Noviembre, 1997
Qué extraño que una persona pueda amar a alguien durante toda su vida, que por muy lejos que estén uno del otro, por mucho que dure su separación, puedan llevar el recuerdo del otro en el corazón para toda la eternidad. Siempre había sido así para Sofía. Nunca había dejado de amar a Santi ni al pequeño Santiaguito. Sabía que no le hacía ningún bien, y, en cierto modo, había ya cerrado el libro, había escrito la última línea, antes de escribir la palabra «Fin». Se había desprendido de ellos. Los había echado al fondo del océano como si se tratara de un tesoro. Pero hay cosas que nunca mueren. Simplemente parecen aletargarse durante un tiempo.
Sofía se había ido de Argentina después de haber caído en desgracia en otoño de 1974. En ningún momento pensó que pasarían veinticuatro años hasta que volviera a pisar suelo argentino. No lo había planeado así. De hecho, jamás había hecho planes al respecto. Pero de algún modo los años se habían convertido en decenios, y un día el pasado reclamó su vuelta a casa.
Buenos Aires, 14 de octubre de 1997
Querida Sofía:
Hace mucho tiempo que no te escribo. Lo siento. Sé que perdiste el contacto con María hace muchos años. Por eso te escribo. No me es fácil decirte esto, pero debes saber que María se está muriendo de cáncer. La veo consumirse con cadadía que pasa. No tienes ni idea de lo difícil que es ver a alguien a quien quieres desaparecer poco a poco delante de tus ojos y no poder hacer nada por ayudarle. Me siento totalmente impotente.
Sé que las vidas de ustedes las han llevado en direcciones muy distintas, pero María te quiere mucho. Tu presencia aquí sería tremendamente positiva. Cuando te fuiste, dejaste un terrible vacío y una profunda tristeza que todos compartimos. Nunca esperamos que fueras a apartarnos de tu vida para siempre. Lamento que nadie haya hecho ningún esfuerzo por convencerte para que volvieras. No llego a comprender por qué ninguno de nosotros lo hizo. Deberíamos haberlo intentado. Me siento tan culpable… Te conozco, Sofía, y sé que habrás sufrido lo indecible en tu «exilio».
Por favor, querida Sofía, vuelve a casa, María te necesita, ha vida es un bien precioso; María ha sido quien me ha enseñado eso. Lo único que lamento es haber tardado tanto en escribir esta carta.
Con todo mi amor, Chiquita
La carta de Chiquita hizo estallar el torrente de recuerdos que Sofía llevaba reprimiendo desde hacía años. El enfebrecido torrente de imágenes cayó sobre ella, despertando a la amargura y el arrepentimiento de su largo letargo. María se está muriendo. María se está muriendo. Esas palabras le dieron mil vueltas en la cabeza hasta que no fueron más que sílabas vacías y sin sentido. Sin embargo, hablaban de muerte. La muerte. El abuelo O'Dwyer siempre decía que la vida es demasiado corta para las lamentaciones y para el odio. «Lo pasado, pasado está, y debe quedar ahí para siempre.» Echaba de menos al abuelo. En momentos como ese le necesitaba. Pero no era capaz de seguir su consejo cuando el pasado invadía su presente por todos sus poros. En ese instante deseó haber tenido la valentía de volver a casa años atrás. Eva tenía razón. Había dejado pasar demasiado tiempo. Tenía cuarenta años. ¡Cuarenta años! ¿Qué había sido de todos esos años? En ese momento María le parecía una perfecta desconocida.
Sofía leyó la carta con el corazón en un puño. Se preguntaba cómo la había encontrado Chiquita. Miró el sobre y vio que la dirección era correcta, incluso el código postal. Se quedó pensando, dando vueltas a la carta una y otra vez entre sus manos temblorosas. Entonces se acordó: Eva debía de habérsela pedido a Zaza. Se le revolvió el estómago. Después de todo ese tiempo, Argentina la había encontrado. Ya no tenía que seguir escondiéndose y se sintió agradecida por ello.
Habían pasado diez años desde que se había sentado bajo aquel arce con Eva. Diez años. Qué diferentes habrían sido las cosas si le hubiera hecho caso y hubiera vuelto a casa como ella le había sugerido, olvidando de una vez el pasado. Pero ahora, esos diez años más de distanciamiento, añadidos a los catorce anteriores, sumaban veinticuatro años. Toda una vida. ¿Sería posible revertir la descomposición de una relación después de tanto tiempo? ¿Se acordarían de ella?
Sofía salió a montar por las colinas heladas. Los campos parecían rociados por un pálido brillo azulado a medida que el sol salía por encima del bosque y empezaba a deshacer la escarcha. El cielo, de un azul aguamarina, resplandecía sobre el paisaje. No había en él ni una sola nube. Pensó con detenimiento en los últimos diez años de su vida. India había nacido en invierno de 1986. Con ella, Honor tenía por fin una hermanita con la que jugar. De hecho, al principio Honor no le había hecho el menor caso a la recién llegada, pero con el tiempo se habían hecho buenas amigas y lo hacían todo juntas, a pesar de los tres años y medio que se llevaban. Honor era independiente y descarada. India era tranquila como un pajarito.
Los años habían pasado muy deprisa. Habían sido años felices, años soleados, aunque bajo la frágil superficie de su felicidad se escondía el recuerdo siempre presente de Santi. Era raro el día en que no ocurriera algo que le recordara a él. Por muy fugaz que fuera la imagen, por muy breve que fuera el reconocimiento de la misma, Sofía no le olvidaba. Y todavía conservaba el cobertor de muselina de Santiaguito debajo del colchón, más por costumbre que por otra cosa. Tenía dos hijas que ocupaban por entero su corazón. Santiaguito se había perdido en algún lugar del mundo y sabía que nunca volvería a encontrarlo. Pero no podía desprenderse de él. El cobertor de muselina era lo único que conservaba de su pequeño y, de algún modo que no conseguía entender del todo, era todo lo que le quedaba de Santi. Por eso seguía allí, escondido bajo el colchón a pesar de la escasa atención que le prestaba.
Mientras galopaba por las colinas, era perfectamente consciente de estar viva. Pensó sobre la vida, la vida con toda su energía, con todas sus emociones, con toda la aventura que implicaba. María iba a dejarla con su marcha. De repente el pasado le pareció increíblemente importante porque jamás podría compartir su futuro con María. Sofía deseó aferrarse a él, pero el pasado se le escapaba entre los dedos como arena, sin dejarle más opción que la de seguir adelante. Tenía que ir a verla.
– Lamento que tu prima esté enferma, pero me alegra que por fin haya ocurrido algo que te haga reaccionar -fue la reacción de David cuando se enteró de la noticia. Sofía se mostraba remisa a dejar a las niñas, pero él le aseguró que podía ocuparse de ellas sin problema. Su viaje era demasiado importante. Sofía quería ir, aunque al mismo tiempo le preocupaba lo que encontraría allí. David sólo conocía parte de la historia. No tenía ni idea de que el hombre al que ella había amado estaba en Santa Catalina. Si lo hubiera sabido, seguramente no habría estado tan contento de dejarla ir. Sofía se preguntaba si su decisión de no decirle nada a David sobre Santi podría estar basada en un deseo inconsciente de dejar la puerta abierta a un futuro reencuentro con su primo. Por esa misma razón decidió no decirle a Dominique que se iba.
David insistió en que hiciera las maletas en seguida. No había tiempo que perder pensando en lo que se encontraría una vez allí. Le dijo que fuera práctica. Volvía para ver a María, no debía pIantearse nada más. La acompañó al aeropuerto con Honor e India, a quienes los aeropuertos les sugerían vacaciones y climas soleados, y le compró un montón de revistas para que se entretuviera durante el largo vuelo. Sofía se dio cuenta de que David estaba triste. Siempre adoptaba un tono de voz brusco cuando se ponía ansioso. Hablaba demasiado deprisa y se entretenía en detalles totalmente superfluos.
– Cariño, ¿quieres llevarte alguna novela? -dijo, cogiendo una de Jilly Cooper y dándole la vuelta para leer la contraportada.
– No. Tengo bastante con todas estas revistas -respondió Sofía, dando las gracias a India, que apareció en ese momento con un montón de caramelos-. Mi amor, no puedo comérmelos todos. Si son buenas con papá, les comprará algo -añadió, viendo a Honor abriendo una bolsa de chocolatinas que todavía no habían pagado.
Le costaba dejarlos. Se quedó un buen rato despidiéndose de ellos, por lo que India terminó echándose a llorar, demasiado nerviosa y estresada con tanta despedida. Aunque ya casi había cumplido once años, todavía dependía mucho de su madre y nunca se había separado de ella más de dos días. Honor, que ya era una muchachita orgullosa e independiente, rodeó con el brazo a su hermanita y prometió consolarla cuando estuvieran en el coche.
– No estaré fuera mucho tiempo, cariño. Volveré antes de que empiecen a echarme de menos -dijo Sofía, cogiendo a la pequeña en brazos-. Oh, te quiero mucho -suspiró, besando su mejilla húmeda.
– Yo también te quiero, mami -sollozó India, aferrándose al cuello de Sofía como un koala-. No quiero que te vayas.
– Papá cuidará de ti y pronto llegarán las vacaciones. Sólo hay que tener un poco de paciencia -respondió, secándole las lágrimas con el pulgar. India asintió e intentó ser fuerte.
Honor sonrió cuando besó a su madre y le deseó un buen vuelo, comportándose como un adulto y dando unas palmaditas en el tembloroso hombro de su hermana. David abrazó a su esposa y le deseó buena suerte.
– Llama en cuanto llegues -dijo, acercando sus labios a los de Sofía durante un largo instante. Mientras la besaba rezó para que volviera a casa sana y salva. Sofía dijo adiós con la mano a su pequeña familia antes de desaparecer por el control de pasaportes. India consiguió esbozar una sonrisa, pero, una vez que su madre se fue, se echó a llorar de nuevo. David la cogió de la mano y los tres se fueron a casa.
Sólo cuando Sofía estuvo a punto de aterrizar en Buenos Aires empezó a ser consciente de la realidad de la situación. Hacía veinticuatro años que no pisaba suelo argentino. Durante todo ese tiempo no había visto a su familia, aunque había sabido por Dominique que sus padres habían intentado desesperadamente localizarla al principio. Resentida con ellos por haberla enviado al extranjero, Sofía había disfrutado perversamente haciéndolos sufrir. Dominique la había protegido. Pero, a medida que pasaba el tiempo, cada vez se le hacía más difícil soportar la añoranza de los suyos, hasta que había tenido que admitir que el orgullo era lo único que le impedía volver.
David había intentado en innumerables ocasiones animarla a que fuera a ver a su familia.
– Iré contigo. Estaré a tu lado. Iremos juntos. Tienes que quitarte de encima toda esa amargura -le había dicho. Pero Sofía no se había visto capaz de dar el paso. Su orgullo había podido más. En ese momento se preguntaba cómo iba a reaccionar su familia cuando la vieran.
En su mente todavía podía ver y oler su país como lo había dejado hacía más de veinte años. No estaba preparada para el cambio, pero a medida que el avión descendía sobre las pistas del aeropuerto de Eseiza, al menos la silueta de la ciudad, bañada por la luz rosada del amanecer, era muy parecida a cómo la recordaba. Estaba totalmente embargada por la emoción. Volvía a casa.
Nadie había ido a buscarla al aeropuerto, aunque, ¿qué esperaba? No estaban enterados de su llegada. Sabía que debería haber llamado, pero ¿a quién? Había preferido arreglárselas sola. No había nadie a quien hubiera podido recurrir, nadie. En los viejos tiempos se habría puesto en contacto con Santi, pero esos tiempos habían pasado.
En cuanto pisó el aeropuerto de Eseiza, sintió en la nariz el olor fuerte y reconocible a aire húmedo y acaramelado. Notó la humedad en la piel y se dejó navegar por el mar revuelto de sus recuerdos. Miró a su alrededor y se fijó en los oficiales de piel oscura que se paseaban por el aeropuerto con aires de importancia, envarados y autoritarios con su uniforme almidonado. Mientras esperaba a que saliera el equipaje, observó a los demás pasajeros, y, cuando se detuvo a escuchar sus conversaciones y percibió su burbujeante acento argentino, tuvo la sensación de que de verdad estaba en casa. Mudando su piel inglesa como una serpiente, pasó por el pasillo de aduanas como la porteña que solía ser.
Al otro lado de la salida, un océano de caras morenas iba de aquí para allá, algunos con carteles en los que habían escrito los nombres de los pasajeros a los que esperaban, otros con sus hijos e incluso con sus perros, gritando y ladrando mientras esperaban a familiares y amigos que llegaban de tierras lejanas. Sus ojos negros miraron a Sofía cuando empujó el carrito entre la multitud, que se abrió como el Mar Rojo para dejarla pasar.
– ¿Taxi, señora? -preguntó un mestizo de pelo negro, retorciéndose la punta del bigote con dedos perezosos. Sofía asintió.
– Al Hospital Alemán -respondió.
– ¿De dónde es usted? -preguntó el hombre, empujando su carrito hacia la deslumbrante luz de la mañana. Sofía no estaba segura de si se detuvo en seco a causa de la intensidad de la luz o porque el taxista acababa de preguntarle de dónde era.
– De Londres -respondió dudosa. Obviamente hablaba español con acento extranjero.
Una vez en el taxi, se sentó junto a la ventanilla abierta, que bajó todo lo que pudo. El conductor encendió un cigarrillo y puso en marcha la radio. Sus manos secas y morenas acariciaron durante un instante la fría estatuilla de la Madonna que colgaba del retrovisor antes de encender el motor.
– ¿Le interesa el fútbol? -le gritó-. Argentina ganó a Inglaterra en la Copa del Mundo de 1986. Supongo que sabrá quién es Diego Maradona.
– Mire, soy argentina, pero vivo en Inglaterra desde hace veinticuatro años -replicó exasperada.
– ¡No! -balbuceó, arrastrando la «o» en un largo suspiro.
– Sí -le respondió con firmeza.
– ¡No! -balbuceó él de nuevo, incapaz de creer que alguien pudiera querer irse de Argentina-. ¿Cómo se sintió durante la guerra de las Malvinas? -preguntó, mirándola por el retrovisor. Sofía hubiera preferido que mirara hacia delante, pero los años de residencia en Inglaterra habían suavizado sus modales. Si hubiera sido una auténtica argentina, le habría pegado cuatro gritos. El taxista pegó un bocinazo al coche que acababa de detenerse justo delante y tuvo que invadir el carril contrario, amenazando con el puño al conductor del otro vehículo que, igualmente iracundo, sacó el puño por la ventana y lo agitó en el aire, furibundo.
»¡Boludo! -suspiró, meneando la cabeza y dando una larga chupada al cigarrillo que le colgaba a un lado de la boca-. ¿Cómo se sintió? -volvió a preguntar.
– Fue una situación muy difícil. Mi esposo es inglés. Fue muy difícil para los dos. Ninguno de los dos queríamos la guerra.
– Ya lo sé, fue una guerra entre Gobiernos. No tuvo nada que ver con lo que la gente quería. Ese cabrón, Galtieri… Estuve en la Plaza de Mayo en 1982 aplaudiéndole por haber invadido las islas. Meses más tarde volví a la plaza a reclamar su sangre. Fue una guerra innecesaria. Tanta sangre derramada, y ¿para qué? Pura distracción. Eso es lo que fue, pura distracción.
Mientras avanzaban a trompicones hacia la autopista que llevaba directamente al centro de Buenos Aires, Sofía miró por la ventana y vio un mundo que se abría ante sus ojos como un viejo amigo al que le hubiera cambiado la expresión de la cara. Era como si alguien hubiera transformado todos sus recuerdos, puliendo la herrumbre con la que había crecido y que tanto había querido. Mientras recorría la ciudad vio que los parques estaban muy limpios y llenos de parterres de flores cuidados con esmero. Los escaparates de las tiendas tenían relucientes marcos de bronce y mostraban las últimas colecciones europeas. Buenos Aires se parecía más a París que a una ciudad de Sudamérica.
– Parece increíble lo que ha cambiado la ciudad -dijo-. Da la sensación de ser una ciudad muy…, bueno, supongo que la palabra es «próspera».
– ¿Dice usted que hace veinticuatro años que no venía? ¡Qué barbaridad! Se perdió la época de Alfonsín, cuando la inflación llegó a tal punto que tenía que cambiar las tarifas todos los días, incluso dos veces al día. Llegó un momento en que sólo aceptaba dólares. Era la única forma de no perder dinero. La gente perdía todos sus ahorros en cuestión de horas. Fue terrible. Pero ahora las cosas están mejor. Menem ha sido un buen presidente. Muy bueno -dijo, asintiendo en señal de aprobación-. El austral fue sustituido por el peso, cuyo valor se igualó al del dólar. Eso lo cambió todo. Ahora volvemos a depender de nuestra moneda y estamos muy orgullosos de ello. Un dólar por un peso, ¿se imagina?
– Las calles están fantásticas. Mire esas boutiques.
– Debería ver los centros comerciales. El Patio Bulrich y ahora el Paseo Alcorta. Es como estar en Nueva York. Las fuentes, los cafés, las tiendas… Es increíble como ha aumentado la inversión extranjera.
Sofía miró por la ventana cuando pasaban junto a un parque exquisitamente cuidado.
– Las empresas cuidan de los parques. Les hace buena publicidad, y de paso están limpios y nuestros niños pueden jugar en ellos -dijo, orgulloso.
Sofía dejaba vagar la mente mientras inspiraba el olor a diesel mezclado con el aroma de los arbustos y de las flores del parque y el olor dulzón del chocolate con churros de los quioscos. Vio a un niño de piel morena cruzando la calle en dirección al parque que llevaba a unos veinte perros de raza trotando alegremente tras él. Cuando el conductor puso el partido de fútbol entre el Boca, del que sin duda era aficionado, y el River Plate, Sofía supo que podía olvidarse de él. Cuando el Boca marcó, el taxista dio un giro tan brusco en mitad de la calle que habrían chocado si los demás coches no hubieran hecho lo mismo. De nuevo volvió a sacar el puño por la ventana y pegó un bocinazo a los otros coches para expresar su alegría. Sofía miró a la pequeña Madonna de porcelana balanceándose en el retrovisor y minutos después se vio totalmente atrapada en el ritmo hipnótico de su balanceo.
Por fin el taxi se detuvo frente a la puerta del Hospital Alemán y Sofía pagó con pesos, esa moneda que tan poco familiar le resultaba. En otros tiempos nadie bajaba de un taxi hasta que lo hubiera hecho el taxista, por temor a que el chófer saliera huyendo con las maletas del pasajero, pero Sofía estaba demasiado ansiosa por bajar del coche. Estaba mareada. El conductor puso las dos maletas en la acera y volvió a su radio. Sofía vio cómo se alejaba dando bandazos calle arriba hasta desaparecer en la marea de coches que llenaba la calle.
Sobreexcitada y totalmente agotada tras las trece horas de vuelo, entró directamente al hospital con sus maletas y preguntó por María Solanas. Cuando mencionó su nombre, la enfermera frunció el ceño durante una décima de segundo antes de asentir.
– Ah, sí -dijo. No estaba acostumbrada a que la gente usara el nombre de soltera de María-. Usted debe de ser su prima. Nos ha hablado mucho de usted. -Sofía sintió que le subían los colores. Se preguntaba qué era exactamente lo que María le habría contado-. Está usted de suerte. Vuelve a casa esta tarde. Si llega a venir más tarde no la encuentra.
– Oh -respondió Sofía sin saber qué decir.
– Llega usted muy temprano. Normalmente no aceptamos visitas hasta las nueve.
– Vengo de Londres -explicó casi sin fuerzas-. María no sabe que he venido. Quería estar un rato a solas con ella antes de que llegue la familia. Estoy segura de que usted lo entenderá.
– Naturalmente -asintió la enfermera con actitud compasiva-. Ya he visto sus fotografías. A María le encanta enseñarnos sus fotos. Parece usted… -dudó, visiblemente incómoda, como si de repente se hubiera dado cuenta de que estaba a punto de dar un paso en falso.
– ¿Más vieja? -sugirió Sofía, intentando facilitarle las cosas.
– Quizá -murmuró la enfermera y le brillaron los ojos-. Estoy segura de que se alegrará mucho de verla. ¿Por qué no sube? Está en la segunda planta, habitación 207.
– ¿Cómo está? -se atrevió a preguntar, intentando prepararse un poco antes de ver a su prima.
– Es una mujer muy valiente, y muy popular. Todo el mundo le ha tomado mucho cariño a la señora Maraldi.
Sofía se dirigió al ascensor. «Señora Maraldi.» El nombre le sonaba totalmente ajeno. De repente María pareció alejarse más aún, como un pequeño barco desapareciendo en la niebla. En Inglaterra Sofía había intentado asimilar la noticia de la enfermedad de su prima, pero en aquel entonces había parecido tan distanciada de su vida que no la había afectado como lo estaba haciendo en ese momento. El olor a detergente, el sonido de sus zapatos sobre el reluciente suelo de plástico de los largos pasillos del hospital, las enfermeras moviéndose con decisión de un lado a otro con bandejas llenas de medicamentos y la tristeza siempre presente en esos sitios fueron calando en su mente hasta que de pronto tuvo miedo, miedo de ver a su prima después de tanto tiempo, miedo de no reconocerla. Miedo de no ser bienvenida.
Dudó unos instantes al llegar a la puerta de la habitación. No estaba segura de lo que iba a encontrar al otro lado. Se armó de valor y entró. A la pálida luz de la mañana vio la silueta de una figura desconocida bajo las sábanas blancas. Pensó que por error se había metido en la habitación de algún pobre inválido que dormía tranquilamente en la penumbra. Avergonzada, balbuceó una rápida disculpa. Pero entonces, cuando ya se disponía a girarse para salir, una débil voz la llamó por su nombre.
– ¿Sofía?
Se giró de nuevo y parpadeó para poder ver mejor. Sin duda era su angelical amiga la que, macilenta y gris, le sonreía desde la cama. Con un nudo en la garganta, se acercó tambaleándose hasta ella y, arrodillándose en el suelo, hundió la cara en la mano de María. María estaba demasiado sorprendida para poder hablar, y Sofía demasiado emocionada para poder mirar a su prima. No se movió durante un buen rato, destrozada por lo que acababa de ver. La enfermedad de María la había transformado por completo. Estaba tan cambiada que Sofía jamás la habría reconocido.
Sofía tardó en recobrar la compostura. Cuando por fin consiguió alzar la vista y mirar a su prima, volvió a dejarse llevar por el dolor. Mientras ella era presa del llanto, María permanecía calmada y serena. Por fin Sofía pudo verla claramente. Pálida y demacrada, María la miraba sin dejar de sonreír, a pesar de la enfermedad que le estaba robando la vida.
– No sabes cuánto deseaba volver a verte. Te he echado muchísimo de menos -susurró, no porque no tuviera fuerzas para hablar, sino porque el momento era demasiado sagrado para estropearlo hablando en voz alta.
– Oh, María, yo también te he echado mucho de menos. No te imaginas cuánto -sollozó Sofía.
– Qué gracioso, ¡hablas español con acento extranjero! -exclamó María.
– ¿En serio? -respondió Sofía sin disimular su tristeza. Otra parte de sus raíces que había perdido con los años.
– ¿Quién te lo dijo? -preguntó María, mirándola a los ojos.
– Tu madre. Me envió una carta.
– ¿Mi madre? No tenía ni idea de que tuviera tu dirección. Supongo que no quiso decirme nada por si no venías. Qué divina -dijo, y sonrió con la sonrisa agradecida y tímida de la joven que atesora cada gesto amable, porque frente a la muerte el amor es el único consuelo-. Tienes muy buen aspecto -dijo, acariciándole la mejilla y secándole las lágrimas-. No estés triste. Soy más fuerte de lo que parece. Es porque se me ha caído el pelo -sonrió-. Ya no tengo que preocuparme de lavármelo. ¡Qué alivio!
– Te pondrás bien -insistió Sofía.
María meneó tristemente la cabeza.
– No, no voy a ponerme bien. De hecho estoy desahuciada, por eso me mandan de vuelta a Santa Catalina.
– Pero tienen que poder hacer algo. No pueden darse por vencidos. Tienes tanto por lo que vivir…
– Lo sé. Para empezar, mis hijos. No puedo dejar de pensar en ellos. Aunque sé que crecerán rodeados de mucho amor. Eduardo es un buen hombre. Pero, bueno, basta ya de tanta negatividad, no tiene sentido. Has vuelto a casa, eso es lo importante. No sabes lo feliz que me has hecho -concluyó, y sus grandes ojos se llenaron de lágrimas.
– Háblame de tu marido. Tengo la sensación de que después de tantos años no sé nada de ti. Por favor, háblame de él.
– Bueno, es médico. Es alto, desgarbado y muy cariñoso. No podría amar a otro hombre como le amo a él. Me hace sonreír por dentro. Ha sido muy fuerte desde que empezó todo.
– ¿Y tus hijos?
– Tenemos cuatro.
– ¡Cuatro! -exclamó Sofía, impresionada.
– Eso no es nada en este país, ¿o ya no te acuerdas?
– No puedo creer que con ese cuerpecito hayas sido capaz de tener tantos.
– No era tan pequeño en aquel entonces, te lo aseguro. Nunca fui pequeña -se rió.
– Quiero conocerlos. ¡También son primos míos!
– Los conocerás. Los verás a todos en Santa Catalina. Vienen a verme a diario. Eduardo llegará en cualquier momento. Viene por la mañana y después de comer, y pasa casi toda la tarde conmigo. Tengo que obligarle a que se vaya a casa, o que vuelva al trabajo. Está agotado. Me preocupa, y también me preocupa cómo se las arreglará cuando yo ya no esté. Al principio él era mi roca, pero ahora, a pesar de mi enfermedad, siento que soy yo la suya. No soporto pensar que voy a dejarle.
– No puedo creer con qué calma te enfrentas a la muerte -dijo Sofía en voz baja, y sintió en su corazón una corriente de amor y de tristeza. Ante el valor que demostraba María, no pudo evitar pensar en lo egoísta y orgullosa que había sido y la mezquindad de su actitud se le antojó casi insultante. Oh, qué frustrante darte cuenta de tus errores cuando ya es demasiado tarde para corregirlos, pensó con tristeza. Ninguna de las dos se atrevió a mencionar a Santi.
– ¿Y qué fue de la Sofía con la que crecí? ¿Quién ha conseguido domarte?
– María, tú nunca fuiste así de fuerte. Por Dios, siempre fui yo la fuerte.
– No, tú siempre fingías ser la fuerte, Sofía. Eras mala y rebelde porque buscabas la atención de tu madre, Ella concentró todo su cariño en tus hermanos.
– Quizá tengas razón.
– He pasado por momentos de mucho miedo, de desesperación, créeme. He preguntado: «¿Por qué yo? ¿Qué he hecho para merecer este horrible final?» Pero acabas por aceptarlo e intentar que tus últimos días sean lo más felices posible. He puesto mi fe en Dios. Sé que la muerte no es más que una puerta a otra vida. No es un adiós, sino un hasta luego. Tengo fe -dijo, serena. Sofía estuvo convencida de que María había encontrado algún tipo de paz interior.
»¿Así que te casaste con un productor teatral? -preguntó María, animándose.
– ¿Cómo lo sabes? -saltó Sofía sin disimular su sorpresa.
– Porque leí un artículo sobre ti en un periódico durante la guerra de las Malvinas.
– ¿En serio?
– Sí, sobre una argentina que vivía en Londres durante el conflicto. Había una foto tuya. Todos te vimos.
– Qué raro. En aquellos momentos pensé mucho en todos ustedes. Sentía que estaba traicionando a mi país -confesó Sofía, recordando esos tiempos difíciles en que tenía el corazón dividido entre su país de origen y su nuevo país de adopción.
– Qué inglesa te has vuelto. ¡Quién lo habría dicho! ¿Cómo es él?
– Oh, mucho mayor que yo. Cariñoso, inteligente y un padre maravilloso. Me trata como a una princesa -dijo Sofía con orgullo, recordando de pronto la cara inteligente de David.
– Me alegro por ti. ¿Cuántos hijos?
– Dos niñas. Honor e India.
– Qué nombres tan bonitos. Honor e India -repitió-. Muy ingleses.
– Sí -respondió, recordando a India llorando en el aeropuerto. Durante unos segundos una punzada de ansiedad la debilitó antes de que las preguntas de María la devolvieran al presente.
– Siempre supe que acabarías relacionada con el teatro. Fuiste una prima donna desde que naciste. ¿Te acuerdas de las obras de teatro que representábamos cuando éramos pequeñas?
– Yo siempre hacía de niño -se rió Sofía.
– Bueno, los niños nunca querían participar. ¡Qué vergüenza! -suspiró María-. ¿Te acuerdas que obligábamos a los mayores a que pagaran para vernos?
– Claro que me acuerdo. ¿Qué hacíamos con el dinero?
– Supuestamente se dedicaba a obras de caridad, aunque creo que nos lo gastábamos en el quiosco.
– ¿Te acuerdas de cuando Fercho retó a Agustín a correr desnudos en nuestro baile de fin de curso?
– Sí, claro. Mi querido Fercho. ¿Sabes que está en Uruguay? -suspiró tristemente María.
– Sí. Vi a Eva Alarcón. ¿Te acuerdas de Eva?
– Naturalmente. Se casó con tu Roberto.
– Nunca fue mi Roberto -saltó Sofía a la defensiva-. En fin, estuvieron en Inglaterra y me pusieron un poco al día.
– Agustín sigue en Washington. Viene a vernos una vez al año, aunque a su mujer no le gusta demasiado venir. Pobre Agustín, cuando puede volver siempre lo hace solo. No me gusta demasiado su esposa. Creo que Agustín merece algo mejor. Pero Rafa está aquí con Jasmina. Tienen unos hijos preciosos. Te encantará Jasmina.
María le contó a Sofía cuanto pudo sobre lo ocurrido durante sus años de ausencia. Lo deseaba. Creía que quizás al contárselo a su prima tendría la sensación de que no habrían pasado tantos años. Sofía la escuchaba, a menudo conmovida, a veces divertida, mientras su prima le contaba su vida y la de la gente de su familia desde el momento de su partida.
Cuando María terminó de hablar, Sofía seguía de rodillas junto a su cama, apretando la mano de su prima entre la suya. Había sido una joven muy voluptuosa. «Una mujer muy femenina», así se había referido a ella Paco en una ocasión. Ahora estaba macilenta y había perdido todo el pelo, pero su sonrisa todavía encerraba aquellos momentos de inocencia que habían compartido en Santa Catalina, y deseó de corazón poder dar marcha atrás al reloj y volver a vivirlos.
– Sofía, todos estos años… -suspiró María visiblemente triste.
– Oh, María, no puedo hablar de eso ahora -dijo Sofía, silenciándola con un ademán.
– Sofía, lo siento muchísimo.
– Yo también. Jamás debí ausentarme durante tanto tiempo. Debería…
– Déjame hablar. No sabes toda la verdad.
La vergüenza embargaba el rostro de María.
– ¿A qué te refieres, María? ¿Qué verdad?
El remordimiento brilló en los enormes ojos marrones de María. Tragó con dificultad, intentando controlar las emociones que luchaban por salir a la superficie, arrastrando con ellas la culpa que durante años había ido llenándole de veneno la conciencia.
– Te mentí, Sofía. Te mentí y también a Santi -dijo, girando la cara. No se atrevía a mirar a su prima a los ojos. Estaba demasiado avergonzada.
– ¿Cómo? ¿A qué te refieres?
De repente Sofía sintió que una corriente de aire helado se colaba por la puerta entreabierta del cuarto. «Por favor, tú no, María. Tú no», rezó en silencio.
– Cuando supe que mi hermano y tú habían sido amantes, me puse furiosa. Tú siempre me lo contabas todo y sin embargo me habías dejado totalmente al margen. Fui una de las últimas en enterarme y se suponía que eras mi mejor amiga -empezó mientras grandes lagrimones iban cayéndole por las mejillas e iban a dar después sobre la almohada.
– María, no podía decírtelo. No podía decírselo a nadie. Mira cómo reaccionaron nuestros padres cuando lo supieron. No había forma alguna de que me dejaran casarme con mi primo. ¡Era una deshonra!
– Lo sé, pero me sentí dejada de lado y luego te fuiste. Nunca me escribiste. Sólo escribías a Santi. Ni siquiera me mandaste una nota. Fue como si yo no te importara nada. Nada.
De pronto Sofía se dio cuenta de lo que María estaba intentando decirle.
– Impediste que él leyera mis cartas, ¿verdad? -dijo despacio a pesar del torbellino que se le había formado en la cabeza. Jamás lo habría creído si María no se lo hubiera dicho personalmente. La venganza no era propia de ella. Sin embargo, no podía odiarla. Estaba a punto de morir. No, no podía odiarla.
– Vi lo preocupada que estaba mamá. No había forma de consolarla. Todos nos sentíamos traicionados y muy, muy tristes. La familia se quedó destrozada por lo ocurrido. Mamá y Anna apenas se hablaron durante un año, y pasó mucho tiempo antes de que las cosas volvieran a la normalidad. Santi tenía un futuro brillante. Papá estaba desesperado ante la posibilidad de que fuera a tirarlo por la borda por tu culpa. Así que te escribí y…
– Me dijiste que se había enamorado de Máxima Marguiles.
Esa carta había hecho añicos los sueños de Sofía, como si el espejo en que se reflejaban sus deseos más profundos se hubiera trizado en mil pedazos. El año que había pasado en Ginebra había sido el más duro de su vida. Ahora se explicaba por qué Santi nunca le había escrito: había estado esperando noticias suyas. No sabía cómo localizarla. Después de todo, la había estado esperando como ella a él. No había dejado de amarla.
El peso de esas revelaciones le quebró el alma y tuvo que sentarse en el suelo, muda de incredulidad, vacía de cualquier sentimiento. Había vivido los últimos veinticuatro años de su vida sobre un malentendido, sobre una mentira. María nunca podría llegar a entender lo que había hecho.
– Por favor, Sofía, perdóname. Por favor, intenta entender por qué lo hice. Mentí. Santi ni siquiera conocía a ninguna Máxima Marguiles. Estaba destrozado sin ti.
María inspiró hondo y cerró los ojos. Parecía muy frágil y muy cansada. Tenía la piel seca y sin vida. Cuando cerró los ojos, Sofía tuvo la sensación de que estaba muerta, excepto por el débil movimiento de su pecho al respirar.
Sofía se dejó caer pesadamente sobre el suelo de linóleo, recordando las largas horas que había pasado anhelando y rezando para que Santi se reuniera con ella. Ahora entendía por qué nunca había aparecido.
– Pero podrías haber vuelto, Sofía. No tenías que haberte ido para siempre.
– María, ¡yo no me fui! ¡Me echaron! -le soltó Sofía furiosa.
– Pero nunca volviste. ¿Por qué? Por favor, dime que no fue sólo por mi culpa -abrió los ojos e imploró a su prima con la mirada-. Por favor, dime que no fue sólo por lo que te dije.
– No he vuelto porque…
– Aquí estaba tu casa. Todos te querían. ¿Por qué lo tiraste todo por la borda?
– Porque… -empezó, desesperada.
– ¿Por qué no volviste cuando dejaron de estar enamorados? Me he sentido terriblemente culpable todos estos años. Por favor, dime que no fue porque me despreciabas. ¿Por qué, Sofía? ¿Por qué?
– Porque si no podía tener a Santi no había nada para mí en Argentina ni en Santa Catalina. Sin él no tenía sentido volver.
María miró a Sofía y en la expresión de su rostro la autocompasión dejó lugar al más puro asombro.
– ¿Tanto amabas a mi hermano? Lo siento muchísimo -dijo bajando la voz.
Sofía no podía hablar. Tenía un nudo en la garganta. Estaba totalmente atontada por la angustia. María la miró con ojos solícitos.
– Entonces toda la culpa es mía -dijo visiblemente entristecida-. Me equivoqué. No tenía derecho a meterme en tu vida. No tenía derecho a apartarte del hombre al que amabas.
Sofía meneó la cabeza y sonrió con amargura.
– Nadie le apartó de mí, María. Amaré a Santi hasta el día de mi muerte.
Las palabras de Sofía apenas habían tenido tiempo de calar en María cuando la puerta se abrió de golpe y Santi entró en el cuarto. Sofía seguía sentada en el suelo. La luz del sol bañaba la habitación y tuvo que parpadear para poder ver con claridad. En un primer momento Santi no la reconoció. Sonrió educadamente. Sus ojos verdes, esos ojos que tan bien conocía Sofía, revelaban una tristeza que antes no tenían. El brillo de la juventud había sido sustituido por las arrugas, unas arrugas que dibujaban en su rostro la sabiduría y el encanto de la madurez. También él había ganado peso, pero seguía siendo Santi, el mismo e irremplazable Santi.
De pronto una chispa de reconocimiento le cambió la cara y se puso rojo antes de perder por completo el color.
– ¿Sofía? -balbuceó.
– Santi.
Sofía estuvo a punto de echarse en sus brazos y hundir la cabeza en lo más recóndito y familiar de su olor, pero una mujer morena y menuda entró en la habitación detrás de él, seguida de un hombre alto y delgado, así que Sofía no tuvo otra elección que seguir junto a María.
– Sofía, te presento a Claudia, la mujer de Santi, y a Eduardo, mi marido -dijo María, percibiendo lo incómoda que estaba Sofía. Habría sido imposible prepararse para ese momento. Aunque sabía desde hacía años que, como ella, también Santi se había casado, en sus sueños él seguía esperándola. Sofía se levantó, presa de la desilusión. Dio la mano a los recién llegados, ignorando deliberadamente la costumbre argentina de dar dos besos al saludar. No se veía capaz de besar a la mujer que había ocupado su lugar en el corazón de Santi.
– Tengo que irme, María -dijo, desesperada por salir de la habitación. Tenía que salir de allí. Necesitaba quedarse a solas para pensar en todo lo que había ocurrido.
– ¿Dónde te alojas? -le preguntó su prima.
– En el Alvear Palace.
– Quizá Santi pueda llevarte a Santa Catalina, ¿verdad, Santi?
– Claro -balbuceó él al tiempo que asentía, totalmente confundido, sin dejar en ningún momento de mirar a Sofía.
Cuando Sofía fue hacia la puerta y pasó por su lado, sus ojos se encontraron durante un segundo como lo habían hecho tantas veces en el pasado, y en ellos reconoció al Santi con el que había crecido y al que había amado. En ese breve instante fue consciente de que su regreso iba a provocarle más dolor que el que le había causado su partida veinticuatro años antes.