Lo mejor de lo mucho que la gran simpatía que Sofía sentía por Arie11a era hasta qué punto atormentaba con ello a Zaza. A Sofía le producía un enorme placer contarle el triunfante discurso de Ariella y ver cómo arrugaba la nariz de puro desdén. Ya había pasado un mes desde la fiesta, pero la curiosidad de Zaza por Ariella era insaciable y obligaba a Sofía a contarle la historia una y otra vez cada vez que se veían.
– ¿Cómo puede caerte bien? ¡Es una zorra! -boqueaba Zaza, encendiendo dos cigarrillos por error-. ¡Mierda! -exclamó, echando uno a la chimenea vacía-. No puedo creer que haya hecho eso.
– Estuvo fantástica. No sabes con qué elegancia le bajó los humos a Ian Lancaster… Tan digna y tan despiadada a la vez, tendrías que haberla visto. ¿Sabías que luego Ian me pidió disculpas? Maldito gusano. Naturalmente fui muy cortés con él, no quise rebajarme a su nivel, pero no quiero volver a verle en la vida -dijo con arrogancia.
– ¿De verdad te ha prometido David que no va a volver a verle?
– Sí, se acabó -respondió Sofía, pasándose un dedo por el cuello como fingiendo una ejecución-. Se acabó -repitió echándose a reír-. Ariella vino la semana pasada a recoger sus cuadros y no sólo se quedó a tomar el té sino que pasó aquí la noche. No podíamos parar de hablar. Yo no quería que se fuera -terminó, viendo sufrir a Zaza.
– ¿Y David?
– Lo pasado, pasado.
– Qué increíble -suspiró Zaza, arrancándose un pedazo de esmalte rojo que había empezado a despegársele de una uña-. Sois un par de excéntricos, la verdad.
– Oh, Dios mío, mira la hora que es. Tengo cita con el médico antes de encontrarme con David en su oficina a las cuatro -dijo Sofía, mirando el reloj-. Debo irme.
– ¿Para qué vas? -preguntó Zaza. Acto seguido intentó corregir su indiscreción-: Quiero decir que no te pasa nada, ¿verdad?
– Estoy bien, no te preocupes. Es sólo una rutinaria limpieza dental -dijo Sofía restándole importancia.
– Ah, bueno. Dale recuerdos a David de mi parte -dijo Zaza, estudiando con atención el rostro de Sofía. «Como que me creo que vas al dentista», pensó. Se preguntó si en realidad la visita tendría algo que ver con cierto ginecólogo.
Sofía llegó a la oficina de David a las cuatro y media. Estaba pálida y temblorosa, pero sonreía con esa sonrisa taimada de quien guarda un maravilloso secreto. La secretaria dejó rápidamente de hablar por teléfono con su novio y saludó con entusiasmo a la esposa del jefe. Sofía no esperó a ser anunciada y entró directamente en el despacho de su marido. Él la miró desde el escritorio. Sofía se apoyó en la puerta y le sonrió.
– Dios mío, ¿lo estás? -dijo David despacio con una ansiosa sonrisa-. ¿De verdad lo estás? Por favor, dime que sí -dijo quitándose las gafas con la mano temblorosa.
– Sí, David, lo estoy -le dijo echándose a reír-. No sé qué hacer conmigo misma.
– Oh, yo sí -dijo él, levantándose de un salto y corriendo hacia ella. La estrechó entre sus brazos y la abrazó con fuerza-. Espero que sea una niña -le susurró al oído-. Una Sofía en miniatura.
– Dios no lo quiera -se rió Sofía.
– No puedo creerlo -suspiró David, separándose de ella y poniéndole la mano sobre el estómago-. Aquí hay un pequeño ser humano que crece un poco cada día.
– No se lo digamos a nadie durante un par de meses, por si acaso -le pidió cautelosa. Luego recordó la expresión del rostro de Zaza-. He almorzado en casa de Zaza. Le he dicho que iba al dentista. Pero ya la conoces. Creo que sospecha algo.
– No te preocupes, la despistaré -dijo, dándole un beso en la frente.
– Pero sí quiero decírselo a Dominique.
– Muy buena idea. Díselo a quien tú quieras.
Sofía no sufrió las típicas náuseas matinales. De hecho, y para su sorpresa, se sentía increíblemente bien y en forma. David revoloteaba a su alrededor sin saber exactamente qué hacer, deseando implicarse y ser de alguna ayuda. Si su primer embarazo había sido una experiencia profundamente dolorosa, esta vez las cosas fueron totalmente distintas. Se sentía tan feliz que el recuerdo de Santiaguito fue perdiéndose en el olvido. David la colmaba de atenciones. Le compró tantos regalos que pasadas unas semanas Sofía tuvo que decirle que dejara de comprarle cosas porque ya no tenía dónde ponerlas. Hablaba a diario con Dominique, que prometió visitarla al menos una vez al mes.
Cuando, después del tercer mes, la pareja por fin rompió su silencio, Sofía empezó a recibir montones de flores y de regalos de amigos y de parientes de David. Como debido a su estado no podía montar a caballo, volvió a tocar el piano, y empezó a tomar clases tres veces por semana con un encantador octogenario cuya cara le recordaba a la de una tortuga. Visitaba regularmente al ginecólogo en Londres, y se gastaba cientos de libras en cosas para el bebé que le eran realmente necesarias. Como estaba segura de que iba a ser niña, elegía las cosas más femeninas que encontraba, y pidió a Ariella que pintara todos los personajes de Winnie the Pooh en las paredes de la habitación del bebé.
– Quiero que sea una habitación alegre y luminosa -dijo.
La obra de Ariella tuvo tal éxito que inauguró una moda que la llevó, pincel en mano, por todo Gloucestershire, copiando los personajes de E. H. Shepard.
– Cariño, hace demasiado frío en esta casa. ¿Le pasa algo a la calefacción? -se quejó un día, sin dejar de tiritar.
– Yo tengo un calor insoportable. Creo que es por culpa del embarazo -dijo Sofía, que iba por la casa en camiseta de tirantes.
– Puede que sí, pero ¿y nosotros? En serio, me sorprende que David no haya dicho nada.
– David es un ángel. El domingo pasado tuvo que salir a comprarme un bote de aceitunas. Tenía un antojo terrible. Si no comía aceitunas me daba algo.
– Ag, nunca me han gustado las aceitunas. Qué asco -dijo Zaza horrorizada-. Venga, abramos la caja, quiero enseñarte mi botín. No, cariño, tú no. Quédate ahí sentada y déjame a mí el trabajo duro -añadió autoritaria cuando Sofía intentó ayudarla a poner la caja sobre la mesita. Zaza abrió la cremallera con sumo cuidado, poniendo especial atención a no romperse una uña al hacerlo.
– Eran de Nick -dijo sacando unos pantalones de terciopelo rojo-. Preciosos, ¿no?
– Son perfectos para un niño de dos años -se rió Sofía-. Pero voy a tener una niña -dijo llevándose la mano a la barriga.
– ¿Tú cómo lo sabes? -dijo Zaza-. Por la forma de la barriga diría que va a ser niño. La mía era igual cuando estaba embarazada de Nick. Era una monada de niño.
– No, sé que va a ser una niña. Estoy segura.
– Sea lo que sea, mientras tenga cinco dedos en cada mano y cinco en cada pie, lo demás no importa.
– A mí sí me importa -dijo Sofía, pidiendo en silencio que fuera una niña-. Qué bonito -añadió, sacando un vestidito blanco-. Éste sí es para una niña.
– Era de Angela. Es precioso. Pero, claro, en seguida se hacen mayores y la ropa se les queda pequeña.
– Eres muy amable al dejármela -dijo Sofía, con un par de zapatitos en miniatura en las manos.
– No seas tonta. No te la estoy dejando. Te la estoy dando. Ya no la necesito.
– ¿Y Angela? Puede que algún día la necesite.
– ¿Angela? -soltó malhumorada-. Está en plena adolescencia y no hay quien la aguante. Dice que no le gustan los hombres y que está enamorada de una chica llamada Mandy.
– Probablemente te diga eso para hacerte enfadar -dijo Sofía maliciosamente.
– Pues lo está consiguiendo. Y no es que esa tal Mandy me preocupe.
– ¿Ah, no?
– No. A mí también me gustaron las mujeres en una época. Bueno, no le he puesto la mano encima a ninguna desde el colegio. Pero es que Angela está de un humor insoportable. Está hecha una maleducada y nos ha perdido el respeto, se gasta todo el dinero que le damos y luego nos pide más, como si el mundo le debiera algo. O por lo menos como si nosotros le debiéramos algo. Prefiero a Nick mil veces. Como siga así, no creo que vaya a necesitar nada de todo esto -dijo hundiendo sus garras rojas en un par de botitas de lana-. No, confío en que Nick me hará abuela algún día, aunque espero que tarde unos años. Todavía soy demasiado joven y atractiva para ser abuela. ¿Has visto a Ariella últimamente?
– No, hace días que no la veo. Está muy ocupada pintando.
– La verdad es que esa habitación ha quedado fantástica. Tiene mucho talento -dijo Zaza, arqueando las cejas y asintiendo con admiración.
– Vendrá a vernos el último fin de semana de marzo -la informó Sofía-. ¿Por qué Tony y tú no vienen también? A David le encantaría. Estarán también mis padres adoptivos, Dominique y Antoine. Será divertido. Te encantará Dominique.
– Oh, no sé. Ariella y yo nunca nos llevamos demasiado bien. Nunca me ha gustado -balbuceó pensativa.
– Pero de eso hace muchos años. Las dos han cambiado mucho. Si yo puedo querer a Ariella, estoy segura de que tú también podrás. Por favor, ven. Está muy bien esto de estar embarazada, pero no puedo montar a caballo y no tengo nada que hacer excepto practicar con el piano para la tortuga. Necesito buena compañía -insistió.
Zaza lo pensó durante unos instantes.
– Oh, de acuerdo -dijo feliz-. Me encantaría. Así me libraré un par de días de Angela. Tendrán la casa para ellos solos.
– Entonces está decidido. Perfecto -dijo Sofía.
A medida que marzo iba retirándose, dando paso a una impaciente primavera que salpicaba el jardín de campanillas y de narcisos, la barriga de Sofía se hinchaba con la bendición que crecía en sus entrañas y que decidía moverse cuando a ella le apetecía descansar. A veces podía ver un pequeño puño dibujarse durante un instante en su piel cuando el bebé pataleaba y golpeaba, ansioso por salir al mundo. Otras, bailaba al ritmo de la melodía del piano hasta que la tortuga, Harry Humphreys, parecía tan asustado que casi escondía la cabeza en su concha al ver cómo la camisa de Sofía parecía moverse sola a su lado. A David le gustaba poner la cabeza en la barriga de su esposa y escuchar al bebé moverse dentro del líquido amniótico. Pasaban las horas imaginando cómo sería el bebé, qué rasgos heredaría de cada uno.
– Tus enormes ojos castaños -decía David, besándole los párpados.
– No, tus hermosos ojos azules -decía Sofía echándose a reír al tiempo que le daba un cariñoso beso en la nariz.
– Tu boca -decía él, poniéndole una mano en los labios.
– Por supuesto -concedía ella-. Pero tu inteligencia.
– Naturalmente.
– Mi cuerpo.
– Eso espero si es niña. Tu mano para los caballos. Tu valor.
– Tu dulzura en vez de mi testarudez.
– Y tu orgullo.
– Bueno, no será tanto.
– Tu gracia al caminar.
– No te burles de mí.
– Pero si es muy graciosa. Caminas como un pato -dijo él, haciéndola reír.
– ¿En serio? -preguntó coqueta. Pero sabía que era cierto y también lo atractivo que resultaba. Santi la había acusado de caminar así a propósito para llamar la atención. Le había dicho que la hacía parecer arrogante y creída. Pero no era cierto, siempre había caminado así.
– Y si es niño…
– No será un niño. Sé que es una niña. Nuestra pequeña -dijo totalmente convencida.
– Otra Sofía. ¡Dios nos asista!
Ella le echó los brazos al cuello y lo besó justo debajo de la oreja. David la abrazó con fuerza y deseó con todas sus fuerzas que el bebé fuera una niña y tan adorable como su esposa.
Ariella llegó la primera. Apenas pudo ocultar su enojo cuando Sofía le dijo que Zaza llegaría de un momento a otro.
– Bien, sufriré con elegancia -dijo condescendiente mientras David subía su maleta a su cuarto. Sofía estaba ayudándola a deshacer el equipaje, dándole instrucciones desde la cama, cuando los perros ladraron, anunciando la llegada de un coche. Sofía miró por la ventana y saludó con la mano a Zaza y a Tony.
– David está con ellos -dijo volviendo a sentarse en la cama.
– Dejémoslos solos, ¿te parece? -sugirió Ariella-. Se me hace muy raro volver aquí como invitada. Es una casa preciosa. Todavía no entiendo cómo fui capaz de dejarla -bromeó.
– Bueno, me alegro de que lo hicieras, así que, por favor, no cambies de idea.
– De acuerdo, si insistes…
En ese momento los perros entraron correteando seguidos de David, Tony y Zaza.
– Querida Ariella, cuánto tiempo sin verte -la saludó Zaza, dibujando una sonrisa forzada en sus labios violetas.
Ariella le sonrió con frialdad.
– Años. ¿Cómo has estado? Ya veo que sigues con Tony -dijo, viendo cómo Tony y David se alejaban por el pasillo.
– Oh, mi querido Tony, reconozco una buena pieza en cuanto la veo -dijo Zaza soltando una risa nerviosa-. Tienes muy buen aspecto, Ariella -añadió. Podía decir cualquier cosa de Ariella, pero no podía negarle la luminosa belleza por la que se había hecho tan famosa.
– Gracias. Tú también -replicó Ariella intentando ser cortés y pasándole una de sus delicadas manos por el pelo.
– Esa habitación… te ha quedado de maravilla -dijo Zaza refiriéndose a la habitación del bebé.
– De hecho me han llovido los encargos. Casi no doy abasto -les dijo Ariella.
– Bueno, querida, me alegro por ti. No sabía que pintaras tan bien.
– En realidad, los dibujos animados no son mi métier, pero es algo nuevo para mí y me gusta hacer cosas nuevas.
– Sí -dijo Zaza.
Sofía condujo a Zaza a su cuarto, dejando que Ariella terminar»' de deshacer el equipaje.
– Querida, no me habías dicho que era tan exquisita -susurró Zaza cuando estuvo segura de que Ariella no podía oírlas.
– Pero si hace años que la conoces.
– Sí, pero está mucho más guapa. Nunca la había visto tan… tan resplandeciente. Antes lo era, es cierto, pero no así. Está increíble. Mucho mejor de lo que la recordaba -cotorreaba excitada.
– Me alegro -dijo Sofía, viendo cómo Zaza era presa de una exuberancia casi infantil.
Dominique y Antoine fueron los últimos en llegar. Su vuelo se había retrasado y bajaron del coche, despeinados y exhaustos, pero sin haber perdido el sentido del humor que los caracterizaba.
– Antoine me ha prometido que va a comprarme un jet privado -dijo Dominique cuando entró en la casa, empujando a los perros para que la dejaran pasar-. Dice que no tendré que volver a coger un vuelo comercial. Me estresa demasiado y me arruina el look.
– Tiene razón -declaró Antoine con su marcado acento francés-. Pero ya que compro uno, ¿por qué no diez? Así todos sus amigos podrán tener uno.
Sofía se acercó a ellos y los abrazó en la medida de lo posible.
– Podré acercarme más dentro de unas semanas -bromeó, aspirando el familiar aroma del perfume de Dominique.
– ¿Cuándo sales de cuentas? -preguntó Antoine.
– Cher Antoine, te lo he dicho mil veces. Sólo me quedan diez días. Puede ser en cualquier momento.
– Espero que estés preparado para ponerte manos a la obra -dijo Zaza a David-. Puede llegar cuando menos lo esperes.
– Yo también estoy preparado -intervino Tony alegremente-. Ya he traído al mundo a dos de los míos, aunque creo que he perdido un poco la práctica.
– Eso no es lo único que requiere práctica -dijo Zaza por lo bajo.
Ariella sonrió y miró a Tony; no le sorprendió el comentario de Zaza. Tony parecía ser la clase de hombre que se siente más a gusto disfrutando de un buen cigarro en compañía de sus colegas. De repente Quid le pegó el morro a la entrepierna y Ariella volvió de golpe a la realidad.
– ¡Por el amor de Dios! -chilló a la vez que intentaba apartarlo de un empujón. El perro hundió aún más el hocico entre sus piernas, meneando la cola como loco.
– ¡Basta, Quid!-ordenó David divertido-. ¡Quid! Perdona, Ariella, pero es que no está acostumbrado a fragancias tan femeninas como la tuya. Venga, Quid, basta. No deberías tratar así a las señoras, no es propio de un caballero.
– Por el amor de Dios, David, ¿es que no puedes educar correctamente a tus perros? -se quejó Ariella-. No son personas. Parece mentira -suspiró, cepillándose los pantalones y cruzando el vestíbulo en dirección a su cuarto.
Una vez allí, se quitó los zapatos y se acomodó en el sofá, levantando los pies del suelo para evitar a Quid, que seguía mirándola con lascivia a los pies de David. Dominique, que llevaba unos pantalones largos, verdes y anchos, se apoyó en el guardafuego y empezó a juguetear con las cuentas de su collar, pequeñas cuentas parecidas a brillantes escarabajos rojos. Zaza se quedó en la otra punta del guardafuego. Parecía que posara, pensó Sofía. Sostenía el cigarrillo en alto, humeando desde el extremo de la negra boquilla de ébano. Se había alisado el pelo y se lo había cortado a lo garçon y repasaba la habitación con sus ojos entrecerrados y su mirada altanera. Miraba a Ariella con cautela sin bajar en ningún momento la guardia. Tenía bien presente que Ariella tenía la lengua afiladísima. David, Antoine y Tony estaban junto a la ventana hablando del jardín.
– ¿Os apetece salir a cazar conejos? -sugirió David-. El jardín está plagado de esos malditos bichos.
– No seas cruel -gritó Sofía desde la cama-. Pobrecitos.
– ¿Cómo que pobrecitos? Se comen todos los bulbos -le reprochó David-. ¿Qué me decís?
– De acuerdo -dijo Tony.
– Comme vous voulez -dijo Antoine encogiéndose de hombros.
El día siguiente fue un día cálido teniendo en cuenta que era pleno marzo. El sol había disipado la niebla invernal y brillaba radiante. Ariella y Zaza bajaron a desayunar elegantemente vestidas. Las dos habían optado por colores suaves y campestres. No había duda de que los pantalones y la chaqueta de tweed de Zaza eran nuevos, mientras que la falda plisada de Ariella había sido de su abuela y se había ido desgastando con los años. Zaza observó con envidia a Ariella, que sonreía con la satisfacción propia de la mujer que sabe que, en cualquier lugar y ocasión, va siempre hecha un pincel.
David cogió la llave de un pequeño cajón del vestíbulo y abrió el cuartito donde guardaba las armas. Escogió una para él y otras dos para Antoine y Tony. Habían sido de su padre, que en sus tiempos había sido un gran cazador, y llevaban grabadas sus iniciales: E. J. H.: Edward Jonathan Harrison.
Sofía se puso un abrigo de piel de oveja de David y cogió un largo bastón del cuarto de los abrigos con el que mantener a raya a los perros. Cuando se reunieron frente a la puerta principal, Dominique apareció con un llamativo abrigo rojo, una bufanda a rayas azules y amarillas y zapatillas de tenis blancas.
– Vas a asustar a todos los animales vestida así -dijo Tony con descaro, mirándola con fingido horror.
– A todos excepto a los toros -añadió Ariella-. Estás fantástica. Te lo digo en serio.
– Chérie, quizá deberías pedirle prestado un abrigo a Sofía -sugirió Antoine amablemente.
– Coge el que quieras -dijo Sofía-, pero preferiría que fueras así para avisar a los animales de que corren peligro.
– Si Sofía quiere que vaya de rojo, iré de rojo -decidió Dominique-. Ahora en marcha. Necesito una buena caminata después de todas esas tostadas y de los huevos revueltos. Nadie desayuna como los ingleses.
Subieron por el valle hacia los bosques. Cada cierto tiempo los hombres indicaban a las mujeres que habían visto un conejo, y entonces tenían que quedarse todos muy quietos hasta que hubieran disparado. Tony, que no daba una, se giró hacia las cuatro mujeres y susurró:
– Si os callarais, quizá podría darle a alguno.
– Lo siento, cariño. Intenta imaginar que no estamos aquí.
– Por el amor de Dios, Zaza, ¡se os oye desde Stratford!
El grupo siguió subiendo por el sendero como un lento tren que fuera parando en todas las estaciones. Sofía tenía a los perros bajo control. Iba dándoles de vez en cuando con el bastón y diciendo «¡Hey!», y ellos parecían comprender. Una vez que los conejos fueron asustados por los disparos o por el abrigo de Dominique, David y Antoine se metieron las escopetas bajo el brazo y dieron el día por terminado. Tony, que seguía sin haber conseguido ninguna pieza, miraba a su alrededor intentando encontrar algo a lo que disparar. Por fin apuntó a una paloma gorda que volaba a escasa altura. Disparó y vio, encantado, cómo unas cuantas plumas revoloteaban en el aire. El pájaro se alejó volando.
– Ésa dará con sus huesos en el suelo -dijo triunfante.
– Sí, cuando tenga hambre -dijo Ariella.
– Bien, ya basta -refunfuñó Tony-. Ya me he cansado. Sigamos caminando y hagamos un poco de ejercicio. Hay un par de nosotros que necesita caminar más y hablar menos.
Se volvió hacia Ariella, que se reía tanto que tuvo que apoyarse en Zaza para no perder el equilibrio.
– Mujeres -suspiró Tony-. Qué fácil es hacerlas reír.
Cuando llegó el domingo, Ariella y Zaza se habían hecho buenas amigas, aunque la relación de amistad que mantenían no parecía del todo equilibrada. Zaza, sin terminar de confiar del todo en Ariella, estaba claramente a su merced. Se reía con todas sus gracias, y la miraba cada vez que decía algo para ver cómo reaccionaba. A Ariella, más que impresionarla, Zaza la divertía. Disfrutaba del poder que le daba su belleza, y estaba encantada deslumbrando a Zaza como lo haría una linterna con un zorro. Sofía observaba divertida la dinámica que se había establecido entre ellas, y su simpatía por Ariella fue a más al verla jugar con Zaza sin ningún esfuerzo aparente.
Cuando esa misma noche Sofía pasaba por el rellano del primer piso, oyó discutir a Zaza y a Tony en su habitación mientras hacían el equipaje. Se detuvo a escuchar.
– Por el amor de Dios, no seas patética. ¿Qué demonios pretendes con eso? -estaba diciendo Tony. Utilizaba un tono de voz claramente protector, como si estuviera hablando a su hija.
– Cariño, lo siento. No espero que lo entiendas -le dijo Zaza.
– Bueno, ¿cómo quieres que lo entienda si soy un hombre?
– No tiene nada que ver con el hecho de ser un hombre. David lo entendería.
– Lo único que pretendes es darte aires -dijo Tony.
– No quería que lo discutiéramos aquí, en esta casa -susurró Zaza, sin duda temerosa de que alguien pudiera oírlos. Durante unos segundos Sofía se sintió culpable.
– Entonces, ¿por qué has sacado el tema?
– No he podido evitarlo.
– Te comportas como una criatura. No eres mucho mejor que Angela. Menudo par estáis hechas.
– No me metas en el mismo saco que Angela -le espetó Zaza furiosa.
– Tú quieres irte a Francia con Ariella y Angela está enamorada de una chica llamada Mandy. ¿Cuál es la diferencia?
– La diferencia es que yo soy lo suficientemente mayor para saber lo que hago.
– No te doy más de un mes. Vete e inténtalo si es eso lo que quieres, pero Ariella te dejará en cuanto se aburra de ti.
En ese momento Sofía sufrió una dolorosa punzada en la barriga. Soltó un grito al tiempo que se apoyaba contra la pared para no caerse. Tony y Zaza salieron de su cuarto para ver qué ocurría y corrieron en su ayuda.
– Oh, Dios, ¡es el niño! -soltó Zaza excitada.
– No puede ser -balbuceó Sofía-. Salgo de cuentas dentro de diez días. ¡Ay! -chilló, encogiéndose sobre sí misma.
Tony corrió escaleras abajo llamando a David a gritos mientras Dominique y Ariella salían a toda prisa al vestíbulo desde el estudio. Antoine siguió a Tony y empezó a llamar a David mientras corría por el pasillo. David, que estaba limpiando las escopetas, salió del cuartito de armas y se encontró con que su mujer bajaba las escaleras con la ayuda de una Zaza nerviosa y excitada. Dejó caer el trapo al suelo y corrió a su lado. Sam y Quid corrían alegres de un lado a otro, pensando que quizás iban a salir de nuevo a dar un paseo.
– Dominique, tráeme su abrigo. ¿Dónde están mis llaves? -tartamudeó David, palpándose los bolsillos-. ¿Estás bien, cariño? -dijo solícito, tomando el otro brazo de Sofía, que asintió para tranquilizarle.
– No te preocupes, coge mi coche -dijo Ariella, sacando las llaves del bolso sin perder de vista a Quid.
– Gracias, te debo una -respondió David, cogiéndolas.
– No lo creo -dijo Ariella al tiempo que Quid trotaba hacia ella con la mirada decidida.
Dominique ayudó a Sofía a ponerse el abrigo.
– Voy con vosotros -dijo-. Antoine, vuelve a París sin mí. Yo me quedo.
– Quédate el tiempo que quieras, chérie -respondió él encogiéndose de hombros.
– ¡Quid, Quid, no! -chilló Ariella, buscando a David con la mirada. Pero David se había dejado abierta la puerta principal al salir y el sonido de las ruedas sobre la gravilla indicaba que tendría que vérselas con el perro ella sola.
– Estamos solos tú y yo, perrito -susurró-, y yo no soy de las que pierden el tiempo capturando prisioneros.
– Qué raro -comentó Zaza-. Las primerizas más bien suelen retrasarse.