A finales de febrero Sofía se despertó con náuseas. Quizá había comido algo en mal estado la noche anterior. Por la tarde ya se había recuperado, así que volvió a hacer vida normal hasta que, a la mañana siguiente, se levantó sintiéndose realmente mal.
– No sé qué me pasa, María -se quejó sin apartar la mirada del bol de mantequilla y harina que estaba mezclando para el pastel de cumpleaños de Panchito-. Ahora me encuentro bien, pero esta mañana me sentía morir.
– Suena a náuseas de embarazada -bromeó María, guiñándole un ojo sin percatarse de la repentina palidez que había dejado a su prima sin color en el rostro.
– Otra concepción inmaculada -replicó Sofía con una sonrisa titubeante-. No creo que sea suficientemente humilde para eso.
– Bueno, ¿qué comiste anoche?
– Y la noche anterior -añadió Sofía, intentando reír mientras estaba a punto de echarse a llorar ante la posibilidad de estar embarazada. No hacía más de ocho semanas y media que había empezado a tener relaciones con Santi y él siempre se había asegurado de tomar precauciones. De eso Sofía estaba segura porque había aprendido a ser bastante eficiente poniéndole los condones. Apartó la idea de su cabeza, convencida de que estaba exagerando-. Probablemente sea culpa del budín de arroz de Soledad -decidió, volviendo a ser ella misma.
– ¿Les hace budín de arroz? -exclamó María con envidia, engrasando los moldes del pastel-. ¡Encarnación! -chilló. La vieja criada entró en la cocina arrastrando los pies con una cesta llena de ropa.
– ¿Sí, señorita María?
– ¿Cuánto tiempo tenemos que dejarlo dentro?
– Pensaba que a estas alturas la señorita Sofía ya era toda una pastelera profesional. Hornéelo durante veinte minutos y échele un vistazo. Si todavía no está listo, déjelo diez minutos más. ¡No, no, Panchito! -gritó cuando el pequeño entró corriendo en la cocina-. Ven conmigo. Así, dame la mano. Vamos a ver si hay algún dragón en la terraza -y se lo llevó afuera.
– ¿Qué son los dragones? -preguntó Sofía.
– Lagartos. Panchito cree que son dragones.
– Bueno, supongo que lo son. Pequeños dragones.
María vio cómo su prima lamía el bol. Se dio cuenta de que Sofía estaba radiante. Se había recogido el pelo en la coronilla con una goma, aunque se le habían soltado algunos mechones que le caían por la cara y el cuello, pegándosele al sudor de la piel. Incluso con un sucio delantal de cocina se las ingeniaba para estar guapa.
– ¿Qué miras, gorda? -Sofía sonrió con gran cariño a su prima.
María le devolvió la sonrisa.
– En este momento estás muy feliz, ¿verdad? -le preguntó.
– Sí. Estoy feliz cocinando contigo en la cocina.
– Pero ahora te llevas mucho mejor con Anna.
– Bueno, digamos que la vieja mantis está más soportable.
– ¡Sofía! ¡Anna es muy guapa!
– Demasiado delgada -replicó Sofía con ironía a la vez que ofrecía el bol a María.
– Ojalá yo estuviera más delgada -se lamentó María, decidiendo de pronto no ayudar a su prima a lamer el bol. Sofía lo dejó en el fregadero para que lo lavara Encarnación.
– Estás bien así, María. No necesitas adelgazar. Eres femenina, estás rebosante de salud, eres guapa, y más encima tienes un cuerpo estupendo y lleno de curvas. ¡Estás hecha toda una mujer, chica!
Las dos se echaron a reír.
– No seas ridícula, Sofía.
– No lo soy. Soy sincera. Siempre te digo la verdad. Eres maravillosa como eres.
María sonrió agradecida.
– Y para mí tú eres muy especial, Sofía -le dijo sincera.
– Eres mi mejor amiga, María, también tú eres muy especial para mí.
Las dos chicas se abrazaron, divertidas y conmovidas ante su repentina muestra de ternura.
– ¿Metemos el pastel? -dijo Sofía, soltándose. Cogió el molde, que estaba lleno hasta el borde de la masa densa y marrón del pastel, y lo olió hambrienta-. ¡Mmm, huele de maravilla!
– ¡Por Dios! Date prisa en meterlo o no estará listo a tiempo.
Chiquita había invitado a todos los amiguitos de Panchito de las estancias vecinas a una fiesta de cumpleaños sorpresa. El sol de la tarde bañaba la terraza con un halo rosado mientras los niños corrían de acá para allá con las caras llenas de chocolate y las manos pegajosas, seguidos por los perros que les lamían los restos de tarta de los dedos cuando no los veían.
Fernando, Rafael, Agustín, Sebastián, Ángel y Niquito se dejaron ver un momento para probar el pastel y coger algunas pastas antes de ir a jugar a la pelota al parque. Santi se quedó un rato más. Miraba a Sofía mientras ésta charlaba con su madre y con sus tías a la sombra de la acacia. Le encantaba cómo movía las manos al hablar y la forma en que miraba desde sus pestañas gruesas y marrones como si fuera a revelar algo terrible, aunque en realidad sólo se limitaba a esperar el momento para obtener la reacción óptima a su intervención. Santi se daba cuenta de que ella sabía que la estaba mirando porque se le habían curvado las comisuras de los labios, dibujando una tímida sonrisa. Por fin Sofía le miró. Él parpadeó dos veces sin cambiar de expresión. Ella le devolvió el mensaje y sonrió con tal descaro que Santi tuvo que llamarle la atención con la mirada. Ella le aguantó la mirada y con los ojos le acarició la cara y los labios. Él se giró, temiendo que alguien pudiera descubrirlos, y esperó que ella fuera lo bastante juiciosa para hacer lo mismo, pero cuando volvió a girarse Sofía seguía mirándole con la cabeza ladeada y la sonrisa en los labios. María estaba ocupadísima: repartía sándwiches y dulces entre los niños, cortaba la tarta, recogía los vasos vacíos de jugo de naranja, y corría detrás de los perros cuando éstos se acercaban demasiado a la comida. Estaba demasiado atareada para percatarse de las miradas tiernas que se entrecruzaban su hermano y su prima.
Más tarde, esa misma noche, Santi y Sofía estaban sentados en el banco del porche de la casa de él. Protegidos por la oscuridad, se habían dado la mano. Cuando él le apretaba dos veces la mano se trataba del mismo mensaje implícito en el parpadeo. Significaba «te amo». Ella le devolvió el apretón hasta que terminaron jugando a ver quién conseguía apretar la mano del otro más veces. La familia de Santi se había ido a la cama, la casa estaba en silencio y había refrescado. Se aproximaba el otoño, barriendo a su paso las tórridas noches con su viento fresco y melancólico.
– Puedo oler el cambio -dijo Sofía, acurrucándose contra él.
– Odio que se acabe el verano.
– A mí no me importa. Me gustan las noches oscuras frente al fuego -dijo Sofía echándose a temblar.
Santi la atrajo hacia y la besó con ternura en la frente.
– Imagina lo que podríamos hacer frente a la chimenea de mamá -murmuró.
– ¡Sí! ¿Ves como no es tan malo el invierno?
– Contigo no. Nada es malo contigo, Chofi.
– Me muero de ganas de pasar un invierno contigo, y una primavera, y otro verano. Quiero hacerme mayor contigo -dijo ella soñadora.
– Yo también.
– ¿Incluso si me vuelvo tan loca como el abuelo?
– Bueno… -Santi pareció dudar, meneando en broma la cabeza.
– Llevo en las venas mucha sangre irlandesa -le previno Sofía.
– Ya lo sé, eso es lo que me preocupa.
– Me quieres porque soy diferente de todas los demás. ¡Tú me lo dijiste! -se echó a reír y hundió la nariz bajo la barbilla de Santi. Él le levantó la cara con suavidad y le acarició la mejilla.
– ¿Quién sería capaz de no quererte? -suspiró Santi, y posó sus labios sobre los de ella. Sofía cerró los ojos y disfrutó del sabor cálido y familiar de su boca y de su fuerte fragancia mientras la besaba.
– Vayamos al ombú -sugirió. Él sonrió, entendiendo el mensaje.
– Y pensar que hace un par de meses eras una niña inocente -reflexionó Santi, dándole un beso en la punta de la nariz.
– Y tú fuiste el malvado seductor -replicó Sofía.
– ¿Por qué siempre tengo que tener yo la culpa de todo? -bromeó.
– Porque eres un hombre y es una actitud caballerosa hacerse responsable de mi mala conducta. Tienes que proteger mi honor.
– ¿Tu honor? Será lo que queda de él -añadió Santi con una sonrisa afectada.
– Todavía me queda mucho -protestó Sofía, sonriendo con descaro.
– ¡Cómo puedo haber sido tan descuidado! Vayamos inmediatamente al ombú para que pueda acabar de una vez con lo que queda -dijo él y, tomándola de la mano, desaparecieron en la oscuridad.
A la mañana siguiente Sofía se despertó con las mismas náuseas terribles de las dos mañanas anteriores. Corrió al baño y metió la cabeza en el retrete y vomitó toda la cena de Encarnación. Después de lavarse los dientes fue a la habitación de su madre.
– Estoy enferma, mamá. Acabo de vomitar -dijo, dejándose caer dramáticamente en la cama de su madre.
Anna puso la mano sobre la frente de su hija y meneó la cabeza.
– No creo que tengas fiebre, pero será mejor que llame al doctor Higgins. Probablemente no sea nada -y fue a toda prisa hasta al teléfono.
Sofía se quedó tumbada en la cama y de repente la asaltó el terror. ¿Y si estaba embarazada? No podía ser, pensó, apartando una vez más la idea de su cabeza. Además, estaba científicamente probado que los condones eran seguros en el noventa y nueve por ciento de los casos. No, no podía estar embarazada. Sin embargo, el miedo le oscureció el alma con su sombra, y por mucho que intentara borrar esa idea, temblaba ante la posibilidad de poder formar parte del desafortunado uno por ciento.
Hacía años que el doctor Ignacio Higgins era el médico de los Solanas y había tratado desde la apendicitis de Rafael a la varicela de
Panchito. Sonrió a Sofía, intentando tranquilizarla, y después de hablar con ella sobre las vacaciones procedió a examinarla. Le hizo algunas preguntas, asintiendo ante cada una de sus respuestas. Cuando su viejo rostro arrugado frunció el ceño y la sonrisa dio paso a una expresión de gran preocupación, Sofía sintió que se le aceleraba el corazón y estuvo a punto de echarse a llorar.
– Oh, doctor Higgins, por favor no me diga que es grave -le suplicó al tiempo que se le humedecían los ojos porque ya sabía la respuesta. ¿Por qué, si no, le había preguntado el médico por sus períodos?
El doctor Higgins tomó su mano entre las suyas y, acariciándola dulcemente con el pulgar, meneó la cabeza.
– Siento tener que decirte que estás embarazada, Sofía.
Sabía que no estaba casada. Después de muchos años como médico de la familia también era consciente de cómo iban a reaccionar ante el embarazo fuera del matrimonio, sobre todo si se trataba de una chica de sólo diecisiete años.
Sus palabras dejaron a Sofía sin aire, que sintió cómo el estómago le daba un vuelco como cuando el coche pasaba por un badén en la carretera. Su padre le decía entonces que había perdido el estómago. Deseó que se le hubiera perdido el estómago. Se dejó caer débilmente sobre las almohadas. Aquel maldito uno por ciento, pensó sin fuerzas mientras veía evaporarse aquellas largas tardes de amor como el agua por una cañería.
– ¡Embarazada! Oh, Dios, ¿está usted seguro? ¿Qué voy a hacer? -dijo quedándose sin respiración y mordiéndose las uñas-, ¿Qué voy a hacer?
El doctor Higgins intentó consolarla como pudo, pero no había forma. Sofía veía hundirse su futuro en un oscuro vacío delante de sus ojos y no había nada que pudiera hacer para recuperarlo.
– Tienes que decírselo a tu madre -sugirió el médico en cuanto ella se hubo calmado un poco.
– ¿A mamá? Debe de estar bromeando -replicó, palideciendo-. Ya sabe usted cómo es.
El médico asintió compasivo. Había estado en esa situación innumerables veces: jovencitas devastadas por la semilla que crecía en sus cuerpos maduros, cuando un milagro así debía ser motivo de celebración. Su familiaridad con la situación no disminuía en absoluto lo mucho que le conmovía. Sus ojos grises se humedecieron como aquellos nebulosos días irlandeses de sus antepasados y deseó poder revertir el embarazo con una pastilla.
– No puedes enfrentarte a esto sola, Sofía. Tienes que contar con el apoyo de tus padres -le dijo.
– Se pondrán furiosos, nunca me lo perdonarán. Mamá me matará. No, no puedo decírselo -dijo histérica al tiempo que su sonrisa se veía reducida a un arco triste y tembloroso.
– ¿Qué otra cosa puedes hacer? De una forma u otra terminarán por descubrirlo. No puedes esconder a un niño que crece dentro de ti.
Sofía se llevó instintivamente la mano al estómago y cerró los ojos. Tenía dentro al hijo de Santi, una parte de él. Sin duda estaba viviendo el peor momento de su vida y, sin embargo, sentía una extraña calidez en su interior. La aterraba pensar en lo que harían sus padres, pero no tenía elección: tenían que saberlo.
– ¿Podría decírselo usted? -preguntó avergonzada.
Él asintió. Así era como se hacía normalmente. Esa desagradable tarea era uno de los muchos deberes del médico y uno de los más dolorosos. Esperó que no culparan al mensajero como tantos otros padres hacían a menudo.
– No te preocupes, Sofía, todo saldrá bien -le dijo intentando tranquilizarla antes de levantarse. Acto seguido, girándose hacia ella, añadió-: ¿Puedes casarte con ese hombre, querida? -pero se dio cuenta de la insensatez de la pregunta en cuanto la hubo formulado porque, ¿por qué, si no, se sentía tan desgraciada?
Sofía meneó la cabeza, totalmente desesperada, e, incapaz de responder, se echó a llorar. Le aterraba la reacción de su madre. No tenía ni idea de lo que iba a hacer. ¿Cómo podía haber tenido tan mala suerte? Se habían asegurado de que eso no ocurriera. Se quedó esperando aterrada. Había hecho enfadar muy a menudo a su madre por mera diversión, faltando a la escuela o yendo a algún club nocturno con algún joven sin su permiso, pero esas eran faltas menores en comparación con ésta. Esta vez la ira de su madre sería más que merecida y aterradora. Si se enteraba de que había sido Santi, era capaz de matarlos a los dos.
La puerta se abrió de golpe y su madre entró hecha una furia, con la cara blanca como un Cristo de El Greco. Le temblaban los labios de rabia y Sofía reconoció la decepción en su mirada.
– ¿Cómo has podido? -chilló con su estridente voz irlandesa al tiempo que el rostro se le volvía violeta de ira-. ¿Cómo has podido? Después de todo lo que hemos hecho por ti. ¿Qué va a pensar la familia? ¿En qué estabas pensando? ¿Cómo has podido dejar que esto ocurriera? Ya es bastante horrible que hayas… que hayas… sin estar casada -tartamudeó-, ¡pero quedarte embarazada! Me has decepcionado, Sofía.
Se dejó caer en la silla y bajó la mirada como si ver a su hija le diera asco.
– Te crié en una casa en la que se respetan las leyes de Dios. Qué él te perdone.
Sofía no respondió. Se quedaron sentadas en silencio. La sangre había desaparecido de las mejillas de Anna como de un cerdo al que acabaran de degollar, y sus ojos opacos miraban por la ventana como si pudiera ver a Dios entre las llanuras secas y el cielo húmedo. Meneó la cabeza en plena desesperación.
– ¿En qué nos hemos equivocado? -preguntó, retorciéndose las manos-. ¿Te hemos mimado demasiado? Reconozco que Paco y papá te han tratado como a una princesita, pero yo no.
Sofía tenía la mirada fija en los dibujos del edredón, a los que intentaba encontrar algún sentido.
– He sido demasiado estricta. Es eso, ¿verdad? -continuó su madre, abatida-. Sí, he sido demasiado estricta. Te sentías atrapada, por eso tenías que romper todas las reglas. Es culpa mía. Tu padre siempre me dijo que debía ser menos severa contigo, pero no he sabido serlo. No quería que la familia me acusara de ser una mala madre, aparte de todo lo demás…
Sofía apenas podía escuchar la perorata de su madre sin sentirse asqueada. Si le hubiera pasado a María, Chiquita habría sido dulce y comprensiva, habría intentado ayudarla y cuidarla. En cambio, ahí estaba su madre, culpándose de todo. Típico de una católica irlandesa. Lo siguiente sería el arrepentimiento. Tuvo ganas de decirle que bajara de la cruz, pero se daba cuenta de que probablemente no era el momento más adecuado para decir algo así.
– ¿Quién es el padre? ¿Quién es? Dios, ¿quién podrá ser? No has visto a nadie fuera de la familia.
Sofía se la quedó mirando, viendo aterrada cómo Anna lo averiguaba por sí misma. La expresión de su madre pasó gradualmente de la autocompasión al asco, y empezó a retorcerse, presa de la repulsión.
– ¡Oh, Dios mío! Es Santi, ¿verdad? -jadeó, pronunciando con asco la palabra «Santi» con su brusco acento irlandés-. Es él, ¿verdad? Dios mío, tendría que haberlo imaginado. ¿Cómo no lo he visto antes? Eres repugnante. Los dos lo son. ¿Cómo has podido ser tan irresponsable? Él ya es un hombre. ¿Cómo ha podido seducirte? ¿A ti, una niña de diecisiete años?
Anna rompió a llorar. Sofía la miraba impasible mientras pensaba lo fea que se ponía cuando lloraba.
– Debería haberlo imaginado. Debería haberles prestado más atención cuando se escondían por ahí como dos ladrones con su sucio secreto. No sé qué vamos a hacer. Como tienen una relación tan directa, probablemente el niño nazca retrasado. ¿Cómo has podido ser tan retorcida? Tengo que decírselo a tu padre. ¡No salgas de la habitación hasta que yo vuelva!
Y Sofía oyó cerrarse la puerta de un golpe a sus espaldas. Deseaba desesperadamente correr en busca de Santi para decírselo, pero por una vez no se veía con fuerzas para desobedecer a su madre. Se quedó en la cama inmóvil, esperando a su padre.
Como estaban a mitad de semana, su padre tuvo que desplazarse a la estancia desde Buenos Aires. Anna no podía contarle el problema por teléfono, así que tuvo que soportar el suspense con un nudo en el estómago hasta que llegó a Santa Catalina. Anna le informó de inmediato, y se sentaron a hablar de la situación durante dos horas. Tras una dura batalla, Paco tuvo que ceder ante su esposa, que había conseguido convencerle de que el niño nacería retrasado. Sofía tendría que interrumpir el embarazo. Cuando por fin entró en la habitación de su hija, la encontró dormida en la cama, hecha un infeliz ovillo. Sintió cómo se le partía el corazón al acercarse a ella. A sus ojos ella seguía siendo su pequeña. Se sentó en el borde de la cama y le pasó una mano por el pelo húmedo.
– Sofía -susurró. Cuando por fin ella abrió los ojos, él la miraba con tanto amor que Sofía le rodeó con los brazos y lloró contra su pecho como una niña.
– Lo siento, papá. Lo siento mucho -sollozó, temblando de vergüenza y de miedo. Él la estrechó contra su cuerpo y la acunó, acunándose con ella e intentado así aliviar a la vez el dolor de ambos.
– Tranquila, cariño, no estoy enfadado. Tranquila, pequeña, todo se va a solucionar.
El abrazo de su padre la tranquilizó. Sofía puso en manos de Paco toda la responsabilidad con una profunda sensación de alivio.
– Le amo, papá.
– Lo sé, Sofía, pero es tu primo.
– Pero no hay ninguna ley que prohíba casarte con tu primo hermano.
– No se trata de eso. Vivimos en un mundo pequeño, y en nuestro mundo casarte con tu primo hermano es como casarte con tu hermano. Es vergonzoso. No puedes casarte con Santi. Además, todavía eres demasiado joven. Es sólo un enamoramiento pasajero.
– No lo es, papá. Le amo.
– Sofía -empezó él poniéndose serio y meneando la cabeza-. No puedes casarte con Santi.
– Mamá me odia -sollozó Sofía-. Siempre me ha odiado.
– No te odia. Está decepcionada, Sofía, y yo también. Pero tu madre y yo hemos discutido el asunto en profundidad. Haremos lo que sea mejor para ti, créeme.
– Lo siento mucho, papá -repitió con los ojos llenos de lágrimas.
Sofía entró cabizbaja en el salón donde sus padres la esperaban para informarla de su decisión. Se sentó en el sofá de chenilla sin levantar la mirada del suelo. Anna estaba sentada con la espalda recta en el sillón situado bajo la ventana con las piernas fuertemente cruzadas bajo su largo vestido. Estaba pálida y macilenta. Paco, con el rostro desdibujado por la preocupación, caminaba con impaciencia de un extremo a otro de la habitación. Parecía haber envejecido. Las puertas que daban al pasillo y al comedor estaban firmemente cerradas. Rafael y Agustín, ansiosos por saber qué se ocultaba tras aquel ambiente glacial, se habían visto obligados a desaparecer y se fueron a regañadientes a casa de Chiquita a ver la televisión con Santi y Fernando.
– Sofía, tu madre y yo hemos decidido que no puedes tener el niño -empezó Paco muy serio. Sofía tragó con esfuerzo y estuvo a punto de hablar, pero él la hizo callar con un simple ademán-. Dentro de unos días te irás a Europa. Una vez que hayas… -dudó, luchando contra la idea de interrumpir el embarazo que a buen seguro pesaría terriblemente sobre su conciencia, puesto que iba contra su fe y sus principios-. Cuando te hayas recuperado, te quedarás a estudiar allí en vez de estudiar en la universidad de Buenos Aires como habíamos planeado. Eso les dará, a ti y a Santi, tiempo para olvidarse el uno del otro. Entonces podrás volver a casa. Nadie debe enterarse de esto, ¿me entiendes? Será nuestro secreto -deliberadamente omitió que Sofía viviría con su primo Antoine y Dominique, su esposa, en Ginebra y que estudiaría en Lausanne. De ese modo Santi jamás podría encontrarla y seguirla hasta allí.
– No mancillarás el buen nombre de nuestra familia -añadió su madre tensa, sin poder dejar de pensar en lo que un escándalo de esa clase podría significar para las perspectivas de futuro de sus dos hijos. Recordó con amargura los momentos felices que había compartido recientemente con su hija y el sentimiento de orgullo que había sentido. Esos momentos magnificaban aún más la decepción.
– ¿Quieren que aborte? -repitió Sofía lentamente. Tenía la mano sobre la barriga y al bajar la vista se dio cuenta de que estaba temblando.
– Tu madre… -empezó Paco.
– ¡Así que es idea tuya! -dijo Sofía, girándose furiosa hacia su madre-. ¡Vas a ir al infierno por esto! Y tú eres la que dice ser una buena católica. ¿Dónde están tus principios? No puedo creer que puedas llegar a ser tan hipócrita. ¡Te burlas de tu propia fe!
– No hables así a tu madre, Sofía -dijo su padre haciendo uso de un tono de voz que rara vez había oído en boca de Paco. Sofía miraba a uno y a otro con los ojos de una desconocida. No los reconocía.
– Será un niño enfermo, Sofía. No es justo traer a un niño como ese al mundo -replicó su madre intentando mantener la calma. Luego suavizó la voz y añadió con una sonrisa débil-: Es por tu propio bien, Sofía.
– No pienso abortar -soltó Sofía tozuda-. Mi hijo no nacerá enfermo. Lo único que te preocupa es la reputación de la familia. No tiene nada que ver con la salud de mi hijo. ¿Acaso crees que nadie se enterará? Ni lo sueñes -añadió echándose a reír con sorna.
– Ahora estás enfadada, Sofía, pero con el tiempo lo entenderás.
– Nunca se lo perdonaré -dijo, y cruzó los brazos en actitud defensiva.
– Sólo estamos pensando en ti. Eres nuestra hija, Sofía, y te queremos. Confía en mí -dijo su padre.
– Pensaba que podía hacerlo -le respondió seca.
Los abortos eran para las prostitutas. Eran sucios y peligrosos. ¿Qué diría el padre Julio si se enteraba? ¿La condenaría al infierno eterno? De pronto deseó haber escuchado sus sermones en vez de pasarse la misa soñando con sexo y con Santi. Después de pensar que la religión era cosa para gente débil que necesitaba dirección como Soledad, o para fanáticos como su madre que hacían uso de ella según les convenía, ahora la aterraba pensar que de verdad hubiera un Dios y que fuera a castigarla por lo que había hecho. Mientras se había dedicado a soñar, la religión había ido calando en su subconsciente y había salido a la superficie justo en el momento en que más necesitada estaba de su consuelo.
– Tengo que decir adiós a Santi -dijo por fin con la mirada fija en los dibujos de la madera del suelo.
– No creo que podamos permitirlo -replicó su madre con frialdad.
– No veo por qué no, mamá. ¡Ya estoy embarazada!
– No te consiento que me hables así, Sofía. Esto no es ninguna broma, sino algo muy serio. No, no puedes ver a nadie antes de irte -dijo decidida, pasándose las manos por la falda del vestido.
– No es justo, papá. ¿Qué daño puede hacer que vea a Santi? -suplicó al tiempo que se levantaba del sofá.
Su padre lo pensó durante unos instantes. Se dirigió a la ventana y miró la pampa como si el vasto horizonte pudiera darle una respuesta. No se veía capaz de mirar a su hija. Se sentía demasiado culpable. Sabía que debía apoyar a su esposa, pero también sabía que al hacerlo la perdería para siempre. Las cosas habían mejorado mucho. Sabía que no se trataba tanto de la relación de Sofía como de la que él había tenido en 1956. Tanto él como Sofía habían traicionado la confianza de Anna. Podía adivinar que era eso lo que Anna estaba pensando; veía el dolor en sus ojos. Se trataba del lacerante aislamiento al que ella se había sentido sometida desde su llegada a Santa Catalina. Pero Paco no tenía elección; tuvo que ceder.
– Tu madre tiene razón, Sofía -dijo por fin sin girarse-. Mañana por la mañana te irás con Jacinto a Buenos Aires. Sube a tu habitación y prepara tus cosas. Vas a estar fuera mucho tiempo.
Sofía oyó cómo se le quebraba la voz, pero no sintió la menor compasión.
– No pienso irme sin decir adiós a Santi -gritó roja de frustración-. No están pensando en mí. Sólo piensan en el estúpido nombre y en la reputación de la familia. ¿Cómo pueden anteponer eso a los sentimientos de su propia hija? Los odio. ¡Los odio a los dos!
Salió corriendo a la terraza y no paró de correr hasta que alcanzó la privacidad de los árboles. Se apoyó en uno de ellos y lloró por lo injustas que eran las cosas y, al recorrer Santa Catalina con la mirada, sólo sintió odio.
Cuando volvió a la cocina oyó a sus padres discutiendo en el salón. Su madre lloraba y gritaba a su padre en inglés. No quiso quedarse a escucharlos.
– ¡Soledad! -susurró.
La criada apartó la vista del plato que estaba cocinando y vio a Sofía apoyada en el quicio de la puerta con los ojos llenos de lágrimas.
– ¿Qué pasa? ¿Qué pasa? -preguntó con su suave voz al tiempo que corría a abrazar a la jovencita que para ella sería siempre una niña. La abrazó con fuerza a pesar de que Sofía ya era más alta que ella.
– ¡Oh, Soledad, estoy metida en un buen lío! ¿Puedes hacer algo por mí?
Sus ojos, que hasta hacía unos segundos eran mates, brillaban de pronto con la excitación de un nuevo plan. Fue a toda prisa hasta el mesón, cogió un lápiz y garabateó una nota.
– Dásela a Santi en cuanto puedas. No se lo digas a nadie ni se la enseñes a nadie, ¿entendido?
Encantada de verse incluida en un secreto, Soledad le respondió con un guiño y escondió la nota en el bolsillo del delantal.
– La llevaré ahora mismo, señorita Sofía. No se preocupe, el señor Santiago la tendrá en las manos en menos que canta un gallo. -Y salió a toda prisa de la cocina.
Cuando Rafael y Agustín llegaron a casa de Chiquita contaron visiblemente excitados a sus primos que Sofía se había vuelto a meter en un lío.
– Hace semanas que se lo viene buscando -comentó Agustín soltando una risa disimulada.
– Eso no es cierto -dijo María-. Hace poco tu madre comentaba lo bien que se llevaban. No seas cruel.
– ¿Cuánto tiempo crees que tardarán? -preguntó Santi incómodo.
– No creo que mucho. Conociendo a Sofía, hará las maletas y se escapará -dijo Rafael, encendiendo la televisión y dejándose caer en el sofá-. María, ¿serías tan amable de traerme algo de beber?
– De acuerdo -suspiró-. ¿Qué quieres?
– Una cerveza.
– Una cerveza. ¿Alguien más?
Santi se quedó mirando por la ventana, pero lo único que pudo ver fue su propio reflejo en el cristal devolviéndole la mirada. Todos se sentaron frente a la televisión, pero él no consiguió concentrarse en la pantalla. Media hora después ya no pudo esperar más y salió de la casa a toda prisa. Justo cuando cruzaba la terraza vio a Soledad que, con la cara colorada y sudorosa, corría entre los árboles en dirección a él.
– Soledad, ¿qué pasa? -preguntó cuando ella le dio alcance. Santi se sintió incómodo.
– Gracias a Dios, gracias a Dios -respondió Soledad, santiguándose fuera de sí-. Esta carta es de la señorita Sofía. Me ha dicho que se la dé a usted y que nadie más podía verla. Es un secreto, ¿comprende? Está muy preocupada, no para de llorar. Tengo que volver -añadió a la vez que se secaba la frente con un pañuelo blanco.
– ¿Qué le ha ocurrido? -preguntó Santi, dándose cuenta de la gravedad de la situación.
– No lo sé, señor Santiago. No sé nada. Está en la carta. -Y antes de que él pudiera decir una sola palabra más, Soledad desapareció entre los árboles como un fantasma.
Santi abrió la nota bajo la luz del porche. «Reúnete conmigo bajo el ombú a medianoche», era todo lo que decía.