeña que tú.

– Es al mejor de tres. Todavía tengo mucho tiempo por delante para ganarte -respondió su hermano con forzada tranquilidad.

Sofía y Santi se miraron y ella le guiñó el ojo. El la reprendió meneando lentamente la cabeza. Presentía que con todo ese pavoneo la caída iba a ser aún más dura.

Empezó la segunda partida. Los comentarios de Sofía enmudecieron cuando al parecer sólo lograba sacar números bajos mientras Agustín sacaba cincos y seises. La sonrisa se borró de su rostro, dejando en él una mueca bastante desagradable. Santi la miraba, divertido. Una o dos veces vio cómo su prima hacía un movimiento desfavorable e intentó captar su atención con la mirada, pero Sofía no levantaba los ojos del tablero. Sentía que se le escapaba la partida. Le ardieron las mejillas cuando Agustín capturó uno de sus jugadores, y luego volvió a tirar el dado porque no quedaba ningún sitio libre en el que ella pudiera caer. Podía sentir la sonrisa de satisfacción de su hermano. Se le metía bajo la piel y la hacía retorcerse de rabia.

– Venga, date prisa -ordenó Sofía, petulante-. Estás jugando así de lento para fastidiarme.

– ¡Vaya! ¡Cómo han cambiado las cosas! -la aguijoneó Agustín-. Ya no sonreímos, ¿eh? Y bien, uno a uno -anunció, triunfante-. ¿Preparada para la decisiva, hermana querida?

Fernando no había estado escuchando. De hecho, había estado haciendo un gran esfuerzo para no escuchar. El rompecabezas le había mantenido concentrado durante unos minutos y el cigarrillo le había sentado bien. Cogió el paquete y encendió otro. Cuando oyó gimotear a Sofía desde el otro extremo de la habitación, pensó que las cosas se estaban poniendo interesantes. Tiró la cerilla a la chimenea vacía y se acercó a ver lo que ocurría.

– ¿Así que Sofía está siendo derrotada por un chico? -dijo, echándose a reír a la vez que echaba un vistazo a la partida. Su prima no respondió y agachó la cabeza. Inclinándose sobre la escena como un enorme murciélago, Fernando cubrió con su sombra el tablero. Sebastián, Niquito y Ángel soltaban chistes cada vez que Sofía tiraba los dados, y Agustín, que ahora estaba ganando, se reía a sus anchas. Rafael, que en un principio había deseado que ganara su hermano, como siempre cambió de bando para apoyar al más débil. Siempre se ablandaba cuando Sofía se enfadaba. Santi, por supuesto, quería que ganara Sofía. Siempre se había sentido como un hermano mayor protector cuando se trataba de ella. Podía ver claramente que su prima se sentía muy desgraciada al ver que perdía, y que probablemente se arrepentía de haberse mostrado tan segura de sí misma. Finalmente sus ojos se encontraron con los de ella. Sofía le miró avergonzada. Probablemente sólo había hostigado a Agustín para llamar la atención y porque llovía, y no tenía nada mejor que hacer que molestar a los demás. Conocía bien a Sofía. Mejor que nadie.

– ¡He ganado! -proclamó orgulloso Agustín, poniendo sus últimas fichas en la ranura de cuero situada en uno de los extremos del tablero.

– Has hecho trampa -dijo Sofía enojada. Santi se echó a reír y miró al techo.

– ¡Cállate! -saltó Agustín-. He ganado justamente y tengo cinco testigos que lo prueban.

– Me da igual. Has hecho trampa -refunfuñó Sofía.

– Chofi, acepta la derrota con honor -dijo Santi, poniéndose serio y saliendo de la habitación.

– Ni hablar. No si el que me ha ganado es Agustín. ¡Eso nunca! -chilló y salió corriendo tras él.

– Bien hecho, Agustín -aplaudió Fernando, dándole unas palmadas en la espalda-. Eso hará que se calle. Ahora podremos disfrutar de una tarde tranquila.

– Tú disfrutarás de una tarde tranquila -suspiró Rafael-. Nosotros tendremos una noche horrible. Sofía va estar de morros durante días.

– Nadie se enfurruña como Sofía -concedió Agustín-. Pero el berrinche valdrá la pena. No sabes lo que he disfrutado. ¿A alguien le apetece una partida?

Sofía siguió a Santi por el pasillo.

– ¿Adónde vas? -le preguntó, pasando la mano por la pared a medida que avanzaba.

– Deberías aprender a perder con más elegancia.

– Me da igual.

– Pues no debería. Un mal perdedor no tiene ningún atractivo. -Sabía que eso la haría reaccionar. Sofía era muy vanidosa.

– No creo que haya sido tan poco elegante. Sólo lo soy con Agustín. Ya sabes que me saca de quicio.

– Si no recuerdo mal, fuiste tú quien le retó.

En ese momento la puerta se abrió de golpe para dar paso a Chiquita, María y Panchito, que se protegían de la lluvia con un enorme paraguas negro.

– ¡Qué tiempo más horroroso! -jadeó Chiquita-. Ah, Santiago, hazme el favor y ayuda a Panchito a quitarse la ropa, está empapado. ¡Encarnación! -gritó.

– ¿Qué está haciendo Dermot ahí fuera con esta lluvia? -preguntó María, escurriéndose el pelo con las manos.

– ¡Voy a ver al abuelo! -anunció Sofía, pasando corriendo junto a ellos-. Hasta luego.

– Parece mentira que llueva así siendo verano. No ha parado en todo el día -dijo Chiquita, meneando la cabeza.

Sofía corrió entre los árboles mientras llamaba a gritos a su abuelo. En realidad no llovía mucho, y podía imaginar qué había llevado al abuelo a aventurarse a salir en mitad de aquel diluvio. Para su regocijo, le vio al otro lado de la llanura, golpeando bolas de croquet a través de los aros, siendo tristemente observado por una pareja de perros cubiertos de hierba y con las colas colgándoles inertes entre las patas.

– Abuelo, ¿qué demonios estás haciendo? -preguntó acercándose a él.

– Está a punto de salir el sol, Sofía Melody -respondió él-. ¡Ah, buen golpe, Dermot! Ya te dije que lo conseguiría -añadió, dirigiéndose a los perros, a la vez que la bola azul se deslizaba con gran facilidad por el aro.

– Pero si estás empapado.

– Igual que tú.

– Llevas toda la tarde aquí fuera. Todos están hablando de ti.

– Pronto me secaré. El sol está a punto de salir, ya lo siento en la espalda.

Sofía sintió cómo las gotas frías resbalaban por la suya y la recorrió un escalofrío. Miró al cielo, esperando ver sólo una niebla gris, pero para su sorpresa vio que un resplandor empezaba a asomar entre las nubes. Entrecerró los ojos para evitar que la lluvia se le metiera dentro y pudo sentir el calor en la cara.

– Es verdad, abuelo. Está a punto de salir el sol.

– Claro que es verdad. Venga, coge un mazo. Veamos si eres capaz de hacer pasar la amarilla por aquel aro.

– No estoy de humor para juegos. Agustín acaba de ganarme al backgammon.

– Vaya, y supongo que no has sido una buena perdedora -se rió por lo bajo.

– Tampoco tan mala.

– Por lo que te conozco, Sofía Melody, debes de haber salido de allí enfurecida como una princesa malcriada.

– Bueno, desde luego no estaba contenta -admitió honradamente, enjugándose una gota de la punta de la nariz con el envés de la mano.

– El encanto personal no lo es todo en la vida -dijo, sabio, el abuelo antes de salir a paso ligero en dirección a la casa.

– ¿Adónde vas? Está saliendo el sol.

– Es hora de tomarme una copa.

– Abuelo, son las cuatro.

– Exacto -y girándose hacia ella le guiñó el ojo-. No le digas nada a tu madre. Sígueme.

Dermot llevó de la mano a su nieta hasta la casa. Entró por la puerta de la cocina para no encontrarse con Anna. Recorrieron furtivamente el pasillo embaldosado, dejando a su paso un rastro brillante. Después de mirar a derecha y a izquierda, el abuelo abrió con cautela el armario de la ropa blanca.

– Así que es aquí donde lo guardas -susurró Sofía viendo cómo la mano del viejo Dermot desaparecía entre las toallas y volvía a aparecer con una botella de whisky-. ¿No te da miedo que Soledad la encuentre?

– Soledad es mi cómplice. Esa mujer sí que sabe guardar un secreto -dijo, pasándose la lengua por los labios-. Acompáñame si tú también quieres ser mi cómplice.

Sofía le siguió de vuelta por el pasillo hasta la puerta de la cocina y de allí a través del patio hacia los árboles.

– ¿Adónde vamos?

– A mi lugar secreto.

– ¿Tu lugar secreto? -repitió Sofía, a quien le encantaba intrigar-. Yo también tengo un lugar secreto. -Pero su abuelo ya no la escuchaba. Apretaba la botella de whisky contra el pecho como una madre primeriza que nevara a su bebé en brazos-. Es el ombú -dijo.

– Seguro que sí, seguro que sí -murmuró el abuelo delante de ella, casi corriendo a causa de la impaciencia. Por fin llegaron a un pequeño cobertizo de madera. Sofía debía de haber pasado por allí cientos de veces y nunca lo había visto.

Dermot abrió la puerta y la llevó dentro. Estaba oscuro y húmedo. El cristal de la ventana que protegía el interior de la lluvia era pequeño y estaba cubierto de musgo, por lo que apenas entraba la luz. El techo era como un colador gigante por el que se filtraban enormes goterones que caían en el suelo y sobre los muebles que, por otro lado, ya no estaban para demasiados miramientos: la mesa estaba claramente podrida, y había un montón de estantes medio deshechos que colgaban a duras penas de la pared.

– Esto era el cobertizo de Antonio -dijo Dermot, sentándose en el banco-. Déjate de ceremonias, Sofía Melody. Toma asiento. -Sofía se sentó y se puso a temblar-. Esta es la cura para resfriados del doctor Dermot -añadió, pasando la botella a Sofía después de haber tomado un gran trago-. Ah, desde luego no hay nada mejor -gorjeó feliz. Sofía se llevó la botella a la nariz y la olió-. No la huelas, niña, bebe.

– Esto son palabras mayores, abuelo -dijo Sofía antes de darle un buen trago. Cuando la bola de fuego le bajó por la garganta, su cuerpo sufrió una convulsión y abrió la boca como un dragón a la vez que soltaba un gemido largo y agonizante.

– Buena chica -asintió él, dándole una palmadita en la espalda. Durante un segundo Sofía fue incapaz de respirar, aunque al instante el fuego se le coló en las venas y recorrió su cuerpo, convirtiendo el dolor en un placer exquisito. En ese momento pudo inspirar de nuevo. Se giró hacia su abuelo con las mejillas encendidas y le dedicó una vaga sonrisa antes de coger la botella para darle otro sorbo.

– Qué calladito te lo tenías, abuelo. Qué calladito -añadió entre risas mientras se llevaba la botella a los labios. Después de unos cuantos tragos ya no se sintió mojada ni tampoco enfadada con Agustín. De hecho, pensó, quiero a Agustín, a Rafa y a mamá. Los quiero. Se sentía mareada y feliz, delirantemente feliz, como si nada en el mundo importara y todo fuera divertido. Se reía por cualquier cosa. De repente, todo le resultaba gracioso. Dermot empezó a contarle estrambóticas historias dislocadas sobre sus «tiempos en Irlanda», y Sofía le escuchaba a medias con una sonrisa que oscilaba vagamente en su rostro resplandeciente. Luego, el abuelo se empeñó en enseñarle algunas canciones irlandesas.

– La conocí en el jardín donde crecen los praties… -empezó. Para Sofía, en su estado de embriaguez, el abuelo tenía la voz más hermosa que jamás había escuchado.

– Eres como un ángel, abuelo. Un ángel -dijo con voz titubeante y con la mirada turbia.

A ninguno de los dos les importaba cuánto tiempo habían estado en el cobertizo, pero en cuanto Dermot bebió la última gota de la botella, decidieron volver a la casa.

– Shhh -susurró Sofía, intentando llevarse un dedo a los labios, aunque de hecho terminó llevándoselo a la nariz-. ¡Oh! -soltó, sorprendida, quitándoselo de la nariz con la mano temblorosa.

– No hagas ruido -dijo Dermot en voz alta-. Ni un solo ruido. -Luego se echó a reír a carcajadas-. Jesús, niña, sólo le has dado unos cuantos sorbos y mira cómo estás.

– Shhhh -volvió a susurrar Sofía, agarrándose a él para no perder el equilibrio-. Te has bebido toda la botella, toda. No puedo creer que te puedas tener en pie -exclamó mientras avanzaban trastabillando en la oscuridad.

– La conocí en el jardín donde crecen los praties… -empezó Dermot de nuevo. Sofía se unió a él sin mantener el tono, repitiendo la letra de la canción una palabra por detrás de él.

Cuando intentaban sin éxito abrir el paño de la puerta, ésta se abrió de pronto.

– ¡Ábrete, sésamo! -apenas logró articular Dermot, echando atrás los brazos.

– ¡Por Dios, señor O'Dwyer! -jadeó Soledad-. ¡Señorita Sofía! -retrocedió al ver a Sofía con las mejillas encendidas y una estúpida sonrisa en los labios. Soledad los metió en la casa y a toda prisa se llevó a Sofía por el pasillo a su habitación. Dermot salió dando tumbos en dirección opuesta. Cuando entró en el salón, Soledad oyó los gritos de horror de la señora Anna.

– ¡Dios mío, papá! -chilló. A continuación se oyó un estrépito. Probablemente la botella había ido a estrellarse contra las baldosas del suelo. Soledad no se quedó a escuchar lo que venía. Cerró silenciosamente tras de sí la puerta que daba a sus dependencias.

– Querida niña, ¿qué has hecho? -se lamentó cuando ambas estuvieron a salvo en su habitación. Sofía le dirigió una sonrisa vacía.

– «La conocí en el jardín donde crecen los praties» -murmuró.

Soledad la ayudó a desvestirse y preparó un baño caliente. Luego la obligó a beber un vaso de agua mezclada con una buena dosis de sal. Sofía no tardó en ir al inodoro y vomitar el fuego que le había hecho sentirse como si nada importara. La sensación había sido fantástica, pero ahora tenía náuseas y se daba lástima. Después de un baño caliente y de un vaso de leche hirviendo, Soledad la metió en la cama.

– ¿En qué estarías tú pensando? -preguntó, mientras se le dibujaba una profunda arruga en la suave piel marrón de la frente.

– No lo sé. Pasó y ya está -gimió Sofía.

– Has tenido suerte de haber necesitado sólo un par de sorbos para emborracharte. Pobre señor O'Dwyer, va a tardar toda la noche en recuperarse -dijo Soledad, compasiva-. Voy a ir a decirle a la señora Anna que no te encuentras bien, ¿te parece?

– ¿Tú crees que me creerá?

– ¿Y por qué no? Ya no hueles a alcohol. Has tenido suerte de haberte librado de la que te esperaba. ¿Tienes idea de la que te habría caído encima si tu madre llega a descubrirte?

– Gracias, Soledad -dijo Sofía en voz baja cuando Soledad iba hacia la puerta.

– Ya estoy acostumbrada a cubrir a tu abuelo. Nunca pensé que acabaría cubriéndote a ti -dijo echándose a reír mientras sus grandes pechos se agitaban debajo del uniforme.

Sofía casi había caído en un sueño profundo cuando se abrió la puerta y entró Anna.

– Sofía -dijo con suavidad-. ¿Qué tienes? -A continuación se acercó a ella y le puso la mano sobre la frente-. Mmmm, tienes un poco de fiebre. Pobrecita.

– Estaré mejor por la mañana -dijo Sofía entre dientes, mirando, culpable, a su madre desde debajo de la manta.

– No como tu abuelo, que mañana estará enfermo como un demonio -dijo cortante.

– ¿Él también está enfermo?

– ¿Enfermo? Apuesto a que eso es lo que a él le gustaría. No -dijo, llevándose las manos a la cintura y soltando un suspiro cansado-. Ha estado bebiendo otra vez.

– Oh.

– No sé dónde esconde esas malditas botellas. Si encuentro una, él esconde otra. Un día le va a llevar a la tumba.

– ¿Dónde está?

– Tirado en su sillón, roncando como un cerdo.

– ¡Mamá! -jadeó Sofía. Deseaba que Soledad atajara la borrachera del abuelo como lo había hecho con ella.

– Bueno, es culpa suya. Ya no puedo repetírselo más. Como no me escucha, no pienso seguir sermoneándole.

– ¿Vas a dejarle ahí?

– Sí, eso es lo que voy a hacer -repitió Anna con brusquedad-. ¿Por qué? ¿Qué quieres que haga?

– No sé, meterlo en la cama y darle un vaso de leche caliente -dijo Sofía, esperanzada. Su madre se rió de ella.

– Tendrá suerte si le doy algo de comer. Por cierto -dijo, y cambió su tono de voz. Sofía parpadeó bajo las sábanas-, Agustín me ha dicho que hoy no has estado muy educada.

– ¿Educada? Hemos jugado al backgammon y me ha ganado. Debería contentarse con haber ganado.

– Eso no tiene nada que ver y lo sabes -dijo Anna, tirante-. No hay nada más indigno que un mal perdedor, Sofía. Me ha dicho que te has ido dejando muy mal ambiente. Que no me entere de que vuelve a ocurrir. ¿Está claro?

– Agustín exagera. ¿Qué ha dicho Rafa?

– No quiero seguir hablando del tema, Sofía. Limítate a asegurarte de que no vuelva a ocurrir. No quiero que la gente piense que no te he educado correctamente. Porque no es así como te he educado, ¿verdad que no?

– No -replicó Sofía automáticamente. Agustín es una serpiente y un tramposo, pensó, enfadada. Pero tenía demasiado sueño para discutir. Vio cómo su madre salía de la habitación y suspiró, aliviada, por no haber sido descubierta. Pensó en su abuelo dormido en el sillón, mojado, borracho e incómodo, y tuvo ganas de ir a cuidarle. Pero se sentía demasiado indispuesta para levantarse. Más tarde, cuando Soledad entró sin hacer ruido en el cuarto para ver si estaba bien, Sofía estaba lejos, muy lejos de allí, galopando sobre las nubes con Santi.

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