Miércoles, 12 de noviembre de 1997
El trueno rugió como si un león enfurecido recorriera los cielos. Sofía deseó correr a casa de Santi y refugiarse en sus brazos. La lluvia caía en densas ráfagas contra la ventana, repiqueteando con fuerza contra el cristal. Se quedó mirando el jardín a oscuras. Todavía hacía mucho calor. De vez en cuando un relámpago iluminaba su habitación con una llamarada plateada. No estaba asustada, sólo triste.
Las palabras de María deambulaban por su cabeza y no conseguía silenciarlas. ¿Era imposible que Santi y ella pudieran estar juntos? Había intentado dormirse, pero el trueno no hizo más que reflejar la tormenta que tenía lugar en su cabeza, y Sofía se revolvió presa de la angustia. Finalmente, salió al jardín y dejó que las gruesas gotas cayeran sobre ella. No le importaba mojarse. De hecho, casi lo agradecía, ya que el aire de la noche era húmedo y pegajoso. Disfrutó de la paz que reinaba en la oscuridad. Siempre tenía en ella un extraño efecto. Se perdía en ella. Caminó por el patio, meciéndose en la dulce melancolía de su desconsuelo. Amaba a Santi, pero ¿le amaba tanto como para desprenderse de él?
Miró el reloj a la luz del farol que el viento balanceaba encima de la puerta. Eran las tres de la madrugada. Sintió que un escalofrío le debilitaba el cuerpo durante unas décimas de segundo y de pronto el pánico se apoderó de ella. Sintió un terrible pesar en la esencia más profunda de su ser. Algo malo había ocurrido, lo sabía.
Corrió bajo la lluvia y el viento hacia la casa de Chiquita. No sabía lo que haría una vez que estuviera allí. Simplemente corría. El agua le empapaba la cara y el camisón de tal manera que se le había pegado al cuerpo como un manojo de hierbas. Cada vez que se oía un trueno, Sofía corría más rápido, saltando sobre la hierba cuando caía un relámpago. Al llegar a la casa llamó a golpes a la puerta. Cuando apareció el rostro de Miguel, arrugado y ansioso, Sofía cayó en sus brazos.
– ¡Algo malo ha pasado! -gritó sin aliento. Él la miró, visiblemente confundido, pero antes de que dijera nada Sofía le empujó y entró corriendo en la casa. Santi apareció de pronto y en cuestión de segundos todos estaban despiertos. Cuando Sofía entró en la habitación de María, sus miedos se confirmaron. María había muerto.
Sofía estaba desolada. Miguel y Chiquita se abrazaron como si de ello dependieran sus vidas. Panchito y Fernando se sentaron a llorar en una silla. Santi se arrodilló junto a la cama y acarició la mano y el rostro gris de María con resignación. Eduardo, que había estado junto a ella desde el principio, miraba por la ventana como en trance. ¿Y Sofía? No sabía qué hacer con ella misma. Se quedó donde estaba, inmóvil, como si sus sueños se estuvieran desintegrando a su alrededor.
Miró a su amiga por última vez. María era incluso más hermosa en brazos de la muerte que en vida. Tenía la piel de porcelana y una indescriptible expresión de paz en el rostro. Su decrépito cuerpo había quedado inmóvil y duro, y Sofía notó que no era más que una concha, una casa vacía donde su prima había vivido y de la que acababa de liberarse. La hacía feliz pensar que por fin había dejado de sufrir. Sabía que estaba en otra dimensión, una dimensión en la que la tristeza y la enfermedad ya no podían alcanzarla. Pero ¿y ellos?
Miguel besó a su hija en la frente y luego, junto con Chiquita, Fernando y Panchito, dejaron a Eduardo a solas con su esposa. Santi se acercó a Sofía con la cara gris de desesperación. La estrechó entre sus brazos y la condujo al pasillo, donde ambos se abandonaron al dolor. Después de llorar largo tiempo en silencio, él tomo el rostro de Sofía y le secó las lágrimas con los pulgares. Los ojos de Santi irradiaban ternura.
– ¿Yahora qué? -susurró Sofía, cuando se hubo controlado lo suficiente para poder hablar.
Santi meneó la cabeza y soltó un profundo suspiro.
– No lo sé, Chofi. No lo sé.
Pero ella sí lo sabía. María tenía razón.
Después de eso, los acontecimientos se sucedieron como entre tinieblas. María tuvo un funeral digno y discreto durante el cual Santi y Sofía apenas se miraron. Claudia y los niños habían vuelto con los hijos de María y Eduardo. No hubo risas. Había dejado de llover, pero el sol no logró inspirar felicidad en el corazón de nadie.
Sofía se sentó junto a sus padres en los incómodos bancos de la iglesia, y el padre Juan dio un fluido sermón con el que a todos se les saltaron las lágrimas. Más lágrimas. Sofía notó que sus padres se daban la mano y en un par de ocasiones se miraron con ternura. Su compasión conmovió a Sofía, que esperó que con la pérdida de María se hubieran reencontrado. El dolor se cernía sobre todos ellos cuando dieron su último adiós a esa joven que había tenido mucho por lo que vivir. Sofía apenas podía mirar a la familia de María sin ser presa de una indescriptible tristeza. Sus hijos ni siquiera se habían despedido de ella.
Enterraron a María en la pequeña tumba propiedad de la familia, junto con sus abuelos y otros parientes que habían muerto antes que ella. Sofía puso unas flores sobre el ataúd y dijo una corta plegaria por ella. En otro tiempo habría visto esa tumba como su propio destino final, pero ahora se daba cuenta de que a ella la enterrarían lejos de allí y de que habría otros rostros en su funeral.
Claudia miró a Sofía y parpadeó entre lágrimas. Sofía sabía lo que estaba pensando. Todo había terminado. Ya no tenía ninguna excusa para quedarse.
Abrazó a Chiquita y le dio las gracias por enviarle la carta.
– Me alegra que me encontraras y haber podido venir -le dijo con total sinceridad.
– Yo también me alegro de que hayas vuelto, Sofía -respondió-. Pero no fui yo quien te escribió.
Si Chiquita no le había escrito, ¿quién había sido?
Cuando volvían a los coches, apareció un taxi del que bajó un hombre al que Sofía reconoció. Era su hermano Agustín. Fue directo hacia Chiquita y Miguel, los abrazó y les dijo lo mucho que sentía la muerte de María.
– Pero he vuelto -dijo a Anna y a Paco con una sonrisa-. He dejado a Marianne y a los niños. He vuelto a casa.
Cuando vio a Sofía la saludó con la educación propia de un extraño. En ese momento ella se dio cuenta de cuánto le habían quitado todos esos años de distancia. La habían cambiado por completo. Su sitio ya no estaba con ellos.
Cuando llegó a Santa Catalina llamó a David.
– David, María ya no está con nosotros -dijo muy triste.
– Lo siento mucho, cariño.
La voz de David estaba llena de cariño y compasión.
– Aquí ya no me queda nada. Vuelvo a casa.
– Llama y dime a qué hora llega tu vuelo. Iré a recogerte con las niñas.
– Oh, sí, por favor, trae a las niñas.
De pronto Sofía se sintió embargada por una fuerte oleada de añoranza.
Sofía hizo las maletas y se preparó para el largo viaje a casa. De repente Santa Catalina parecía remota y distante, como si intentara suavizar el dolor que sentía al irse. A las cinco, cuando las sombras empezaban a dejar sitio a una noche más fresca y refrescante, el coche la esperaba bajo los eucaliptos. Sofía se protegió bajo su sombra y se despidió de su padre.
– Esto es demasiado precipitado. ¿Cuándo volveremos a verte? -le preguntó él, aparentemente malhumorado, en un intento por disimular su tristeza, aunque ella podía ver por su expresión que no soportaba la idea de dejarla marchar.
– No lo sé, papá. Tienes que comprender que ésta ya no es mi casa -respondió, reprimiendo sus emociones-. Tengo un marido y dos niñas que me están esperando en Inglaterra.
– Pero si ni siquiera te has despedido de nadie.
– No me veo con fuerzas. Es mejor que me vaya así, en silencio. ¡No creo que haya hecho nunca nada en silencio! -soltó sin demasiado acierto.
– Este es tu sitio, Sofía -dijo su padre.
– Lo fue, y una parte de mí siempre estará aquí -respondió al tiempo que notaba que su padre dirigía la mirada hacia el campo de polo.
– Sí, es verdad -asintió Paco con un profundo suspiro.
– Gracias, papá -dijo, tocándole la mano. Él se giró hacia ella, sin estar seguro de entender lo que ella intentaba decirle-. Le diste un hogar a mi hijo -añadió-. Qué ironía, ¿verdad? Encontró su sitio en el hogar que yo perdí.
Los ojos de Paco brillaron mientras intentaba encontrar algo que decir.
– Hiciste lo mejor, papá -le dijo Sofía sin darle tiempo a intervenir-. Aunque lamento no haber vuelto con él. Si lo hubiera hecho, nunca me habría sentido extraña entre la gente a la que quiero.
Al oír esas palabras, Paco estrechó a su hija entre sus brazos. La apretó con tanta fuerza contra su pecho que Sofía supo que su padre le estaba ocultando las lágrimas. No quería que le viera llorar.
En ese momento Anna apareció por la puerta como un espectro. Las pasadas veinticuatro horas le habían dejado ojeras oscuras. Parecía cansada y derrotada.
– ¡Mamá! -exclamó Sofía sorprendida, separándose a regañadientes de su padre y secándose las lágrimas con la mano temblorosa.
– Me gustaría que te quedaras -dijo Anna en voz baja, acercándose a ella con una expresión de dulzura en el rostro. Salió a la luz del sol desde las sombras y tendió las manos hacia ella. Sofía las cogió-. Ahora María está con Dios -dijo.
– Lo sé. Está con el abuelo.
– ¿Nos llamarás? -preguntó Anna, y Sofía notó que sus ojos azules se humedecían.
– Sí. Me gustaría que algún día conocierais a mis hijas.
– Me encantaría -respondió su madre-. Siempre tendrás aquí tu habitación, aunque creo que ya es hora de vaciarla, ¿no te parece?
Sofía asintió y sonrió, emocionada. Podía ver remordimiento en los ojos de su madre, como si estuviera hablando desde el interior de la concha que había formado su cuerpo pero fuera incapaz de expresar físicamente sus emociones. Sofía era consciente de que Anna estaba luchando consigo misma. Instintivamente, dio ella el primer paso. Rodeó a su madre con los brazos y abrazó su delgado cuerpo. Anna no se resistió. Cuando abrazó a su madre, sintió que su cuerpo emanaba una calidez que no sentía desde hacía muchos años. Recordó los pocos momentos en que, cuando era niña, Anna la había estrechado entre sus brazos y le había demostrado su cariño. Seguía oliendo igual, y su olor abrió la última puerta a los recuerdos de Sofía. Notó que la pesadez resultante de años y años de resentimiento por fin la liberaba de sus garras. Quizá, como había sugerido Anna, ambas aprenderían a perdonar.
– Me alegra que hayas venido -dijo Anna sonriéndole.
De repente Sofía se acordó de la carta. Si Chiquita no la había escrito, tenía que haber sido su madre. Después de todo, sí que había deseado que volviera. Debía de haberla firmado con el nombre de su cuñada por miedo a que, si la firmaba ella, su hija jamás volvería.
– La carta… fuiste tú, ¿verdad? -preguntó Sofía con una sonrisa-. Qué astuta, mamá.
– También yo sé ser astuta, Sofía -la regañó-. Ah, espera un segundo, no te vayas todavía. Tengo algo para ti -dijo con un repentino e inusual arranque de entusiasmo-. Es algo que deberías de tener contigo hace años. Espera, voy a buscarlo.
Anna se perdió en la oscuridad de la casa. Paco percibió una alegría en su forma de caminar que le recordó a la Ana Melodía que había perdido hacía mucho tiempo, ya no recordaba exactamente cuándo, y le temblaron los labios con la esperanza de que quizá pudiera volver a encontrarla. Cuando Anna regresó llevaba un paquete en las manos. Se lo dio a su hija, que le dio la vuelta con curiosidad. Empezó a romper el papel.
– Ábrelo en el coche -insistió Anna, poniendo una mano sobre el paquete para que Sofía no pudiera ver lo que contenía-. Te recordará a nosotros.
Sofía parpadeó al mirar a su madre, pero tenía los ojos tan velados por las lágrimas que apenas distinguió sus rasgos.
Paco abrazó por última vez a su hija, aliviado al haber compartido con ella el secreto que había guardado durante veinticuatro años. Ya no había más secretos que los separaran. Sofía le había dado las gracias por haber dado a Javier el mejor hogar que jamás podría haber tenido. Su sitio estaba en Santa Catalina.
Sofía le devolvió el abrazo, consciente de que pasarían muchas lunas hasta que volviera a abrazarle. Miró por última vez el lugar que había sido su casa y se dio cuenta de que, aunque ella había cambiado y había seguido adelante con su vida, Santa Catalina viviría en su corazón y en su memoria, inmaculada, como esas fotos de color sepia de otros tiempos más felices. María también estaría allí y su rostro radiante sonreiría entre los hibiscos y las plumbagináceas.
Subió al coche y saludó con la mano por última vez a sus padres, que, tras años distanciados de ella, por fin habían conocido a su hija. Rompió el papel rojo con impaciencia. ¿Qué podía haberle comprado su madre? Cuando sacó un cinturón de cuero negro con la hebilla de plata en la que estaban grabadas sus iniciales, la humedad de sus ojos se convirtió en un torrente de lágrimas gruesas y emocionadas.
A medida que el coche avanzaba por la larga avenida de altos árboles y la casa desaparecía en las sombras, le dijo al chófer:
– Gira a la izquierda al final de la avenida. Hay un sitio al que quiero ir antes de que salgamos a la carretera.
Y le indicó el camino que llevaba al ombú.