Capítulo 24

Londres, 1974

Sofía llegó a Londres a mediados de noviembre de 1974 totalmente desmoralizada. Miró el cielo gris y la llovizna y echó de menos su país. Su prima le había reservado habitación en el Claridges.

– Está justo al lado de Bond Street -le había dicho, entusiasmada-, la calle comercial más fascinante de Europa.

Pero Sofía no quería ir de compras. Se sentó en la cama y se quedó mirando por la ventana la lluvia implacable que parecía caer flotando del cielo. Hacía frío y había mucha humedad en el aire. No le apetecía salir a la calle. No sabía demasiado bien qué hacer, así que llamó a Dominique para decirle que había llegado bien. Oyó llorar al pequeño Santiaguito mientras hablaba con su prima y se le hizo un nudo en el corazón. Se acordó de sus deditos y de sus pies perfectos. Cuando colgó fue hasta donde estaba su maleta y buscó dentro. Sacó un pequeño cuadrado de muselina blanca y se lo llevó a la nariz. Olía a Santiaguito. Se acurrucó en la cama y lloró hasta quedarse dormida.

El Claridges era un hotel magnífico, de techos altos y bellísimas molduras en las paredes. Los empleados eran encantadores y atendían todas sus necesidades tal como Dominique le había avanzado.

– Pregunta por Claude, él cuidará de ti -le aconsejó. Sofía dio con Claude, un hombre bajito y gordo con una calva brillante que le daba a su cabeza el aspecto de una pelota de ping-pong. En cuanto mencionó a Dominique, a Claude se le puso la cabeza como un tomate hasta la mismísima coronilla. Mientras se secaba la frente con un pañuelo blanco le había dicho que si necesitaba algo, lo que fuera, no dudara en pedirlo. Su prima era una muy buena clienta del hotel, de hecho la clienta más encantadora. Tendría mucho gusto de ayudarla en lo que pudiera.

Sofía sabía que debía buscar piso y trabajo, pero en ese momento no se sentía con fuerzas, así que se dedicó a dar largos paseos por Hyde Park y a conocer su nueva ciudad. Si no le hubiera pesado tanto el corazón habría disfrutado de la libertad de descubrir Londres sin tener a sus padres o a algún guardaespaldas a su lado. Podía ir a cualquier parte y hablar con todo el mundo sin la menor desconfianza. Vagó por las calles, mirando los escaparates que resplandecían con los adornos de Navidad. Hasta visitó algunas galerías y unas cuantas exposiciones. Se compró un paraguas en una tiendecita de Picadilly. Sería su compra más rentable.

Londres no se parecía en nada a Buenos Aires. No daba la sensación de ser una gran ciudad. Más bien parecía un pueblo grande. Las casas eran bajas, y las aceras de las calles, llenas de árboles y perfectamente conservadas, giraban una y otra vez de manera que era imposible saber adónde llevaban. Buenos Aires estaba construido a partir de un sistema de manzanas perfectamente organizadas. Uno siempre sabía dónde desembocaban las calles. Sofía tenía la sensación de que Londres era una ciudad resplandeciente y ordenada como una perla recién pulida. Comparada con ella, su ciudad natal parecía sucia y destartalada. Pero Buenos Aires era su hogar y lo echaba de menos.

Un par de días más tarde empezó a buscar piso. Siguiendo el consejo de Claude, habló con una señora llamada Mathilda que trabajaba en una agencia inmobiliaria de Fulham. Mathilda le encontró un pequeño apartamento de una habitación en Queen's Gate. Encantada con su nuevo piso, Sofía salió a comprar todo lo necesario para equiparlo. En realidad el apartamento estaba totalmente amueblado, pero Sofía quería hacerlo suyo: su pequeña fortaleza en esa tierra extraña. Compró un edredón, alfombras, una vajilla, jarrones, libros para poner en la mesita del café, cojines y cuadros.

Ir de compras hizo que se sintiera mejor y se aventurara a salir, a pesar de la terrible oleada de atentados que azotaba Londres esos días. Una de las bombas estalló en Harrods y otra en la puerta de Selfridges. Pero Sofía no tenía televisión y no se molestaba en comprar el periódico. Se enteraba de las noticias por boca de los taxistas que, según su opinión, eran el grupo de hombres más alegre que jamás había conocido. Los taxis londinenses estaban limpísimos y eran muy espaciosos y los autobuses eran adorables, como modelos en miniatura de una ciudad de juguete.

– Es usted extranjera, ¿verdad? -le preguntó un taxista. Hablaba con un acento tan extraño que Sofía apenas entendió lo que le decía-. No es la mejor época para venir a Londres. ¿Es que no llegan las noticias a su país? Los malditos sindicatos parecen estar gobernando Inglaterra. No hay un líder como Dios manda, ese es el problema. El país va a la deriva. Ya se lo he dicho a mi mujer: este país se está yendo al garete. Lo que necesitamos es un buen remezón.

Sofía asintió en silencio. No sabía de lo que le hablaban.

No tardó en encariñarse con Londres. Le encantaban sus guapos policías con sus extraños sombreros, los guardias inmóviles a las puertas del palacio de St. James, y las pequeñas casas y las gaviotas. No había visto nunca nada igual. Londres era una ciudad en miniatura llena de casitas de muñecas, pensaba, recordando el libro de pintorescas fotografías de Inglaterra de su madre. Se detuvo un rato frente al palacio de Buckingham sólo para ver qué hacía ahí toda esa gente con la nariz pegada a las verjas de hierro. Descubrió el cambio de Guardia, que la dejó tan maravillada que tuvo que volver al día siguiente para verlo de nuevo. Intentó por todos los medios reprimir cualquier recuerdo de Santi, de Argentina y del pequeño Santiaguito, hasta que su corazón se dio por vencido y se sometió a sus deseos. No quería seguir atormentándose.

Cuando empezó a quedarse sin dinero salió a regañadientes a buscar trabajo. Como no tenía estudios, empezó preguntando en las tiendas. En todas partes querían gente con experiencia, y como ella no la tenía, simplemente meneaban la cabeza y la acompañaban a la puerta.

– Hay mucho desempleo -suspiraban-. Tendrás mucha suerte si alguien te contrata.

Tras tres largas semanas de tienda en tienda, Sofía empezó a desesperarse. Se le acababa el dinero y tenía que pagar el alquiler. No quería llamar a Dominique. Tanto ella como su marido ya habían sido demasiado buenos con ella, y por otro lado Sofía no soportaba la idea de que le mencionaran a su hijo.

Un día, ya totalmente desanimada, entró en una librería de Fulham Road. Un hombre con gafas de aspecto agradable estaba sentado detrás de un montón de libros, tarareando la canción que en ese momento sonaba en la radio. Sofía le dijo que estaba buscando trabajo pero que en todas partes le habían dicho que necesitaban a gente con experiencia y ella no la tenía. Suponía que tenía que haber trabajo puesto que estaban en plena temporada navideña. El hombre meneó la cabeza y le dijo que lo sentía, pero que no necesitaba a nadie.

– Como puedes ver, esta tienda es muy pequeña -explicó-. Pero sé que necesitan a alguien en Maggie's, la tienda de al lado. Inténtalo ahí. No están buscando a alguien con experiencia.

Sofía salió al frío de la calle. Estaba oscureciendo. Miró la hora. Sólo eran las tres y media. Todavía le sorprendía lo temprano que se hacía de noche en Inglaterra. Resultó que Maggie's era una peluquería. Sofía retrocedió. No estaba tan desesperada para rebajarse tanto, así que, tras echar un vistazo por la ventana llena de vaho del local, se compró un chocolate caliente en un café y se sentó con la mirada fija en la taza. Pasados unos minutos empezó a observar a la gente que la rodeaba. Algunos habían estado haciendo las compras de Navidad. Iban cargados de bolsas llenas de relucientes paquetes. Charlaban entre ellos, ajenos a ella. Rodeó la taza con las manos y se inclinó sobre la mesa. De pronto se sintió muy sola. No tenía ni un solo amigo en aquel país.

Oh, cómo echaba de menos a Santi. También a María. María había sido su mejor amiga. Se moría de ganas de hablar con ella y de contarle todo lo que le estaba pasando. Se arrepentía de no haberle escrito, no haber confiado en ella. Imaginaba que María debía de estar tan triste y debía de sentirse tan sola como ella. Era su amiga. Pero ya era demasiado tarde. Ojalá le hubiera escrito un año antes. Aunque si en aquel entonces no había sabido cómo empezar una carta, a buen seguro no sabría cómo hacerlo ahora. No, había dejado escapar la oportunidad. No sólo había perdido a su novio, sino también a la mujer que, a pesar de ser una criatura mucho más dulce y tímida que ella, la había comprendido y la había apoyado siempre. Habían pasado la vida juntas, y ahora todo había terminado. Una gruesa lágrima cayó sobre el chocolate.

Fuera, la calle estaba llena de gente. Todo el mundo parecía ir a algún lado. Quizás a tomar el té con unos amigos, al trabajo, a ver a la familia. Ella no tenía a nadie. En Londres no tenía a nadie que la quisiera. Podía morir en una de esas aceras frías y desconocidas y nadie se daría cuenta. Se preguntó cuánto tardarían en encontrarla e identificarla a fin de notificar su muerte a su familia. Probablemente semanas, quizá meses, en caso de que se molestaran en intentarlo. Tenía pasaporte británico gracias a su abuelo, pero no se sentía parte de aquel lugar.

Pagó la cuenta y se marchó. Cuando volvió a pasar por delante de Maggie's decidió dar marcha atrás y echarle un segundo vistazo a la peluquería. Pegó la cara al cristal y miró dentro. Un hombre alto y desgarbado estaba cortando el pelo a una mujer, deteniéndose de vez en cuando para usar sus manos a fin de ilustrar la historia que estaba contando. Una jovencita rubia estaba sentada tras un mostrador contestando el teléfono. Tenía que disimular la risa para poder anotar las citas. En ese momento se abrió la puerta, lanzando a la calle un fuerte olor a champú y a perfume.

– ¿En qué puedo ayudarte? -preguntó una mujer pelirroja de unos cincuenta años, asomando la cabeza. Llevaba los labios pintados de violeta como Dominique y se había pintado los ojos de un horrendo color lima sin demasiada gracia.

– Me han dicho que aquí necesitan personal -respondió Sofía todavía no demasiado convencida.

– Mira qué bien. Pasa. Yo soy Maggie -dijo una vez que Sofía hubo entrado en la reconfortante calidez de la peluquería.

– Sofía Solanas -respondió. El hombre había dejado de contar su historia y se giró a mirarla. Sus ojos de serpiente estudiaron los rasgos de su cara y su ropa, escudriñándola sin disimulo de la cabeza a los pies. Manifestó su aprobación con un ligero ademán.

– Encantadora, Sofía. Encantadora. Yo soy Antón. En realidad me llamo Anthony, pero Antón suena más exótico, ¿no crees? -dijo, y se echó a reír antes de ir hasta el cajón y sacar un gran bote de gel.

– Antón es todo un personaje, Sofía. Tú celébrale los chistes y verás cómo te adora, cariño. Eso es lo que hace Daisy, ¿verdad, querida? Y él la adora.

Daisy sonrió afectuosamente y le tendió la mano desde detrás del mostrador.

– Veamos, el horario es de diez a seis, cariño, y tu trabajo será hacer un poco de todo: barrer, lavar cabezas y mantener el local en orden. No puedo pagarte más de ocho libras por semana, propinas aparte. ¿Te va bien? A mí me parece justo. ¿A ti no, Antón?

– Generosísimo, Maggie -soltó Antón con gran efusividad, llenándose la mano de lo que parecía una especie de barro verde.

– Pero si pago ocho libras de alquiler -se quejó Sofía.

– Pues no puedo pagarte más. Lo tomas o lo dejas -dijo Maggie, cruzándose de brazos.

– Yo también estoy de alquiler. Podríamos compartir piso -sugirió Daisy entusiasmada. Ella vivía en un destartalado piso en Hammersmith y tardaba una eternidad en llegar al trabajo por la mañana-. ¿Vives cerca de aquí?

– En Queen's Gate.

– No me extraña que pagues tanto. ¿De dónde eres, querida? -preguntó Maggie, que no conseguía distinguir el acento de Sofía.

– De Argentina -respondió. En ese momento se le cerró la garganta. Hacía demasiado tiempo que no había oído esa palabra.

– Qué maravilla -dijo Antón, que no tenía ni idea de dónde estaba aquel país.

– Bueno, si quieres una compañera de piso, me encantaría compartirlo contigo.

A Sofía no le hacía mucha gracia compartir piso. Nunca había tenido que compartir nada, pero estaba en una situación desesperada y Daisy parecía una buena chica. Así que accedió.

– Perfecto. ¡Tu primer encargo será ir a comprar una botella de buen vino barato, Sofía! -se echó a reír Maggie, abriendo la caja y sacando unas monedas-. Esto hay que celebrarlo, ¿no es cierto, Antón?

– Por supuesto, Maggie -repitió él dejando caer la mano sobre la muñeca y mostrando unas uñas perfectamente cuidadas.

Un par de semanas más tarde, aquella pequeña peluquería se había convertido en el nuevo hogar de Sofía, y Maggie, Antón y Daisy en su nueva familia. Maggie había dejado a su marido y había empezado su propio negocio para poder salir adelante.

– Menuda idiota -dijo Antón, cuando se cercioró de que Maggie no podía oírle-. Su marido era muy rico y tenía muy buenos contactos.

Antón vivía con Marcello, su novio, un italiano guapo, moreno y de pelo en pecho que a veces iba a la peluquería y se tiraba en el sofá tapizado de falsa piel de leopardo a escuchar las historias de Antón. Maggie abría entonces una botella de vino y se sentaba con él. Pero por mucho que hiciera revolotear sus falsas pestañas para él, Marcello sólo tenía ojos para Antón. Maggie también flirteaba con todos sus clientes, y muchos estaban encantados.

– Los rocío con mis polvos especiales y los envío de vuelta a los brazos de sus mujercitas -decía. Daisy y Sofía se pasaban el camino de vuelta a casa riéndose de sus ocurrencias.

Daisy era una chica lista e ingeniosa, pero sobre todo era muy cariñosa. Tenía una mata brillante de rizos rubios que le caían por la espalda, y una barbilla puntiaguda que contrastaba con sus pómulos marcados y que le daba a la cara la definición de un corazón. Era dulce y exuberante. Compartía con Sofía el pequeño apartamento y todo lo que había en él. Al principio a Sofía le costó compartir su espacio, pero poco a poco empezó a confiar en su nueva amiga. La necesitaba. Daisy puso fin a su soledad y llenó el espacio que en otros tiempos había sido de María.

Los padres de Daisy vivían en el campo. Eran de Dorset, un lunar que señaló en el mapa para Sofía.

– Es muy verde y está lleno de colinas. Es precioso -le dijo a Sofía-, pero muy provinciano. Siempre me he sentido muy atraída por el brillo de las luces de la ciudad.

Los padres de Daisy estaban divorciados. Su padre era obrero de la construcción y recorría el norte del país de obra en obra mientras su madre, Jean Shrub, vivía con Bernard, su novio, que casualmente también era obrero. Vivían en Tauton, donde ella trabajaba de esteticista.

– Siempre quise hacer lo mismo que mi madre, ir a casa de la gente a hacerles la manicura. Pero en cuanto aprendí el oficio, metí la pata en mi primer empleo. Se me cayó cera encima del perro de la señora Hamblewell. Fue un desastre. Casi despellejo al pobre bicho. Así que aparqué mis herramientas de manicura y vine a Londres. No se lo digas a Maggie, pero puede que pronto vuelva a la manicura. A Maggie le iría bien una esteticista, ¿no crees?

Siempre se reía de su nombre. Se presentaba como «Daisy [margarita] como la flor. Shrub como el arbusto». Decía que había tenido suerte de no ser jardinera. Nadie la habría tomado en serio. Daisy se liaba los cigarrillos que fumaba sentada en la ventana del apartamento porque Sofía odiaba el olor a tabaco, y hablaban de sus vidas y de sus sueños. Pero Sofía tenía que inventar sus sueños por el bien de Daisy. No podría nunca revelar a nadie la verdad que encerraba su pasado.

En Maggie's Sofía barría el suelo, maravillándose a veces de la gran gama de colores de pelo que a menudo tenía que limpiar. A Antón le fascinaban los tintes. Teñir era su trabajo favorito.

– Están todos los colores del arco iris, nenita. Hay mucho donde elegir -decía. Tenía una clienta, Rosie Moffat, que iba literalmente cada quince días para cambiarse el color del tinte-. Ya los ha probado todos. Voy a tener que empezar de nuevo por el principio o hacerle mechas. Qué dilema -se quejaba.

Sofía también lavaba cabezas. Al principio esa parte del trabajo no le gustaba demasiado porque le destrozaba las uñas, pero pasado un tiempo se terminó acostumbrando. Además le daban buenas propinas, sobre todo los hombres.

– No habla mucho de ella, ¿no crees, Antón? -dijo Maggie, que estaba tumbada en el sofá limándose las garras.

– Pero es una chiquilla adorable.

– Adorable, sí.

– Y muy trabajadora. Aunque me gustaría que alegrara un poco la cara. Está siempre muy triste -dijo Antón, sirviéndose una copa de vino. Eran las seis y media, hora de tomarse una copita.

– Se ríe con tus chistes, ¿verdad, querido?

– Ya lo creo. Pero, aun así, lleva encima esa tristeza como si estuviera penando por algo. Tragedia en movimiento, cariño.

– Querido, tú siempre tan poético. No pensarás dejarme para dedicarte a la poesía, ¿verdad? -Maggie se echó a reír y encendió un cigarrillo.

– Yo soy poesía, nenita. De todos modos no quiero dejar en el paro a todos esos maravillosos poetas -añadió trayéndole un cenicero. Maggie dio una calada al cigarrillo y al instante relajó los hombros.

– ¿Tienes alguna idea de por qué vino a Londres?

– Nunca habla de eso. De hecho, Maggie, no sabemos nada de ella, ¿verdad?

– Me muero de curiosidad, cariño.

– Ooh, y yo. Hay que darle tiempo. Estoy seguro de que esconde una fascinante historia.

A medida que se acercaba la Navidad y las calles de Londres brillaban y resplandecían con los adornos navideños y los abetos, Sofía no podía evitar preguntarse si los suyos la echaban de menos. Los imaginó preparándose para las fiestas. Imaginó el calor, las llanuras secas y aquellos frondosos eucaliptos hasta que casi fue capaz de oler los. Se preguntó si Santi pensaba alguna vez en ella. ¿O quizá la había olvidado? María había dejado de escribirle después de aquella dolorosa carta que le había enviado en primavera. Habían sido amigas, muy amigas. ¿Tan fácil era olvidar? ¿La habían olvidado? Cuando pensaba en su casa se sentía rota por dentro.

Daisy volvió a casa de su madre por Navidad. Llamó para decir que había tanta nieve que no podían salir de casa, así que su madre se había dedicado a hacerles la manicura y la pedicura a todos.

– Espero que esto dure unas cuantas semanas, puede que Bernard nos construya una casa nueva.

Sofía se había puesto triste cuando la vio irse. No tenía familia a la que visitar y sentía terriblemente la ausencia de sus amigos.

Pasó la Nochebuena con Antón y con Marcello en la casa rosa que Maggie tenía en Fulham.

– Adoro el color rosa -soltó Maggie efusiva, mostrando sus pantuflas rosas a Sofía cuando le enseñaba la casa.

– Nunca lo habría dicho -se rió Sofía, aunque por dentro se sentía como muerta. Se dio cuenta de que hasta la tapa del retrete era de color violeta. Abrieron botellas de champán, Antón empezó a bailar por la sala vestido con unos shorts estampados en piel de cebra y con oropeles en la cabeza como si fuera un emperador romano, mientras Marceño se tumbaba en el sofá a fumarse un porro. Maggie había pasado el día cocinando con Sofía, que no tenía nada más que hacer aparte de echar de menos su casa. Todos habían llevado pequeños regalos para los demás. Maggie le regaló una cajita de esmaltes de uñas que Sofía jamás usaría, y Antón le regaló un neceser verde en el que iban incluidos un espejo y una pequeña bolsa para el maquillaje. Sofía pensó en lo pobre que era. Había pertenecido a una de las familias más ricas de Argentina y ahora no tenía nada.

Después de la cena y de haber bebido demasiado vino se sentaron delante del fuego, viendo cómo las llamas lamían las paredes de la chimenea, transformándolas de rosas a naranjas. Maggie miró a Antón, que asintió, cómplice. Se sentó en el suelo y rodeó a Sofía con su brazo densamente perfumado.

– ¿Qué tienes, niña? A nosotros puedes decírnoslo, somos tus amigos.

Y Sofía se lo contó, omitiendo a Santiaguito. Ese era un secreto demasiado vergonzoso para revelárselo a nadie.

– Un hombre. ¡Tenía que ser un maldito hombre! -saltó Antón enojado cuando ella hubo terminado de hablar.

– Tú también eres un hombre, querido.

– Sólo un hombre a medias, nenita -replicó él, terminándose la copa de un trago y sirviéndose otra. Marcello dormía en el sofá. Su mente flotaba en algún lugar de las colinas de la Toscana.

– Estás mejor sin él, cariño -dijo Maggie con dulzura-. Si ni siquiera fue capaz de cumplir su promesa y escribirte, es mejor que te hayas librado de él.

– Pero le amo tanto que me duele, Maggie -sollozó.

– Le olvidarás. Todos lo hacemos, ¿verdad, Antón?

– Así es.

– Encontrarás a algún inglés encantador -dijo Maggie intentando animarla.

– O italiano.

– Yo que tú me mantendría apartada de ésos, querida. Sí, un buen inglés.

♦ ♦ ♦

Al día siguiente Sofía se despertó con dolor de cabeza y un deseo casi incontrolable de ver a su hijo. Se acurrucó hasta quedar hecha una bola y lloró en el pequeño cobertor de muselina hasta que sintió que la cabeza iba a partírsele como un melón. Recordó la carita de Santiaguito, aquellos ojos azules, claros e inocentes, que habían confiado en ella. Le había traicionado. ¿Cómo podía haber sido tan cruel? ¿En qué estaba pensando? ¿Cómo podía Dominique haberla dejado deshacerse de su precioso bebé, la vida que había crecido en sus entrañas? Se llevó las manos a la barriga y lloró la pérdida de su hijo. De pronto la aterró la idea de no volverlo a ver. Lloraba tanto que el dolor que le agarrotaba la garganta se volvió insoportable. Por fin, llevó el teléfono a la cama y llamó a Suiza.

Oui?

A Sofía el corazón le dio un vuelco cuando oyó la voz gruñona del ama de llaves contestar al teléfono.

Madame Isbert, soy Sofía Solanas. Llamo desde Londres. ¿Podría hablar con Dominique, por favor? -preguntó esperanzada.

– Lo siento, mademoiselle, pero monsieur y madame La Rivière estarán fuera del país durante diez días.

– ¿Diez días? -preguntó sorprendida. No le habían dicho que pensaran ir a ninguna parte.

Oui, diez días -replicó madame Isbert sin disimular su impaciencia.

– ¿Adónde han ido?

– No me lo han dicho.

– ¿No se lo han dicho?

– No, mademoiselle.

– ¿Y no han dejado ningún número de teléfono?

– No.

– ¿Ni siquiera un teléfono de contacto?

Mademoiselle Sofía -dijo la mujer visiblemente irritada-, no han dicho adónde iban, no han dejado ningún número de teléfono ni ninguna dirección. Han dicho que estarían fuera diez días y eso es todo. Lo siento, no puedo ayudarla.

– Yo también lo siento -sollozó Sofía y colgó. Demasiado tarde. Era demasiado tarde.

Sofía volvió a acurrucarse hasta hacerse una bola y se envolvió en sus propios brazos. Pegó la cara al pequeño cobertor de muselina, y al hacerlo se acordó que la última vez que se había sentido así de infeliz había sido cuando el abuelo O'Dwyer había muerto a su lado. No volvería a ver a Santiaguito. Tampoco volvería a ver a su querido abuelo. Era como si Santiaguito hubiera muerto. Jamás podría perdonarse por ello.

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