Capítulo 31

Inglaterra, 1982

– “Ribby no daba crédito. ¿Has visto alguna vez algo parecido? ¿De verdad había un tazón? Pero si todos mis tazones están en el armario de la cocina. ¡Bueno, pues yo nunca! ¡La próxima vez que dé una fiesta, invitaré a la prima Tabitha Twitchit!" -dijo Sofía bajando la voz al tiempo que cerraba el librito de Beatrix Potter.

– Otro -dijo Jessica medio dormida sin quitarse el pulgar de la boca.

– Con uno es más que suficiente, ¿no te parece?

– ¿Y el cuento del gatito Tom? -sugirió esperanzada, acurrucándose aún más en el regazo de Sofía.

– No, con uno basta. Dame un abrazo -dijo, acurrucando a la niña entre sus brazos y dándole un beso en su carita rosada. Jessica se agarró a ella. No tenía la menor intención de dejarla marchar.

– ¿Y las brujas? -preguntó mientras Sofía la metía en la cama.

– Las brujas no existen, cariño, por lo menos aquí no. Mira, este es un osito mágico -dijo, metiendo al osito en la cama junto a la niña-. Si viniera una bruja, este osito conoce un hechizo que la haría desaparecer en un segundo.

– Qué osito más listo -dijo la pequeña feliz.

– Sí, es un osito muy listo -admitió Sofía antes de inclinarse sobre ella y besarla con ternura en la frente-. Buenas noches.

Cuando se giró para salir de la habitación se encontró con David apoyado en la puerta entreabierta. La miraba en silencio y sonreía meditabundo.

– ¿Qué haces ahí? -susurró Sofía, saliendo sin hacer ruido de la habitación.

– Te miraba.

– ¿Ah, sí? -soltó echándose a reír-. ¿Y eso por qué?

David la estrechó entre sus brazos y le dio un beso en la frente.

– Parece mentira lo bien que se te dan los niños -dijo con voz ronca.

Ella sabía adónde llevaba esa conversación.

– Sí, David, ya lo sé, pero…

– Cariño. Estaré contigo en todo momento, créeme, no dejaré que pases por eso tú sola -dijo mirándola a los ojos, unos ojos velados por el miedo-. Estamos hablando de nuestro hijo, una pequeña parte de mí y una pequeña parte de ti, la única cosa en el mundo que será una parte de los dos y que nos pertenecerá solamente a nosotros. Creía que era eso lo que querías.

Sofía le condujo por el pasillo, lejos de la habitación de la pequeña.

– Adoro a los niños y algún día me gustaría tener uno… muchos. Un trocito de ti y un trocito de mí… no puede haber nada más maravilloso, más romántico, pero todavía no. Por favor, David, dame tiempo.

– No tengo tiempo, Sofía. Ya no soy joven. Quiero disfrutar de una familia mientras todavía tengo edad para ello -dijo David, a la vez que se le hacía un nudo en el estómago a causa de una extraña sensación de algo déjà vu. Había tenido esa misma conversación con Ariella innumerables veces.

– Pronto. Muy pronto, querido, te lo prometo -dijo Sofía, apartándose de él-. Bajaré dentro de un minuto. Dile a Christina que he metido a su hija en la cama y que ya puede subir a darle las buenas noches.

Sofía cerró tras de sí la puerta de su habitación. Se quedó inmóvil durante unos segundos para asegurarse de que David no la había seguido. No se oía a nadie en el pasillo. Debe de haber bajado a darle el mensaje a Christina, pensó. Fue hasta la cama y levantó el edredón. Pasó la mano por el colchón y a continuación sacó un pequeño retal deshilachado de muselina: la muselina de Santiaguito. Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. Se llevó el retal a la nariz y cerró los ojos, aspirando el olor rancio que una vez había sido el de Santiaguito. Los años lo habían descolorido y de tanto manosearlo había perdido el olor y se había desgastado la tela. Parecía un trapo. Si lo hubiera encontrado alguien que no supiera lo que era, lo habría tirado a la basura. Pero Sofía lo atesoraba como si fuera la más importante de sus pertenencias.

Cuando se llevaba el retal a la cara era como pulsar el botón de un proyector de cine. Cerraba los ojos y veía las imágenes de su bebé, que le llegaban vividas y frescas como si lo hubiera visto el día anterior. Recordaba sus pies diminutos con sus deditos blandos y perfectos, su matita de pelo y la suavidad de su piel. Se acordaba de la sensación que le producía cuando mamaba de su pecho, de cómo se le velaba la mirada mientras su barriguita redonda se le llenaba de leche. Se acordaba de todo; se aseguraba de no olvidarse de nada. Volvía a pasar la cinta una y otra vez para no olvidar el menor detalle.

Llevaba cuatro años casada con David y lo que todos se preguntaban era cuándo pensaban formar una familia. No era asunto suyo, pensaba Sofía enojada. Era algo entre ella y David, aunque, por alguna razón, Zaza parecía creer gozar de un estatus especial. Sofía le había soltado un par de frescas en alguna ocasión, pero Zaza era muy dura de pelar y no quería captar el mensaje. Sólo David, Dominique y Antoine comprendían sus razones para no tener un hijo. Dominique y Antoine habían asistido a su boda. Aunque había sido una tranquila ceremonia civil, no habían querido perdérsela. Desde Ginebra se habían convertido para ella en unos padres mejores que los suyos. Cuando pensaba en Anna y en Paco, cosa que intentaba que no ocurriera demasiado a menudo, parecía sólo capaz de recordar sus pálidos rostros, ahora ya de un frío color sepia en su memoria, diciéndole que hiciera las maletas y se preparara para el largo exilio que la esperaba. Dominique la llamaba con frecuencia, siempre comprensiva y mostrándole su apoyo incondicional. Se acordaba de su cumpleaños, le enviaba regalos desde Ginebra y postales desde Verbier, y parecía presentir los momentos en que las cosas no iban del todo bien, puesto que siempre llamaba en el instante preciso.

– Quiero un hijo, Dominique, pero tengo miedo -le había confesado el día antes.

Chérie, sé que tienes miedo, y David lo entiende, pero no puedes seguir aferrándote a tus recuerdos. Santiaguito no es real. Ya no existe. Pensar en él no puede traerte más que dolor.

– Lo sé. No hago más que repetírmelo, pero es como si estuviera bloqueada. En cuanto me imagino con el estómago hinchado y pesado, me entra el pánico. No puedo olvidar lo que llegué a sufrir.

– La única forma de que logres olvidarlo es teniendo un hijo con el hombre al que amas. Cuando ese niño te haga feliz, te olvidarás del dolor que te produjo separarte de Santiaguito, te lo prometo.

– David es maravilloso. No habla mucho de eso, pero sé que no hace más que pensar en ello. Puedo verlo en sus ojos cuando me mira. Me siento muy culpable -dijo, hundiendo la cabeza en los almohadones de la cama.

– No te sientas culpable. Algún día le darás un hijo y formaréis juntos una familia feliz. Ten paciencia. El tiempo es un gran sanador.

– Tú sí eres una gran sanadora, Dominique. Ya me siento mejor -se rió Sofía.

– ¿Cómo está David? -preguntó Dominique. Estaba encantada al ver que Sofía se había enamorado y había dejado atrás el pasado. O casi.

– Como siempre. Me hace muy feliz. Tengo mucha suerte -dijo Sofía sincerándose.

– No te preocupes, eres joven y tienes mucho tiempo por delante para tener hijos -dijo Dominique cariñosa, aunque comprendía los miedos de David y simpatizaba con él de corazón.

Sofía había vivido los últimos cinco años de su vida plenamente consciente. Nunca había dado por sentada su vida con David. En ningún momento había olvidado el dolor y la tristeza que se habían cernido como un negro banco de niebla sobre los primeros años de su exilio, en parte oscureciendo algunos de los acontecimientos que habían sido demasiado dolorosos para hablar de ellos abiertamente. Santi le había enseñado a vivir en el presente; David le había demostrado que podía conseguirlo. El amor que sentía por su marido era sólido y firme. David era un hombre seguro de sí mismo y experimentado y, sin embargo, Sofía había descubierto que bajo ese hombre reservado se ocultaba una vulnerabilidad que la enamoraba. En muy raras ocasiones le decía que la amaba, eso no iba con él, pero ella sabía lo mucho que la quería. Entendía a David.

Sofía tuvo la desgracia de encontrarse con su suegra, Elizabeth Harrison, una sola vez. David las había presentado una semana antes de la boda. Las había llevado a tomar el té al Basil Street Hotel. Había dicho que lo mejor sería que se conocieran en territorio neutral. Así su madre no podría intimidarla y provocar una escena.

Había sido un encuentro breve y extraño. Una mujer de aspecto austero y de pelo cano y liso, con los labios finos y morados, y unos ojos protuberantes y acuosos y extremadamente superficial. Elizabeth Harrison era una mujer acostumbrada a salirse con la suya y a hacer a todos los que la rodeaban tan infelices como ella misma. Nunca le había perdonado a su hijo que se hubiera divorciado de Ariella, cuyo atractivo residía más en su pedigrí que en su personalidad. Tampoco le había perdonado que usara su dinero para producir obras de teatro cuando ella le había animado a que trabajara en el Foreign Office como su padre. No dudó en demostrar su desaprobación cuando oyó a Sofía hablar inglés con acento extranjero, y se marchó lo más dignamente posible apoyándose en su bastón cuando Sofía le dijo que había estado trabajando en una peluquería de Fulham Road llamada Maggie's. David la vio irse sin correr tras ella para pedirle que volviera. Eso era lo que más la había irritado. David no la necesitaba y tampoco parecía tenerle ningún cariño. Frunció sus labios amargos y volvió a su fría mansión de Yorkshire totalmente descontenta con el encuentro. David había prometido a Sofía que no tendría que volver a verla nunca más.

Por mucho que Sofía viviera conscientemente en el presente, el pasado tenía la maldita costumbre de aparecer cuando menos lo esperaba, despertado por alguna vaga asociación que la transportaba de nuevo a Argentina. A veces se trataba simplemente de la forma en que los árboles proyectaban largas sombras sobre el césped una tarde de verano cualquiera, o, si la luna estaba especialmente brillante, la forma en que se reflejaba en las húmedas briznas de yerba, haciéndolas brillar como diamantes. El olor del heno durante la cosecha o el de las hojas quemándose en otoño. Pero nada como los eucaliptos. Sofía apenas había podido disfrutar de su luna de miel en el Mediterráneo a causa de la humedad y de los eucaliptos. Se le encogió el corazón y se sintió consumida por la añoranza hasta que casi le había sido imposible seguir respirando. David la había tenido que ayudar a mantenerse en pie y la había abrazado hasta que logró recuperarse. Luego hablaron de lo sucedido. A Sofía no le gustaba tocar el tema, pero David había insistido, diciendo que tapar las cosas era una mala costumbre, y la había obligado a repasar los mismos hechos una y otra vez.

Los dos hechos a los que Sofía volvía una y otra vez eran el rechazo de sus padres y el día en que dejó Ginebra y al pequeño Santiaguito.

– Lo recuerdo como si fuera ayer -decía entre sollozos-. Mamá y papá en el salón, el aire cargado y tenso. Estaba aterrada. Me sentía como una criminal. Eran unos desconocidos, los dos. Siempre había tenido una relación muy especial con mi padre y de repente ya no le conocía. Luego se deshicieron de mí. Me echaron. Me rechazaron -y lloraba hasta que el llanto conseguía liberar la tensión que le oprimía el pecho y podía volver a respirar. El dolor que había sentido al tener que dejar a Santi era algo de lo que no podía hablar con su marido por temor a herirle. Esas eran lágrimas que derramaba por dentro y en secreto, permitiendo en su torpeza que el dolor le echara raíces por dentro y se adueñara de ella.

Después de casados, Sofía apenas había pensado en Ariella. La habían mencionado en una o dos ocasiones, como la vez que Sofía registró la buhardilla en busca de una lámpara que, según le había dicho David, encontraría allí y al hacerlo había descubierto un montón de cuadros de Ariella arrinconados contra un muro y cubiertos por una sábana. No le importó. David subió a echarles un vistazo y luego volvió a cubrirlos con la sábana.

– No era una buena pintora -fue todo lo que dijo. Sofía no quiso seguir preguntando. Encontró la lámpara que buscaba, la llevó abajo y cerró la puerta de la buhardilla. Desde entonces no había vuelto a subir, y Ariella no había vuelto a ocupar su mente. Una fiesta de sociedad en Londres era el último lugar donde esperaba encontrarla.

A Sofía las fiestas la ponían nerviosa. No quería ir, pero David insistió. Tenía que dejar de ocultarse.

– Nadie sabe cuánto tiempo va a durar esta guerra. En algún momento tendrás que enfrentarte al mundo -le había dicho.

Cuando en abril el Reino Unido había declarado la guerra a Argentina a causa de la disputa por las Malvinas, Sofía se había sentido terriblemente apenada. Era argentina y, por mucho que hubiera sellado esa parte de su vida, nunca había dudado de lo que era: argentina por los cuatro costados. Cada titular dolía, cada comentario era una pequeña herida. Eran su gente. Pero no tenía sentido salir en su defensa en este lado del Atlántico. Los británicos querían víctimas. David sugirió cariñosamente que se tranquilizara y guardara silencio si no quería acabar también ella siendo una víctima. Era muy difícil no verse envuelta en alguna discusión cuando la gente tenía tan poco tacto; por ejemplo, cuando en las cenas algún idiota golpeaba la mesa con el puño, insultando a los «malditos gauchos». Los argentinos habían pasado a ser «gauchos», y no había nada de cariñoso en ese mote. Después de haber pasado años sin saber que las islas Falkland existían, de repente todos se habían puesto a opinar.

Sofía tenía que morderse la lengua para no darles la satisfacción de verla enfadada. Después se acurrucaba en los brazos de David y lloraba contra su pecho. Se preguntaba cómo lo estaría pasando su familia. Estuvo a punto de colgar la bandera argentina del tejado de Lowsley y gritar a todo pulmón que era argentina y que estaba orgullosa de serlo. No había renunciado a su nacionalidad. No había abandonado a los suyos. Era una de ellos.

La fiesta era una cena con baile que tuvo lugar una triste noche de mayo. Los anfitriones eran Ian y Alice Lancaster, viejos amigos de David. Era la clase de fiesta de la que todo el mundo habla meses antes de que se celebre, y que todo el mundo comenta durante los meses que la siguen. Sofía se había gastado una pequeña fortuna en Belville Sassoon en un vestido rojo de tirantes que relucía sutilmente sobre su piel aceitunada. David había quedado suficientemente impresionado para no preocuparse por el precio y sonreía con orgullo al ver que los demás invitados la miraban con admiración.

Normalmente, en ese tipo de eventos la pareja solía ir cada uno por su lado, sin preocuparse demasiado por el otro, pero Sofía temía que alguien iniciara alguna conversación sobre la guerra, así que tomó a David de la mano y le siguió con desconfianza por la sala. Las mujeres estaban cubiertas de diamantes y complicados peinados, prominentes hombreras y maquillajes alarmantes. Sofía se sentía ligera, aunque quizá demasiado escotada, con un sencillo solitario que relucía contra su bronceado pecho desnudo. Era un regalo de cumpleaños de David. Se dio cuenta de que la gente cuchicheaba a su paso y de que las conversaciones se interrumpían cuando ella se acercaba. Nadie mencionó la guerra.

Se había levantado una marquesina a rayas blancas y azules en el jardín situado tras la mansión que los Lancaster tenían en Hampstead. Sobre las mesas se habían dispuesto extravagantes arreglos florales que yacían desparramados como frondosas fuentes de hojas, y la carpa resplandecía a la luz de cientos de velas. Cuando anunciaron la cena, Sofía vio aliviada que estaba en la misma mesa que David, la del anfitrión. Al sentarse le guiñó el ojo a David para tranquilizarle y hacerle saber que estaba contenta. Él parecía conocer a la señora excesivamente maquillada que estaba a su izquierda, pero el asiento que quedaba justo a su derecha seguía vacío.

– ¡Qué alegría volver a verla! -exclamó el hombre que Sofía tenía sentado a su izquierda. Era un hombre calvo de cara redonda y bronceada, labios finos y unos ojos pálidos y acuosos. Sofía echó una rápida mirada al nombre que aparecía en su tarjeta. Jim Rice. Se habían visto antes. Era una de esas personas que siempre aparecen en todas partes pero de cuyo nombre nunca nos acordamos.

– Lo mismo digo -le sonrió Sofía, devanándose los sesos por descubrir de qué le conocía-. ¿Cuándo fue la última vez que nos vimos? -le preguntó con absoluta soltura.

– En la presentación del libro de Clarissa.

– Naturalmente -dijo Sofía, preguntándose quién demonios era la tal Clarissa.

– Dios mío, ¿quién es ésa? -preguntó él de pronto, dirigiendo la mirada hacia la mujer alta y espigada que iba deslizándose elegantemente entre las mesas en dirección a la suya. Sofía tuvo que apretar la mandíbula por temor a que si dejaba la boca abierta no podría volver a cerrarla nunca. La exquisita criatura del sencillo vestido blanco era sin duda Ariella. Sofía la vio acercarse a la mesa. También pudo ver que la silla que estaba junto a la de David seguía vacía. Por favor, Dios mío, no, suplicó en voz baja, al lado de David no.

– ¿No es ésa Ariella Harrison, la ex de David? -dijo el hombre que estaba sentado a su derecha-. Vaya encerrona -murmuró mientras Ariella saludaba a un atónito David y se sentaba a su lado.

– George -dijo Jim en tono de aviso, intentando evitar el faux pas que ya se anunciaba.

– Vaya, ¡una encerrona en toda regla! -soltó el otro hombre, relamiéndose. A continuación se giró hacia Sofía y preguntó-: ¿Crees que Ian y Alice lo han hecho a propósito?

– ¡George!

– ¡Qué alegría verte, Jim! Encerrona, ¿eh? -repitió con una mueca, asintiendo con complicidad.

– George, permite que te presente a Sofía Harrison, la esposa de David Harrison. George Heavywater.

– Mierda -dijo George.

– Sabía que dirías eso -suspiró Jim.

– Lo siento muchísimo, de verdad. Soy un idiota.

– No te preocupes, George -dijo Sofía, con un ojo en George Heavywater, que se había puesto rojo como un tomate, y el otro en Ariella.

Ariella estaba radiante bajo la magnífica luz de las velas. Llevaba sus cabellos blancos recogidos en un moño perfecto que acentuaba su largo cuello y su mandíbula afilada. Parecía distante aunque bellísima. David apoyó la espalda en el respaldo de la silla como si quisiera aumentar la distancia que los separaba, mientras Ariella se inclinaba sobre él con la cabeza ladeada en actitud de disculpa. David asintió en dirección a Sofía, y Ariella desvió su mirada hacia ella y sonrió con cortesía. Sofía logró corresponderle con una débil sonrisa antes de apartar la mirada a tiempo para ocultar el miedo que revelaban sus ojos.

– Siento lo de George. Menudo idiota indiscreto. Nunca se ha distinguido por pensar antes de hablar. Siempre mete la pata. No aprenderá nunca -dijo Jim, sorbiendo su copa de vino-. La última vez estuvo en casa de Duggie Crichton y dijo: «Me gustaría tirarme a la rubia esa, seguro de que ella estaría encantada» antes de darse cuenta de que era la nueva novia de Duggie. Quedó en el peor de los ridículos. Es un idiota metepatas.

Sofía se echó a reír mientras él se embarcaba en otra historia sobre George. Observaba cómo el lenguaje corporal entre Ariella y David iba relajándose hasta hacerse amistoso. Esperaba que a Ariella se le atragantara el salmón o que derramara la copa de vino sobre su inmaculado vestido blanco. Imaginaba su conversación: «Así que esa es la pequeña gaucha. Qué dulzura de chiquilla, es como un cachorrito». La odiaba. Odiaba a David por ser tan amable con ella. ¿Por qué no se levantaba y se negaba a hablarle? Después de todo, había sido ella quien lo había dejado. Miró a Ian Lancaster que, en ese momento, conversaba atentamente con una delgadísima señora de piel rosada que estaba sentada a su derecha. Tiene aspecto de haber estado colgada del techo de alguna despensa secándose como un chorizo, pensó con maldad antes de echarse a reír de nuevo educadamente con la historia de Jim.

La cena parecía transcurrir a cámara lenta. Todos los invitados parecían comer, beber y hablar a un ritmo innecesariamente pausado. Cuando por fin sirvieron el café, Sofía deseaba desesperadamente volver a casa. En ese momento Ian Lancaster lanzó un ataque contra los argentinos y Sofía se quedó helada en la silla como un animal herido.

– Malditos gauchos -dijo, chupando el cigarro con sus labios blanduzcos y cortados-. Son todos unos cobardes. No hacen más que huir despavoridos ante las balas de los ingleses.

– Todos sabemos que el loco de Galtieri sólo atacó nuestro territorio para distraer al pueblo argentino de su desastrosa política interna -soltó George burlón. Jimi puso los ojos en blanco.

– Por favor -dijo David-, ¿no estamos ya un poco aburridos de hablar de esta guerra?

Miró a Sofía y la vio erizada al otro lado de la mesa.

– Oh, sí, perdona, olvidaba que te habías casado con una gaucha -continuó el anfitrión con saña.

– Una argentina -dijo Sofía sin ocultar su enojo-. Somos argentinos, no gauchos.

– Da igual, lo que importa es que habéis atacado el territorio británico, así que ahora tenéis que afrontar las consecuencias… o salir huyendo -añadió y se echó a reír con ánimo de provocarla.

– Son niños, simples reclutas adolescentes. ¿Acaso te sorprende que estén aterrados? -dijo Sofía, intentando controlar su indignación.

– Galtieri debería haberlo tenido en cuenta antes de actuar. Qué patético. Los hundiremos en el mar.

Sofía miró a David desesperada. Él arqueó la ceja y suspiró. Se hizo el silencio y todos se quedaron mirando sus respectivos platos, presas de la vergüenza. Las mesas vecinas, que habían oído el ataque de Ian, esperaban a ver qué ocurriría a continuación. Entonces una vocecita rompió el silencio.

– Tengo que felicitarte por tu generosidad -dijo Ariella con voz suave.

– ¿Generosidad? -replicó Ian visiblemente incómodo.

– Sí, tu generosidad -repitió Ariella con calma.

– No sé a qué te refieres.

– Oh, venga, Ian, no seas modesto, no te va -dijo Ariella echándose a reír.

– En serio, Ariella, no sé de qué me hablas -insistió Ian irritado. Ariella miró a su alrededor para asegurarse de que todos la escuchaban. Le encantaba tener una numerosa audiencia en momentos así.

– Quiero felicitarte por tu diplomacia. Aquí estamos, en mitad de una guerra contra Argentina, y Alice y tú habéis elegido los colores de la bandera argentina para vuestra carpa -dijo levantando la mirada hacia las anchas bandas azules y blancas del techo. Todos alzaron la vista y miraron al techo y a su alrededor-. Creo que deberíamos brindar por ello. Ojalá fuéramos todos tan considerados. Qué curioso estar aquí mofándonos de Argentina y de su gente cuando estamos en presencia de una de ellos. Sofía es argentina y estoy segura de que ama a su país tanto como nosotros al nuestro. Qué trágico que seamos tan poco refinados para llamarlos gauchos y cobardes cuando ella es una de tus invitadas, Ian. Tu invitada, sentada a tu mesa. Que lástima que el decoro con el que iniciaste la velada al elegir estos colores para tu carpa se haya evaporado como el alcohol de tu buen vino. Aun así, quiero alzar mi copa para brindar por tu sentido de la diplomacia y del decoro, porque la intención estaba ahí. Dicen que es la intención lo que cuenta, ¿no es así, Ian?

Ariella alzó su copa antes de llevársela a sus pálidos labios. Ian se atragantó con el humo del cigarro y la sangre le subió a la cara, tiñéndola de violeta. David miró a Ariella totalmente atónito junto con el resto de los invitados que compartían su mesa y los de las mesas vecinas. Sofía sonrió a Ariella con agradecimiento, tragándose la furia con un sorbo de vino tinto.

– Sofía, ¿me acompañas al tocador? Creo que ya he me he cansado de la conversación de mis compañeros de mesa -dijo Ariella como si nada, levantándose. Los hombres se pusieron en pie, asintiendo boquiabiertos hacia ella en actitud respetuosa. Sofía se acercó a ella con la cabeza alta. Ariella la tomó de la mano y la condujo entre las mesas de los atónitos invitados hacia la puerta. Una vez fuera, Ariella se echó a reír.

– Menudo idiota pomposo -dijo-. Necesito un cigarrillo, ¿y tú?

– No sé cómo agradecértelo -dijo Sofía sin dejar de temblar. Ariella le ofreció el paquete, que Sofía rechazó.

– No me des las gracias. No sabes lo que he disfrutado. Nunca me ha gustado demasiado Ian Lancaster. No entiendo qué ve David en él. ¡Y lo que debe de sufrir su pobre mujer! Noche tras noche aguantando el humo y el malhumor de ese hombre, y esa cara colorada y el aliento a tabaco. ¡Ag!

Pasearon hasta llegar a un banco y se sentaron. La carpa resplandecía a la luz de los cientos de velas, y por el ruido se diría que las conversaciones habían vuelto a la normalidad, como brasas que, con la ayuda de un fuelle, hubieran recuperado sus llamas. Ariella encendió un cigarrillo y cruzó las piernas.

– Ni te imaginas lo que me ha costado no perder los estribos. He estado a punto de echarle la copa de vino en plena cara -dijo

Ariella con el cigarrillo entre los dedos, unos dedos coronados por uñas largas y cuidadas.

– Has estado magnífica. Ian se ha quedado sin habla. Estaba furioso.

– Me alegro. ¡Cómo se atreve a hablar así! -exclamó, aspirando el humo del cigarrillo.

– Me temo que no es el único. Yo no quería venir esta noche -dijo Sofía sin ocultar su tristeza.

– Tiene que ser un momento terrible para ti. Lo siento. Te admiro profundamente por haberte atrevido a venir. Eres como una gacela en un campo lleno de leones.

– David quería venir -respondió Sofía.

– Claro. Ya te he dicho que no entiendo lo que ve David en ese tipo espantoso.

– No creo que vuelva a verle después de esta noche -dijo Sofía entre risas.

– No, claro que no. Probablemente no vuelva a dirigirle la palabra -concluyó espirando el humo por una de las comisuras de la boca al tiempo que estudiaba con atención el rostro de Sofía desde sus negras y largas pestañas-. David es muy afortunado por haberte encontrado. Es un hombre totalmente distinto. Se le ve feliz, satisfecho. Incluso parece más joven y mucho más guapo. Le haces mucho bien. Casi estoy celosa.

– Gracias.

– Nos hacíamos mucho daño el uno al otro, muchísimo -dijo, echando la ceniza al suelo-. Conmigo siempre estaba de mal humor, y yo era demasiado exigente y terriblemente malcriada. Todavía lo soy. Siento haberle hecho daño, pero me alegra que termináramos separándonos. Nos habríamos destrozado mutuamente si hubiéramos seguido juntos. Hay veces que las cosas no salen bien. Pero David y tú… Puedo ver cuando una pareja tiene futuro. Le has curado el corazón como yo jamás habría podido hacerlo.

– Eres muy dura contigo misma -dijo Sofía, preguntándose por qué en algún momento se había sentido amenazada por Ariella.

– Nunca me gustaron sus amigos. Zaza era una pesada. Quería a David para ella. Yo que tú tendría cuidado con ésa.

– Oh, Zaza es una metomentodo y sí, es un poco pesada, pero me cae bien -insistió Sofía.

– Me odiaba. Tú y David estáis hechos el uno para el otro. Aunque ahora tenemos en común un odio mutuo por Ian Lancaster -dijo Ariella soltando una carcajada.

– Desde luego -suspiró Sofía-. Creía que vivías en Francia.

– Sí, con Alain, el maravilloso Alain -dijo Ariella, y se rió con amargura-. Otro que tampoco duró. No sé -dijo con un profundo suspiro-, me parece que no estoy hecha para que me duren las parejas.

– ¿Dónde está él ahora?

– Sigue en Provenza, intentando ser fotógrafo, igual de vago y de liante que cuando le conocí. Es un holgazán de primera. No creo que se haya dado cuenta de que me he ido.

– No puedo imaginar que haya alguien incapaz de darse cuenta de tu presencia, Ariella.

– Podrías si conocieras a Alain. En fin, en realidad estoy mejor sin ningún hombre, sin ataduras, sin compromisos. Ya ves, en el fondo tengo alma de gitana, siempre la he tenido. Pinto y viajo, esa es mi vida.

– Vi uno de tus cuadros en la buhardilla de Lowsley. Es muy bueno -dijo Sofía.

– Eres un encanto. Gracias. Debería ir a buscarlo. Quizá podríamos tomar el té.

– Me encantaría.

– Perfecto -sonrió-. A mí también me encantaría. ¿Habéis pensado David y tú en tener hijos?

– Quizá.

– Oh, por favor, sí. Adoro los niños… los de los demás, claro. Nunca quise tener hijos, pero David se moría de ganas. Solíamos discutir por culpa de eso todo el tiempo. Pobre David, le hice sufrir muchísimo. No esperes demasiado, David ya no es tan joven. Será un padre maravilloso. No hay nada que desee más que una familia.

Cuando Sofía la oyó hablar así, apoyó la espalda en el respaldo del banco y miró a las estrellas. Pensó en todos esos jóvenes que morían en las colinas de las Malvinas. Todos tenían madres, padres, hermanos, hermanas y abuelos que llorarían por ellos. Se acordó de cuando era niña y su padre intentó explicarle lo que era la muerte; le había dicho que todas las almas se convertían en estrellas. Ella le había creído. Todavía le creía; al menos eso era lo que deseaba. Alzó la mirada hacia todas esas almas que brillaban en el silencioso infinito. El abuelo O'Dwyer le había dicho que la vida giraba en torno a la procreación y la preservación, que la vida debía alimentarse con amor porque sin él no puede sobrevivir. Sofía amaba a David, pero de repente, al ver los millones de almas que resplandecían sobre su cabeza, se dio cuenta de que el verdadero sentido de amar era crear más y más amor. Decidió entonces que por fin estaba preparada para tener un hijo. Quizá Santiaguito fuera una de esas estrellas, pensó con tristeza. Recordó el consejo de Dominique y supo entonces que debía liberarse de él.

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