Honor trepó a la mesa del comedor. Llevaba puesto el disfraz de león que Sofía le había comprado en Hamleys y rugía con furia a su amiga Molly, que corría delante de ella, chillando aparentemente aterrada. Los demás niños que habían ido a celebrar el tercer cumpleaños de Honor estaban con Sofía en la cocina, medio escondidos entre las piernas de sus madres. Pero Honor no le tenía miedo a nada. A menudo desaparecía durante horas hasta que su angustiada madre la encontraba tumbada sobre la hierba observando con atención una oruga o una babosa que le había llamado la atención. Todo la fascinaba, especialmente la naturaleza. Tenía la seguridad de que, si tardaba mucho en aparecer, su madre o la niñera terminarían por encontrarla.
Su madre le había dicho que ese era un día muy especial. Era su cumpleaños. Sabía cantar el «Cumpleaños feliz» y a menudo lo hacía en las fiestas de cumpleaños de otros niños, pero ese día no tenía que cantarlo porque sus amiguitos iban a cantárselo a ella. Luego podría soplar las velas. Eso le encantaba. Lo hacía a menudo en los pasteles de otros niños, lo que avergonzaba muchísimo a su madre, sobre todo cuando el niño en cuestión se echaba a llorar y había que buscar las cerillas para volver a encender las velas. Aquel era un día en el que se celebraban los tres años de felicidad que la pequeña había dado a Sofía y a David, así como la excusa perfecta para que su hija disfrutara de su propia fiesta de cumpleaños con sus amigos.
El corazón de Sofía se había expandido como el universo durante los tres últimos años. El abuelo O'Dwyer siempre decía que el propósito de la vida era engendrar más y más amor. Sofía pensaba que Dermot debía de estar muy orgulloso de ella, porque en su corazón no había ya espacio para más amor. Cada día que pasaba quería más a su hija, la quería más a medida que crecía y desarrollaba su fuerte personalidad. Pasaba horas dibujando con ella, leyéndole cuentos, llevándosela con ella a caminar al campo o sentándola encima de Hedgehog, su pequeño poni, y llevándolo de las riendas de un extremo a otro del camino que llevaba a los bosques. Honor era curiosa y valiente. Se llevaba a su amigo Hoo, el pañuelo de seda azul que le había regalado su padre, a todas partes, y Hoo hacía que se sintiera segura. Si Hoo se perdía, había que registrar la casa de arriba abajo hasta que aparecía, normalmente detrás de algún sofá o debajo de un cojín, y se lo devolvían a su ansiosa amiguita, que no podía dormir sin él.
– ¡Honor! -gritó Hazel con todas sus fuerzas, que a su edad no eran muchas. Había llegado para el cumpleaños de Honor con la intención de quedarse un mes, pero había terminado quedándose después de que David y Sofía le suplicaran que cuidara de la niña a jornada completa. Ella se lo había tomado como un cumplido y había aceptado su oferta, ya que se había encariñado muchísimo con la niña y con sus padres en el escaso tiempo que llevaba con ellos.
Más tarde celebró su decisión al conocer al pícaro Freddie Rattray, el viudo que cuidaba de la granja de sementales con la ayuda de su hija Jaynie. Sofía le llamaba Rattie, pero Hazel no conseguía comportarse de manera tan informal a pesar de que todos parecían llamarle Rattie. Para Hazel él era Freddie, pero sólo después de que él le hubiera pedido encarecidamente que no le llamara señor Rattray.
– Me hace sentir viejo -le había dicho-. Freddie hace que al menos me sienta a mitad de camino. No quiero ver la otra parte de la montaña durante muchos años.
Hazel se había echado a reír con timidez, pasándose la mano húmeda por el pelo cano y brillante que llevaba recogido en un precioso moño bajo. Daba la sensación de que llevaba a Honor a ver los caballos con demasiada frecuencia, y a menudo acompañaba a Freddie cuando él llevaba a la niña a dar una vuelta a lomos de Hedgehog. Sofía, normalmente rápida a la hora de detectar un cariño como aquél, estaba demasiado ocupada vigilando a su hija para darse cuenta de las miradas tiernas y las risas coquetas que resonaban desde los establos.
– ¡Honor, es la hora del té! -gritó Hazel, entrando en la diminuta habitación y encontrando a las dos niñas correteando en círculos como si imaginaran su propio tiovivo. Cogió a Honor en el momento justo en que ésta pasaba galopando a su lado y la ayudó a quitarse el disfraz de león. Honor había pedido claramente llevar un «bonito vestido» para la fiesta. Sofía se había echado a reír ante su precoz sentido de la etiqueta.
– Venga, vamos a ver qué ha preparado mamá para el té -dijo.
– ¡Galletas de chocolate! -chilló Honor con los ojos abiertos de contento.
– ¡Galletas de chocolate! -repitió Molly, siguiéndola.
En la cocina, Sofía ayudaba a las otras madres a sentar a sus hijos. Johny Longrace lloraba porque Samuel Pettit le había pegado, y Quid ya le había lamido la carita a Amber Hopkins, algo que su madre consideró terriblemente insano. Corría de un lado a otro de la cocina, intentando encontrar un trapo limpio con que limpiar la cara de su niña.
– Honor, cariño, ven a sentarte -dijo Sofía sin perder la calma entre todo aquel caos-. Mira qué ingeniosos son esos sándwiches. Tienen forma de mariposa.
– ¿Puedo comer una galleta de chocolate, por favor? -preguntó la niña, alargando la mano para coger una.
– No hasta que no te hayas comido tu sándwich de Marmite -dijo Sofía sin poder evitar una mueca al percibir el olor a Marmite que se le había quedado pegado a los dedos.
– Sofía, ¿te importaría sacar a tu perro de aquí? Está intentando comerse el sándwich de Amber -dijo exasperada la madre de ésta. Sofía pidió a Hazel que encerrara a Quid en el estudio para que no diera problemas.
– También me puedes encerrar con él -dijo entre risas-, aquí tengo tantos problemas que casi no doy abasto.
– Sofía, Joey no ha comido azucarillos y parece que ya no quedan. Con lo que le gustan los azucarillos -dijo la madre de Joey, mientras su rostro vulgar iba arrugándose ante el temor de que su querido niño tuviera que quedarse sin. A Sofía le pareció igualita a las caras que Honor pintarrajeaba en los huevos durante el desayuno.
En ese momento se abrió la puerta de la cocina y entró Zaza. Llevaba unos pantalones de ante color crema y una chaqueta de tweed, y en sus labios se dibujó una roja mueca de contrariedad en cuanto vio la cocina llena de niños gritando a sus desquiciadas madres.
– Dios mío, ¿qué pasa aquí? -balbuceó horrorizada cuando Sofía tuvo que saltar para saludarla por encima de un niño que no paraba de berrear-. Si estos son los amigos de Honor, espero que cuando se haga mayor aprenda a elegir mejor.
Zaza había durado seis semanas en Provenza con Ariella y, más tarde, con Alain.
– En seguida me di cuenta de que sobraba -le había dicho a David-. Alain era adorable, pero un vago rematado. Apenas nos hacía caso. Sin embargo, Ariella estaba empeñada en recuperarle, y después de que hube cumplido con mi propósito, los dejé y volví a casa.
Luego Tony le dijo que había vuelto convertida en una mujer mucho más interesante y que estaba pensando en volver a enviarla el año siguiente para que tomara un curso de reciclaje. Sofía estaba contenta de que las aguas hubieran vuelto a su cauce. Le sorprendía lo mucho que había echado de menos a Zaza.
– Esta fiesta se está convirtiendo en una pesadilla -suspiró Sofía al ver a los niños llenarse de chocolate-. Uno de ellos va a vomitar en cualquier momento, estoy segura.
– Como alguno vomite encima de mis pantalones de ante le retuerzo el pescuezo -dijo Zaza dando un paso atrás.
– ¿Por qué no vas a sentarte al estudio? Estarás mucho más segura que aquí -sugirió Sofía.
– De hecho, he venido a decirte que este verano Tony quiere dar una fiesta por mi cincuenta cumpleaños -dijo Zaza con una amplia sonrisa-. No sé si celebrarlo o suicidarme. Bueno, será un almuerzo y nos encantaría que vinierais.
– Claro que iremos. Tampoco tenemos que ir demasiado lejos, ¿no es así? -apuntó Sofía echándose a reír.
– Ahora, si no te importa, me voy al estudio. Ven a buscarme cuando todo esto haya acabado, o por lo menos cuando se hayan lavado la cara y las manos.
En la fiesta, Honor tenía la cara llena de trochos de chocolate y de pastel, y el pelo cubierto de smarties, que había puesto ahí un dulcemente enamorado Hugo Berrins, que en ese preciso instante estaba tirando gelatina a los demás niños, sin tanta dulzura. Sofía puso los ojos en blanco y se apoyó en la encimera junto a Hazel.
– ¿Tú crees que Honor volverá a ser la misma después de esto? -dijo con gesto agotado. Se había dado cuenta de que últimamente se cansaba con mucha facilidad.
Hazel sonrió y se llevó las manos a sus anchas caderas de enfermera.
– Si no fuera por el monito ese -dijo, señalando a Hugo Berrins-, estaría como si acabara de salir de la bañera. La llevaré arriba una vez que se hayan ido todos y la bañaré.
– Pero lo ha pasado bien, ¿verdad?
– Le encanta ser el centro de atención. No conozco a nadie que le guste tanto que la adoren como Honor.
– Oh, querida, sé de quién lo ha heredado -se rió Sofía con ironía.
Por fin las madres arroparon a sus niños con sus gruesos abrigos y salieron a la noche de marzo, gritando a Sofía: «Te veremos el lunes en la escuela». Sofía les dijo adiós con la mano, feliz al verlas irse y decidida a hacer algo distinto para el siguiente cumpleaños de Honor.
– No me veo capaz de volver a pasar por esto el año que viene -dijo a Hazel-. Puede que organice una pequeña fiesta.
– Oh, volverá a pasar por esto, ya lo creo, señora Harrison. Siempre me sorprende la capacidad que tienen las madres para pasar por este caos año tras año. Pero los niños lo adoran, ¿no cree?
Hazel cogió de la mano a una adormilada Honor y se la llevó arriba para bañarla. Sofía le dio un beso en la naricilla, que era la única parte de la cara que no tenía cubierta de chocolate y de gelatina, antes de cruzar el vestíbulo para reunirse con Zaza.
Zaza escuchaba música junto a la chimenea. Fumaba y leía un libro sobre las estancias argentinas.
– ¿Qué es eso? -preguntó Sofía, tomando asiento a su lado.
– Es un libro titulado Estancias argentinas. Pensé que te gustaría -dijo Zaza.
– ¿Dónde lo has conseguido?
– Me lo ha dado Nick. Acaba de volver de allí. Lo ha pasado en grande jugando al polo.
– Vaya -dijo Sofía impasible.
– Qué libro tan maravilloso. ¿Tu casa era como una de éstas?
– Sí, exactamente como ésas.
– ¿Sabes?, creo que Nick estuvo jugando con un amigo tuyo -dijo Zaza-. De hecho estoy segura de que lo era porque Nick dijo que hablaron de ti. En realidad, ahora está aquí, en Inglaterra. Es jugador profesional. Dijo que te conocía.
– ¿Cómo se llama? -preguntó Sofía sin estar demasiado segura de querer saberlo.
– Roberto Lobito -respondió Zaza, entrecerrando los ojos a la espera de la reacción de Sofía. Nick había dicho que al parecer Sofía había tenido una escandalosa aventura con un chico a la que sus padres no habían dado su aprobación y que por eso se había ido de Argentina. Zaza se preguntaba quién podía haber sido aquel hombre. Sofía relajó los hombros, y Zaza tachó a Roberto Lobito de su lista de sospechosos.
– Oh, Roberto -dijo soltando una carcajada-. Siempre fue un gran jugador, incluso entonces.
– Está casado con una mujer bellísima. Van a estar aquí hasta el otoño, creo. Espero que no te importe, pero los he invitado a mi fiesta.
– Vaya -dijo Sofía. Zaza sacó el humo del cigarrillo por la nariz y luego lo abanicó con la mano para que no llegara a Sofía, que no soportaba los cigarrillos.
– Creo que no he visto nunca a una mujer tan guapa como Eva Lobito -suspiró, dando una nueva chupada al cigarrillo.
– ¿Eva Lobito?
Sofía se acordó de Eva Alarcón y se preguntó si sería la misma persona. Era la única Eva que conocía.
– Es muy rubia, rubia como un ángel. Cara alargada, piel olivácea, risa encantadora y un cuerpo fantástico: piernas largas y un acento inglés muy marcado. Sencillamente encantadora.
No había duda. Se trataba de Eva Alarcón, y Sofía iba a volver a verla, y a Roberto, después de tantos años. Sabía que el reencuentro le devolvería los recuerdos felices, y con ellos la inevitable melancolía, pero sentía una gran curiosidad, y la curiosidad podía más que la ansiedad. Deseaba que llegara la fiesta como se desea una copa, a sabiendas de que después llegarán las náuseas y el dolor de cabeza.
Sofía sentó a Honor sobre sus rodillas, la rodeó con los brazos y la abrazó, como solía hacer todas las noches antes de acostarla. Luego besó su piel pálida y perfecta.
– Mami, cuando yo sea mayor quiero ser como tú -dijo la pequeña.
– ¿Sí? -dijo Sofía con una sonrisa.
– Y cuando sea todavía más mayor quiero ser como papá.
– No creo que puedas, hija.
– Oh, sí, seré como él -dijo rotunda-. Seré igual a papá.
Sofía se rió por lo bajo al observar la percepción que tenía la niña de la evolución de una persona. Cuando, a las nueve y media, se metió en la cama, David le acarició la frente y la besó.
– Últimamente has estado muy cansada -le comentó.
– Sí, y no sé por qué.
– ¿No será que estás embarazada?
Sofía parpadeó y le miró esperanzada.
– No se me había ocurrido. He estado tan ocupada con Honor y con los caballos que no he llevado la cuenta de los días. Oh, David, quizá tengas razón. Eso espero.
– Yo también -dijo él, inclinándose para besarla-. Otro milagro.