Cuando Jake llevaba a Sofía de vuelta de Queen's Gate, ella reflexionaba sobre la oferta de David.
– Me encantaría volver a poner este lugar en marcha -le había dicho, refiriéndose a la granja de sementales-. No me cabe duda de que sabes mucho de caballos. Mi ex, Ariella, criaba caballos de carreras. Producía primales de primera clase. Cuando se marchó, eso se acabó. Los vendí todos, excepto a Safaré e Inca. Te pagaría, por supuesto, y contrataría a quien necesitaras. No tendrías que pasarte toda la semana aquí, en el campo. Bastaría con que supervisaras el trabajo. El lugar está muerto sin gente que cuide de él. No tardará mucho en caer en el abandono, y odio pensar en tener que vender los caballos.
Sofía recordó el tono flemático con que le había hablado. David era un hombre pragmático, pero había calidez en su modo de expresarse. Sonrió al recordarle. La verdad es que era una buena idea, pero Jake jamás lo permitiría. No la dejaría irse a trabajar al campo. Era demasiado posesivo. Y él era lo que único que tenía.
En abril, cuando hacía ya un par de meses que la obra estaba en cartel, Sofía abrió la puerta del camerino de Jake y se lo encontró de pie contra la pared, en plena acción con Mandy Bourne, la actriz principal de la obra. Se había bajado los pantalones, y lo que más tarde recordaría Sofía era su trasero blanquecino embistiendo brutalmente a una sudorosa y despeinada Mandy, que todavía llevaba el vestido del siglo dieciocho que usaba en escena. Sofía se había quedado ahí parada un par de minutos sin que la vieran. Mandy gruñía como una cerda hambrienta con el rostro desdibujado en una mueca de dolor, aunque a tenor de los chillidos que soltaba entre gruñido y gruñido, a Sofía le quedó bien claro que lo estaba pasando en grande. Jake no paraba de murmurar: «Te quiero, te quiero» al ritmo de sus embestidas, y parecía estar llegando al moment critique cuando Mandy abrió los ojos y se puso a gritar. Jake hundió la cara en los blandengues pechos de Mandy y exclamó «¡Mierda!» cuando vio a Sofía mirándole desde la puerta. Mandy había salido corriendo bañada en lágrimas.
No hubo disculpas, tampoco penitencia. Jake le echó la culpa a Sofía, diciéndole que se había acostado con Mandy porque no había manera de hacerla suya.
– ¡Tú no me quieres! -le gritó acusador.
Sofía se limitó a responderle:
– Primero tendría que confiar en ti.
Cuando salió del teatro lo hizo por última vez. No pensaba volver a ver a Jake Felton. Cogió el teléfono con la esperanza de que David Harrison recordara la oferta que le había hecho en febrero.
– ¿Nos dejas? -chilló Antón desesperado-. ¡No podré soportarlo!
– Voy a abrir una granja de sementales para David Harrison -les explicó.
– Qué hombre tan retorcido -soltó Maggie, dándole una chupada a su cigarrillo.
– Oh, Maggie, no tiene nada que ver con lo que estás pensando. Aunque tenías razón respecto a Jake Felton. ¡Hombres! No sirven para nada.
– Ooh, no. Ya veo que no te has enterado. Maggie tiene novio, ¿verdad, nenita? Es un cliente. Me parece que sus polvos mágicos por fin han funcionado.
En la cara de Maggie se dibujó una sonrisa de satisfacción.
– Bien hecho, Maggie. Oh, Dios, no sabéis lo que me duele dejaros -dijo Sofía-, pero no estaré todo el tiempo en Lowsley. Estaremos en contacto.
– Más te vale. De todas formas, nos enteraremos de todos los chismes por Daisy. No te olvides de invitarnos a la boda.
– Maggie -se rió Sofía-. Es demasiado viejo.
– Cuidadito, cariño. Yo también he pasado de los cuarenta -replicó. Luego añadió con voz ronca-: Ya veremos.
Daisy quedó deshecha cuando se enteró de que Sofía se iba, no sólo porque iba a echar de menos a su amiga, sino porque, si a Sofía le iban bien las cosas, tendría que encontrar a alguien con quien compartir el piso. No quería vivir con nadie más. Sofía y ella se habían hecho casi hermanas.
– Entonces, ¿si te gusta te mudarás allí definitivamente? -preguntó, horrorizada ante la idea de que alguien quisiera quedarse a vivir en el campo, por lujosa que fuera la casa.
– Sí, me encanta el campo. Lo echo de menos -dijo Sofía. Lowsley había despertado en ella la afinidad que siempre había sentido con la naturaleza. Ya no soportaba el olor de la ciudad.
– Voy a echarte de menos. ¿Quién te hará las uñas? -preguntó Daisy, mostrándole, gruñona, el labio inferior.
– Nadie. Me las volveré a morder.
– Ni se te ocurra. Con lo bonitas que las tienes ahora.
– Voy a tener que trabajar con las manos en el campo, así que ya no voy a necesitar llevar las uñas cuidadas -se rió Sofía alegremente, anticipando los días llenos de caballos y perros y aquellas interminables colinas verdes. Las dos chicas se fundieron en un abrazo.
– No dejes de llamar a menudo y de venir a verme. No quiero que perdamos contacto -dijo Daisy, amenazando con el dedo a su amiga para ocultar la tristeza que la embargaba. Sofía estaba acostumbrada a irse de los sitios, a cambiar de gente y a hacer nuevos amigos. Había acabado por acostumbrarse. Se había adiestrado para desconectar sus emociones a fin de evitar el dolor, de manera que prometió a Daisy que la llamaría todas las semanas, y luego se marchó, siguió adelante con su vida. Como una nómada, miraba hacia delante, a la nueva aventura sin aferrarse demasiado a los lazos emocionales que la unían a los seres que dejaba atrás.
En cuanto Sofía estuvo felizmente instalada en una pequeña casa en Lowsley, se dio cuenta de que no le importaría en absoluto no tener que volver a Londres. Había echado de menos el campo más de lo que creía, y ahora que lo había recuperado no pensaba volver a perderlo. Hablaba con Daisy a menudo y se reía con los últimos chismes sobre Maggie. Sin embargo, no tenía mucho tiempo para pensar en sus viejos amigos. Estaba demasiado ocupada en volver a levantar la granja de sementales de David. Él le había dicho que podía supervisar el trabajo, pero Sofía no tenía la menor intención de limitarse a supervisar. Deseaba implicarse al máximo, y lo que no supiera tendría que aprenderlo.
Se enteró por la señora Berniston que cuando Ariella se marchó y cerraron los establos, tuvieron que despedir a Freddie Rattray, conocido como Rattie. Rattie había sido el encargado de la granja. Era él quien cuidaba de los potros y de la granja en general. Según le dijo la señora Berniston, Rattie era un experto.
– No encontrará a uno mejor -le había dicho.
Sofía no tardó en localizar y contratar a Rattie y a Jaynie, su hija de dieciocho años, con la ayuda de la señora Berniston, que se escribía con frecuencia con Beryl, la mujer de Rattie. Como Beryl había muerto recientemente, Freddie se mostró ansioso por volver a Gloucestershire y retomar su antigua vida.
Cuando David volvía al campo los fines de semana, era recibido por la amplia sonrisa y el contagioso sentido del humor de Sofía. Sofía siempre iba en vaqueros y camiseta, y a menudo llevaba el viejo jersey beige, que él le había prestado y que ella nunca le había devuelto, anudado a la cintura. El aire del campo le había cambiado el color de la cara. Ahora tenía la piel brillante y saludable y llevaba la melena suelta sobre los hombros en vez de recogérsela como antes. Le brillaban los ojos, y su desbordante energía hacía que David se sintiera más joven en su presencia. Él esperaba ansioso que llegara el fin de semana para poder estar con ella, y se le caía el alma a los pies cuando tenía que prepararse para volver a Londres los domingos por la tarde. Estaba encantado con los progresos del trabajo de Sofía en la granja, así como con su relación con Rattie, al que ella adoraba:
– No puede ser más inglés. Es como un gnomo salido de un cuento de hadas -decía Sofía.
– No creo que a Rattie le haga mucha gracia esa descripción -apuntó David riéndose entre dientes.
– Oh, no le importa. A veces le llamo «el gnomo» y él sonríe.
Creo que está tan feliz de haber vuelto que podría llamarle cualquier cosa.
Rattie también era un gran jardinero y David se quedó boquiabierto al ver la transformación que habían sufrido los jardines en el poco tiempo que había pasado desde que los había contratado. Sofía era incansable. Se levantaba a primera hora de la mañana y se preparaba el desayuno en la casa grande, ya que la señora Berniston, que iba a cocinar y a limpiar tres veces por semana, le había sugerido que hiciera uso de la cocina del señor Harrison puesto que la nevera estaba siempre llena. Después de desayunar, sacaba a dar un paseo a uno de los caballos por las colinas antes de empezar con las tareas diarias en los establos.
Rattie era un experto en caballos y Sofía tenía mucho que aprender de él. En Santa Catalina nunca había tenido que ensillar un caballo porque los gauchos se lo hacían todo. Rattie se reía de ella, diciéndole que era una malcriada y que iba a bajarle los humos, y Sofía le decía que recordara que estaba en Lowsley gracias a ella, así que ya podía ir tratándola con más respeto. Con su sonrisa torcida y su rostro despierto, Rattie le recordaba a José. Se preguntaba si José la echaba de menos, si los chismes de Soledad habían llegado a sus oídos, si la tenía en menor estima por lo ocurrido.
Siguiendo los consejos de Rattie, compraron seis yeguas de primera clase y contrataron a dos mozos para que ayudaran a su hija Jaynie.
– Llevará su tiempo volver a poner la granja en marcha -advirtió a Sofía-. El ciclo de cría lleva seis meses -añadió, rodeando la taza de café humeante con sus toscas manos-. Otoño es la época para buscar sementales para nuestras yeguas, sementales bien formados y con un buen pedigrí, ¿me sigues?
Sofía asintió.
– Si queremos caballos de carreras de primera necesitamos sementales de primera.
Sofía volvió a asentir con énfasis.
– En agosto y en septiembre se envían las solicitudes para acceder a un semental. Eso se hace a través de un agente. Él se encarga de negociar las nominaciones con el dueño del semental. Hace años que estoy fuera del circuito, pero Willy Rankin era mi hombre y creo que sigue siéndolo -dijo, dándole un sorbo al café-. La temporada empieza el catorce de enero. Es entonces cuando llevamos las yeguas al semental hasta que nos aseguramos que están preñadas.
– ¿Cuánto tardan en parir?
Sofía intentaba hacer preguntas inteligentes. Todo parecía más complicado de lo que había esperado. Se alegraba de que Rattie supiera lo que hacía.
– Entre febrero y mediados de abril. Ese es un período de tiempo mágico. Puedes ver a la naturaleza trabajando delante de tus ojos -suspiró-. Diez días después de que nace el potro y se comprueba que está sano, la yegua y su potro son enviados de vuelta al semental.
– ¿Cuánto tiempo tienen que quedarse allí?
– Un máximo de tres meses. Una vez que nos cercioramos de que la yegua vuelve a estar preñada, los traemos de vuelta a casa.
– ¿Y cuándo los vendemos? -preguntó Sofía, llenado la tetera y poniéndola de nuevo a calentar.
– Hay mucho que aprender, ¿eh? -dijo Rattie riéndose entre dientes al notar que Sofía estaba empezando a cansarse con tanto detalle-. Nada que ver con tu vida en… ¿cómo lo llamáis? ¿Pampa?
– La pampa, Rattie. Pero sí, tienes razón. Nunca había hecho algo parecido -añadió con humildad, abriendo el bote de café granulado.
– Bueno, si tanto te gustan los caballos aprenderás rápido. Ahora, en julio, hay mucho trabajo porque hay que preparar a los primales para la venta. Eso te gustará. Hay que sacarlos a caminar, enseñarles a llevar las bridas, ese tipo de cosas. Luego, la gente que se encarga de las ventas vienen a inspeccionar los primales para ver si pueden entrar en las ventas de ejemplares de primera clase. La venta tiene lugar en Newmarket, en octubre. Verás lo interesante que es. Te encantará -dijo, dándole la taza vacía para que volviera a llenarla-. Te enseñaré todo lo que sé, pero no aprenderás nada sentada a la mesa de esta cocina. Se aprende haciendo, eso es lo que decía siempre mi padre. «Más hacer y menos hablar», decía. Así que ya basta de hablar y pongámonos en marcha. ¿Te parece bien, jovencita? -preguntó cuando ella le devolvió la taza, ahora llena de café solo y muy cargado, tal como a él le gustaba-. Perfecto -le dijo, cogiéndole la taza de la mano.
– Por mí de acuerdo, Rattie.
A Sofía no le interesaban demasiado los detalles. Mientras pudiera trabajar con caballos, todo le parecía bien.
El verano pasó muy rápido. Sofía había ido sólo una vez a Londres. Maggie y Antón estaban furiosos con ella, y a Sofía le había costado lo suyo conseguir que la perdonaran. Se quedó con ellos sólo una hora. Estaba ansiosa por volver con sus caballos. Le agradecieron mucho la visita, pero tuvieron la sensación de que la estaban perdiendo y eso los dejó tristes.
En septiembre David empezó a pasar cada vez más tiempo en el campo. Montó otra oficina en el estudio y contrató a una secretaria para que trabajara allí media jornada. De repente su casa había vuelto a la vida y vibraba con las voces de la gente y de los animales. Pero si tenía que ser sincero consigo mismo, la verdad era que se había enamorado perdidamente de Sofía y que casi no soportaba estar lejos de ella. Por eso la había contratado. Le habría pagado lo que ella le hubiera pedido. Contratarla era la única forma de poder verla sin cortejarla, y era lo suficientemente realista para saber que si le confesaba sus sentimientos, sólo conseguiría asustarla. De hecho, doce libras a la semana y alojamiento gratis no era nada comparado con lo que él deseaba darle: un nuevo apellido y todo lo que poseía.
Sofía estaba encantada de que David hubiera decidido pasar más tiempo en Lowsley. Llevó a los perros con él, cuyos adorables ojos de payaso no dejaban de sonreírle con ternura. Pasaban las tardes paseando por el jardín, hablando y viendo cómo el otoño recortaba las largas sombras del verano, hasta que los días empezaron a acortarse y cada vez se hacía de noche más temprano. David era consciente de que ella nunca hablaba de su pasado y nunca tocó el tema. No podía fingir que no sentía curiosidad; quería saberlo todo sobre ella. Deseaba borrar con sus besos todas las preocupaciones que intuía bajo su sonrisa. De hecho, deseaba besarla cada vez que la veía, pero no quería asustarla. No quería perderla. No había sido tan feliz en muchos años. Así que nunca lo intentó. Entonces, justo cuando Sofía estaba consiguiendo olvidar su pasado, alguien llegó a Lowsley para recordárselo.
Desde el verano David no había invitado a nadie a pasar un fin de semana en Lowsley. Estaba feliz a solas con Sofía, pero Za2a le sugirió que quizás ella deseara conocer a personas de su edad.
– Es una mujer muy atractiva. No te extrañe que algún hombre te la robe antes de que te des cuenta. No puedes tenerla ahí escondida toda la vida -le había dicho, sin percibir en ningún momento lo mucho que sus palabras habían herido a David.
David veía a Sofía ir de un lado a otro de la granja y no podía evitar pensar en lo feliz que parecía. Desde luego, por su expresión nadie diría que se moría de ganas por conocer a otros jóvenes. Parecía feliz con los caballos. Pero Zaza había insistido, haciéndole callar con un: «Sólo una mujer puede entender a otra mujer». Después de todo, él le llevaba casi veinte años y no era la compañía más adecuada para una chica de su edad.
Cuando Zaza y Tony le presentaron a Gonzalo Segundo, un jugador de polo argentino, moreno y altísimo, que era amigo de su hijo Eddie, David cogió la indirecta y los invitó a pasar el fin de semana en Lowsley. Ni se imaginaba la reacción de Sofía.
– ¡Sofía Solanas! -exclamó Gonzalo cuando los presentaron-. ¿Eres pariente de Rafa Solanas? -preguntó en español. Sofía estaba atónita. Hacía mucho tiempo que no hablaba su idioma.
– Es mi hermano -respondió con brusquedad. Luego dio un paso atrás en cuanto se oyó hablar en su lengua materna y todos los recuerdos hasta entonces reprimidos la asaltaron, cayendo sobre su cabeza como un mazo de cartas. Se puso pálida antes de salir corriendo de la habitación bañada en lágrimas.
– ¿Qué he dicho? -preguntó Gonzalo, perplejo.
Instantes después, David llamaba a la puerta de Sofía.
– Sofía, ¿estás bien? -dijo en voz baja, antes de volver a llamar. Sofía abrió la puerta. David entró, seguido por Sam y Quid, que, ansiosos, empezaron a olisquearle los tobillos. Sofía tenía la cara todavía húmeda por las lágrimas y los ojos furiosos e inyectados en sangre.
– ¿Cómo has podido? -gritó-. ¿Cómo has podido invitarle sin mi permiso?
– No sé de qué estás hablando, Sofía. Cálmate -le dijo con voz firme, intentando ponerle una mano en el brazo. Ella la retiró de un manotazo.
– No pienso calmarme -le soltó enfurecida. David cerró la puerta. No quería que Zaza los oyera-. ¡Conoce a mi familia! Volverá y les dirá que me ha visto -sollozó.
– ¿Yeso importa?
– ¡Sí! ¡Sí! ¡Claro que importa! -chilló y se dirigió a la cama. Los dos se sentaron-. Importa muchísimo -añadió más tranquila, enjugándose las lágrimas.
– Sofía, no entiendo lo que intentas decirme. No puedes esperar que te entienda si no me lo cuentas. Simplemente pensé que te gustaría conocer a alguien de tu país.
– Oh, David -sollozó de nuevo, echándose contra su pecho. Poco a poco él la rodeó con el brazo. Sofía no se apartó ni le rechazó, así que David siguió sentado abrazándola-. Me fui de Argentina hace tres años porque tuve una aventura con alguien al que mis padres no aprobaban. Desde entonces no he vuelto.
– ¿No has vuelto? -repitió, sin saber qué decir.
– Me peleé con ellos. Los odio. Desde entonces no he vuelto a hablar con nadie de mi familia.
– Mi pobre niña -dijo David, y se encontró de pronto acariciándole el pelo. Temía estropear el momento si se movía.
– Los quiero y los desprecio. Los echo de menos e intento olvidarlos. Pero no puedo, no puedo. Estar aquí, en Lowsley, me ha ayudado a olvidar. Aquí he sido muy feliz. ¡Y ahora esto!
David se quedó perplejo cuando ella empezó a llorar de nuevo. Esta vez de sus entrañas brotaban violentos sollozos. Él siguió abrazándola e intentaba consolarla. Nunca había visto a alguien sentirse tan desgraciado. Sofía lloraba tanto que apenas podía respirar. David se asustó. No se le daban muy bien ese tipo de situaciones y pensó que quizás una mujer lidiaría mejor con lo que estaba ocurriendo, pero cuando se levantó para ir en busca de Zaza, Sofía le agarró del jersey y le pidió que se quedara.
– Hay más, David. Por favor, no te vayas. Quiero que lo sepas todo -le suplicó. Y tímidamente le habló de la traición de Santi y de Santiaguito, omitiendo que Santi era su primo hermano-. Entregué a mi bebé -susurró desesperada, mirándole fijamente a los ojos. Al ver sus ojos aterrados, David pudo sentir su dolor. Deseaba decirle que él le daría hijos, todos los que quisiera. Su amor compensaría el amor de toda su familia. Pero no sabía cómo decírselo. La estrechó entre sus brazos y se quedaron así en silencio. En ese momento de inmensa ternura, David sintió que la amaba más de lo que jamás habría imaginado amar a alguien. Cuando estaba con Sofía se daba cuenta de lo solo que había estado. Sabía que podía hacerla feliz.
Sofía se sentía extrañamente mejor por haber compartido su secreto con él, incluso aunque sólo le hubiera contado parte de la historia. Levantó la mirada y miró a David con otros ojos. Cuando sus bocas se encontraron, a ninguno le sorprendió. En los escasos minutos que acababan de transcurrir Sofía había confiado en él más de lo que había confiado nunca en nadie, exceptuando a Santi. Cuando David la apretó contra su pecho Sofía se olvidó del resto del mundo, y lo único que existió en ese momento era Lowsley y el refugio que allí había construido.