Capítulo 1

Cuando cierro los ojos, veo las llanuras planas y fértiles de la pampa argentina. No hay nada igual en el mundo. El vasto horizonte se extiende a lo largo de kilómetros y kilómetros. Solíamos sentarnos en las ramas más altas del ombú y veíamos desaparecer el sol tras él, inundando las llanuras de miel.

De niña no era consciente del caos político que me rodeaba. Era la época del exilio del general Perón, años turbulentos -entre 1955 y 1973- en que los militares gobernaban el país como incompetentes escolares que juegan alegremente con el poder político; eran días oscuros de guerrillas y terrorismo. Pero Santa Catalina, nuestro rancho, era un pequeño oasis de paz alejado de las algaradas y de la opresión que se vivía en la capital. Desde la cima de nuestro árbol mágico extendíamos, inocentes, la mirada hacia un mundo de valores anticuados y una vida familiar tradicional salpicada por los paseos a caballo, el polo y asados a la parrilla eternos y lánguidos bajo la deslumbrante luz del sol del verano. Los guardaespaldas eran el único signo de la alarmante situación que se gestaba a nuestro alrededor.

Mi abuelo, Dermot O'Dwyer, nunca creyó en la magia del ombú. Eso no quiere decir que no fuera un hombre supersticioso. Solía esconder su botella de licor en un lugar diferente cada noche para engañar a los duendes. Lo que ocurría es que era incapaz de entender que un árbol pudiera tener algún tipo de poder.

– Un árbol es un árbol -decía con su deje irlandés-, y no hay más que hablar.

Pero el abuelo no estaba hecho de madera argentina. Como mi madre, su hija, ambos eran extranjeros y nunca llegaron a integrarse del todo. Tampoco quiso que le enterraran en la tumba de la familia.

– Salí de la tierra y a la tierra regresaré -le gustaba decir. Por eso le enterraron en la llanura con su botella de licor. Supongo que seguía empeñado en engañar a esos duendes.

No puedo pensar en Argentina sin que la nudosa imagen de ese árbol sabio y omnisciente como un oráculo emerja a la superficie de mis pensamientos. Ahora sé que es imposible recuperar el pasado, pero ese viejo árbol conserva en la esencia más profunda de sus brotes todos los recuerdos del ayer y las esperanzas puestas en el mañana. Como una roca en mitad de un río, el ombú ha seguido imperturbable mientras todos los que lo rodeaban han ido cambiando.

Me fui de Argentina en el verano de 1976, pero, mientras mi corazón siga palpitando, el resonar de sus latidos vibrará a lo largo y ancho de esas llanuras cubiertas de hierba, a pesar de todo lo ocurrido desde entonces. Crecí en el rancho de la familia, o campo, como lo llaman allí. Santa Catalina estaba situado en la mitad de esa llanura que es parte de la vasta región del este del país llamada Pampa. Plana como una galleta de jengibre, la mirada se pierde durante kilómetros en todas direcciones. Carreteras largas y rectas cortan la tierra, que es árida en verano y verde en invierno. En mis tiempos, esas carreteras no eran más que pistas de tierra.

La entrada a la granja era parecida a la entrada a esos pueblos típicos de las películas del Oeste. Había un gran letrero que se balanceaba al viento de otoño donde en grandes letras negras estaba escrito: Santa Catalina. El camino era largo y polvoriento, acotado a ambos lados por altos arces plantados por mi bisabuelo, Héctor Solanas, quien, a finales del siglo diecinueve construyó una casa. Allí fue donde me crié. Era una casa típicamente colonial, construida alrededor de un patio, pintada de blanco y con el techo plano. En ambas esquinas de la fachada había una torre. En una estaba el dormitorio de mis padres, y en la otra el de mi hermano Rafael. Por ser el mayor le había tocado la mejor habitación.

Mi abuelo, también llamado Héctor para complicar aún más la vida de los demás, tuvo cuatro hijos: Miguel, Nico, Paco (mi padre) y Alejandro. Los cuatro construyeron su propia casa cuando se hicieron mayores y se casaron. Cada uno de ellos tuvo cuatro o cinco hijos, pero yo pasaba la mayor parte del tiempo en casa de Miguel y de Chiquita con Santi y María, dos de sus hijos. Eran mis favoritos. La casa de Nico y Valeria y la de Malena y Alejandro también estaban siempre abiertas para nosotros, y pasábamos allí tanto tiempo como en la mía.

En Santa Catalina las casas estaban construidas en medio de la llanura, separadas sólo por árboles enormes (sobre todo pinos, eucaliptus, álamos y plátanos), que habían sido plantados guardando ente ellos espacios equidistantes para que pareciera un parque. Delante de cada casa había amplias terrazas donde nos sentábamos a contemplar los campos infinitos que se extendían ante nuestros ojos. Recuerdo que cuando llegué a Inglaterra por primera vez, me fascinaron las casas de campo y lo cuidados y ordenados que estaban sus jardines y sus setos. A mi tía Chiquita le encantaban los jardines ingleses e intentaba emularlos, pero en Santa Catalina eso era algo prácticamente imposible. Los parterres de flores parecían siempre fuera de lugar ante la inmensidad de la tierra. En vez de eso, mi madre plantaba por todas partes buganvillas, hortensias y geranios.

Santa Catalina estaba rodeada de campos llenos de ponis. Mi tío Alejandro los criaba y los vendía después a compradores de todo el mundo. Había una gran piscina excavada en una colina artificial y protegida por árboles y arbustos, y una pista de tenis que todos compartíamos. José estaba a cargo de los gauchos que cuidaban de los ponis y que vivían en unas casas situadas dentro de la granja llamadas ranchos. Sus mujeres e hijas trabajaban como criadas en nuestras casas; cocinaban, limpiaban y cuidaban de los niños. Yo esperaba, ansiosa, la llegada de las largas vacaciones de verano, que iban de mediados de diciembre a mediados de marzo. Durante esos pocos meses nadie quería alejarse de Santa Catalina. Mis mejores recuerdos son de esa época.

Argentina es un país muy católico, pero nadie abrazó la fe católica con más fervor que mi madre, Anna Melody O'Dwyer. El abuelo O'Dwyer era religioso, pero de una manera muy sensata, no como mi madre, cuya vida giraba en torno a la necesidad de mantener las apariencias. Mi madre manipulaba la religión a su conveniencia.

A los niños, sus discusiones sobre la Voluntad de Dios nos entretenían durante horas. Mamá creía que todo era Voluntad de Dios. Si estaba deprimida era porque Dios la estaba castigando por algo; si estaba feliz era porque Dios la había recompensado. Si yo le causaba problemas -algo que hacía la mayor parte del tiempo-, entonces era que Dios la estaba castigando por no educarme correctamente.

El abuelo Dwyer decía que lo que mi madre hacía era eludir sus responsabilidades.

– Sólo porque esta mañana te hayas levantado así no andes por ahí echándole la culpa a Dios. El mundo es como cada uno quiere verlo, Anna Melody, ni más ni menos.

Decía que la salud es un regalo de Dios mientras que la felicidad depende sólo de nosotros. Para él todo dependía de cómo uno veía las cosas. Un vaso de vino podía estar medio vacío o medio lleno, dependiendo de cómo se mirara. Todo consistía en tener una actitud mental positiva. Mamá pensaba que eso era pura blasfemia y se ponía roja de ira cuando él hablaba así, lo que el abuelo hacía muy a menudo, pues disfrutaba atormentándola.

– Ponte como quieras, Anna Melody, pero cuanto antes dejes de poner palabras en boca de Dios y te hagas responsable de tus estados de ánimo, más feliz serás.

– Que Dios te perdone, papá -tartamudeaba mamá con las mejillas rojas como el color de su pelo.

Mamá tenía un pelo precioso. Le caía en bucles largos y rojos como la Venus de Botticelli, aunque nunca tuvo la serenidad de la Venus ni su poesía. Siempre estaba o demasiado tensa o demasiado enfadada. Tiempo atrás había sido una joven de una gran naturalidad. El abuelo me dijo que le gustaba correr descalza por Glengariff, la casa que tenían en el sur de Irlanda, como un animal salvaje que tuviera la tormenta grabada en los ojos. Dijo también que tenía los ojos azules, pero que a veces se le volvían grises como un típico día nublado irlandés cuando el sol intenta atravesar las nubes. A mí eso me sonaba muy poético. Me dijo que siempre se escapaba por las colinas.

– En un pueblecito como aquél era imposible perder algo, y menos si ese algo era alguien tan vivaz como Anna Melody O'Dwyer. Aunque una vez tu madre desapareció durante horas. La buscamos por las colinas, llamándola a gritos. Cuando la encontramos, estaba debajo de un árbol que había junto a un arroyo, jugando con media docena de crías de zorro que había encontrado. Sabía que la estábamos buscando, pero era incapaz de separarse de aquellas crías. Habían perdido a su madre, y ella no paraba de llorar.

Cuando le pregunté por qué mamá había cambiado, me respondió que la vida la había decepcionado.

– La tormenta sigue ahí, pero ya no veo al sol intentando atravesar las nubes.

Me habría gustado saber por qué la vida la había decepcionado tanto.

Mi padre, por el contrario, era un personaje romántico. Tenía los ojos azules como las flores del maíz, y las comisuras de los labios curvadas hacia arriba incluso cuando no sonreía. Era el señor Paco, y todo el mundo en la granja le respetaba. Era alto, delgado y velludo, aunque no tan velludo como su hermano Miguel. Miguel era como un oso, y tan moreno que le llamaban El Indio. Papá era de piel más clara, como su madre, y tan guapo que a Soledad, nuestra criada, se le subían los colores cuando servía a la mesa. Una vez me confesó que era incapaz de mirar a papá a los ojos. Papá creía que eso era una muestra de humildad. Yo no podía decirle que era porque a ella le gustaba, porque Soledad nunca me lo habría perdonado. Soledad no tenía mucho contacto con mi padre, eso era territorio de mamá, pero no se le escapaba una.

Para poder ver Argentina con ojos de extranjero, tengo que retroceder con la mente a mi niñez, cuando salíamos a pasear en el carro tirado por caballos y el abuelo O'Dwyer se sorprendía por cosas que para mí eran de lo más común y cotidiano. Empezaba hablando de por qué el pueblo argentino era así. Los españoles conquistaron Argentina en el siglo dieciséis. El país fue gobernado por los virreyes que representaban a la Corona española. La independencia del país se ganó en dos días -el 25 de mayo y el 9 de julio de 1816-. El abuelo decía que el hecho de tener dos fechas que celebrar era muy típico de los argentinos.

– Siempre tienen que hacerlo todo más grande y mejor que los demás -gruñía.

Supongo que tenía razón. Al fin y al cabo, la Avenida 9 de Julio de Buenos Aires es la más ancha del mundo. De pequeños eso era algo que nos enorgullecía mucho.

A finales del siglo diecinueve, en respuesta a la revolución agrícola, miles de europeos, sobre todo procedentes del norte de Italia y de España, emigraron a Argentina para explotar las ricas tierras de la pampa. Fue entonces cuando llegaron mis ancestros. Héctor Solanas no sólo era el cabeza de familia, sino que además era un tipo muy capaz. Si no hubiera sido por él, puede que nunca hubiéramos llegado a ver un ombú ni la llanura como galleta de jengibre.

Cuando vuelvo con el recuerdo a esas fragantes llanuras, son los rostros oscuros y toscos de los gauchos los que emergen en toda su extravagancia de la nebulosa de mi memoria y me hacen suspirar, porque el gaucho es el símbolo romántico de lo que es Argentina. Históricamente eran mestizos salvajes e indómitos, proscritos que vivían de los grandes rebaños de vacas que pastaban en las pampas. Capturaban caballos y los usaban para guiar a los rebaños. Luego vendían la piel de las vacas y el sebo, que era muy apreciado, a cambio de mate y tabaco. Naturalmente, eso era antes de que la carne se convirtiera en una gran fuente de exportación. Ahora el mate es la infusión tradicional que se sorbe de una calabaza redonda y decorada a través de una «pajita» de plata ornamentada llamada bombilla. Es bastante adictivo y, según nuestras criadas, también servía para adelgazar.

La vida del gaucho transcurre a caballo. Posiblemente su habilidad como jinete no encuentre parangón en el mundo. En Santa Catalina los gauchos eran una parte pintoresca del escenario. La vestimenta del gaucho es muy vistosa, además de práctica. Llevan bombachas, unos pantalones anchos cogidos por botones en las pantorrillas y que embuten en sus botas de cuero. Una faja o fajín de lana que se atan a la cintura y que luego cubren con una rastra, un cinturón rígido de cuero decorado con monedas de plata. La rastra les protege la espalda durante los largos días a caballo. Tradicionalmente llevan un facón, un cuchillo que usan para castrar y despellejar, así como para defenderse y para comer. Una vez el abuelo O'Dwyer dijo en broma que por su pericia con el caballo y por la pinta que llevaba, José, nuestro jefe gaucho, debería haber trabajado en el circo. Mi padre estaba a la vez furioso y agradecido de que su suegro no hablara ni una palabra de español.

Los gauchos son tan orgullosos como hábiles. A un nivel romántico son parte de la cultura nacional argentina, y se han escrito sobre ellos muchas novelas, poemas y canciones. El gaucho Martín Fierro, el poema épico de José Hernández, es el más claro ejemplo de ellos (lo conozco porque tuvimos que memorizar largos fragmentos en el colegio). A veces, cuando mis padres recibían visitas extranjeras en Santa Catalina, los gauchos montaban para ellos espectáculos fantásticos que incluían rodeos, doma de caballos y monta al galope enloquecido haciendo chasquear sus látigos en el aire como serpientes demoníacas.

José me enseñó a jugar al polo, algo muy raro para una niña en aquellos tiempos. Los chicos odiaban que yo jugara porque lo hacía mejor que muchos de ellos, y desde luego mucho mejor que cualquier otra niña.

Mi padre siempre estuvo muy orgulloso de que los argentinos fueran sin duda los mejores jugadores de polo del mundo, a pesar de que como juego empezara en India y de que fueran los británicos los que lo trajeran a Argentina. Mis padres iban a ver los grandes torneos de polo que se jugaban en Buenos Aires durante los meses de octubre y noviembre en los campos de polo de Palermo. Recuerdo que mis hermanos y mis primos usaban esos torneos para tontear con las chicas, igual que cuando iban a misa a la ciudad y casi nadie prestaba atención al cura porque estaban demasiado ocupados lanzándose miraditas. Pero en Santa Catalina se jugaba al polo durante casi todo el año. Los petíseros (o mozos de cuadra) adiestraban y cuidaban de los ponis, y nosotros sólo teníamos que llamar al puesto para hacerles saber cuándo pensábamos jugar, y ellos ensillaban los ponis y los tenían a punto, al amparo de la sombra de los eucaliptos, para cuando los quisiéramos.


♦ ♦ ♦

En aquellos tiempos, los años sesenta, Argentina era presa del desempleo y de la inflación, del crimen, la inquietud social y la represión, aunque no siempre había sido así. Durante la primera parte del siglo veinte, Argentina había sido un país de gran riqueza gracias a la exportación de carne y de trigo, que es como mi familia amasó su fortuna. Era el país más rico de Sudamérica, la edad dorada de la abundancia y la elegancia. Mi abuelo, Héctor Solanas, culpaba a la durísima dictadura del presidente Juan Domingo Perón del declive del país, que tuvo como consecuencia el exilio de Perón en 1955, cuando se produjo la intervención militar. Al igual que durante los días de su dictadura, Perón sigue siendo un candente tema de conversación. Inspira amor u odio extremos, pero nunca indiferencia.

Perón, que llegó al poder gracias a los militares y que se convirtió en presidente en 1946, era un hombre guapo, inteligente y con gran poder de seducción. Junto con su esposa, la bella aunque terriblemente ambiciosa Eva Duarte, formaban un equipo deslumbrante y carismático que consiguió dar al traste con la teoría de que para ser alguien en Buenos Aires había que pertenecer a una de las viejas familias. Él procedía de una pequeña ciudad, y ella era hija ilegítima y había sido criada en la pobreza del campo. En otras palabras, una Cenicienta de nuestros días.

Héctor decía que el poder de Perón se había forjado a partir de la lealtad inquebrantable de la clase obrera que con tanto esmero había cultivado. Se quejaba de que Perón y su mujer Evita animaban a los obreros a que vivieran de sus donativos en vez de dedicarse a trabajar. Se dedicaron a quitar a los ricos para dar a los pobres, abusando y acabando con la riqueza del país. Es más que sabido que Evita encargó miles de alpargatas para repartirlas entre los pobres, y luego se negó a pagar la factura, dando las gracias al infeliz fabricante por la generosidad de su regalo.

Entre la clase obrera, Evita se convirtió en todo un símbolo. Los pobres y los más desafortunados la idolatraban. Mi abuela, María Elena Solanas, nos contó una increíble historia sobre los tiempos en que iba al cine con su prima Susana. La cara de Evita apareció en pantalla, como siempre antes de la película, y Susana susurró a mi madre que estaba claro que Evita se teñía de rubio. Cuando la película hubo terminado, una jauría de mujeres enfadadas la llevó a rastras al servicio y le cortó el pelo. Tal era el poder de Evita Perón. Llevaba a la gente a la locura.

Sin embargo, a pesar de su poder y de su prestigio, la clase alta la veía poco menos que como a una mujerzuela cualquiera que había salido de la pobreza a base de acostarse con quien le convenía a fin de convertirse en la mujer más rica y famosa del mundo. Pero los que así opinaban eran una minoría. Cuando murió, en 1952, a la edad de treinta y tres años, dos millones de personas acudieron a su funeral, y sus obreros pidieron al Papa que la hiciera santa. Fue un especialista español, el doctor Pedro Ara, quien embalsamó su cuerpo como quien hace una figura de cera, y después de ser enterrada en varios lugares secretos repartidos por todo el mundo por temor a que acabara siendo objeto de culto, terminó reposando junto a los oligarcas que tanto odiaba en el elegante cementerio de La Recoleta de Buenos Aires, en 1976.

Después de que Perón se exiliara, el Gobierno cambió innumerables veces debido a la intervención de los militares. Si el Gobierno en curso no era satisfactorio, los militares intervenían y lo derrocaban. Mi padre decía que echaban a los políticos antes de darles una oportunidad. De hecho, la única vez que estuvo de acuerdo con la intervención de los militares fue en 1976, cuando el general Videla derrocó a la incompetente Isabelita, la segunda esposa de Perón, que había accedido a la presidencia cuando él murió, después de su breve regreso en 1973.

Cuando le pregunté a mi padre por qué los militares tenían tanto control, me dijo que en parte se debía a que fueron militares españoles los que conquistaron Latinoamérica en el siglo dieciséis.

– Los militares son como prefectos escolares con armas -me dijo en una ocasión. A mis ojos de niña, su explicación tenía pleno sentido: ¿puede haber alguien más poderoso?

No sé realmente cómo se las ingeniaron con tantos cambios -algunos de ellos tan bruscos-, pero mi familia estuvo siempre lo suficientemente acertada para estar en el lado correcto del Gobierno que ostentaba el poder.

Durante esa época tan peligrosa, el secuestro era una amenaza real para una familia como la mía. Santa Catalina estaba protegida por grandes medidas de seguridad. Sin embargo, para los niños, los hombres que habían contratado para que nos protegieran no eran más que parte del lugar, como José y Pablo, y nunca cuestionamos su existencia. Deambulaban por la granja con sus gordas barrigas rebosando por encima de los pantalones caqui y retorciéndose los gruesos bigotes bajo aquel terrible calor. Santi imitaba su forma de andar: una mano en el arma y con la otra rascándose el estómago o enjugándose el sudor de la frente con un pañuelo sucio. Si no hubieran estado tan gordos, habrían resultado amenazadores, pero para nosotros estaban allí sólo para que nos burláramos de ellos, o como parte de nuestros juegos. Siempre era un reto sacar de ellos el mejor partido.

También nos acompañaban a la escuela. El abuelo Solanas había sobrevivido a un intento de secuestro, por eso mi padre se aseguró de que, en la ciudad, los guardaespaldas nunca se separaran de nosotros. Mi madre habría estado encantada si hubieran secuestrado al abuelo O'Dwyer en vez de al abuelo Solanas, pero dudo de que hubieran pagado el rescate que pidieran por él. Aunque, pensándolo bien, ¡Dios se apiade del secuestrador que sea tan idiota como para habérselas con el abuelo O'Dwyer!

En la ciudad, era normal que los niños aparecieran en el colegio escoltados por guardaespaldas. Yo coqueteaba con ellos a la hora del té. Esperaban a las puertas del edificio a pleno sol de mediodía, riéndose de historias sobre chicas y armas. La verdad es que si hubiera habido algún intento de secuestro, esos inútiles habrían sido los últimos en enterarse. Sin embargo, disfrutaban hablando conmigo. María, la hermana de Santi, siempre tan cauta, me pedía, ansiosa, que volviera al patio. Cuanto más se empeñaba ella, peor me portaba yo. Una vez, cuando mamá vino a buscarme porque Jacinto, el chófer, se había puesto enfermo, casi le da un síncope cuando todos los guardaespaldas me saludaron por mi nombre. Cuando Carlito Blanco me guiñó el ojo, creí que mamá iba a explotar de rabia; se le puso la cara colorada como uno de los tomates de Antonio. Después de eso, tomar el té en el colegio perdió toda su gracia. Mamá habló con la señorita Sarah y me prohibieron acercarme a las puertas de la escuela. Dijo que los guardas eran «gente vulgar» y que no debía hablar con gente que no fuera de mi clase. Cuando tuve edad suficiente para comprender, el abuelo O'Dwyer me contó historias que me ayudaron a darme cuenta de lo ridículo que era ese comportamiento viniendo de ella.

No entendía el miedo a la «guerra sucia», como la llamaban cuando a mediados de los setenta, tras la muerte de Perón, los militares empezaron a deshacerse de todos los que se oponían a su poder. No llegué a entenderlo hasta que después de muchos años volví y descubrí que se había colado por las rendijas de Santa Catalina y se había apoderado de la hacienda. No estaba allí cuando hizo pedazos a mis seres más queridos y nuestra casa fue ocupada por desconocidos.

Qué extraña es la vida, qué inesperada. Yo, Sofía Solanas Harrison, miro atrás y, al ver las diversas aventuras que he vivido, pienso en lo lejos que queda ahora la granja argentina de mi niñez. Las llanuras de la pampa han sido reemplazadas por las suaves colinas de la campiña inglesa y, a pesar de toda su belleza, sigo soñando con que esas colinas se separen y me dejen ver de nuevo cómo aquella vasta llanura surge entre los campos y resplandece bajo el sol argentino.

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