Sofía estaba asustada. El miedo que la invadía no tenía nada que ver con el hecho de dar a luz. Tampoco temía que su hijo pudiera estar en peligro. Estaba segura de que todo iba a salir bien. Sabía que a su pequeña se le había terminado la paciencia y que ya no podía esperar más, y no la culpaba por ello. Lo mismo le ocurría a ella. Lo que le daba miedo era que el bebé fuera niño.
– ¿Dónde está Dominique? -preguntó nerviosa cuando la llevaban en la silla de ruedas hacia el quirófano.
– Está esperando abajo -respondió David tembloroso.
– Tengo miedo -balbuceó.
– Cariño…
– No quiero un niño -dijo con lágrimas en los ojos. David apretó su mano entre las suyas-. Si es niño, ¿qué pasará si es igual a Santiaguito? No creo que pueda soportarlo.
– Todo saldrá bien, te lo prometo -dijo David tranquilizador, intentando parecer fuerte. Nunca había estado tan nervioso. Tenía el estómago destrozado. Sofía parecía estar sufriendo mucho y él no podía hacer nada por ayudarla. No sabía qué decir. Además, tampoco él se encontraba demasiado bien. Intentó combatir las náuseas concentrándose en la labor de tranquilizar a su esposa, pero Sofía seguía aterrada. Veía la carita de Santiaguito mirándola celoso. ¿Cómo podía querer a otro niño? Quizá lo de quedarse embarazada no había sido tan buena idea después de todo.
– Tengo miedo, David -dijo de nuevo. Tenía la boca seca, necesitaba beber algo.
– No se preocupe, señora Harrison. Las primerizas siempre se asustan un poco. Es natural -dijo con amabilidad la enfermera.
¡No soy una primeriza!, gritó Sofía para sus adentros. Pero antes de que pudiera seguir pensando en Santiaguito empezó a empujar y a chillar y a apretar la mano de David hasta que él no pudo reprimir una mueca de dolor y tuvo que arrancarse de la mano las uñas de Sofía. Para sorpresa suya, el bebé salió con suma facilidad a la luz de las lámparas del quirófano con la velocidad y la eficiencia de alguien ansioso por salir del lugar del que procede y alcanzar de una vez su destino. La llegada del bebé fue recibida con una palmada seca a la que siguió un chillido agudo en cuanto inhaló por primera vez una bocanada de aire.
– Señora Harrison, ha tenido una niña preciosa -dijo el doctor, entregando el bebé a la enfermera.
– ¿Una niña? -suspiró Sofía con voz débil-. Una niña. Gracias a Dios.
– ¡Qué rápido! -dijo David con gran efusividad, intentando ocultar la emoción que le ahogaba la garganta como si acabara de tragarse una enorme bola de algodón-. ¡Qué rápido!
La enfermera dejó al bebé, ahora envuelto en un pequeño cobertor de muselina, junto al pecho de su madre para que Sofía pudiera tenerlo en sus brazos y mirarle la carita enrojecida. Acostumbrada como estaba a ver a padres totalmente embargados por la emoción, hizo gala de todo su tacto al girarse para que el padre de la criatura dirigiera a su esposa unas palabras llenas de orgullo.
– Una niña -suspiró David, mirando dentro del cobertor blanco-. Es el vivo retrato de su madre.
– En serio, David, si yo soy así tiro la toalla ahora mismo -bromeó ella sin fuerzas.
– Cariño, has sido muy valiente. Has hecho un milagro -susurró al tiempo que le temblaban los labios a la vista del diminuto ser humano que se retorcía en brazos de su madre.
– Un milagro -repitió Sofía, besando con ternura la frente húmeda de su nuevo bebé-. Mira qué perfecta es. Qué naricita tan diminuta. Es como si Dios se hubiera olvidado de darle una y se la hubiera pegado a la cara en el último segundo.
– ¿Qué nombre le pondremos?
– No sé. Lo que sí sé es cuál no le pondremos.
– ¿Elizabeth? -pregunto él echándose a reír.
– ¿Cómo se llamaba la madre de tu padre? -preguntó Sofía.
– Honor. ¿Y tu madre? ¿Y tu abuela?
– Honor, me gusta. Muy inglés. Honor -repitió mirando a su niña a los ojos.
– Honor Harrison… a mí también me gusta. A mi madre no. Odiaba a su suegra.
– Entonces por fin tenemos algo en común -comentó Sofía con brusquedad.
– Nunca pensé que llegaras a tener nada en común con ella.
– Honor Harrison, serás hermosa, tendrás talento y serás inteligente e ingeniosa. Tendrás lo mejor de los dos y te querremos siempre -decidió, sonriendo feliz a David-. Dile a Dominique que quiero verla. Hay aquí alguien que quiero presentarle.
Después de Dominique, los primeros en ir a verla fueron Daisy, Antón, Marcello y Maggie, que llegaron al hospital el segundo día, cargados de flores y de regalos. Antón llegó con sus tijeras para cortarle el pelo a Sofía, y Maggie apareció con su equipo de manicura para hacerle las uñas. Marcello se acurrucó en una silla y se quedó allí en silencio, mudo y guapísimo como un retrato recién pintado. Daisy se inclinó sobre la cama de Sofía para mirar enternecida a la cuna que tenía al lado.
– Somos los Reyes Magos, cariño -dijo Maggie-. Traemos regalos para el nuevo mesías. Aunque al parecer no somos los primeros -añadió señalando con la mirada los ramos de flores y los regalos que llenaban la habitación.
– Son cuatro -apuntó Sofía.
– No, Marcello no cuenta. Está de cuerpo presente, pero como si no estuviera -respondió.
– Hemos venido a mimar a mamá -declaró Antón mientras le cepillaba el pelo-. No sé lo que es dar a luz, nenita, pero una vez vi un documental en la tele y de poco me desmayo.
– Antón, no sé de qué te preocupas, eso es algo por lo que nunca tendrás que pasar -dijo Sofía alegremente mientras veía cómo oscuros mechones de pelo caían a su alrededor como plumas.
– A Dios gracias. ¿Os imagináis qué griterío y, sobre todo, qué escándalo? -bromeó Maggie cogiendo un bote de esmalte de uñas violeta-. Si los hombres tuvieran hijos, incluso los medio-hombres como Antón, no podríamos soportar los quejidos ni los chillidos. Esperemos que la ciencia nunca llegue tan lejos, o al menos que yo no lo vea.
– Violeta no, Maggie. ¿Por qué no pruebas con un rosa pálido? -dijo Sofía.
– ¿Natural? -se revolvió Maggie, visiblemente horrorizada.
– Sí, por favor. Ahora soy madre -respondió Sofía con orgullo.
– Eso de ser madre no te durará mucho, ya lo verás. Cuando hayas tenido que soportar todos esos lloros y esos chillidos durante unas semanas, querrás volver a metértela dentro. Lo sé porque Lucien me volvía loca. Casi la meto en el horno con el asado del domingo. Créeme, dentro de nada estarás deseando volver a ser independiente, cariño. En cuanto quieras volver a las uñas violetas y al pelo verde, Antón y yo estaremos preparados, ¿verdad, Antón?
– Desde luego, Maggie. Hoy en día la gente es tan aburrida. Lo único que quieren son reflejos. ¡Reflejos! ¿Qué tienen de especial los reflejos?
– Bueno, ¿cómo estás, cariño? Dolorida, supongo. Me sorprende que puedas sentarte -dijo Maggie con una mueca de compasión-. Hace veinte años que tuve a Lucien y todavía no me he recuperado del todo. Eso es lo triste del asunto. Viv me adoraba por mi cuerpo hasta que tuve a Lucien. Entonces empezó a buscar a alguien que tuviera los lugares adecuados más firmes y tersos. Dicen que eres como un elástico que vuelve a su estado original. No sé, a mí eso no me pasó. Mi cuerpo no tiene nada de elástico. Antes podía tocarme los pies con la punta de los dedos, ahora ni siquiera puedo verlos. No sabría decirte dónde están. Es culpa del embarazo. Sí, Eva tiene la culpa. Si hubiera sido ese cobarde de Adán quien hubiera comido la manzana del árbol de Dios, ahora no estaríamos gordas y blandengues, ¿no?
– Habla por ti, Maggie. Sofía está perfecta -dijo Daisy, mirando a su amiga con una amplia sonrisa en los labios-. ¿Cómo estás? ¿Es tan terrible como dice Maggie?
– Maggie siempre exagera -dijo Sofía, sonriendo a Maggie-. En realidad, el parto fue muy fácil. A David le ha quedado la mano un poco destrozada, pero aparte de eso está feliz y se siente orgullosísimo. Yo también.
– ¿Dónde está ese encanto de marido tuyo? -dijo Antón con la voz pastosa-. Siempre he sentido una especial predilección por los hombres casados. -Miró a Marcello, que no se había movido desde que había entrado.
– Vendrá más tarde. Pobrecito, está destrozado -respondió Sofía.
– Es un cielo -intervino Daisy, volviendo a mirar dentro de la cuna-. La niña es como un ratoncito.
– Querida, no deberías hablar así del bebé. Las madres siempre piensan que sus bebés son preciosos -la reprendió Maggie-. Yo pensaba que Lucien era preciosa hasta que creció.
– Si vas a compararla con un animal, intenta ser un poco más imaginativa, nenita. Los ratones son de lo más vulgar -dijo Antón, retirándose un poco para admirar su trabajo.
En ese preciso instante se abrió la puerta, dando paso a Elizabeth Harrison. Sus ojos hundidos recorrieron la habitación, buscando a Sofía entre los presentes, mientras su escuálido cuello se bamboleaba como el de un pavo bajo su prominente barbilla.
– ¿Es esta la habitación de la señora Harrison? -ladró-. ¿Quién es toda esta gente?
Sofía miró a Maggie, que estaba soplándole las uñas para secarlas.
– Es la bruja mala del Norte -susurró.
Maggie levantó la mirada.
– ¿Estás segura? Parece más uno de los amigos de Antón disfrazado de drag-queen.
– He venido a ver a mi nieta -dijo la mujer sin saludar a su nuera. Cruzó la habitación visiblemente enojada-. Esto es un hospital, no una asquerosa peluquería -soltó con una mueca de desaprobación.
– Pues a ti no te vendría mal un corte de pelo, bonita -dijo Antón, hundiendo las mejillas cuando ella pasó junto a él-. Llevas un look muy passé. No te ayuda a disimular la edad.
– Madre de Dios, ¿quién eres tú? -preguntó ella retrocediendo-. ¿Quién es esta gente?
– Son mis amigos, Elizabeth. Antón, Daisy, Maggie y… bueno, mejor que dejemos a Marcello en paz, no le gusta que le digan nada, sólo quiere que le admiren -dijo, riéndose por lo bajo-. Esta es mi suegra, Elizabeth Harrison.
Elizabeth pasó junto a Marcello, dejando el mayor espacio posible entre ella y la silla en la que él estaba sentado, tarea harto difícil en una habitación de esas dimensiones. Se inclinó sobre la cuna.
– ¿Qué es?
– Es niña -respondió Sofía, acercando la cuna hacia ella con ademán protector. No quería que su suegra se acercara demasiado al bebé, podía traerle mala suerte a la pequeña.
– ¿Nombre?
– Honor -respondió Sofía, sonriente y llena de júbilo.
– ¿Honor? -repitió Elizabeth visiblemente disgustada-. Qué nombre tan horrible. Honor.
– Es un nombre precioso. La hemos llamado así en honor de la abuela de David, su suegra. Me ha dicho que la quería mucho.
– Honor es nombre de actriz o de cantante, ¿no crees, Antón? -dijo Maggie con malicia.
– Sin duda, Maggie, nombre de artista -añadió Antón para redondear la faena.
– ¿Dónde está David? -exigió saber la señora Harrison.
– Ha salido -replicó Sofía con frialdad. Probablemente sabía que vendrías, vieja bruja, pensó.
– Bueno, dile que he venido -dijo antes de posar sus ojos saltones sobre Sofía. Se quedó pensando unos segundos antes de hablar.
– David es mi único hijo -dijo con su voz profunda, carraspeando a causa de una mucosidad que se le había quedado trabada en los pulmones-, y esta niña es mi única nieta. Hubiera preferido que se casara con alguien de su clase y de su país. Ariella era perfecta, pero David fue incapaz de darse cuenta, el muy idiota…, igual que su padre. Pero tú le has dado un hijo. Habría preferido un niño, pero el próximo será un niño, un niño que conservará el apellido de la familia. No me gustas, y aún me gustan menos tus amigos, pero le has dado un hijo a David, así que al menos tienes algo a tu favor. Dile a David que he venido -repitió antes de salir de la habitación. Segundos después, cuando ya todos estaban a punto empezar a comentar su visita, la puerta se abrió de golpe y Elizabeth apareció de nuevo.
– ¡Huy, ha olvidado la escoba! -dijo Antón.
– O quizá haya olvidado echarnos un maleficio -añadió Sofía.
– Dile también a David que no pienso llamar Honor a la niña. Tendrá que pensar en otro nombre.
Acto seguido la puerta se cerró tras ella.
– Qué mujer tan agradable -dijo Daisy sarcástica.
– Qué podría hacer yo con ese pelo -murmuró Antón.
– Yo que tú no me preocuparía -dijo Maggie-. No tardará mucho en morirse.
En ese momento, para sorpresa de todos, Marcello se movió.
– ¡Porca miseria! -dijo sin alterarse-. Hace años que está muerta.
Cuando horas más tarde David entró en la habitación, Sofía estaba dando de mamar al bebé. Él se quedó mirándola a los pies de la cama. Se sonrieron con absoluta complicidad. No había palabras que pudieran expresar la profunda reverencia que David sentía ante el poder de la naturaleza, y no quería decir nada que pudiera estropear el momento y quitarle la magia a la escena que tenía ante sus ojos. Así que siguió allí, con una irreprimible expresión de ternura en la cara, casi de melancolía, observando el lazo misterioso que unía a madre e hija. Sofía miraba la carita de su bebé, disfrutando de cada uno de sus movimientos, maravillada ante la exquisita perfección de sus rasgos.
Cuando Honor hubo terminado de mamar, Sofía la arropó y volvió a ponerla con cuidado en la cuna para que durmiera.
– No sabes lo que me cuesta separarme de ella -murmuró, pasando el dedo por la cabeza aterciopelada de la pequeña.
– Tengo noticias sorprendentes -dijo David, sentándose en la cama junto a ella y besándola.
– Yo también -dijo Sofía-. Pero tú primero.
– Bien. No vas a creer lo que voy a contarte. Zaza ha dejado a Tony y se ha ido a Provenza con Ariella.
– Tenías razón. No me lo puedo creer -balbuceó Sofía, atónita-. ¿Sabes?, oí discutir a Zaza y a Tony en su habitación el fin de semana pasado, pero no llegué a entender lo que decían. Ahora lo entiendo todo. ¿Estás seguro?
– Tony acaba de llamarme para contármelo.
– ¿Qué te ha dicho?
– Que se han ido juntas. Dice que Zaza estará de vuelta antes de un mes, cuando Ariella haya encontrado algo nuevo con lo que divertirse.
– ¿Estaba enfadado?
– No, más bien irritado. Dice que Angela está destrozada y furiosa porque su madre se le ha adelantado. Ha reconocido que en realidad no está enamorada de Mandy, sino de un chico llamado Charlie. Por el contrario, Nick parece habérselo tomado bien.
– No me sorprende demasiado -dijo Sofía.
– En fin, Tony dice que no le importa que Zaza se haya ido con Ariella para vivir una experiencia. Estará ahí para darle su apoyo cuando todo salga mal, lo que parece inevitable. Ariella sólo está jugando con ella para divertirse un poco. Es como un gato blanco y perverso jugando con un apetitoso ratón. Tiene que estar pasándolo en grande. Nunca le gustó demasiado Zaza.
– ¿Crees que darán señales de vida? -preguntó Sofía, deseosa de saber más del asunto.
– Por supuesto. Quieren felicitarte. Bueno, ahora cuéntame tú -dijo David, cogiéndole la mano y empezando a acariciarla.
– La suegra endemoniada ha venido esta mañana -dijo.
– Oh -respondió David con cautela.
– Y adivina quién estaba aquí en ese momento -preguntó Sofía con una maliciosa sonrisa en los labios.
– No sé… ¿quién?
– Antón, Maggie, Marcello y Daisy.
– ¡Oh, Dios! -suspiró-. Debe de haberse quedado horrorizada.
– Ya lo creo. Dice que no le gusta el nombre de Honor, así que tendrás que pensar en otro, como si yo no tuviera ni voz ni voto.
– Según ella, así es.
– Creo que la hemos asustado.
– No te preocupes, déjamela a mí -dijo David, resignándose a tener que llamar a su madre para volver a lidiar otra trivial batalla en su guerra particular, esa guerra estúpida provocada por la incapacidad de Elizabeth de controlarle, y alimentada por la creciente amargura que la carcomía como un insaciable fantasma. Era una guerra que sólo acabaría con su muerte. Se imaginó a su pobre padre en el cielo, temblando al pensar que en algún momento ella subiría hecha una furia a reunirse con él, como una nube negra y malhumorada.
Sonó el teléfono.
– ¡Zaza! -exclamó Sofía entusiasmada. David arqueó una ceja.
– Querida. ¡Bien hecho! Una niña, según he oído. Qué nombre tan bonito. Debes de estar encantada -concluyó Zaza, animadísima.
– Sí, la verdad. Estamos muy contentos. ¿Cómo estás tú? -preguntó impaciente, más interesada en oír las noticias de Zaza que en las propias. Ya estaba empezando a aburrirse de tanto repetir la historia del nacimiento de Honor cada vez que llamaba algún amigo.
– Estoy en Francia.
– ¿Con Ariella? -preguntó Sofía.
– Sí. Supongo que Tony ya se lo ha soltado a David. Qué típico. Lo debe de saber todo Londres -suspiró melodramática.
– No, no creo. David es muy discreto -insistió Sofía, guiñándole un ojo a su marido.
– Oh -dijo Zaza. Por su voz parecía decepcionada-. Bueno, Ariella está aquí y quiere hablar contigo. Lo estamos pasando de maravilla -añadió con efusividad-. Pienso en ti y en tu bebé. Dale un abrazo a David de mi parte. No puedo hablar con él ahora, tengo a Ariella a mi lado -y añadió, bajando la voz-: Tú ya me entiendes.
– Sí, se lo daré. Pásame a Ariella -dijo Sofía, y oyó a Zaza llamándola a gritos-: ¡Ariellaaaa!
– Felicidades, Sofía -dijo Ariella con voz calmada.
– ¿Qué está pasando, Ariella? -preguntó Sofía poniéndose seria.
– Oh, nada. Sencillamente me estoy tomando un respiro -respondió sin darle la menor importancia.
– ¿Cuándo pensáis volver?
– En cuanto haya conseguido que Alain vuelva a prestarme atención enviaré a Zaza de vuelta a casa. Imagino que entonces podrá darle a Tony un poco de vida -concluyó Ariella soltando una risilla.
– Qué mala eres -dijo Sofía, que parecía estar divirtiéndose de lo lindo.
– De mala nada. Les estoy haciendo un favor. Zaza necesita una aventura. Tony necesita a una nueva Zaza, y Zaza necesita a una nueva Zaza, créeme.
– Mejor que me ande con cuidado -dijo Sofía entre risas.
– No te preocupes, no eres mi tipo. Eres demasiado inteligente. No, no me divertiría nada contigo.
Esa noche Sofía soñó que estaba sentada en la cama del hospital hablando con Ariella y con Zaza, que intentaban convencerla para que dejara a David y se fuera con ellas a la Provenza. Sofía meneaba la cabeza, riéndose y diciendo que no, que se olvidaran del asunto, y ellas también se reían, a la vez que le decían lo bien que lo pasaría. En ese momento se abría la puerta de golpe y entraba una mujer vestida de negro. Parecía un cuervo. Estaba arrugada y encorvada y cojeaba, dando la sensación de que arrastraba un pie. Apestaba. Ariella y Zaza retrocedieron, tapándose la nariz antes de desaparecer en la nada. De pronto, la mujer se acercó a la cuna y cogió a la niña. Sofía chillaba, luchando por no soltar a Honor, intentando desesperadamente que no la separaran de ella. La mujer era tan fea y tan deforme que no parecía un ser humano. Más bien parecía un murciélago. Decía: «Prometiste entregar a tu bebé. Es demasiado tarde para cambiar de opinión». En ese momento se convirtió en Elizabeth Harrison, que la observaba con esos ojos acuosos y bulbosos que nadaban en sus cuencas como ostras.
La enfermera agitó a Sofía para despertarla. Estaba muy alterada, y sudaba y chillaba pidiendo ayuda. Cuando despertó se quedó mirando a la enfermera con ojos asustados y abiertos como platos hasta que, pasados unos segundos, se dio cuenta de que estaba despierta y no atrapada en una pesadilla.
– ¿Está usted bien, señora Harrison? Tenía una pesadilla -dijo la enfermera con una sonrisa compasiva.
– Quiero ver a mi marido -sollozó Sofía-. Quiero irme a casa ahora mismo.
Al día siguiente, David se llevó a Sofía a casa. Una vez instalada entre los seguros muros de Lowsley, Sofía olvidó la pesadilla y a la extraña bruja que había intentado robarle a su pequeña. Estaba sentada delante de la chimenea con Sam y Quid, que no paraban de menear sus gruesos rabos, charlando alegremente con Hazel, la enfermera, que acunaba a Honor mientras la pequeña dormía. David estaba trabajando en el despacho, justo en la habitación de al lado, y Sofía pensaba que era maravilloso que la vida hubiera vuelto a la normalidad. Luego pensó en Zaza y en Tony y se preguntó si para ellos la vida volvería a ser igual.