Santa Catalina, febrero de 1972
– María, ¿no odias que te digan que tienes que ser amable con alguien? -se quejó Sofía, quitándose las zapatillas de tenis y sentándose en la hierba junto a su prima.
– ¿A qué te refieres?
– Bueno, a esa tal Eva. Mamá dice que tengo que cuidar de ella y ser buena con ella. Odio ese tipo de responsabilidades.
– Sólo se quedará diez días.
– Eso es mucho tiempo.
– He oído que es muy guapa.
– Bah. -Sofía ya se había puesto en guardia ante la amenaza de que alguien pudiera hacerle sombra. Durante los últimos meses no había parado de oír lo guapa que era Eva. Esperaba que sus padres hubieran exagerado con el único fin de mostrarse amables-. De todas formas, no entiendo por qué mamá ha tenido que pedirle que venga.
– ¿Por qué se lo ha pedido?
– Es hija de unos amigos suyos chilenos.
– ¿Ellos también vienen?
– No, y eso lo empeora. Más responsabilidad todavía.
– No te preocupes, yo te ayudaré. Puede que sea simpática. Quizá nos hagamos amigas. No seas tan pesimista -se echó a reír María, preguntándose qué le ocurría a Sofía-. ¿Cuántos años tiene?
– Nuestra edad, quince o dieciséis. No me acuerdo.
– ¿Cuándo llega?
– Mañana.
– Si quieres, podemos recibirla juntas. Sólo tendremos que preocuparnos si resulta que es una pesada.
Sofía esperaba que Eva fuera una pesada, pesada y aburrida. Quizá pudiera dejarla en manos de María y esperar que se hicieran amigas. María era muy adaptable, no había razón para que no se hiciera cargo de Eva y la librara de esa carga. Así es María -pensó Sofía-, siempre feliz y dispuesta a ayudar. De repente, la semana siguiente no parecía tan horrible después de todo. Podría pasar todo el tiempo con Santi y dejar que Eva y María se divirtieran juntas.
A la mañana siguiente Sofía y sus primos estaban tumbados charlando a la sombra de uno de los plátanos, escuchando la voz de Neil Diamond que salía de las ventanas abiertas del estudio, cuando apareció un reluciente coche. Dejaron de hablar y centraron su atención en Jacinto, el chófer, que salió del coche, dio la vuelta hasta llegar a la puerta de atrás y la abrió. Se había puesto rojo y sonreía. Cuando la hermosa Eva bajó del coche, su amplia sonrisa y sus vibrantes mejillas no sorprendieron a nadie. A Sofía el estómago le dio un vuelco. Había llegado la competencia. Miró a sus primos, que de pronto se habían puesto en cuclillas como una jauría de perros salvajes.
– ¡Puta madre! -exclamó Agustín.
– ¡Dios, miren ese pelo! -susurró Fernando.
– ¡Vaya piernas! -murmuró Santi.
– Por el amor de Dios, chicos, basta ya. Es rubia, y qué. Hay montones de chicas rubias -soltó Sofía irritada, levantándose-. Sécate la boca, Agustín, estás babeando -añadió antes de alejarse a grandes zancadas hacia el coche.
Anna, que había estado sentada en la terraza con Chiquita y Valeria, cruzó la hierba en dirección a la recién llegada, que esperaba tímidamente junto al hipnotizado Jacinto.
– Eva -dijo mientras se acercaba-. ¿Cómo estás?
Eva salió flotando hacia ella. No caminaba, flotaba. Llevaba suelta la larga melena rubia que parecía flotar alrededor de su rostro anguloso, enmarcando unos ojos enormes de color aguamarina que parpadeaban nerviosos bajo unas pestañas gruesas y oscuras.
Sofía hizo lo imposible por encontrar defectos en esa criatura que había aparecido ante ella como un demonio disfrazado y dispuesto a quitarle a Santi, pero Eva era perfecta. Sofía tenía la impresión de no haber visto nunca a nadie tan exquisito como ella. Vio cómo su madre abrazaba afectuosamente a la recién llegada, le preguntaba por sus padres y ordenaba a Jacinto que llevara su equipaje al cuarto de los invitados.
– Eva, ésta es Sofía -dijo Anna, empujando a su hija hacia delante. Sofía le dio un beso y percibió la fresca fragancia a limón de su colonia.
Eva era más alta que Sofía y muy delgada. Parecía mucho mayor de dieciséis años. Cuando en sus labios se dibujaba su tímida sonrisa, sus pómulos se sonrojaban y, en cuestión de segundos, el color se suavizaba un poco y se extendía al resto de la cara. Cuando Eva se sonrojaba estaba aún más guapa. Sus ojos parecían más azules y su mirada más intensa.
Sofía murmuró un débil «Hola» antes de que su madre condujera a la invitada a la terraza. Sofía las siguió a regañadientes. Miraba a los chicos, que no dejaban de vigilarlas desde su guarida. Pero no la miraban a ella; estaban mirando a Eva. Imaginaban cómo sería hacerla suya.
Eva también se dio cuenta de la silenciosa admiración que había despertado en ellos; sentía sus ojos siguiéndola a medida que cruzaba la terraza. No se atrevió a mirarlos. Se sentó y, al cruzar las piernas, sintió el sudor en las pantorrillas y en los muslos.
Sofía se sentó en silencio junto a su madre, Chiquita y Valeria, que luchaban por captar la atención de Eva como un grupito de colegialas. Se preguntó si se darían cuenta de su ausencia en caso de que decidiera desaparecer. A nadie le importaba si hablaba o no, ni siquiera la miraban. No era más que una sombra.
Soledad apareció con una bandeja llena de vasos y limonada y empezó a servirles. Cuando llegó a Sofía la miró y frunció el ceño, interrogante. Sofía consiguió articular una débil sonrisa que Soledad reconoció, comprendiendo al instante. Le devolvió la sonrisa como diciendo: «Estás demasiado mimada, señorita Sofía». Sofía se zampó toda la limonada sin respirar y conservó un cubito de hielo en la boca.
Claramente irritada, no tardó en empezar a darle vueltas con la lengua. Los ojos de Eva se posaron en los de Sofía y pareció sonreírle con la mirada. Ésta le devolvió una sonrisa tímida aunque estaba decidida a que la invitada no le gustara. Volvió a mirar hacia los chicos, que se movían inquietos bajo el árbol, presa de sus mal disimulados esfuerzos por ver cuanto les fuera posible de Eva. En ese momento Santi se levantó, gesticuló a los demás como si estuviera respondiendo a un reto, y se acercó con decisión al rincón de la terraza donde estaban sentadas las mujeres.
Chiquita le animó a que se uniera a ellas.
– Eva, este es mi hijo Santi -dijo orgullosa, viendo cómo su guapo hijo se inclinaba para besar a la exquisita invitada antes de coger una silla. Sonrió al captar que una tenue chispa de atracción brillaba en los pálidos ojos de Eva, avergonzándola y obligándola a apartar la mirada.
– ¿Eres chilena? -preguntó Santi a la vez que sonreía sin disimulo, regalando a Eva lo mejor de su generosa boca y de sus dientes grandes y blancos. Sofía puso los ojos en blanco. También él se ha encaprichado con ella, el muy idiota, pensó Sofía irritada.
– Sí, soy chilena -respondió Eva con su sedoso acento chileno.
– ¿De Santiago?
– Sí.
– Bienvenida a Santa Catalina. ¿Te gusta montar?
– Sí. Me apasionan los caballos -le dijo encantada.
– En ese caso, si lo deseas te mostraré la estancia a caballo -se ofreció. Sofía estaba a punto de hundirse en su propia miseria cuando Santi cogió el vaso de limonada de Eva y, quitándoselo de la mano, le dio un sorbo. El hecho de que hubiera compartido su vaso con tanta naturalidad enseñaría a Eva que Santi le pertenecía. Esperó que Eva se hubiera dado cuenta.
Santi volvió a sentarse, cruzó las piernas y, apoyando el vaso en una de ellas, empezó a darle vueltas de forma inconsciente. Siguieron hablando de caballos, de la casa de la playa que los padres de Eva tenían en Cachagua y de las interminables neblinas de verano que a veces cubrían la costa hasta el mediodía. Mientras hablaban, Sofía se inclinó hacia Santi para reclamar su vaso. Su mano tocó la de él al quitárselo. A continuación se concentró en terminar los restos del limón. Pero Santi apenas le hacía caso. Parecía incapaz de apartar los ojos de la hipnotizadora Eva, que seguía sentada sin dejar de sonreírle.
Una vez que los demás chicos vieron que Santi se había integrado en el grupo sin ningún problema, se animaron y empezaron a acercarse. Eva vio al grupo de predadores bronceados y hambrientos salir de las sombras, y sus pálidos labios temblaron, incómodos. En ese momento, cuando los chicos se acercaban a la terraza para oler el tarro de miel que tanto los atraía desde la distancia, Santi dedicó a Eva una sonrisa comprensiva que ella le devolvió agradecida.
María apareció entre los árboles con Panchito y el pequeño Horacio, y Paco hizo lo propio con Miguel, Nico y Alejandro, seguidos de cerca por Malena y dos de sus hijas, Martina y Vanesa. Eva no tardó en ser presentada a casi todos los habitantes de la estancia; hasta los perros, que parecían impulsados a dejarse acariciar por su aura, se tumbaron, dóciles, junto a su silla. Los chicos querían acostarse con ella, las chicas querían ser como ella, y todos a la vez le hacían preguntas e intentaban ganarse su afecto. Sofía reprimió un bostezo, y ya estaba a punto de escaparse cuando el abuelo O'Dwyer salió tambaleándose del estudio.
– ¿Quién es esta linda jovencita que ha aparecido entre nosotros? -dijo cuando sus ojos consiguieron enfocar a la hermosa Eva.
– Esta es Eva Alarcón, papá. Ha venido de Chile a pasar una semana con nosotros -replicó Anna en inglés, estudiándole a toda prisa a fin de saber si había estado bebiendo.
– Bien, Eva, ¿hablas inglés? -preguntó él con brusquedad, revoloteando a su alrededor como una enorme polilla alrededor de una hermosa flor.
– Un poco -respondió ella con un fuerte acento.
– No te preocupes por él -dijo Anna en español-. Sólo hace trece años que vive aquí.
– Y no habla ni una sola palabra de español -dijo Agustín, ansioso por captar la atención de Eva-. Ignórale, es lo que hacemos todos. -Se echó a reír, satisfecho al ver que con su comentario la había hecho sonreír.
– Habla por tí -intervino Sofía malhumorada-. Yo nunca le ignoro. -Santi la miró y frunció el ceño como preguntándole por qué de pronto se había puesto así, pero ella apartó la mirada y sonrió a su abuelo.
– Así que de Chile, ¿eh? -continuó Dermot, cogiendo una silla de manos de Soledad, que se había anticipado a sus intenciones, y obligando a todos a que se movieran un poco para poder sentarse al lado de Eva. Hubo un pequeño revuelo de sillas que rascaban las baldosas del suelo hasta que por fin Dermot pudo acomodarse en el pequeño espacio que le habían dejado junto a la invitada. Anna meneó la cabeza. Sofía sonrió divertida. Veamos cómo se maneja con el abuelo, pensó, animándose.
»¿Qué haces en Chile? -preguntó Dermot-. Buena chica -murmuró a Soledad cuando ésta le sirvió un vaso de limonada-. Supongo que no vendrá con sorpresa, ¿verdad? -añadió, oliéndolo. Como no entendía ni una palabra de inglés, Soledad se retiró.
– Bueno, montamos a caballo en la playa -respondió Eva poniéndose seria.
– Caballos, ¿eh? -dijo Dermot, asintiendo-. También montamos a caballo en Irlanda. ¿Qué hacéis en Chile que no podamos hacer en Irlanda?
– ¿Sortear los rápidos? -sugirió Eva, y sonrió educadamente.
– ¿Matar conejos?
– Sí, tenemos el rápido más veloz del mundo -añadió Eva con orgullo.
– Dios mío, debe de ser un conejo velocísimo si es el más veloz del mundo -intervino Dermot entre carcajadas.
– Y no sólo es veloz, sino que además es muy peligroso.
– ¿También es peligroso? ¿Muerde?
– ¿Perdón? -dijo Eva, mirando confundida a Sofía que, decidida a no acudir en su ayuda como el resto de los serviles miembros de su familia, se limitó a encogerse de hombros.
– ¿Y nadie ha conseguido matarlo todavía?
– Oh, sí, lo sortean a menudo.
– Entonces una de dos: o en Chile no hay buenos cazadores, o ese conejo debe de ser rápido como el rayo -dijo Dermot, y volvió a reírse con ganas-. Un conejo que corre a la velocidad del rayo. Ésa sí que es buena.
– ¿Perdón?
– En Irlanda los conejos son gordos y muy lentos. Demasiadas zanahorias, ya me entiendes. Son presa fácil. Me gustaría intentar darle a tu conejo veloz. -Llegados a ese punto Sofía no pudo aguantar la risa por más tiempo. Abrió la boca y no dejó de reír hasta que le saltaron las lágrimas.
– ¡Abuelo, Eva está hablando de rápidos, esos ríos velocísimos por los que la gente desciende con botes de goma, no de conejos! -jadeó. Cuando los demás entendieron el chiste también se echaron a reír. Eva se puso roja y soltó una risa tonta. Cuando miró a Santi con timidez se dio cuenta de que él también la miraba.
Después del almuerzo Anna sugirió a Sofía y María que llevaran a Eva a la piscina a tomar el sol. Primero la acompañaron a su habitación para que deshiciera la maleta. La chica estaba encantada con el cuarto. Era una habitación grande y luminosa con dos altos ventanales abiertos que daban al huerto de manzanos y ciruelos. El aroma a jazmín y a gardenia flotaba en el calor de la tarde, llenando el aire con su fuerte perfume. Había dos camas cubiertas por edredones con diseños florales azules y blancos y aromatizados con lavanda, además de un delicado tocador de madera donde dejar los cepillos y la colonia. La habitación contaba con un cuarto de baño, en el que había una gran bañera de hierro esmaltado con grifería cromada, importada de París.
– Qué habitación tan bonita -suspiró Eva mientras abría la maleta.
– Me encanta tu acento -dijo María entusiasmada-. Me encanta la forma en que hablan los chilenos. Es muy delicada, ¿no te parece, Sofía? -Su prima asintió impasible.
– Gracias, María -respondió Eva-. ¿Sabes?, esta es la primera vez que vengo a la pampa. He estado muchas veces en Buenos Aires, pero nunca en una estancia. Esto es muy bonito.
– ¿Te han gustado nuestros primos? -preguntó Sofía, tumbándose en una de las camas y cruzando los pies.
– Son todos encantadores -respondió inocente.
– No, me refiero a que si te gustan. Tú les gustas a todos, así que puedes elegir.
– Sofía, eres muy amable, aunque no creo que les guste. Lo que ocurre es que para ellos soy una novedad, eso es todo. En cuanto a si me gustan, apenas me ha dado tiempo a verlos.
– Pues a ellos sí les ha dado tiempo a verte -dijo Sofía sin dejar de mirarla.
– Sofía, déjala en paz. La pobre acaba de llegar -interrumpió María-. Venga, date prisa y ponte el traje de baño, me estoy asando aquí dentro.
En la piscina los chicos ya estaban tumbados al sol como un grupo de leones, esperando ver aparecer a Eva en traje de baño. Con los ojos entrecerrados por la luz del sol, vigilaban los árboles entre breves jadeos y con los cuerpos calientes. No tuvieron que esperar mucho. Mientras las chicas se acercaban, intercambiaron entre siseos algunos comentarios y luego, fingiendo un completo desinterés, se pusieron a hablar de polo. Eva se quitó con timidez los pantalones cortos y se libró con dificultad de su camiseta, revelando un cuerpo de mujer: grandes pechos redondos, vientre plano, caderas anchas y una piel morena y suave. Sintió que las miradas de los chicos la desnudaban y se palpó el traje de baño con manos temblorosas para asegurarse de que seguía ahí. Sofía tiró su ropa al suelo y se dirigió a las hamacas con sus andares de pato, el trasero salido, metiendo estómago y con los pies hacia fuera. Santi estaba echado en la hamaca contigua a la suya, mirando tranquilamente a Eva con la paciente arrogancia del hombre que sabe que la mujer que desea terminará por ir a su lado. Sofía percibió su expresión y sacó el labio inferior como muestra de resentimiento.
– ¿Necesitas que te ponga crema en la espalda? -gritó Agustín desde el agua.
– No con tus manos frías y mojadas -se rió Eva, sintiéndose más segura después de haber trabado amistad con las chicas.
– No te fíes de Agustín -dijo Fernando-. Si necesitas que alguien te ponga crema en la espalda, yo soy el más fiable.
Todos rieron.
– Estoy bien así, gracias.
– Toma, coge mi hamaca, Eva -dijo Santi levantándose. Sofía vio que María ocupaba la otra.
– No, en serio… -empezó Eva.
– De todas formas, aquí tengo demasiado calor -insistió Santi-. Sólo hay tres. Traeré más de la casita de la piscina dentro de un rato.
– Bueno, como quieras -dijo Eva, desplegando la toalla sobre la hamaca y tumbándose encima. Santi se sentó sobre las piedras junto a ella como si se conocieran desde hacía tiempo. Tenía la virtud de conseguir que las mujeres se sintieran cómodas a su lado y, a diferencia de los demás, no le costaba ganarse su confianza. Sofía sintió que los celos le revolvían el estómago. Se cubrió los ojos con las gafas de sol, se tumbó a tomar el sol e intentó ignorarlos.
Fernando vio a su hermano charlando con la rubia recién llegada y deseó que a ella no le gustara. ¿Qué tenía Santi que todas las chicas iban detrás de él? Abrigaba la esperanza de que Eva se fijara en su cojera y que eso la echara para atrás. Si él fuera una chica, eso le echaría para atrás, pensó con amargura. Decidió esperar en la piscina. En algún momento Eva tendrá calor y querrá darse un baño -pensó-, y entonces estaré preparado para ella.
Rafael había perdido interés y se había quedado dormido a la sombra con una revista sobre su cara quemada por el sol. Agustín había pasado un rato buceando -se le daba muy bien el buceo- y practicó su peculiar salto mortal. Eva le había sonreído. Sin duda la había impresionado, aunque ahora estaba totalmente monopolizada por Santi, a su vez encantado con la situación, de manera que Agustín se dijo que simplemente tendría que esperar a que llegara su momento, como Fernando, y se dedicó a nadar como un tiburón hasta que Eva decidió meterse en el agua. Ángel, Níquito y Sebastián habían sopesado sus posibilidades y habían decidido que no tenía sentido bajar a la arena; no tenían la más mínima esperanza, así que optaron por darle a la pelota de tenis en la tórrida pista que brillaba como un horno al otro lado de la verja.
Cuando el calor se hizo insoportable, Eva animó a Sofía y a María a bañarse con ella; los tiburones resultaban demasiado amenazadores para meterse sola en el agua. Cuando se levantó de la hamaca, fue como sí un viento helado hubiera soplado sobre los lánguidos confines de la piscina, despertando a todo el mundo de su siesta. De repente Agustín volvía a bucear, Fernando nadaba crol de un extremo a otro de la piscina, Sebastián, Niquito y Ángel volvieron a refrescarse después de su partido de tenis, y Santi se sentó en el borde de la piscina con los pies en el agua. Sólo Rafael siguió roncando a la sombra, haciendo volar las páginas de su revista con sus ronquidos. Sofía seguía enfurruñada en su rincón, mientras María y Eva intentaban nadar unos largos en el agua turbia y picada.
– ¿Qué te pasa? -preguntó Santi, dejándose caer al agua y nadando hasta llegar al rincón donde Sofía seguía reconcomiéndose.
– Nada -replicó Sofía a la defensiva.
– Te conozco -dijo él sonriéndole.
– No, no me conoces.
– Oh, ya lo creo. Estás celosa porque no eres el centro de atención. -Sus ojos verdes centellearon, lanzándole una mirada divertida-. Te he estado observando todo el tiempo.
– No seas idiota. No me encuentro bien.
– Chofi. Eres una mentirosa y una cría, pero siempre serás mi prima favorita.
– Gracias -dijo Sofía, sintiéndose un poco mejor.
– No puedes ser siempre el centro de atención. Tienes que dar alguna oportunidad a los demás.
– Mira, no es eso. De verdad que no me encuentro bien. Creo que voy a ir a tumbarme un rato a la sombra -replicó sin ningún entusiasmo con la esperanza de que él la acompañara.
– Como gustes -respondió Santi al tiempo que se giraba para ver a Eva nadando con la gracia de un cisne entre la conmoción de un grupito de patos juguetones.
Esa noche las tres chicas decidieron dormir juntas. Soledad puso un plegatín en la habitación de Eva y le dijo a Sofía que, como era la anfitriona, le tocaba a ella dormir en él. «Qué típico -pensó resentida-, y encima era yo la que no quería que compartiéramos dormitorio.» Pero, a medida que charlaban a la pálida luz azulada de la luna que entraba por los grandes ventanales abiertos junto con las dulces fragancias de la húmeda pampa, le cambió el humor y Eva empezó a gustarle a pesar de todo.
– Cuando volvía a la casa, Agustín ha salido de detrás de un árbol y me ha empujado contra él -contó Eva entre risas-. Ha sido muy embarazoso.
– ¡No me lo puedo creer! -exclamó Sofía, asombrada ante el descaro de su hermano-. ¿Qué te ha hecho?
– Me ha empujado contra el tronco del árbol y me ha dicho que estaba enamorado de mí.
– ¡Como todos! -se rió María-. Ten cuidado, dentro de nada no quedará ni un solo árbol seguro en toda Santa Catalina.
– ¿Te ha besado? -preguntó Sofía esperanzada, a pesar de que sabía que Eva nunca se sentiría atraída por el bruto de Agustín.
– Lo intentó.
– Oh, Dios mío, qué vergüenza.
– Y luego, cuando estábamos jugando a tenis, sólo me daba la pelota después de haberme besado.
– Oh, pobre.
– Sofía, no debería estar contándote esto, es tu hermano.
– Sí, por desgracia. Los hermanos de María son mucho más recomendables que los míos.
– Sí. Santi es muy atractivo -dijo Eva, mientras sus ojos claros brillaban a causa de la fiebre que había cautivado su joven cuerpo.
– ¿Santi? -a Sofía se le paró el corazón.
– Sí, Santi.
– ¿Ese alto y rubio? ¿El que cojea?
– Sí, el que cojea -repitió Eva-. Es guapo y dulce, y la cojera le hace aún más encantador.
Sofía estaba a punto de llorar. ¡No te puede gustar Santi, no te puede gustar mi Santi!, gritaba en silencio. Luego, más serena, tomó una decisión. Tenía que urdir un plan, tenía que dar con la forma de impedir el romance que sin duda iba a tener lugar si ella no lo abortaba cuanto antes. Impediría que esa hermosa tentadora clavara sus largas uñas rosas en Santi. Qué lastima, estaba empezando a gustarme, pensó Sofía, despidiéndose de ella en silencio.