Universidad de Brown, 1973
Santi deslizó la mano bajo el vestido de Georgia y descubrió que llevaba medias. Palpó primero con los dedos la aspereza del encaje, y a continuación la piel suave y sedosa de sus muslos. Se le aceleró el corazón de pura excitación. Apretó su boca a la de ella y saboreó la menta del paquete de chicles que habían compartido cuando habían salido juntos de la sala de baile. El descaro de Georgia le había impresionado. No tenía el menor asomo de la inhibición que caracterizaba a las argentinas de buena familia, y había en ella un toque de ordinariez que le atraía.
Georgia le besaba apasionadamente. Parecía disfrutar de su cuerpo joven y fuerte mientras le clavaba sus largas uñas rojas en la piel y lamía la sal que se mezclaba con su propio olor. Ella olía a perfume caro y Santi pudo saborear el polvo que le cubría la piel a medida que pasaba la lengua por su cuerpo. Georgia tenía el estómago redondo y relleno. Cuando Santi empezó a juguetear con su liguero, ella le retiró la mano y le dijo con su voz dulce y profunda que prefería hacer el amor con las medias puestas, y a continuación empezó a quitarse las bragas.
Él le separó las piernas, y ella las abrió aún más por propia voluntad. Santi se arrodilló entre ellas y le acarició los muslos y las caderas. Georgia era rubia, rubia natural, según pudo apreciar al ver el perfilado triángulo de vello que le revelaba sus encantos. Ella le miró con descaro, disfrutando de la admiración que despertaba en él. Durante las dos horas que siguieron, Georgia le enseñó a acariciar a una mujer, lenta y sensualmente, y le dio más placer de lo que él jamás hubiera imaginado. Hacia las dos de la mañana, Santi había tenido suficientes orgasmos para constatar que Georgia era una maravilla en la cama, y ella había llegado al clímax con la relajación propia de una mujer que se sentía totalmente cómoda con su propio cuerpo.
– Georgia -dijo-, no puedo creer que seas real. Quiero quedarme abrazado a ti toda la noche para asegurarme de que sigues aquí por la mañana.
Ella se había reído, había encendido un cigarrillo y le había prometido que durante el fin de semana no harían más que hacer el amor.
– Larga, lenta y apasionadamente, aquí mismo, en la calle Hope -había dicho. También le dijo lo mucho que le gustaba su acento y le pidió a Santi que le hablara en español-. Dime que me deseas, que me amas, aunque sólo lo estés fingiendo.
Y él le dijo «Te quiero, te necesito, te adoro».
Una vez exhaustos, y con los cuerpos doloridos por el placer, se quedaron dormidos. Las luces de un coche bañaron sus cuerpos con un resplandor dorado, exponiendo sus miembros desnudos. Santi soñaba que estaba en clase de historia antigua con el profesor Schwartzbach, y ahí estaba también Sofía, sentada con su larga melena oscura recogida en una trenza y atada con un lazo de seda rojo. Llevaba vaqueros y una camisa de color lila que acentuaba su bronceado. Estaba guapísima: morena y resplandeciente. Se giró hacia él y le guiñó el ojo. Al hacerlo sus ojos marrones le sonrieron caprichosamente. De repente Sofía era Georgia. Estaba sentada desnuda, mirándole. Santi se avergonzó al verla desnuda delante de toda la clase, pero a ella eso no parecía importarle. Le miraba con cara de sueño. Santi deseó con todas sus fuerzas que Sofía volviera, pero ella había desaparecido. Cuando despertó, Georgia estaba entre sus piernas. Bajó la mirada para asegurarse de que se trataba de Georgia y no de Sofía. Su cuerpo se relajó cuando vio los lujuriosos ojos azules de Georgia mirándole desde su cintura.
– Cariño, parece que hubieras visto un fantasma -se rió.
– Lo he visto -respondió, a la vez que se abandonaba a la sensualidad de volver a sentir cómo la lengua de ella volvía a ejercer su magia sobre él.
Santi había pasado los primeros seis meses de los dos años que iba a vivir en el extranjero viajando por el mundo con su amigo Joaquín Barnaba. Fueron a Tailandia, donde salieron de caza a los bajos fondos en busca de prostitutas y diversión. Santi había quedado a la vez fascinado y horrorizado al ver lo que las mujeres podían hacer con sus cuerpos, cosas que él jamás hubiera sido capaz de imaginar ni siquiera en sus sueños más lúbricos. Fumaron cannabis en las tierras altas de Malasia, y vieron una puesta de sol que convirtió las colinas en oro. Viajaron hasta China, donde caminaron por la Gran Muralla, admiraron el Palacio de la Suprema Armonía en la Ciudad Prohibida, y descubrieron, asqueados, que es verdad que los chinos comen perros. Volvieron por India, donde Joaquín vomitó fuera del Taj Mahal antes de pasar tres días en cama con diarrea y deshidratación. En India montaron en elefante, en África en camellos, y en España lo hicieron sobre hermosos caballos blancos.
Santi enviaba postales a su familia desde cada uno de los países que visitaba. Chiquita se desesperaba al no poder ponerse en contacto con él. Durante seis meses Santi estuvo en lugares en los que era imposible dar con él, e iba desplazándose cada pocos días sin saber cuál era su próximo destino. Todos sintieron un profundo alivio cuando, a finales de invierno, recibieron una carta en la que les informaba de que ya estaba en Rhode Island buscando casa y matriculándose en sus clases, entre las que se incluían estudios empresariales e historia antigua.
Santi se alojó en un hotel durante sus primeros días en Brown. Sin embargo, al asistir a su primera clase en el campus, conoció a dos afables norteamericanos de Boston que buscaban a alguien con quien compartir su casa de la calle Bowen. Cuando la charla, que corría a cargo de un anciano profesor que tenía la boca pequeña y oculta bajo una espesa barba blanca, y una voz aún más insignificante que se tragaba la última sílaba de sus palabras, tocó a su fin, se habían dicho prácticamente todo lo que hace falta para conocerse y se habían hecho buenos amigos.
Frank Stanford era bajo pero fornido, ancho de hombros y con buenos músculos. Era el tipo de chico que intentaba compensar su baja estatura yendo al gimnasio para asegurarse de que estaba en la mejor forma posible, y practicaba sin descanso todo tipo de deportes, como tenis, golf y polo, para que las chicas no dieran importancia a su estatura y le admiraran por sus logros. Se quedó inmediatamente impresionado con Santi, no sólo porque era argentino, un detalle que ya en sí era suficientemente atractivo, sino porque jugaba al polo, y nadie jugaba mejor al polo que los argentinos.
Frank y su amigo Stanley Norman, que prefería sentarse en un rincón a fumar marihuana y tocar la guitarra a coger una raqueta de tenis o un mazo de polo, invitó a Santi a la calle Bowen para enseñarle la casa. Santi se quedó de una pieza. Era una típica casa de la costa este con grandes ventanales de guillotina y un porche impresionante. Estaba situada en una calle llena de árboles frondosos y coches elegantes y decorada con un gusto exquisito: las paredes recién pintadas, muebles de pino, y tapizada a rayas y cuadros blancos y azul marino.
– Mi madre insistió en decorarla ella misma -dijo Frank quitándole importancia-. Es la típica madre sobreprotectora. Como si a mí me importara. Quiero decir, mirad cómo la ha puesto… debería aparecer en alguna revista de decoración. Apuesto a que es la casa más elegante de la cañe.
– No tenemos reglas en la casa, ¿verdad, Frank? -preguntó Stanley con su lento deje típico de Boston-. No nos importa que traigas chicas a casa.
– No, no nos importa, sólo exigimos que también traigas a sus hermanas si están bien. ¿Captas? -Frank lanzó un guiño a Stanley y se rió.
– Supongo que aquí serán muy guapas -dijo Santi.
– Con tu acento, chico, no tendrás el menor problema. Te adorarán -le tranquilizó Stanley.
No se equivocaba. Santi fue perseguido por las chicas más guapas del campus y no le llevó mucho tiempo darse cuenta de que no querían casarse con él. Lo único que pretendían era acostarse con él. En Argentina no era así. Uno no podía ir por ahí acostándose con cualquiera; las mujeres exigían mucho más respeto. Querían que se las cortejara y querían casarse, pero en Brown Santi se manejaba entre ellas como un buscador de fresas. A algunas las metía en una cesta y las dejaba para más adelante; a las otras se las comía al instante. En los meses de septiembre y octubre pasó algunos fines de semana con Frank y su familia en Newport, donde se dedicaban a jugar al tenis y al polo. Santi se convirtió en un héroe para los hermanos pequeños de Frank, pues éstos nunca habían visto a un jugador de polo argentino, y era objeto de adoración por parte de la madre de Frank, Josephine Stanford, que sí había visto muchos jugadores de polo argentinos, pero ninguno tan guapo como Santi.
– Dime, Santi…, ése es el diminutivo de Santiago, ¿no? -dijo Josephine mientras le servía un vaso de Coca-Cola y se secaba la cara con una toalla blanca. Acababan de terminar el tercer set de su partida de tenis contra Frank y Maddy, su hermana pequeña-. Frank me ha dicho que estás haciendo un curso de sólo un año, ¿es eso cierto?
– Sí. Termino en mayo -respondió Santi, sentándose en una de las sillas de jardín y estirando sus piernas largas y bronceadas. Los shorts blancos acentuaban el color miel de su piel, y Josephine intentó evitar dejar que su mirada se posara en ella.
– ¿Y después regresarás a Argentina? -preguntó en un intento por hacer preguntas propias de una madre. Se sentó frente a Santi y se alisó la falda blanca de tenis por encima de los muslos con sus elegantes dedos.
– No, quiero viajar un poco y luego regresar a casa a finales de año.
– Oh, qué fantástico. Entonces tendrás que volver a empezar tus estudios en Buenos Aires -suspiró-. No veo por qué no haces aquí la carrera.
– No quiero estar demasiado tiempo lejos de Argentina -dijo él, acalorado-. La echaría de menos.
– Eso habla muy bien de ti -le sonrió con dulzura-. ¿Tienes novia allí? Seguro que sí -se echó a reír con coquetería, guiñándole el ojo.
– No -replicó Santi, llevándose el vaso a los labios y bebiéndoselo de un solo trago.
– Vaya, eso sí que me sorprende, Santi. Un chico tan guapo como tú. Bueno, supongo que así es mejor para mis hermanas norteamericanas.
– Santi es todo un héroe en el campus, mamá. No sé qué tienen los hombres latinos, pero las chicas se vuelven locas por ellos -bromeó Frank-. Yo siempre tengo que elegir después de él… ya sabes, las migajas de la mesa del hombre rico.
– Tonterías, Frank. No le crea, señora Stanford -dijo Santi avergonzado.
– Por favor, llámame Josephine. Lo de señora Stanford hace que me sienta como una institutriz, y por nada del mundo desearía ser una de ellas. ¡No, por Dios! -Volvió a secarse el rostro acalorado con la toalla-. ¿Dónde está Maddy? ¡Maddy!
– Estoy aquí, mamá. Me estoy sirviendo algo de beber. ¿Quieres algo, Santi? -preguntó.
– Otra Coca-Cola estaría bien, gracias.
Maddy tenía el pelo oscuro y no era nada atractiva. Había heredado los rasgos poco agraciados de su padre en vez del abundante pelo rojizo, la piel dorada y el rostro de arpía hechicera de su madre. Maddy tenía la nariz grande, unos ojos pequeños y abultados que le daban siempre el aspecto de estar recién levantada, y la piel cetrina y llena de acné de una adolescente que se alimentaba a base de comida basura y refrescos. A Josephine le habría gustado animar a Santi a que invitara a salir a su hija, pero se daba cuenta de que su Maddy no era suficientemente interesante ni guapa para él. Oh, si yo tuviera veinte años menos, pensaba, llevaría a Santi arriba y haría buen uso de ese exceso de energía. Santi observaba a Josephine con los ojos entrecerrados y deseó que no fuera la madre de su mejor amigo. No le importaba la edad que tuviera. Sabía que sería fantástica en la cama.
– Dime, Santi, ¿no podrías presentar a mi Frank alguna buena chica argentina? Tienes hermanas, ¿verdad? -preguntó Josephine, cruzando una de sus largas piernas blancas sobre la otra.
– Tengo una, pero no es para nada el tipo de Frank. No es lo suficientemente inteligente para él.
– Entonces primas. Estoy totalmente decidida a que pases a formar parte de la familia, Santi -dijo entre risas.
– Tengo una prima llamada Sofía. Ella es mucho mejor.
– ¿Cómo es?
– Difícil, malcriada, testaruda, pero muy guapa, y jugaría al polo mejor que él.
– Vaya, a esa chica sí que me gustaría conocerla -dijo Frank-. ¿Es muy alta?
– De tu altura. No es especialmente alta, pero tiene encanto y carisma y siempre se sale con la suya. No llegarías nunca a cansarte de ella, eso te lo aseguro -dijo Santi orgulloso, conjurando el rostro desafiante de Sofía y recordándolo con cariño.
– ¡Vaya pieza! ¿Cuándo podré conocerla?
– Tendrás que venir a Argentina. Todavía va al colegio -le dijo Santi.
– ¿Tienes alguna foto de ella?
– Sí, en mi habitación, en Rhode Island.
– Bueno, creo que vale la pena hacer el viaje sólo para verla. Me gusta como suena So… ¿Cuál has dicho que era su nombre?
– Sofía.
– Sofía. Me gusta cómo suena -reflexionó Franck-. ¿Es fácil?
– ¿Fácil?
– ¿Se acostará conmigo?
– Frank, cariño, delante de tu madre no -bromeó Josephine, abanicándose con la mano como si intentara dispersar el aire dejado por las sucias palabras de su hijo.
– Bueno, ¿qué me dices? ¿Se acostará conmigo? -insistió Frank, haciendo caso omiso de su madre que no intentaba otra cosa que pavonearse ante su nuevo amigo.
– No, no lo hará -respondió Santi, sintiéndose incómodo al oír hablar así de Sofía.
– Apuesto a que con una pizca de persuasión lo consigo. Los latinos tenéis el encanto, pero nosotros somos los reyes de la persistencia. -Frank soltó una carcajada. A Santi no le gustó la mirada competitiva que adivinó en los ojos de su amigo y deseó no haber mencionado a Sofía.
– De hecho, conozco a una chica que te conviene mucho más -dijo, dando marcha atrás como pudo.
– Oh, no, me gusta mucho cómo suena Sofía -insistió Frank.
Cuando Maddy volvió con otro vaso de Coca-Cola, Santi apenas le dio un par de sorbos. De pronto deseaba proteger a su prima y se preguntaba cómo iba a conseguir que Frank se olvidara de la idea de volar a Argentina para conocerla. Porque eso sería muy propio de Frank. Era lo suficientemente rico para ir a cualquier sitio, y suficientemente atrevido para probar cualquier cosa.
De regreso a la universidad, Santi encontró otra carta de Sofía en el buzón. Ella le había escrito todas las semanas tal como le había prometido.
– ¿De quién es? -preguntó Stanley curioso-. Recibes más cartas que la oficina de correos -añadió, para luego seguir tocando una melodía de Bob Dylan en su guitarra.
– De mi prima.
– No será de mi Sofía, ¿verdad? -intervino Frank, saliendo de la cocina con un par de panecillos y salmón ahumado para el té.
– No sabía que hubieras vuelto -dijo Santi.
– Pues sí, he vuelto. ¿Quieres uno? Están buenos -dijo, dando un mordisco a uno de los panecillos.
– No, gracias, subiré a mi habitación a leer el correo. Las cartas de mamá suelen ser largas.
– Oh, pensaba que habías dicho que era de tu prima -dijo Frank.
– Oh, ¿eso he dicho? Quise decir mi madre.
Se preguntó por qué estaba mintiendo en un asunto tan trivial. Con todas las chicas que había en Brown, Frank pronto habría olvidado a Sofía.
– Ah, esta noche Jonathan Sackville da una fiesta. ¿Queréis venir? -dijo Frank.
– Claro -replicó Stanley.
– Claro -replicó Santi, camino del vestíbulo.
Ya en la privacidad de su cuarto leyó la carta de Sofía.
Querido Santi, mi primo favorito:
Gracias por tu última carta, aunque no creas que no me doy cuenta de que tus cartas son cada vez más breves. No es justo. Me merezco más. Al fin y al cabo, las que yo te escribo son larguísimas, y estoy más ocupada que tú. Recuerda que no tienes una madre como la mía que te obligue a estudiar constantemente. Supongo que estoy bien. Ayer fue el cumpleaños de papá y cenamos todos en casa de Miguel. Ni te imaginas el calor que hace. Agustín me pegó la semana pasada. Nos peleamos por algo. Claro que fue él quien empezó, pero adivina a quién le echaron las culpas. Así que tiré toda su ropa a la piscina, hasta sus queridas botas de cuero y sus mazos de polo. Te habrías reído mucho si le hubieras visto la cara. Tuve que esconderme con María porque de verdad pensé que iba a matarme. ¿Me echas de menos, Santi? Huy, tengo que dejarte, mamá está subiendo las escaleras y parece muy enfadada. ¿Qué crees que he hecho ahora? Dejaré que lo pienses y te lo contaré en mi próxima carta. Si no me escribes pronto no te lo contaré, y sé que te mueres de ganas de saberlo.
Un besazo Sofía
Santi no podía parar de reír mientras leía la carta. Cuando volvió a meterla en el sobre y la guardó en el cajón con las demás y con las de sus padres y las de María, sintió una pequeña punzada de añoranza. Pero sólo duró un segundo, el tiempo que tardó en recordar la fiesta que esa noche daba Jonathan Sackville.
Jonathan Sackville vivía en la calle Hope, a unas manzanas de la calle Bowen, y era famoso en todo el campus por dar las mejores fiestas y por invitar siempre a las chicas más guapas. Santi no tenía demasiadas ganas de ir. Estaba inusualmente desanimado, pero sabía que era mejor ir a la fiesta que quedarse sentado en casa lloriqueando mientras leía las cartas que había recibido de su familia. Así que finalmente se duchó y se vistió.
Cuando Santi, Frank y Stanley llegaron a la casa donde se celebraba la fiesta, Jonathan estaba en la puerta. Rodeaba con el brazo la cintura de dos pelirrojas e iba dando tragos a una botella de vodka.
– Bienvenidos, amigos. La fiesta acaba de empezar -articuló a duras penas-. Adelante.
La casa era enorme, y literalmente retumbaba a causa de la música y de los pies de unas ciento cincuenta personas. Para llegar hasta donde estaban las bebidas tuvieron que abrirse paso como pudieron por el pasillo, entre un montón de invitados que no paraban de empujarse y que hablaban a gritos para poder entenderse.
– ¡Hola, Joey! -exclamó Frank-. Santi, conoces a Joey, ¿verdad?
– Hola, Joey -dijo Santi sin más.
– ¿Qué tal va todo, Joey? ¿Dónde esta la guapa Caroline? -preguntó Frank, buscando a la hermana de Joey por encima del hombro de éste.
– Intenta encontrarla si te atreves. Debe de andar por ahí dentro.
– Me voy dentro, chicos. ¡No hay tiempo que perder!
Santi vio cómo Frank desaparecía entre la masa vacilante de cuerpos sudorosos.
– Me está entrando dolor de cabeza. Me voy a casa con Dylan y Bowie -dijo Stanley. Siempre parecía estar colocado aun cuando no lo estaba-. No creo que la vida tenga que ser una montaña rusa. Aquí hay demasiado ruido, demasiado para mí. ¿Quieres venir y relajarte un poco conmigo?
– Sí, vámonos -Santi se arrepentía de haber ido. Había sido una absoluta pérdida de tiempo.
Cuando consiguieron salir al aire frío de octubre, Santi pudo volver a respirar. Hacía una noche clara y estrellada, y de repente se acordó de aquellas sofocantes noches de verano que pasaba mirando el cielo desde el ombú. Nunca había echado de menos su casa. ¿Por qué entonces de repente sentía esa añoranza?
– ¿Vosotros también os vais? -dijo una voz gruesa a su espalda. Los dos se giraron.
– Sí, nos vamos. ¿Vienes con nosotros? -preguntó Stanley, mirándola con detenimiento y gustándole lo que veía.
– No -respondió ella y sonrió a Santi.
– ¿Te conozco? -preguntó él, estudiando sus pálidos rasgos a la luz de las farolas.
– No, pero yo a ti sí. Te he visto por ahí. Eres nuevo.
– Sí, lo soy. -Santi se preguntaba qué querría. Llevaba un abrigo corto rojo y tenía unas piernas delgadas medio ocultas por un par de relucientes botas de cuero que le llegaban a las rodillas. Tiritaba y golpeaba el suelo con los pies para calentarse.
– Hay demasiado ruido en la fiesta. Me gustaría ir a algún sitio tranquilo y calentito.
– ¿Adónde quieres ir?
– Bueno, me iba a casa, pero no quiero estar sola. ¿Quieres venir y hacerme compañía? -preguntó, y a continuación le desarmó con su sonrisa.
– Supongo que a mí no me estás invitando -dijo Stanley, resignándose-. Te veré cuando sea, Santi -dijo antes de alejarse calle arriba.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó Santi.
– Georgia Müler. Estoy en segundo curso. Te he visto por el campus. Eres argentino, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Echas de menos tu país?
– Un poco -respondió él con sinceridad.
– Eso creía. Ahí dentro parecías un poco perdido -le dijo ella, pasándole la mano por el brazo-. ¿Por qué no vienes conmigo a casa? Te ayudaré a que dejes de echar de menos a los tuyos.
– Me gustaría, gracias.
– No me des las gracias, Santi. Tú también me estás haciendo un favor. Quiero acostarme contigo desde la primera vez que te vi.
A la cálida luz de la casa de Georgia Santi pudo verla con claridad. No era guapa. Tenía la cara alargada y sus afilados ojos azules estaban demasiado separados, pero a pesar de eso era sexy. Tenía los labios asimétricos pero sensuales, y cuando sonreía movía sólo la mitad de la boca. Estaba bendecida con una gruesa masa de rizos rubios, que botaban como una cheerleader cuando caminaba, y cuando se quitó el abrigo, Santi se excitó de inmediato al ver sus grandes pechos, la cintura estrecha y unas piernas largas y torneadas. Georgia tenía el cuerpo de una estrella del porno y lo sabía.
– Este cuerpo me mete siempre en problemas -suspiró al darse cuenta de cómo la miraba-. ¿Qué te apetece beber?
– Un whisky.
– Así que te ha dado fuerte, ¿eh?
– ¿El qué?
– Lo de la añoranza.
– Oh, no, no es eso. Ya estoy mucho mejor.
– Pero te da cuando menos lo esperas, ¿verdad?
– Sí.
– Puede que una carta, o a veces un olor o una canción -dijo ella poniéndose melancólica.
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque, Santi, yo soy del sur. ¿No te has dado cuenta?
– ¿Del sur? -preguntó él, totalmente perdido.
– De Georgia.
– Anda, claro. Perdona, pero es que a mí tu acento me suena como el de los demás.
– No pasa nada, guapísimo. A mí tu acento no me suena como el de nadie más. De hecho, es el acento más encantador que he oído nunca. Así que puedes hablar todo lo que quieras y yo me limitaré a escuchar y a desmayarme. -Se echó a reír con ganas-. Sólo quiero que sepas que comprendo cómo te sientes, conmigo no tienes por qué disimular. Estamos en el mismo barco. Toma, aquí está tu whisky. Encendamos la chimenea, pongamos música y dejemos la añoranza a un lado. ¿Trato hecho?
– Trato hecho -aceptó Santi mientras la veía agacharse para colocar los troncos-. Pero olvídate del fuego, Georgia de Georgia, y vayamos arriba -dijo de pronto al ver los bordes de encaje de sus medias y atisbar durante una décima de segundo las bragas negras que habían asomado por debajo de su minifalda-. Sólo hay una forma de dejar de lado la añoranza y es perdiéndonos en los brazos del otro -añadió con voz ronca, bebiéndose el whisky de un trago.
– Bien, entonces subamos. Me muero de ganas de perderme en tus brazos -respondió Georgia, a la vez que le cogía de la mano y le llevaba escaleras arriba hasta su habitación.