Lunes, 10 de noviembre de 1997
Fernando sintió las gotas de sudor que le bajaban por la espalda cuando desembarcaba del ferry sobre el que había cruzado las aguas que separaban Uruguay de Argentina. Habían pasado casi veinte años desde la última vez que había pisado suelo argentino, veinte años desde que había tomado parte en las manifestaciones políticas contra el Gobierno militar que había usurpado el poder el 24 de marzo de 1976. Aunque durante el golpe no había habido derramamientos de sangre, los cinco años siguientes habían sido testigos de la desaparición de casi veinte mil personas. Fernando había estado a punto de ser uno de ellos.
Miró atrás por encima de las aguas marrones y recordó cómo había escapado veinte años atrás. Aterrado y derrotado, había jurado no volver a poner un pie en Argentina. Había visto demasiada violencia para volver a estar tan cerca de la muerte.
Durante ese período, había aprendido mucho sobre sí mismo. No le gustó lo que vio. Era un cobarde, no como esos hombres y mujeres valientes que arriesgaban sus vidas y que a menudo las sacrificaban por el bien de su país, por la democracia y por la libertad; hombres y mujeres que acudían a cientos a la Plaza de Mayo a protestar contra el general Videla y sus secuaces. Ellos eran los héroes sin rostro, los «desaparecidos» argentinos, hombres y mujeres que, secuestrados de sus camas en mitad de la noche, nunca habían vuelto a ser vistos. Puede que hubiera sido mejor haber desaparecido con ellos, pensó. Quizá hubiera sido mejor terminar en el fondo del mar en vez de esconderme en Uruguay. Ojalá la policía se hubiera dado cuenta de lo inofensivo que era, ojalá se hubiera dado cuenta de que su parloteo y sus llamativas demostraciones de oposición no eran más que simples intentos por llamar la atención, meras tentativas para parecer importante, para sentirse importante, para compensar por los años que había vivido junto a un hermano cuya luz brillaba con tal intensidad que no dejaba espacio alguno para que Fernando pudiera hacer brillar la suya. Hasta que se hizo amigo de Carlos Riberas y se unió al movimiento de la guerrilla. Aquel era un rincón tan oscuro que ahí sí podía brillar con luz propia.
Cuando llegó a Uruguay compró una pequeña casucha en la playa, se dejó crecer la barba y el pelo, y sólo se lavaba cuando se daba un baño en el mar. Se había perdido el respeto. Se odiaba, y por eso intentó perderse bajo la densa mata de pelo negro que crecía a su alrededor como el bosque cuajado de pinchos del cuento de La bella durmiente. La única diferencia era que, en su caso, no había ninguna princesa que fuera a despertarle con un beso. Evitaba a las mujeres. No valía nada. ¿Cómo iba alguien a quererle?
Había escrito artículos para varios periódicos y revistas uruguayos con la intención de seguir luchando desde el otro lado de la frontera. Pero no necesitaba el dinero, puesto que su familia se había asegurado de que no le faltara de nada. De hecho, tenía más dinero del que merecía, así que empezó a regalárselo a los mendigos sin techo que merodeaban borrachos por las sucias calles, agarrados a las botellas que escondían en bolsas de papel marrón. Aunque eso no le hacía sentirse mejor. Sencillamente se sentía muerto por dentro.
Pero una noche despertó de una de esas habituales pesadillas que le dejaban el colchón bañado en sudor y decidió que no podía seguir soportando aquella tortura. Se levantó, metió unas cuantas cosas en una mochila y cerró con llave la puerta de la casa al salir. Durante los cinco años siguientes se dedicó a viajar sin tregua por toda Sudamérica. Bolivia, Paraguay, Ecuador, desde los lagos del sur de Chile hasta las montañas de Perú. Pero allí adonde iba, la sombra de su tormento iba siempre un paso por delante de él.
En la cima del Machu Picchu, con sólo el cielo por encima de su cabeza y las nubes que cubrían la tierra por debajo, se dio cuenta de que no ya no le quedaba ningún lugar al que huir. Había llegado a la cima. Tenía sólo dos alternativas: seguir subiendo hasta llegar de una vez por todas al reino de los dioses, o bajar e intentar vivir consigo mismo. Era una elección sumamente difícil. Las nubes se arremolinaban en una danza hipnótica, llamándole para que se sumergiera en el dulce silencio y el olvido que prometían. El silencio de la muerte. El olvido que te permite olvidarte incluso de ti mismo. Miró hacia abajo, columpiándose en el borde del mundo. Pero también eso sería huir. No estaría mejor que cuando había salido huyendo de Argentina, seguiría siendo un desertor. Sería muy fácil, quizá demasiado fácil. No tendría ningún mérito; no tiene nada de valiente morir así, pensó.
Se dejó caer sobre la hierba y hundió la cabeza entre las manos. Lo más difícil de esta vida es vivir, pensó, hundido en su desgracia, aceptando que probablemente le quedaban muchos años de vida. Puedo vivirlos de forma inconsciente, como un espectro, y esperar a que me llegue la muerte, o puedo plantarle cara a la vida y vivirla lo mejor que pueda.
Cuando regresó a su casa, el teléfono estaba sonando. Era su padre, que llevaba semanas intentando localizarle. María se moría de cáncer. Había llegado la hora de volver a casa.
Cuando Fernando llegó a Buenos Aires, pidió al chófer que sus padres le habían enviado que le llevara a la Plaza de Mayo. Quería ver la Casa Rosada. Sólo quería dar una vuelta en coche por la plaza. Una sola. Quería ver si todavía le atormentaba como lo hacía en sus sueños. La casa del Gobierno, pintada de rosa (para lo que se había empleado sangre, lima y grasa de vaca), domina la plaza y está flanqueada por el Banco de la Nación, la Catedral Metropolitana, el Consejo Municipal y el Cabildo. Es una hermosa plaza llena de palmeras, jardines repletos de flores y edificios coloniales. Pero para Fernando se había convertido en una plaza oscura y amenazadora, el escenario de demasiadas desilusiones.
A medida que el coche se acercaba a la plaza, Fernando sintió que el miedo iba apoderándose de él, llenándole el estómago y la garganta, impidiéndole articular sonido alguno. Un sudor frío fue acumulándose en sus puños cerrados y su respiración se hizo breve e irregular. Sin embargo, una vez que llegó a la plaza y vio el sol estival brillando inocentemente sobre las plantas y las flores, sintió que el terror se disipaba como si hubiera sido la mano de Dios quien lo hubiera borrado. Las sombras habían desaparecido. Argentina era ahora una democracia y ese cambio se olía en la dulce fragancia del aire y se veía en los rostros despreocupados de la gente que pasaba a su lado. Observó el nuevo rostro de la ciudad y notó cómo había prosperado y cómo sonreía. El miedo ya no le atenazaba, sino que cayó de sus hombros como un abrigo desgastado que no tenía lugar en aquel clima nuevo y cálido.
– Suficiente -le dijo al chófer-. Lléveme a Santa Catalina.
La llegada de Fernando fue una ocasión trascendental para su familia. Rememorando el regreso de Santi después de su viaje al extranjero hacía más de veinte años, se agruparon en la terraza de la casa, sin dejar de observar el horizonte a la espera del primer atisbo del coche que traía a Fernando. Aunque su llegada se esperaba con tristeza, porque volvía para despedirse de su hermana.
– Ha cambiado mucho, Sofía -dijo Chiquita, visiblemente entristecida-. No creo que le reconozcas.
En los labios de Sofía se dibujó una sonrisa comprensiva.
– ¿Crees que vuelve para quedarse? -preguntó, intentando dar un poco de conversación a su tía. En realidad, no le importaba si volvía para quedarse o no. Miró a Santi, que hablaba con su padre y con Eduardo. La llegada de Fernando se vivía con gran aprensión. A Miguel le preocupaba que no llegara a tiempo. A María no le quedaba mucho. Nadie podía estarse quieto. Caminaban por la hierba o se movían de un lado a otro de la terraza. Hasta los perros se habían tumbado, jadeantes, a la sombra, con el rabo inmóvil y tenso.
Cuando el coche de Fernando apareció por la curva y avanzó lentamente por la avenida con la dignidad y la sobriedad de un coche fúnebre, la pequeña comitiva respiró aliviada. Fernando miró por la ventanilla y sintió el corazón colmado de cariño y de dulce melancolía. Allí era donde había crecido, lo que había sacrificado durante muchos años y que no había cambiado nada.
Bajó del coche y se echó en los frágiles brazos de su madre. Abrazó a su padre, a Panchito, a sus tías y tíos, que hicieron comentarios sobre su pelo largo y su barba oscura. Estaba irreconocible. Cuando vio a Sofía se quedó boquiabierto.
– Jamás creí que volvería a verte -dijo, mirando de arriba abajo a la mujer que le recordaba a una prima a la que antaño había odiado. Pero ahora eran dos personas totalmente diferentes, como si su niñez hubiera sido una larga obra de teatro que había terminado hacía tiempo, llevándose con ella los papeles que ambos habían interpretado.
– Qué alegría verte, Fercho. Me hace muy feliz que hayas vuelto a casa -respondió Sofía, no encontrando nada mejor que decir. Se sentía incómoda. Para ella Fernando era casi un desconocido.
Cuando Fernando vio a Santi, hizo algo que los sorprendió. Se echó a llorar. Vio en Santi al amigo con el que aquella fría noche de invierno había ido a dar su merecido a Facundo Hernández. Pero no lloraba porque Facundo le hubiera salvado la vida, sino porque miró los ojos verdes y sinceros de su hermano y sólo vio los años desperdiciados por culpa de los celos, el resentimiento y el miedo. Lloraba porque había vuelto a casa y porque había vuelto para quedarse. Miró hacia atrás y se dio cuenta de que la sombra había desaparecido.
Chiquita le condujo adentro para que viera a María. Santi y Sofía se miraron y se dieron cuenta de que aquél no era buen momento para entrar a ver a María. Fernando necesitaba pasar un rato a solas con su hermana.
– Vayamos al pueblo -dijo Santi con voz solemne-. Nadie notará que nos hemos ido ahora que Fercho está en casa.
– Está muy cambiado. Es como si fuera otra persona, alguien a quien nunca conocí -dijo Sofía, melancólica, siguiéndole entre los árboles.
– Lo sé. También para nosotros ha cambiado.
– Debería sentir algo por él, pero no lo consigo -dijo Sofía, pensando en lo voluble del tiempo, que te permite conectar con algunas personas después de muchos años y con otras no.
– Lo ha pasado muy mal, Chofi. No es la misma persona. Tendrás que volver a conocerle desde cero. Yo también.
Cuando Fernando vio a su hermana, se sintió humillado ante su valiente sonrisa y el brillo de sus ojos, pero a la vez fue presa de la desolación al ver cómo la había destruido la enfermedad. Estaba demacradísima y le sobresalían los pómulos. Su rostro recordaba esas impactantes fotografías de los campos de concentración alemanes de la Segunda Guerra Mundial. Además, se le había caído todo el pelo, lo que pronunciaba aún más la forma del cráneo, que parecía vislumbrarse a través de la finísima capa de piel que lo recubría. Pero su ánimo era tan fuerte que empequeñecía su aspecto y parecía iluminar toda la habitación. Le tendió su mano huesuda y le dio la bienvenida a casa, y él cayó de rodillas y la besó, totalmente impresionado por el valor de su hermana, y de repente consciente de su propia debilidad y cobardía.
– ¡Mírate! -se rió María, sonriéndole tiernamente con la mirada-. Pero ¿qué te has hecho, Fercho?
Fernando era incapaz de hablar. Le temblaban los labios, pero de ellos no salió ni un solo sonido. Sus ojos oscuros se llenaron de lágrimas.
– Produzco este terrible efecto en la gente que me ve. ¡Se quedan hechos una pena! -dijo María, aunque su buen humor no consiguió disimular las lágrimas que empezaban a formarse en sus ojos y a caer por sus cetrinas mejillas-. Has sido un idiota, un verdadero idiota -continuó con voz trémula- por haber estado lejos de nosotros tanto tiempo. ¿Qué hacías allí cuando todos los que te queremos estábamos aquí, echándote de menos? ¿Nos echabas tú también de menos? ¿Has vuelto para quedarte?
– Sí, he vuelto para quedarme -refunfuñó su hermano-. Ojalá yo…
– Shhh -le silenció María-. Tengo una nueva norma. Queda prohibido arrepentirse y quedan también prohibidos los remordimientos, gimotear y tirarse de los pelos porque quisieras haber hecho las cosas de forma diferente. Ya he pasado por esto con Sofía, otra tontuela. Menudo par están hechos. En esta casa se vive el presente y disfrutamos de la compañía de los demás sin mirar atrás, a menos que sea para hablar de los buenos tiempos. Fueron buenos tiempos, ¿verdad, Fercho?
Fernando asintió en silencio.
– Ah, ¿te acuerdas de aquella amiga mía que te gustaba? Esa amiga del colegio, seguro que la recuerdas. Silvia Díaz, así se llamaba. Le escribías cartas de amor. Me pregunto qué habrá sido de ella.
– Nunca le gusté -dijo él, sonriendo al recordar aquellos días inocentes.
– Oh, sí, ya lo creo que le gustabas. Pero era muy tímida. Se pasaba las clases leyendo y releyendo tus cartas. Me las leía a mí. Eran muy románticas.
– A mí no me lo parecían.
– Oh, pues lo eran. Muy románticas. Te lo tenías bien calladito. Nunca sabíamos en qué andabas. Pero una vez Sofía y yo te espiamos mientras besabas a Romina Blaquier en la piscina.
– Sabía que estaban allí -confesó y le sonrió.
– Pues no lo demostraste.
– Claro que no. Me encantaba que me miraran -añadió, echándose a reír.
– Eso está mejor. La risa sana, las lágrimas me ponen triste -dijo María, y ambos se echaron a reír a la vez.