Martes, 11 de noviembre de 1997
A la mañana siguiente, después de pasar un rato con María, Sofía fue a visitar la tumba del abuelo O'Dwyer. Puso unas flores junto a la lápida, que estaba llena de moho y de humedad. No creía que nadie fuera a menudo por allí, ya que al parecer la tumba llevaba años desatendida. Pasó la mano por la inscripción de la lápida y pensó en lo poco que le quedaba en Santa Catalina. Casi podía oír la voz de su abuelo hablándole desde su tumba, diciéndole que la vida era sólo un campo de entrenamiento y que no pretendía ser fácil. Estaba diseñada para instruir. Sin duda era una dura escuela.
Cuando iba ya a marcharse, la fantasmagórica figura de su madre apareció de detrás de los árboles. Llevaba unos pantalones blancos anchos y una camisa blanca de verano. Se había dejado el pelo suelto, que le caía sobre los hombros en rizos fláccidos de color rojo oscuro. Había envejecido.
– ¿Vienes alguna vez a hablar con el abuelo? -le preguntó Sofía en inglés cuando su madre se le acercó. Anna caminó hacia ella con las manos en los bolsillos y se quedó a la sombra del viejo eucalipto que protegía la tumba de las inclemencias del tiempo.
– En realidad no. Dejé de venir hace tiempo -dijo, y sonrió tristemente-. Supongo que vas a decirme que debería cuidar su tumba.
– No -respondió Sofía-. Al abuelo le gustaban las cosas naturales y salvajes, ¿verdad?
– Le gustarán tus flores -dijo, agachándose con dificultad para cogerlas y olerías.
– No, no creo que le gusten -se rió Sofía. ¡Ni siquiera las verá!
– No sé. Estaba lleno de sorpresas -dijo Anna, pegando la nariz a las flores antes de volver a ponerlas junto a la lápida-. Aunque nunca le gustaron mucho las flores -añadió, recordando que solía cortarles la cabeza con la podadera.
– ¿Le echas de menos? -preguntó Sofía con cautela.
– Sí. Le echo de menos.
Anna suspiró y tomó aliento. Miró a su hija y se detuvo por un instante, como intentando encontrar la mejor manera de decir algo. Se quedó con las manos en los bolsillos y con los hombros un poco encogidos, como si tuviera frío.
– Me arrepiento de muchas cosas, Sofía -dijo dubitativa-. Una de ellas es haber perdido a mi familia.
– Pero el abuelo vivió aquí.
– No, no me refiero a entonces. Me refiero a… -se puso las manos en la cintura y meneó la cabeza-. No, me arrepiento de haber huido de ellos.
A Sofía le pareció que a su madre le costaba mirarla a los ojos.
– ¿Huiste de ellos? -preguntó con sorpresa. Nunca había pensado en el matrimonio de su madre en esos términos-. ¿Por qué?
– Supongo que porque quería una vida mejor que la que me habían dado. Era egoísta y muy malcriada. Pensaba que merecía algo mejor. ¿Sabes?, lo curioso de hacernos viejos es que creemos que, con el tiempo, el dolor desaparecerá, pero el tiempo no tiene nada que ver con eso. En este momento me siento igual que hace cuarenta años. Lo único que ha cambiado es mi aspecto.
– ¿Cuándo empezaste a arrepentirte?
– Muy poco después de que tú nacieras mis padres vinieron a visitarme.
– Sí, recuerdo que me lo habías dicho.
– Bien, fue entonces cuando me di cuenta de que, si no pasas tiempo con la gente, terminas alejándote de ellos. Yo me había alejado de mi familia. Creo que mis padres nunca lo superaron. Entonces me di cuenta de que tú estabas cometiendo mis mismos errores. Intenté detenerte por todos los medios. Ahí estabas tú, huyendo de tu familia. ¡Y yo que pensaba que eras igual que tu padre!
– Oh, mamá, no pretendía estar fuera tanto tiempo -protestó Sofía con lágrimas en los ojos. ¿Cómo podía explicarle lo que había ocurrido? ¿Cómo contarle lo que sentía? ¿Cómo hacerla entender?
– Lo sé, hija. Es ese maldito orgullo tuyo… y mío.
– Supongo que las dos somos igual de malas, ¿no?
– Siento haber sido tan dura contigo.
– Mamá, no tienes por qué decirlo -la interrumpió Sofía, incómoda ante la sincera confesión de su madre-. No estás en el confesionario.
– No, déjame, quiero hacerlo. Tú y yo no nos entendemos, pero esa no es razón para que no seamos amigas. Sentémonos, ¿te parece? -sugirió.
Sofía se sentó sobre la hierba seca frente a su madre y pensó en lo apropiado que era que el abuelo O'Dwyer estuviera presente en la conversación.
– Cuando me casé con tu padre pensé que sería fácil empezar una nueva vida en un país hermoso con el hombre al que amaba. Pero me equivoqué. Las cosas no son nunca tan fáciles, y supongo que yo era mi peor enemiga. Ahora me doy cuenta. Supongo que a medida que nos hacemos viejos vamos adquiriendo sabiduría, la sabiduría que da el conocernos mejor. Eso es algo que me enseñó mi padre. Tenía razón en muchas cosas, pero nunca le presté demasiada atención. Ojalá lo hubiera hecho.
Anna se calló un instante y meneó la cabeza. Había decidido que iba a congraciarse con su hija. No podía echarse atrás. Volvió a tomar aliento y se pasó por detrás de la oreja el mechón de pelo que le había caído sobre los ojos.
– Oh, Sofía, no espero que lo entiendas. Ni siquiera somos capaces de entender nuestros propios sentimientos, o de dónde vienen, para intentar entender los de los demás. Pero nunca sentí que ésta fuera mi casa. Nunca. Lo intenté, pero simplemente no estaba hecha para esta vida de caballos y de temperamentos latinos. Encontré que aquí la sociedad era tremendamente implacable y, por mucho que intenté adaptarme a ella, nunca pude conseguirlo. No quería admitir que echaba de menos las verdes colinas de Glengariff, la cara malhumorada de mi tía Dorothy y mi dulce madre a la que… sí, a la que abandoné.
A Anna se le quebró la voz, pero siguió adelante. Tenía la mirada clavada en algún punto de la distancia y Sofía tuvo la sensación de que aquel monólogo iba más dirigido a sí misma que a su hija.
– Espero que mamá me haya perdonado -añadió en voz baja, alzando la vista al cielo.
Sofía la miraba con los ojos como platos, temerosa de que si los cerraba, la magia del momento se rompería. Nunca había oído hablar así a su madre. Si se hubiera abierto así con ella cuando Sofía estaba creciendo, quizá sí hubieran podido ser amigas. Entonces Anna se sorprendió incluso a sí misma.
– Te tenía envidia, Sofía -admitió. No podía ser más honesta. A Sofía se le hizo un nudo en la garganta.
– ¿Envidia?
– Porque hacías que todo pareciera muy fácil. Deseaba cortarte las alas e impedirte que volaras porque yo no podía hacerlo -dijo con voz ronca.
– Pero, mamá, me portaba tan mal porque quería que me prestaras atención. Sólo tenías ojos para mis hermanos -dijo Sofía, aunque su voz fue casi un sollozo.
– Lo sé. No podía acercarme a ti. Lo intenté.
– Deseaba tanto que fueras mi amiga. A menudo veía a María con Chiquita y me preguntaba por qué no podíamos ser nosotras así. Pero nunca nos acercamos. Cuando me fui a vivir a Londres quería herirte. Sabía que, si no volvía a casa, papá y tú se pondrían muy tristes. Quería que me echaras de menos, que te dieras cuenta del amor que sentías por mí.
A Sofía se le quebró la voz cuando pronunció la palabra «amor». No pudo continuar.
– Sofía, ven aquí. Deja que te diga lo mucho que te quiero y cuánto lamento el pasado y que me doy cuenta de que quizás esta sea mi última oportunidad para decírtelo.
Sofía se acercó tímidamente hasta donde su madre estaba sentada y, colocándose junto a ella, dejó que Anna la rodeara con el brazo y pegara su cara a la suya. Sintió las lágrimas de su madre en la mejilla.
– Te quiero, Sofía. Eres mi hija -dijo, riendo con tristeza-. ¿Cómo podría no quererte?
– Yo también te quiero, mamá -sollozó Sofía.
– Ya sabes que la enseñanza fundamental de la religión cristiana es el perdón. Tú y yo debemos aprender a perdonar.
– Lo intentaré -respondió Sofía-. Y también debes intentar perdonar a papá.
– ¿A Paco?
– A papá -repitió.
Anna la abrazó con más fuerza y suspiró.
– Tienes razón, Sofía. También intentaré perdonarle a él.
Más tarde, ese mismo día, Sofía salió a montar con Santi y Fernando. Pensaba en lo que le había dicho su madre. Recorriendo Santa Catalina con la mirada creyó poder empezar a comprender la sensación de aislamiento de Anna. Estaba empezando a darse cuenta de que tampoco su sitio estaba allí. Qué irónico que la envidia que su madre le tenía por el lugar que ocupaba en Santa Catalina hubiera sido la razón de sus problemas. En ese momento, la sensación de aislamiento que embargaba a Sofía era precisamente lo que las había unido.
Sofía tenía que fingir absoluta pasividad cuando Santi daba órdenes a Javier. Para él, Javier era como Pablo: un criado, nada más. Era amable pero firme con él, al igual que el resto de la familia. Fernando era un poco más gruñón, como su padre. Era su forma de ser. ¿Cómo podían saber que Javier llevaba su sangre? Sofía le sonrió cuando le ensilló el poni, lo llevó hasta ella para que montara y le devolvió la sonrisa. Pero su sonrisa no expresaba más afecto que el que sentía por cualquier otro miembro de la familia, probablemente incluso menos, ya que apenas la conocía. Javier no veía en ella el color de su pelo, ni en Santi su sonrisa o su forma de andar. No existía ningún lazo subconsciente que uniera a los tres. Sofía había soñado con que quizá la naturaleza permitiría a Javier darse cuenta de dónde venía, pero ese sueño no había sido más que una romántica fantasía. En realidad, conforme se había hecho mayor, cada vez se parecía más a Soledad y a Antonio. Sofía se preguntaba si su aspecto sería diferente de haber crecido con ella y con Santi. Nunca lo sabría.
– ¿Qué has hecho hoy? -le preguntó María más tarde cuando estuvieron a solas en la terraza después de la cena.
María tenía mejor aspecto y había podido comer en la mesa con ellos bajo las estrellas. La humedad del aire era casi insoportable. Presentían la tormenta que ya se acercaba por el horizonte.
– He ido a visitar la tumba del abuelo -respondió Sofía. María le sonrió. De repente Sofía lamentó haberle recordado la muerte-. ¿Cómo te sientes? -añadió, cambiando de tema.
– Mejor. Por primera vez no me siento enferma. Vuelvo a encontrarme bien. Puede que tu vela y la de Santi funcionaran -dijo, refiriéndose a su visita a la iglesia el día anterior.
– Eso sería fantástico. Rezamos mucho -respondió Sofía esperanzada. Se quedaron un rato en silencio. Sofía se daba cuenta de que los demás las habían dejado solas para que hablaran. Les agradecía que le hubieran dado ese momento de intimidad con su amiga.
– Sofía, ¿qué piensas hacer? -le preguntó María con sumo cuidado.
– ¿A qué te refieres? -dijo, haciéndose la inocente. Pero María podía leerle el pensamiento igual que Santi.
– Ya lo sabes. Al final tendrás que volver a casa.
Sofía tragó con esfuerzo.
– Ya lo sé. Pero ahora no puedo pensar en eso.
– Tendrás que hacerlo. Tienes un marido y dos hijas. ¿Acaso no los quieres?
– Claro que los quiero. Los quiero muchísimo. Simplemente están demasiado lejos.
– Santi también tiene hijos y una mujer a la que quiere.
– No como a mí -insistió Sofía, poniéndose a la defensiva.
– Pero a ti no puede tenerte. ¿Es que no lo ves? Es imposible.
Sofía sabía que María tenía razón, pero no quería enfrentarse a la verdad. Todo era perfecto. Eran felices juntos. No podía imaginar que fuera a terminar.
María le cogió la mano y la apretó con firmeza.
– Sofía -continuó-, ahora todo está bien. Están viviendo un sueño, pero ¿qué harán cuando yo ya no esté? Santi tendrá que volver a Buenos Aires, tiene que atender sus negocios. Cuando todo vuelva a la normalidad, ¿qué será de ti? ¿Qué es lo que quieren? ¿Huir juntos? ¿Abandonar a sus familias?
– ¡No! ¡Sí! No lo sé -respondió Sofía totalmente confundida.
– Sofía. Estoy de acuerdo en que ustedes dos tienen derecho a estar juntos, pero ya es demasiado tarde. Adoro a mi hermano. Daría lo que fuera por que ambos fueran felices, pero no pueden destrozar la vida de los que los rodean. No podrían volver a mirarse al espejo. No podrían respetar a alguien que ha sido capaz de abandonar así a sus hijos. ¿De verdad puedes construir tu felicidad sobre la infelicidad de los demás?
– Le amo, María. Es lo único que me importa. Me despierto pensando en él y cuando duermo sólo sueño con él. Respiro el aire que él respira. Tengo que estar con él. No quiero vivir sin él. Sufrí demasiado cuando me separé de él. No puedo volver a pasar por eso.
– Haz lo que quieras -le dijo María cariñosamente-. Pero piensa en lo que te he dicho.
Sofía abrazó a su amiga, tan frágil y tan valiente al mismo tiempo. Sentía un gran amor por ella. Cuando se despidieron, las primeras gotas de lluvia empezaban a caer del cielo.