Mientras Sofía volvía a paso lento hacia la casa, se acordó de la cantidad de veces que había hecho ese trayecto en el pasado. Esa solía ser su casa. El aroma de los eucaliptos impregnaba el aire húmedo y podía oír a los ponis relinchando en los campos. Los grillos cantaban rítmicamente. Imaginó que los grillos estaban en Argentina desde su creación. Como el ombú, formaban parte de aquel lugar. No podía imaginar el campo sin ellos. Aspiró los olores de la pampa y se dejó mecer por los recuerdos y los ecos agridulces de su niñez.
Cuando llegó a la casa, estaba enferma de nostalgia. Necesitaba estar a solas y pensar. Había esperado encontrar Santa Catalina cambiada, y realmente la perturbaba que no fuera así. Podía volver a ser una niña y, sin embargo, su cuerpo era el de una mujer madura, llena de las experiencias vividas en otro país, otra vida. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que Santa Catalina había quedado anclada en el tiempo, como si el mundo que quedaba más allá de sus muros no la hubiera tocado. Paseó hasta la piscina y caminó a su alrededor. Pero los recuerdos seguían allí, persistentes; todo lo que veía la remontaba al pasado. La pista de tenis donde Santi y ella tantas veces habían jugado surgió de la oscuridad y casi pudo volver a oír sus lustrosas voces reír y bromear en la brisa.
Se sentó en el bordillo de la piscina y pensó en David. Imaginó la expresión de su rostro, sus pálidos ojos azules, la nariz recta y aristocrática que tanto le gustaba besar. Imaginó esos rasgos que amaba. Sí, amaba a David, pero no de la misma forma que amaba a Santi. Sabía que no estaba bien, que no debía buscar los brazos, los labios, las caricias de otro hombre, pero jamás había dejado de amar a aquel ser humano que, de algún modo que no alcanzaba a comprender, estaba ligado a su alma. Deseaba a Santi y ese deseo la ahogaba. Después de veinticuatro años, el dolor seguía siendo tan intenso como al principio.
Había oscurecido cuando llegó a la casa. Estaba más calmada. Había caminado un poco y había respirado hondo, siguiendo los sabios consejos que el abuelo O'Dwyer le había enseñado cuando sus hermanos se metían con ella y la sacaban de sus casillas. Fue hasta la cocina, donde Soledad la saludó con una pequeña ración de mousse de dulce de leche que todavía no había terminado de enfriarse. Se sentó a la mesa de la cocina en su sitio de siempre mientras Soledad cocinaba y empezaron a hablar como lo habrían hecho dos buenas amigas. Sofía necesitaba distraerse, y Soledad era la distracción perfecta.
– Señorita Sofía, ¿cómo ha podido estar tanto tiempo fuera? Ni siquiera me escribió. ¿Dónde tenía usted la cabeza? ¿Acaso pensaba que no la echaría de menos? Pues se equivocaba. Me sentí muy herida. Pensé que ya no me quería. Después de todo lo que había hecho por usted. Debería haber estado furiosa. De hecho, debería estar furiosa ahora, pero no puedo. Estoy demasiado feliz de volver a verla para poder estar enojada -dijo de manera reprobatoria, ocultando la cabeza en el vapor de la olla de sopa de zapallo. Sofía lo sentía muchísimo por ella. Soledad la había querido como a una hija y Sofía apenas había pensado en ella.
– Oh, Soledad, nunca te olvidé. Simplemente no podía volver. En vez de eso construí una nueva vida en Inglaterra.
– El señor Paco y la señora Anna… nunca fueron los mismos desde que usted se marchó. No me pregunté qué fue lo que pasó, no me gusta andar por ahí chismorreando y escuchando lo que no debo. Lo cierto es que las cosas nunca volvieron a ser lo mismo entre ellos. Usted se marchó y ellos se distanciaron. Todo cambió. No me gustó nada el cambio, no me gustó el ambiente que se creó. Deseaba de todo corazón que usted volviera a casa y usted ni siquiera escribió. Ni una palabra. ¡Nada!
– Lo siento, fui muy desconsiderada. Soledad, si tengo que serte sincera, y siempre lo he sido contigo, me dolía demasiado pensar en Santa Catalina. Los echaba demasiado de menos a todos ustedes. No podía escribir. Sé que tendría que haberlo hecho, pero me era más fácil intentar olvidar.
– ¿Cómo puede alguien olvidarse de sus raíces, señorita Sofía? ¿Cómo puede usted? -preguntó, meneando su cabeza de cabellos grises.
– Créeme, cuando estás en la otra punta del mundo, Argentina parece estar muy lejos. Seguí con mi vida lo mejor que pude. Dejé que pasara demasiado tiempo antes de volver.
– Es usted tozuda como su padre.
– Pero ahora estoy aquí -dijo, como si de algún modo eso fuera a consolarla.
– Sí, pero volverá a marcharse. Aquí ya no le queda nada. El señor Santiago está casado. La conozco. Volverá a marcharse.
– Yo también me he casado, Soledad. Tengo una familia a la que volver y un marido al que adoro.
– Pero su corazón está aquí con nosotros -dijo Soledad-. La conozco bien. No se olvide que yo la crié.
– ¿Cómo es Claudia? -se oyó preguntar.
– No me gusta hablar mal de nadie, sobre todo si es un Solanas, ya sabe usted que soy la defensora número uno de esta familia. No hay nadie más leal a los Solanas que yo; si no fuera así, me habría ido de aquí hace años. Pero con usted puedo ser sincera. La señora Claudia no es una Solanas. No creo que él la quiera. Creo que sólo ha querido a una mujer en su vida. No me interesan los detalles, ya sabe usted que no me gustan los chismes. Cuando usted se fue, el señor Santi se convirtió en un fantasma. La Vieja Bruja decía que casi le había desaparecido el aura. Quiso verle. Le habría curado, pero ya sabe usted que él nunca mostró el menor interés por el mundo de lo oculto. Después del terrible episodio con el señor Fernando, el señor Santiago empezó a invitar a la señora Claudia a Santa Catalina los fines de semana y volvió a sonreír. No creí que fuera a verle sonreír de nuevo. Luego se casó con ella. Creo que si ella no hubiera aparecido, él se habría dado por vencido. Habría tirado la toalla, así, sin más. Pero no creo que la ame. Yo observo mucho y veo cosas. Por supuesto, no es asunto mío. Él la respeta. Es la madre de sus hijos, pero no es su alma gemela. La Vieja Bruja dice que sólo tenemos un alma gemela en esta vida.
Sofía la dejaba hablar. Cuanto más la escuchaba, más deseaba liberar a Santi de ese estado de desolación en el que había caído. Le divertía ver lo mucho que sabía Soledad. Debía de haber oído los chismes por boca de las otras criadas y de los gauchos. Pero sabía que aquellos chismes no hacían más que intuir la verdad.
Rafael y su esposa Jasmina cenaron con Sofía y con sus padres en la terraza. Sofía les agradecía su compañía. Jasmina era una mujer afectuosa y sensual. Su cuerpo destilaba una fertilidad madura que no había visto en la fría Claudia, y tenía un gran sentido del humor. Había llevado a la terraza a su hija de dos meses envuelta en un chal y le estaba dando de mamar discretamente en la mesa. Sofía se dio cuenta de que a su madre aquello no le hacía demasiada gracia, aunque hacía lo posible por que no se le notara. Jasmina conocía lo suficiente a su suegra para leer en sus gestos y miradas, y era lo bastante inteligente para hacer caso omiso de ella.
– Rafa no quiere más hijos. Dice que con cinco basta. Nosotros éramos trece hermanos, ¡imagínate! -dijo con una amplia sonrisa, a la vez que sus pálidos ojos verdes parpadeaban con malicia a la luz de las velas.
– Mi amor, hoy en día no es práctico tener trece hijos. Tengo que educarlos a todos -dijo Rafael, sonriendo con cariño a su esposa.
– Ya veremos. No veo por qué tenemos que parar -le contestó ella echándose a reír, abriendo por un momento su camisa para ver cómo mamaba el bebé-. Cuando los niños son tan pequeños me dedico a ellos en cuerpo y alma, pero cuando crecen ya no te necesitan tanto.
– No estoy de acuerdo -dijo Paco, poniendo su mano grande y tosca sobre la de Sofía-. Creo que si como padre eres capaz de crear un hogar feliz, tus hijos siempre terminarán volviendo.
– Tienes hijos, ¿verdad, Sofía?
– Sí, dos hijas -respondió, dejando la mano bajo la de su padre, aunque, a diferencia de los viejos tiempos, era muy consciente de que estaba allí.
– Qué pena que no las hayas traído contigo. Clara y Elena habrían estado encantadas de conocerlas. Deben de ser todas de la misma edad, ¿no, amor? Y a mí me habría gustado que pudieran practicar inglés con ellas.
– Deberían practicar más conmigo, Jasmina -dijo Anna.
– Sí, pero ya sabes cómo son los niños. No puedes obligarlos a que hagan cosas en contra de su voluntad.
– Quizá deberías ser un poco más dura con ellos -insistió Anna-. Los niños no saben lo que les conviene.
– Oh, no. No soportaría disgustarlos. Cuando salen de la escuela están en casa, y cuando están en casa me gusta que jueguen y se diviertan.
Sofía se dio cuenta de que aquél era un conflicto que su madre no iba a ganar y admiró la dulzura con que Jasmina se enfrentaba a ella. Sin duda, bajo aquellos modales suaves había una mujer de hierro.
Soledad aprovechaba la menor oportunidad para salir a la terraza: para servir la comida, para retirar los platos, para llevar la mostaza a la mesa, para llenar la jarra de agua…; llegó incluso a asomar dos veces la cabeza por la puerta con la excusa de haber oído a la señora Anna tocar la campanilla. Cada vez que aparecía sonreía entre dientes. Era una sonrisa taimada, incompleta. Pasado un rato, Sofía no pudo seguir reprimiendo la risa y tuvo que disimularla tapándose con la servilleta. A Soledad le podía la curiosidad de verla en compañía de sus padres. Más tarde discutiría sus reacciones con las demás empleadas de la estancia.
A las once Jasmina se fue a su casa con el bebé, desapareciendo por el jardín como un ángel. Paco y Rafael se quedaron hablando entre las moscas y las polillas que se arremolinaban alrededor de los faroles. Anna se fue a la cama, quejándose de que se estaba haciendo vieja cuando Paco insistió para que se quedara. Sofía se alegró de que se fuera porque no sabía de qué hablar con ella. Todavía estaba demasiado resentida con su madre para hablar del pasado, y no tenía la menor intención de implicarla en su presente. Cuando Anna se fue, se sintió sorprendentemente aliviada y empezó a conversar con su hermano y con su padre como en los viejos tiempos. Con ellos se sentía bien recordando el pasado. A las once y media subió a su cuarto.
AI día siguiente Sofía se levantó temprano debido a la diferencia horaria. Había dormido de un tirón, un sueño profundo que ni siquiera Santi había tenido el poder de interrumpir. Sofía se alegró de que hubiera sido así. Estaba exhausta, no sólo por el largo vuelo, sino por tantas emociones juntas. Pero una vez en pie, le era imposible estarse quieta. Fue a la cocina, donde la luz blanca del amanecer iluminaba la mesa y las baldosas del suelo. Recordó los días en que cogía algo de la bien provista nevera antes de salir a practicar polo con José. Rafael le había dicho que José había muerto hacía diez años. Él se había ido y ella no se había despedido de él. Santa Catalina era como una sonrisa a la que le faltara un diente.
Cogió una manzana de la nevera y metió el dedo en la olla de dulce de leche. No había nada como el dulce de leche de Soledad. Lo hacía con leche y azúcar que ponía a hervir al fuego. Sofía había intentado hacerlo en Inglaterra, pero nunca le había salido como aquél. Puso una cucharada encima de la manzana y pasó por el salón para llegar a la terraza, que estaba en silencio, fantasmagórica bajo la sombra de los altos árboles, a la espera de que el sol saliera y la despertara. Dio un mordisco a la manzana y saboreó la dulzura de la crema. Al mirar la temprana niebla matinal que cubría la distante llanura, de repente sintió deseos de ir a buscar un pony y galopar por ella. Cruzó el jardín con paso decidido hacia el «puesto», el pequeño conjunto de cabañas donde José cuidaba de los ponis.
Pablo la saludó al verla, secándose las manos con un trapo sucio. Sonreía, mostrando sus dientes rotos y negros. Sofía le dio la mano y le dijo que sentía mucho que su padre hubiera muerto. Él asintió con gesto grave y le dio las gracias con timidez.
– Mi padre la quería mucho, señora Sofía -dijo, y sonrió entre dientes, incómodo. Ella se dio cuenta de que ahora la llamaba «señora» en vez de «señorita». Ese tratamiento interponía entre ellos una distancia que no había existido en la época en que habían practicado polo juntos.
– Yo también le quería mucho. Esto no es lo mismo sin él -respondió con absoluta sinceridad a la vez que dirigía la mirada a los bronceados y desconocidos rostros que la observaban desde las ventanas.
– ¿Quiere usted montar, señora Sofía? -preguntó Pablo.
– No voy a jugar. Sólo quiero galopar un poco. Sentir el viento en el pelo. Hace mucho tiempo que no lo hago.
– ¡Javier! -gritó Pablo. Un jovencito salió de la casa. Llevaba un par de bombachas y las monedas que colgaban de su cinturón brillaban a la pálida luz de la mañana-. Una yegua para la señora Sofía. ¡Ya!
Cuando Javier fue hacia una yegua negra, Pablo le gritó:
– No, Javier, la Azteca no. ¡ La Pura! Para la señora Sofía la mejor. La Pura es la mejor -dijo volviendo a sonreírle.
Javier sacó una yegua castaña y Sofía le acarició el morro aterciopelado mientras él la ensillaba en silencio. Una vez que hubo montado, le dio las gracias antes de salir a medio galope hacia el campo. Era una sensación maravillosa. Por fin podía volver a respirar. La presión que había ido acumulándosele en el pecho y en la garganta fue desapareciendo lentamente y sintió que el cuerpo se le relajaba con el suave movimiento del galope. Miró a la casa de Chiquita y pensó en Santi, que dormía en una de las habitaciones con su esposa. No lo supo entonces, pero, según le dijo él más tarde, en ese momento él estaba en la ventana, mirándola mientras ella galopaba por la llanura, preguntándose cómo iba a ser capaz de enfrentarse al día que estaba recién amaneciendo. Con la llegada de Sofía todo había cambiado.
Sofía no vio a Santi en todo el día. Cuando llegó a su casa para visitar a María, él se había ido a la ciudad, y cuando él regresó, Sofía ya se había marchado. Cada vez que pasaba un coche por el camino, Sofía esperaba que fuera él. Intentaba no pensarlo, pero no podía evitar ver la rapidez con la que el tiempo pasaba y pensar que pronto estaría de regreso en Inglaterra. Estaba desesperada por verle a solas. Quería hablar del pasado. Quería enterrar los fantasmas de una vez por todas.