Capítulo 22

Santa Catalina, 1976

Habían pasado dos años sin noticias de Sofía. Paco había hablado con Antoine, que le había dicho que su hija se había marchado sin revelar adónde. Sofía no había querido que ellos conocieran su paradero, ni siquiera el país en el que había decidido vivir, pero Antoine consideraba el asunto totalmente desproporcionado, de manera que le dijo a Paco que Sofía había dicho que quería establecerse en Londres.

A Anna la destrozó la noticia de que Sofía había decidido no cursar estudios en Laussane como estaba planeado, e intentó desesperadamente ponerse en contacto con ella e implorarle que regresara a casa. Le preocupaba que pudiera decidir no volver jamás. ¿Había sido demasiado dura con ella? Se había dicho que la niña había necesitado disciplina, para eso estaban los padres. ¿Y qué esperaba? ¿Una palmadita en la espalda? ¿Un «no vuelvas a hacerlo, cariño»? No, se lo había tenido bien merecido y estaba segura de que así lo había entendido. Pero ya todo había pasado. Dominique la había tranquilizado al decirle que «Sofía había solucionado su problema». ¿Cómo podía la niña seguir enfadada después de tanto tiempo? Había sido por su bien. Algún día le daría las gracias. Pero ¿ni siquiera dar señales de vida? Ni una simple carta, nada. Después de todas las que ellos le habían escrito. Anna se sentía como un monstruo. Se convenció de que Sofía estaba pasando por una fase «desafortunada» y de que terminaría volviendo. Claro que volvería. Santa Catalina era su casa.

– Es tozuda como su abuelo, Una auténtica O'Dwyer -se lamentaba Anna delante de Chiquita. Sin embargo, el corazón le latía con la punzante regularidad de alguien que sabe que se ha equivocado pero que es incapaz de admitirlo, incluso ante él mismo.

Chiquita había visto cómo Santi había adelgazado y palidecido. Le preocupaba que su cojera estuviera causándole molestias, pero él había dejado de comunicarse con ella. Su cuerpo seguía allí, pero tenía la cabeza en otro sitio. Al igual que Anna, Chiquita esperaba que Sofía volviera. Fernando estudiaba ingeniería en la universidad de Buenos Aires. También él estaba pasando por un momento difícil. Se quedaba en la calle después del toque de queda, había perdido su carnet de identidad y no dejaba de meterse en líos con la policía. Se oían historias sobre gente a la que arrestaban y que desaparecía, historias siniestras. Le preocupaba que se estuviera mezclando con jóvenes socialistas que planeaban derrocar el Gobierno.

– La política no es ningún juego, Fernando -le decía su padre con brusquedad-. Si te metes en líos, te costará la vida.

Fernando disfrutaba siendo el centro de atención. Por fin sus padres se habían fijado en él. Gozaba al verlos preocupados y empezó a contar historias exageradas sobre sus actividades. Casi deseaba que la policía lo arrestara para que sus padres se vieran obligados a demostrar lo mucho que les importaba por el esfuerzo y la energía que tendrían que emplear para conseguir liberarle. Mientras su padre se enfurecía, Chiquita lloraba de alivio cada vez que volvía a casa ileso. Fernando disfrutaba manipulando sus emociones; le hacía sentirse querido. Veía a Santi moverse por la casa como un espectro. Iba y venía sin hacer apenas ruido. Fernando casi no reparaba en él. Se concentró en sus estudios y se dejó barba, concentrándose también en el espejo. Cómo le había sonreído la fortuna, pensaba con júbilo, y todo gracias a Sofía. Su hermano y ella eran tal para cual.

María rompió a llorar cuando su madre le dijo que Sofía se había ido a vivir a Londres sin dejar ninguna dirección a la que escribirle.

– Es culpa mía -se lamentaba, aunque negándose en redondo a explicar por qué.

Su madre la consoló lo mejor que pudo, asegurándole que su prima terminaría por volver. Chiquita se sentía totalmente desamparada. Todos sus hijos eran terriblemente infelices. El único que siempre le sonreía y que parecía contento era Panchito.

En noviembre de 1976 Santi tenía casi veintitrés años, pero parecía mucho mayor. Había terminado por aceptar que Sofía no iba a volver. No podía entender cómo habían podido fallar las vías de comunicación entre ambos. Lo tenían todo muy bien planeado. Después de haber esperado en casa las cartas de Sofía, había pensado que quizá su padre se las quitaba al portero cuando salía del edificio cada mañana camino a la oficina, así que había empezado a levantarse temprano y a revisar el correo al alba. Pero seguía sin haber carta de Sofía. Nada.

Finalmente se había enfrentado a Anna. Al principio Chiquita le había dicho que se mantuviera apartado de su tía. Anna le había dejado bien claro que no quería verle, así que Santi obedeció el consejo de su madre y se aseguraba de no encontrarse con Anna. Pero pasados dos meses, cuando el silencio del cartero le estaba haciendo enloquecer, entró con paso firme en el apartamento de Buenos Aires y exigió saber el paradero de Sofía.

Anna estaba sentada con la cocinera, planeando los platos para las comidas de la semana siguiente, cuando Loreto apareció por la puerta del salón. Se había puesto roja y no dejaba de temblar. Anunció que el señor Santiago estaba en el vestíbulo y que quería ver a la señora. Anna le ordenó a Loreto que le dijera que no estaba, que había salido y que no volvería hasta tarde, pero la criada regresó y, entre disculpas, dijo que el señor Santiago no se iría hasta que la señora volviera a casa, incluso si tenía que pasar la noche en el suelo. Anna cedió, despidió a la cocinera y dijo a Loreto que le hiciera pasar.

Cuando Santi apareció por la puerta, parecía más una sombra que un hombre. Tenía el rostro negro de pena y los ojos lívidos de furia. Llevaba barba y se había dejado crecer el pelo. Ya no era guapo, sino que su aspecto era decadente y amenazador. De hecho, Anna pensó que se parecía mucho a Fernando, que siempre le había parecido ligeramente siniestro, incluso de niño.

– Acércate y toma asiento -dijo Anna sin alterarse, ocultando el temblor de su voz tras una acerada máscara de autocontrol.

Santi meneó la cabeza.

– No quiero sentarme. No me quedaré mucho rato. Sólo quiero que me des la dirección de Sofía y me marcharé.

– Escúchame bien, Santiago -dijo Anna con aspereza-. ¿Cómo te atreves a pedirme la dirección de mi hija cuando eres tú el hombre que le robó la virtud?

– Sólo dámela y me marcharé -repitió, decidido a evitar una escena. Conocía bien a su tía. Había hecho llorar a su madre en más de una ocasión-. Por favor -añadió intentando ser cortés.

– No te daré su dirección porque no quiero que se vuelvan a ver ni a comunicarse. ¿Qué es lo que esperas, Santiago? -dijo con absoluta frialdad mientras se pasaba la mano por el brillante pelo rojo que llevaba recogido en un moño en la nuca-. No creerás que puedes casarte con ella, ¿verdad? ¿Es eso lo que quieres?

– ¡Dámela, maldita seas! No es asunto tuyo a quién ella decida ver -soltó, perdiendo la compostura.

– ¿Cómo te atreves a hablarme así? Sofía es mi hija. Era sólo una niña… una menor. ¿Cómo crees que me siento? Le has robado la inocencia -le acusó furiosa, levantando la voz.

– ¿Que yo le he robado la inocencia? Dios mío, tú siempre tan melodramática, Anna. Ni siquiera eres capaz de imaginar que Sofía disfrutaba de ello, ¿verdad?

El rostro de Anna se retorció en una mueca nerviosa.

– Pues, sí, Anna. Sofía disfrutaba, disfrutaba de cada momento porque me ama y porque yo la amo. Hacíamos el amor, Anna, el amor. No era ese sexo sórdido y asqueroso que imaginas, sino un amor precioso para ambos. No espero que lo entiendas, no creo que seas capaz de disfrutar del amor como Sofía. Estás demasiado reseca por la amargura y por el resentimiento. Está bien, no me des su dirección si no quieres. Pero la encontraré. La encontraré y con ella a Sofía, y me casaré con ella en Europa y no volveremos nunca. Entonces te arrepentirás de haberla alejado de aquí.

No esperó a que Anna le ordenara que se marchara. Salió de allí a toda prisa dando un portazo. Después de una breve discusión, Chiquita y Paco le reprendieron por su comportamiento, y Paco tuvo con él unas palabras, aunque no perdió los nervios en ningún momento, y le explicó por qué no podía escribir a Sofía. Santi estaba demasiado deshecho para percibir el dolor que no disimulaban los ojos de su tío. Tampoco se dio cuenta de que los cabellos de Paco se habían teñido de gris, un color que le había ido despojando del brillo que durante los tiempos felices había distinguido el tono dorado de su piel. Eran dos hombres rotos, pero Santi no podía darse por vencido. Sofía le había pedido que no lo hiciera.

Durante dos años y medio se había atormentado imaginando posibles escenarios. Quizá Sofía hubiera escrito y su carta se hubiera perdido. ¿Y si hubiera estado esperando a que él le contestara? Oh, Dios, ¿y si de verdad le había escrito? La preocupación le sumió en un estado de absoluta desesperación hasta que María fue incapaz de seguir soportando el sentimiento de culpa que la embargaba y confesó.

Era una noche oscura. Lloviznaba. Santi estaba en el balcón, mirando las ruidosas calles de la ciudad, once pisos por debajo de él. Como en un sueño, observaba sin parpadear cómo el mundo seguía su curso, totalmente ajeno a su dolor. María salió al balcón y se unió a él con los labios pálidos y temblorosos. Sabía que tenía que decírselo. Si no lo hacía, Santi era capaz de dejarse morir y ella no podría perdonárselo nunca. Se quedó al lado de su hermano y miró los coches que iluminaban la calle a su paso, tocando la bocina sin razón aparente, como suelen hacer los argentinos. Se giró para ver el sombrío perfil de Santi que seguía sin apartar la vista de la calle y que al parecer no se había percatado de su llegada. Ni siquiera imaginaba que estaba a punto de confesarle su peor secreto.

– Santi -dijo, pero le falló la voz y de sus labios apenas salió un susurro.

– Déjame en paz, María. Quiero estar solo -dijo, sin apartar la mirada del gran abismo que se abría ante sus ojos.

– Necesito hablar contigo -insistió María, esta vez poniendo mayor énfasis en sus palabras.

– Entonces habla -soltó él sin el menor atisbo de amabilidad, aunque sin intención de resultar grosero. La infelicidad le había vuelto insensible a los sentimientos de los demás, como si fuera él el único que sufría.

– Tengo que confesarte algo. No te enfades, deja que te explique por qué lo hice -tartamudeó a la vez que los ojos se le llenaban de lágrimas al anticipar la reacción de su hermano. Santi se giró despacio hacia ella y la miró con ojos cansados.

– ¿Una confesión?

– Sí.

– ¿De qué se trata?

María tragó con dificultad y se secó las lágrimas de las mejillas con una mano temblorosa.

– Quemé las cartas que te envió Sofía.

Cuando por fin consiguió entender las palabras de Sofía, toda la ira de Santi, su dolor y su frustración emergieron con tal fuerza que fue incapaz de controlarse. Levantó la mano y la dejó caer sobre la barandilla con un golpe seco. Cogió una de las macetas de su madre y la tiró contra la pared, haciéndola añicos y llenando la pared de barro. Luego se giró hacia su hermana con la mirada llena de odio. María estaba bañada en lágrimas.

– Lo siento -repetía una y otra vez, intentando tocarle-. ¿Cómo puedo arreglarlo?

– ¿Por qué? -le gritó Santi, dando un paso atrás para alejarse de ella-. ¿Por qué lo hiciste, María? Nunca lo hubiera imaginado de ti. ¿Cómo has podido?

– Estaba herida, Santi, muy herida. Sofía también era mi amiga -respondió, intentando desesperadamente acercarse a él. Pero él siguió manteniendo la distancia que había entre los dos, mirándola fijamente-. Por favor, Santi, perdóname. Haré lo que sea.

– Dios mío, María. ¡Tú! No puedo creer que hayas podido ser tan vengativa -balbuceó, meneando la cabeza de puro asombro. María vio que la furia hacía temblar a su hermano. Santi parecía demasiado viejo para su edad y era ella la culpable de eso. Nunca se lo perdonaría.

– Fue un error. Me odio. ¡Quiero morirme! -gimió-. Lo siento, lo siento muchísimo.

– ¿Cómo encontraste las cartas? -le preguntó Santi, todavía sin salir de su asombro.

– Se las cogía al portero cuando me iba a la Facultad.

– Dios mío, María, qué retorcida. Nunca pensé que fueras así.

– Y no lo soy, claro que no. No podía soportar pensar que te fueras. Primero Sofía y luego tú. Pensé en mamá y en papá y en lo mucho que iban a sufrir y no pude dejarte marchar.

– Entonces leíste las cartas.

– No. Sólo las últimas líneas.

– ¿Qué decían?

– Algo sobre que no hacía más que esperar a que te reunieras con ella en Suiza.

– Entonces me esperaba. Debe de haber pensado que la he traicionado -alcanzó a susurrar, puesto que la ansiedad le oprimía la garganta, como la soga oprime el cuello del ahorcado.

– Pensaba que volvería y que cuando lo hiciera ambos se habrían olvidado de lo que ocurrió. Entonces todo volvería a ser como antes. Nunca se me ocurrió que se iría para siempre. Oh, Santi, nunca pensé que no volvería. Ojalá no lo hubiera hecho.

– Ojalá -dijo él atragantándose antes de desplomarse sobre las baldosas del suelo y hundir el rostro entre las manos. Sollozaba con tanta fuerza que le temblaba el cuerpo entero. Al principio apartó a su hermana de un empujón cuando ella se acercó a consolarle, pero María no se dio por vencida y, tras unos cuantos intentos, él dejó que lo envolviera en sus brazos y ambos lloraron juntos.

Santi tardó dos años en perdonar del todo a su hermana. Cuando aquella fría noche de julio se reunió con Fernando y con un par de amigos de éste que, como él, tenían relación con la guerrilla, para rescatar a su hermana de manos del siniestro Facundo Hernández, se vio de pronto a sí mismo y a su propio dolor. En ese momento despertó. María se enamoró de Facundo Hernández en otoño de 1978. Acababa de cumplir veintiún años. Facundo era alto, moreno y de sangre española. Tenía los ojos castaños y las pestañas negras y largas, curvadas hacia arriba como las patas de una araña. Era un joven oficial del ejército del general Videla, y llevaba con orgullo su nuevo uniforme. Facundo adoraba al general con el entusiasmo propio de un nuevo recluta y se paseaba por las calles de Buenos Aires dándose aires de importancia, como lo hacían todos los militares en aquel momento.

El general Videla había tomado el poder en marzo de 1976 con el objetivo de poner fin al caos de los años de peronismo y de reestructurar la sociedad argentina. El Gobierno emprendió una guerra sangrienta contra la oposición, arrestando a todo aquel que fuera sospechoso de subversión. El Ejército entraba en las casas de los sospechosos en mitad de la noche y se los llevaba sin la menor explicación. Nunca se volvía a saber de ellos. Eran tiempos de un miedo atroz. La cifra de «desaparecidos» llegó a los 20.000. No dejaron tras de ellos el menor rastro legal. Simplemente se desvanecieron en el aire.

Facundo creía en la democracia. Creía que los militares estaban levantando los cimientos de una eventual «democracia» que, en sus manos, «satisfaría la realidad, las necesidades y el progreso del pueblo argentino». Era una simple pieza de esa gran máquina que iba a reformar el país. Se decía que la tortura y los asesinatos eran un medio inevitable para alcanzar ese fin, y el fin justificaba los medios.

Facundo Hernández se fijó en María la mañana de un domingo de abril cuando ella paseaba por un parque de Buenos Aires en compañía de una amiga. Era un día templado, el cielo despejado resplandecía sobre la ciudad y el parque estaba lleno de niños que jugaban al sol. Facundo la siguió mientras ella deambulaba tranquilamente por uno de los senderos del parque. Enseguida le gustó la forma en que sus abundantes cabellos le caían por la espalda. Era una chica voluminosa, tal como a él le gustaban. Sentía especial predilección por su trasero relleno y sus anchas caderas. Miró cómo movía el trasero al andar.

María y Victoria se sentaron a una de las mesitas y pidieron un par de colas. Cuando Facundo Hernández se presentó y les preguntó si podía sentarse con ellas, ambas desconfiaron y le explicaron nerviosas que estaban esperando a un amigo, pero cuando él reconoció a Victoria y dijo ser amigo de su primo Alejandro Torredón, las chicas se relajaron y se presentaron. A María enseguida le gustó Facundo. La hacía reír y la hacía sentirse atractiva. Le prestaba mucha atención y prácticamente ignoraba a su amiga. Como todavía no acababa de fiarse de él del todo se negó a darle su teléfono, pero consintió en encontrarse con él a la misma hora en el parque al día siguiente.

No pasó mucho tiempo hasta que sus paseos se convirtieron en almuerzos y, por fin, en cenas. Facundo era inteligente y encantador. A María le parecía un chico muy divertido. Tenía un irreverente sentido del humor y le encantaba reírse de la gente. Tenía la habilidad de captar enseguida los puntos débiles de la gente: la mujer que salía del servicio con la falda metida entre las bragas, el viejo que hablaba en la mesa de al lado con un trocito de comida pegado a los dientes… Siempre había algo de lo que reírse en los demás. María le encontraba tan atractivo que se reía con todos sus chistes. Pasado el tiempo lo encontraría cruel.

La besó por primera vez en la oscuridad de la calle donde ella vivía. La besó tiernamente y le dijo que la amaba. Una vez que se cercioró de que María había desaparecido en el vestíbulo del edificio, decidió que esa era la mujer con la que se casaría, y más tarde aseguró a Manuela, la ramera a la que visitaba con regularidad, que su matrimonio no iba a interferir para nada en su relación.

– Nadie cuida de mí como tú, Manuela -refunfuñó mientras ella se metía su miembro en la boca.

Al principio María pensaba que lo tenía bien merecido. Después de una pequeña discusión, él le cruzó la cara. María estaba a la vez atónita y arrepentida. Era culpa suya; había hablado demasiado. Debería mostrarle más respeto. Amaba a Facundo. Le encantaba su forma de abrazarla, de besarla. Era un hombre generoso, le compraba ropa. A él le gustaba que ella vistiera de cierta forma. Se enfadaba si aparecía vestida con jerséis holgados.

– Tienes un cuerpo precioso -le decía-. Quiero que todos vean lo que tengo y que se mueran de celos.

Le decía que estaba orgulloso de ella. Si no hacía algo como él quería, le pegaba. Ella aceptaba sus castigos, creyendo que los merecía, deseosa de ganarse su aprobación. Después de haberle pegado, él se echaba a llorar, se abrazaba a ella y le prometía que no volvería a suceder. La necesitaba. Ella era la única que podía salvarle, así que María siguió a su lado porque le quería y porque quería ayudarle.

Se encontraba con él por las tardes en el apartamento que Facundo tenía en el barrio de San Telmo. Cuando él le dijo que no quería hacerle el amor porque, como ella, era un buen católico y el sexo debía destinarse en exclusiva a la procreación, ella se sintió halagada y se emocionó. Según decía Facundo, no quería despojarla de su virtud, pero sí se dedicaba a toquetearla y a manosearla. El sexo debía esperar hasta que estuvieran casados. María no había hablado de Facundo a sus padres ni se lo había presentado. Más adelante se daría cuenta de que, en algún rincón de su subconsciente, sabía que su familia no aprobaría su relación con él.

Chiquita veía a su hija volver a casa con señales y marcas en el cuerpo. A veces era un corte en el labio, otras un moratón en la mejilla. María le decía que no era nada. Se había tropezado en la calle, o se había caído por las escaleras de la Facultad. Pero los golpes y las marcas aparecían cada vez con mayor frecuencia, y Chiquita por fin habló con Miguel. Había que hacer algo.

Una noche de finales de junio Fernando siguió a María al apartamento de Facundo Hernández. Facundo vivía en un edificio destartalado que carecía de todo encanto y personalidad. Vio a su hermana subir las escaleras y entró detrás de ella. Dio la vuelta al edificio y, una vez que llegó a la parte de atrás, trepó por el muro hasta saltar al balcón del primer piso. Consiguió llegar desde allí al segundo piso y miró por la ventana. El sol se reflejaba en el cristal y le hacía muy difícil distinguir lo que había dentro, pero una vez que sus ojos se acostumbraron pudo ver más allá de su propio reflejo y observar sin más problemas la escena que tenía lugar en la habitación.

El hombre parecía estar devorando a su hermana. No le hacia el amor, simplemente le manoseaba el cuello y le toqueteaba los pechos por debajo de la camiseta ceñida. Entonces la apartó a un lado y la golpeó a la vez que le gritaba algo relacionado con llevar sujetador:

– ¡Creía que te había dicho que no llevaras sujetador!

María lloraba y se disculpaba una y otra vez. Estaba temblando. Acto seguido él estaba de rodillas, besándola, abrazándose a ella hasta que terminaron abrazados los dos, acunándose.

Fernando estaba horrorizado y sentía que la bilis se le acumulaba en el estómago. Tuvo que apoyarse contra la pared durante unos segundos y respirar hondo antes de poder volver a mirar. Estaba a punto de romper el cristal y entrar allí y romper el cuello de aquel hombre. ¡La chica de la que estaba abusando era su hermana! Pero sabía que con eso no conseguiría nada. Tenía que ser paciente y esperar.

La misión de Fernando todavía no había terminado. Siguió al hombre al burdel, consiguió enterarse de su nombre y descubrió que era un oficial del ejército. No necesitaba saber más. Era el enemigo. Tenían que darle una lección.

Cuando se lo contó a sus padres, Chiquita y Miguel se quedaron destrozados. Chiquita no podía entender por qué su hija no le había dicho nada, por qué no le había pedido ayuda.

– Siempre me lo ha contado todo -dijo con lágrimas en los ojos, meneando la cabeza, incrédula. Miguel quería matar a Facundo por maltratar a su pequeña. Fernando tuvo que impedirle físicamente que fuera en busca de su pistola.

Fernando se sentía como un héroe. Era él quien había descubierto la identidad de aquel hombre, quien le había seguido y le había dado caza. Tenía el control de la situación y sus padres le estaban agradecidos. Les dijo que no se preocuparan, que se encargaría personalmente del asunto. Para su alegría y sorpresa, ellos estuvieron de acuerdo. Por primera vez, cuando sus padres le miraron, vio orgullo en sus ojos. Se había ganado su respeto y eso le hacía sentirse bien.

Santi, que durante los últimos cuatro años había sido prisionero de su propio mundo de tristeza y desesperación, por fin salió de su cautiverio. En un principio Fernando no quería que se implicara en el asunto. Aquél era su momento y quería disfrutar de él a solas. Pero cuando vio lo mucho que Santi le admiraba por lo que había hecho, cedió.

– Puedes venir -dijo muy serio-, pero lo haremos a mi manera. Sin preguntas.

Santi estuvo de acuerdo. Fernando se dio cuenta de que su hermano se mostraba profundamente agradecido, incluso humilde. Sabía que iba a ser una tarea peligrosa, pero estaba preparado. Se sentía más fuerte que nunca.

Los dos hermanos se sentaron a hablar de María. En la oscuridad estrellada de la noche, mirando desde el balcón las ruidosas calles de Buenos Aires, hablaron de su infancia. Fernando no fue consciente de que los primeros lazos de unión entre él y Santi estaban empezando a dibujarse; fueron adueñándose de él mientras estaba demasiado ocupado hablando de tú a tú con Santi. Eran dos iguales con una causa común.

Esperaron el momento oportuno y, junto con dos amigos de Fernando que, como él, estaban relacionados con la guerrilla, entraron en el apartamento de Facundo Hernández en mitad de la noche, desafiando el toque de queda y arriesgando con ello sus vidas. Se habían cubierto la cabeza con medias negras. Una vez en el apartamento, sacaron a Facundo de la cama a rastras. Le ataron a una silla y le golpearon hasta que estuvo al borde de la muerte. Él suplicó que no le mataran. Fernando le dijo que sí volvía a acercarse a María Solanas, le hablaba o se comunicaba con ella de algún modo, volverían a terminar el trabajo. Facundo jadeó aterrorizado antes de perder el conocimiento.

Chiquita habló con su hija. No era tarea fácil. En la acogedora seguridad de su habitación, le contó a María todo lo que sabía sobre las palizas y sobre la ramera de Facundo. María intentó defenderle diciendo que estaban equivocados. Según ella, Facundo nunca la había pegado, nunca. Se cerró emocionalmente en banda y arañaba a todo aquel que intentara acercarse a ella. Los acusó de espiarla. Era su vida y podía salir con quien quisiera. Ellos no tenían ningún derecho a meterse.

Llevó su buen tiempo, pero con la ayuda de Santi y de Fernando, consiguieron ir minando su resistencia hasta que por fin bajó la cabeza y empezó a temblar como una niña.

– Le quiero, mamá. No sé por qué, pero le quiero -lloraba. A medida que pasaban las horas, Miguel, Chiquita, María, Fernando y Santi hablaron y hablaron, unidos los cinco en la pequeña habitación. María los miraba y se sentía reconfortada por su lealtad y su amor. Preocupada, Chiquita dejó a su hija dormida en su cama de matrimonio y llamó al médico. El doctor Higgins no podía acudir, así que envió a uno de los médicos de su equipo, un agradable joven llamado Eduardo Maraldi.

Poco a poco, la vida en Santa Catalina volvió a la normalidad. Los meses de invierno pasaron por fin y los días empezaron a alargarse y aparecieron las primeras flores. El aroma a fertilidad llenó el aire y los pájaros regresaron para anunciar la llegada de la primavera. Empezaron a curarse las heridas del pasado y el resentimiento se evaporó con las nieblas invernales. Santi abrió los ojos y empezó a ver el mundo de nuevo. Algo había cambiado. Había llegado la hora de afeitarse la barba.

Загрузка...