Sofía se despertó cuando el suave resplandor del amanecer se colaba por los resquicios de las cortinas. Se quedó ahí un rato, escuchando los primeros sonidos de la mañana. El trino de los gorriones y de los tordos era un alegre preludio del día que empezaba, saltando de rama en rama en los altos plátanos y en los álamos. No necesitó mirar el reloj para saber que eran las seis. En verano siempre se levantaba a las seis. Su hora favorita del día era la primera hora de la mañana, cuando el resto de los habitantes de la casa todavía dormía. Se puso los vaqueros y una camiseta, se recogió el pelo en una larga trenza que ató con una cinta roja y se puso las alpargatas.
Afuera, el sol era tan sólo un resplandor brillante que emergía suavemente a través de la niebla del amanecer. Avanzó dando saltos con el corazón encendido entre los árboles hacia el campo de polo. Apenas tocaba el suelo con los pies. José ya estaba allí esperándola, vestido con las tradicionales bombachas holgadas, las botas de cuero y su pesada rastra decorada con monedas de plata. Junto con su hijo Pablo, y bajo la experta guía del viejo gaucho, Sofía practicaba sus lanzamientos con el mazo y la bola durante un par de horas antes del desayuno. Sofía era feliz encima de un poni; cuando galopaba de un extremo a otro del campo mientras el resto de la familia estaba lejos y ausente, sentía una libertad sin parangón.
A las ocho dejó la yegua en manos de José y volvió a casa sorteando los árboles. De camino echó un vistazo a la casa de Santi, medio escondida tras un roble. Rosa y Encarnación, las criadas, estaban sirviendo a toda prisa la mesa del desayuno en la terraza, vestidas con sus inmaculados uniformes de color blanco y azul. No había ni rastro de Santi. Le gustaba dormir y raramente se levantaba antes de las once. La casa de Chiquita no era como la de Anna; era de un color rosa desgastado cubierta de tejas cenicientas desteñidas por el sol, y sólo tenía un piso. Pero Sofía prefería su casa, con sus brillantes paredes blanqueadas y sus contraventanas verdes semiocultas tras la hiedra de Virginia, y los grandes macetones redondos de terracota llenos de geranios y de peonías.
En casa, Paco y Anna ya se habían levantado y tomaban café en la terraza, protegiéndose del sol bajo una gran sombrilla. El abuelo O'Dwyer practicaba trucos de cartas con uno de los escuálidos perros que, a la espera de que le cayera alguna sobra de la mesa, se mostraba extrañamente dócil. Paco, vestido con un polo rosa y unos vaqueros, estaba sentado con la espalda apoyada en el respaldo de la silla, leyendo los periódicos con las gafas que apoyaba en la punta de su nariz aguileña. Cuando Sofía se acercó a la mesa, Paco apartó el periódico y se sirvió un poco más de café.
– Papá -empezó ella.
– No.
– ¿Qué? Si ni siquiera te he preguntado nada -se rió ella, inclinándose para besarle.
– Ya sé lo que vas a pedirme, Sofía, y la respuesta es no.
Sofía se sentó y cogió una manzana. Luego, viendo cómo la boca de su padre se curvaba hasta formar una pequeña sonrisa, fijó en él sus ojos almendrados y le devolvió una sonrisa que reservaba exclusivamente para él y para su abuelo, una sonrisa infantil y traviesa, aunque absolutamente encantadora.
– Dale, papá, nunca me dejas. ¡No es justo! Al fin y al cabo, papito, fuiste tú quien me enseñó a jugar.
– ¡Ya es suficiente, Sofía! -la riñó su madre, exasperada. No conseguía entender cómo su marido volvía a caer una y otra vez en el juego de Sofía-. Papá te ha dicho que no, ahora déjale en paz y toma tu desayuno educadamente. ¡Usa el cuchillo!
Sofía, irritada, clavó de mal humor el cuchillo en la manzana. Anna dejó de prestarle atención y se puso a hojear una revista. Al sentir cómo su hija la miraba de reojo endureció, resoluta, la expresión de su rostro.
– ¿Por qué no me dejas jugar al polo, mamá? -le preguntó en inglés.
– Porque el polo no es cosa de señoritas, Sofía. Eres una jovencita, no un marimacho -contestó su madre con firmeza.
– Sólo porque a ti no te gusten los caballos… -refunfuñó, petulante, Sofía.
– Eso no tiene nada que ver.
– Sí lo tiene. Tú quieres que yo sea como tú, pero no soy como tú. Soy como papá. ¿No es cierto, papá?
– ¿De qué hablaban? -preguntó Paco, que no había estado escuchando. Solía perder el interés cuando ellas hablaban en inglés. En ese momento Rafael y Agustín salieron tambaleándose a la terraza como un par de vampiros, entrecerrando incómodos los ojos contra la luz del sol. Habían pasado gran parte de la noche en el pequeño club nocturno del pueblo. Anna dejó la revista sobre la mesa y los miró con ternura mientras se acercaban.
– Me parece que hay demasiada luz -gruñó Agustín-. Mi cabeza me está matando.
– ¿A qué hora volvieron anoche? -les preguntó Anna, comprensiva.
– Hacia las cinco, mamá. Podría dormir toda la mañana -replicó Rafael, vacilando al besarla-. ¿Qué pasa, Sofía?
– Nada -le espetó ésta, entrecerrando los ojos-. Me voy a la piscina. -Y se alejó, enfadada. Cuando se hubo ido, Anna volvió a coger la revista y dedicó a sus hijos una sonrisa cansada que éstos tan bien conocían.
– Hoy va a ser un mal día -suspiró Anna-. Sofía está muy enfadada porque no se le permite jugar en el partido.
– Por Dios, papá, ¡de ninguna manera puedes dejarla jugar!
– Papá, no estarás dudándolo, ¿verdad? -se atragantó de improviso Agustín.
Anna estaba encantada de que por una vez su caprichosa hija no hubiera conseguido manipular a su padre y sonrió agradecida a Paco, poniendo durante un instante su mano sobre la de él.
– Por el momento sólo estoy pensando en si ponerme mantequilla en mi cruasán, comerme una tostada con membrillo o tomar sólo café. Esa es la única decisión que pienso tomar esta mañana -contestó. Y, retomando el periódico, desapareció tras él.
– ¿De qué estabais hablando, Anna Melody? -preguntó el abuelo O'Dwyer, que no entendía una palabra de español. Formaba parte de esa generación que creía en el gran Imperio Británico y esperaba que todo el mundo hablara inglés. Aunque llevaba dieciséis años viviendo en Argentina, nunca había intentado aprender la lengua del país. En vez de ir memorizando las frases esenciales, los trabajadores de Santa Catalina habían terminado por interpretar sus gestos o las pocas palabras en español que intentaba decir con mucha lentitud y en voz altísima. Cuando, desesperados, ellos levantaban la mano y se encogían de hombros, él musitaba, irritado: «¡A estas alturas ya tendrían que haberme entendido!»
Luego se alejaba, arrastrando los pies, en busca de alguien que pudiera traducir sus palabras.
– Quiere jugar en el partido de polo -respondió Anna, siguiéndole el juego.
– Es una condenada buena idea. Así enseñaría a esos chicos un par de cosas.
El agua estaba fría al entrar en contacto con su piel a medida que Sofía cortaba a su paso la superficie. Furiosa, nadaba de un extremo a otro de la piscina hasta que sintió que alguien la observaba. Cuando salió a la superficie vio a María.
– ¡Hola! -balbuceó, recuperando el aliento.
– ¿Qué te pasa?
– No preguntes, ¡estoy que muerdo!
– ¿El partido? ¿Tu padre no te deja jugar? -dijo María, quitándose los shorts de algodón blanco y estirándose en la tumbona.
– ¿Cómo lo has adivinado?
– Llámalo intuición. Eres un libro abierto, Sofía.
– A veces, María, podría llegar a estrangular a mi madre.
– No eres la única -respondió María, sacando los bronceadores de su bolsa floreada.
– Oh, no, no tienes ni idea, tu madre es una santa, una diosa del cielo. Chiquita es la persona más dulce que hay sobre la Tierra. Ojalá fuera mi madre.
– Es verdad, tengo mucha suerte -admitió María, que era la primera en apreciar la buena relación que tenía con su madre.
– Lo único que pido es que mi madre me deje en paz. Todo porque soy la más pequeña y la única hija -se quejó Sofía, subiendo la escalerilla y tumbándose junto a su prima en otra de las tumbonas.
– Supongo que Panchito centra casi toda la atención de mamá.
– Ojalá tuviera un hermano pequeño en vez de esos dos zoquetes. Agustín es una pesadilla, siempre se está metiendo conmigo. Me mira con esa expresión de superioridad que odio.
– Rafa es bueno contigo.
– No es él quien me molesta. Es Agustín el que tiene que irse. Ojalá se fuera a estudiar al extranjero. Me encantaría que desapareciera, en serio.
– Nunca se sabe, puede que tu deseo se cumpla.
– Si te refieres al árbol, tengo cosas más importantes que pedirle -le dijo Sofía, y sonrió para sus adentros. No tenía intención de desperdiciar uno de ellos en Agustín.
– Entonces, ¿qué piensas hacer con el partido? -preguntó María, untándose aceite en sus voluptuosos muslos-. Estoy muy quemada, ¿no?
– Sí, estás negra, pareces una india. Venga, dame un poco. Gracias a Dios no he heredado de mamá su pelo rojo y su piel blanca. El pobre Rafa se pone siempre como un cangrejo.
– Bueno, dime, ¿qué piensas hacer?
Sofía dio un profundo suspiro.
– Me rindo -dijo, dramática, levantando los brazos.
– Sofía, no te pega nada rendirte. -María estaba un poco decepcionada.
– Bueno, todavía no he planeado nada. De todos modos, en realidad no sé si me importa tanto. Aunque valdría la pena hacer algo sólo para ver la cara de mamá y de Agustín.
Justo en ese momento dos fuertes brazos la levantaron de la tumbona antes de que pudiera darse cuenta de lo que ocurría. En un segundo se encontró volando por los aires y luego cayendo al agua, gafas de sol incluidas, luchando por liberarse.
– ¡Santi! -jadeó, feliz, a la vez que emergía a la superficie para coger aire-. ¡Boludo! -Se tiró sobre él y hundió su cabeza burlona en el agua. Estuvo más que encantada cuando él la atrapó, abrazándola por las caderas y hundiéndola de nuevo. Lucharon bajo el agua hasta que tuvieron que salir a respirar a la superficie. Sofía hubiera deseado seguir luchando un poco más, pero se vio siguiendo a regañadientes a Santi al borde de la piscina.
»Un millón de gracias. Estaba empezando a freírme -dijo por fin, una vez que hubo recuperado el aliento.
– Me dio la impresión de que te estabas cocinando demasiado, como una de esas salchichas de José. Lo he hecho por tu bien -contestó Santi.
– Seguro.
– Entonces, Chofi, ¿no vas a jugar esta tarde? -la azuzó-. Has dado cuerda a tus hermanos como a dos ratones mecánicos.
– Mejor, necesitaban que alguien lo hiciera.
– En realidad, no creías que Paco fuera a dejarte jugar, ¿verdad?
– Si quieres que te diga la verdad, sí, creía que podría convencer a papá.
Santi sonrió, divertido. Al hacerlo se le marcaron las líneas que le rodeaban los ojos y la boca de esa forma tan particular y tan suya. Está desesperantemente guapo cuando sonríe, pensó Sofía.
– Si hay alguien que pueda convencer de algo al viejo Paco eres tú. ¿Qué pasó?
– Deja que te lo deletree: M-A-M-Á.
– Ya veo. Entonces ¿no hay más que hablar?
– No.
Santi salió del agua y se sentó sobre las piedras caldeadas por el sol que bordeaban la piscina. Tenía el pecho y los brazos cubiertos de vello suave y rubio que Sofía encontraba curiosamente fascinante,
– Chofi, tienes que demostrar a tu padre que puedes jugar tan bien como Agustín -sugirió Santi, apartándose de los ojos el pelo rubio y empapado.
– Tú sabes que puedo jugar mejor que Agustín. José también lo sabe. Pregúntaselo.
– No importa lo que José y yo pensemos. La única persona a la que tienes que impresionar es a tu padre… o al mío.
Sofía entrecerró los ojos durante un instante.
– ¿Qué estás tramando? -le preguntó él, divertido.
– Nada -respondió Sofía con timidez.
– Te conozco, Chofi…
– ¡Oh, mira, nos invaden! -dijo María mientras Chiquita y Panchito, su hijo menor, se acercaban a la piscina rodeados de cinco o seis primos más.
– ¡Vamos, Santi! -dijo Sofía, dirigiéndose a las escaleras-. Larguémonos de aquí. -Luego, pensándolo dos veces, se giró hacia su prima-. ¿Vienes, María?
María meneó la cabeza y saludó a su madre con la mano, haciéndole señas para que se le acercara.
A mediodía, el delicioso olor a carbón del asado se mezclaba con la brisa y flotaba sobre el rancho, llevando a grupos de perros escuálidos a merodear hambrientos junto a la barbacoa. José había estado ocupándose de mantener vivo el fuego desde las diez para que la carne estuviera bien hecha a la hora del almuerzo. Soledad, Rosa, Encarnación y las criadas de las otras casas preparaban las mesas para la tradicional reunión de los sábados. Los manteles blancos y la cristalería resplandecían bajo el sol.
De vez en cuando la señora Anna dejaba la revista a un lado y aparecía con su largo vestido blanco y su sombrero de paja para echar un vistazo a las mesas. Con su melena pelirroja y su piel blanca, las criadas la miraban con curiosidad, como miraban a la austera virgen María de la pequeña iglesia de Nuestra Señora de la Asunción situada en el pueblo. Era una mujer firme y directa y mostraba poca paciencia si algo no la complacía. Su dominio del español era sorprendentemente descuidado para alguien que había vivido tantos años en Argentina, y era objeto de brutales imitaciones en las dependencias de los criados.
Sin embargo, el señor Paco era muy querido en Santa Catalina. Héctor Francisco Solanas, el padre de Paco, había sido un hombre digno y resuelto que anteponía la familia a los negocios y a la política. Creía que nada era tan importante para un hombre como su casa. María Elena, su mujer, era la madre de sus hijos y por ello la había tenido siempre en gran estima. La respetaba y la admiraba y, a su manera, la amaba. Pero nunca habían estado enamorados. Los padres de ambos, que eran grandes amigos, los habían escogido el uno para el otro, convencidos de que su matrimonio sería beneficioso para ambas familias. Y así lo fue en cierto sentido. María Elena era hermosa y competente, y Héctor era atezado y enérgico, con una gran cabeza para los negocios. Eran la pareja de moda de Buenos Aires, y su presencia era constantemente requerida en todas partes. Recibían invitados con prodigalidad y eran queridos por todos. Pero, en cuanto a química, no se amaban de la forma en que dos enamorados deberían amarse. Sin embargo, en la oscuridad de la madrugada, a veces hacían el amor con una pasión arrebatadora, como si de pronto se hubieran olvidado de sí mismos, o del otro, para despertar más tarde y volver a su habitual formalidad, evaporada con el amanecer la intimidad de la noche anterior.
María Elena había aceptado que Héctor tuviera una amante en el pueblo. Todo el mundo lo sabía. Además, era muy común que los maridos tuvieran amantes, así que ella terminó por aceptarlo y nunca lo comentó con nadie. Para llenar el vacío de su vida se había entregado en cuerpo y alma a sus hijos, hasta que llegó Alexei Shahovskoi. Alexei Shahovskoi había salido de Rusia huyendo de la Revolución de 1905. Extravagante, soñador, había entrado en la vida de María Elena en calidad de profesor de piano. Además del piano, Alexei le enseñó a apreciar la ópera, el arte y la pasión de un hombre para quien el amor estaba en perfecta consonancia con la música que enseñaba. Si María Elena en algún momento correspondió a los sentimientos que sonaban con cada nota que él tocaba y que le demostraba en la forma silenciosa con que la acariciaba con sus ojos acuosos, nunca traicionó a su esposo ni a sí misma. Disfrutaba de su compañía y de su instrucción, pero rechazó sus avances con la dignidad de una mujer honorable que ya ha decidido en la vida. Él no satisfacía en ella su necesidad de amor, pero sí le dio el regalo de la música. En cada una de sus partituras había un país por el que suspirar, una puesta de sol con la que llorar, un horizonte hacia el que volar… La música dio a María Elena los medios para vivir otras vidas en su imaginación, y le abrió no sólo una vía de escape a las restricciones a menudo sofocantes de su mundo, sino además una felicidad inmensa. Lo que mejor recordaba Paco de su madre era su amor por la música y sus hermosas manos blancas danzando sobre las teclas del piano.
A la una sonó el gong desde la torre para llamar a todos al almuerzo. Desde todos los rincones de la estancia la familia se dirigió a la casa de Paco y Anna, siguiendo el fuerte aroma a lomo y a chorizo a la brasa. La familia Solanas era muy numerosa. Miguel y Pablo tenían otros dos hermanos, Nico y Alejandro. Nico y Valeria tenían cuatro hijos: Niquito, Sabrina, Leticia y Tomás, y Alejandro y Malena tenían cinco: Ángel, Sebastián, Martina, Vanesa y Horacio. Como siempre, el almuerzo fue de lo más ruidoso, y la comida abundante y deliciosa como un espléndido banquete. Sin embargo, faltaba alguien y, una vez que todos se hubieron servido y estuvieron sentados, esa ausencia se hizo evidente.
– ¡Sofía! ¿Dónde está? -susurró Anna a Soledad cuando ésta pasaba por su lado con un bol de ensalada.
– No sé, señora Anna, no la he visto.
Entonces, volviendo de pronto la vista hacia el campo de polo, exclamó:
– ¡Qué horror! ¡Ahí está!
Al oírla, la familia entera se volvió a ver y un silencio de sorpresa se cernió sobre ellos. Una Sofía descarada y segura de sí misma galopaba hacia ellos con el mazo en el aire, golpeando la bola que tenía delante. Tenía grabada en el rostro una sonrisa decidida. Anna se levantó de un salto, sonrojada por la desesperación y la furia.
– ¡Sofía! ¿Cómo has podido? -chilló, horrorizada, arrojando la servilleta al suelo-. ¡Que Dios te perdone! -añadió con un murmullo en inglés. Santi se hundió en su silla, sintiéndose culpable, mientras el resto de la familia seguían mirando a Sofía, totalmente desconcertados. Sólo Paco y el abuelo O'Dwyer, que siempre se sentaba en la cabecera de la mesa, mirando su plato de comida sin dejar de parpadear porque nadie se molestaba en hablarle, sonreían con gran orgullo mientras Sofía galopaba hacia ellos con gran soltura.
– Te mostraré que puedo jugar al polo mejor que Agustín -dijo Sofía en un susurro, apretando los dientes-. Mírame, papá. Deberías sentirte orgulloso, fuiste tú quien me enseñó. -Mientras galopaba sobre la hierba blandía el mazo, retadora, se mantenía sobre la silla con firmeza y soltura, y controlaba la bola y el poni sin dejar de sonreír, feliz y sin atisbo de vergüenza. Sentía veinte pares de ojos encima y disfrutaba de su atención.
Segundos antes de estrellarse contra la mesa tiró de las riendas, consiguiendo detener al poni, que no dejaba de resoplar, y se quedó ahí quieta, mirando desafiante a su padre.
– ¿Lo ves, papá? -anunció triunfante. Toda la mesa centró su atención en Paco, a la espera de lo que éste haría. Para su sorpresa, él siguió sentado plácidamente en su silla, cogió su copa de vino y la levantó.
– Bien, Sofía. Ahora ven y únete a nosotros. ¡Te estás perdiendo un festín! -dijo con voz tranquila a la vez que una sonrisa irónica empezaba a dibujarse en su rostro curtido. Emocionada, Sofía bajó del poni de un salto y caminó con él a lo largo de toda la mesa.
– Siento haber llegado tarde al almuerzo, mamá -dijo al pasar junto a Anna, que había vuelto a sentarse porque las piernas ya no la sostenían.
– En mi vida había visto una demostración tan descarada de querer llamar la atención -siseó Anna en inglés. Tanto temblaba que a duras penas consiguió articular las palabras. Sofía ató las riendas a un árbol y, cepillándose los vaqueros, se acercó lentamente al bufé.
»Sofía, lávate las manos y cámbiate antes de sentarte a la mesa -dijo Anna furiosa, mientras, avergonzada, iba recorriendo con la mirada los silenciosos rostros de sus parientes políticos. Sofía resopló antes de volver a la casa para cumplir las órdenes de su madre.
Una vez que se hubo ido, el almuerzo continuó donde lo habían dejado, aunque ahora el tema de conversación era la sinvergüenza de Sofía. Anna seguía sentada con los labios apretados y en silencio, ocultando el rostro bajo el sombrero, profundamente humillada, ¿Por qué tenía Sofía que humillarla siempre delante de toda la familia? Agradeció a Dios que Héctor ya no estuviera entre ellos para ver el comportamiento vergonzoso de su nieta. Habría quedado totalmente horrorizado por su falta de moderación. Levantó los ojos para mirar a su padre, que seguía sentado refunfuñando a un grupo de perros que salivaban esperanzados a sus pies; Anna sabía que él admiraba a Sofía y que su admiración iba en aumento cuanto peor era el comportamiento de su nieta. María se echó a reír, cubriéndose la boca con la mano y observando cuál era la reacción de cada uno para dar a Sofía un informe detallado cuando estuvieran a solas.
Agustín se giró hacia Rafael y Fernando para quejarse.
– No es más que una maldita presumida -susurró de manera que sus palabras no llegaran a oídos de su padre-. Papá tiene la culpa. Siempre deja que se salga con la suya.
– No te preocupes -dijo Fernando con aire satisfecho-. No jugará en el partido. Mi padre nunca lo permitiría.
– Es una exhibicionista -dijo Sabrina a su prima Martina. Ambas eran un poco mayores que Sofía-. Yo jamás haría una cosa así delante de todos.
– Bueno, Sofía no tiene límites. Y ese empeño por jugar al polo, ¿por qué no admite de una vez que es una chica y deja de ser tan infantil?
– Fíjate en Anna -dijo Chiquita a Malena-. Está tan avergonzada que me siento mal por ella.
– Yo no -replicó Malena con brusquedad-. Es culpa suya. Siempre ha estado demasiado ocupada admirando a sus hijos. Debería haberse ocupado más de Sofía en vez de encajársela a Soledad. Cuando nació Sofía, Soledad no era más que una niña.
– Ya lo sé, pero Anna hace lo que puede. Sofía no es fácil -insistió Chiquita, mirando compasivamente hacia el otro extremo de la mesa, donde Anna intentaba actuar con normalidad y hablar con Miguel y Alejandro. Los rasgos de su cara traicionaban la tirantez que la embargaba, sobre todo alrededor del cuello, que estaba tenso como si estuviera haciendo esfuerzos por no llorar.
Cuando Sofía volvió a la mesa se había puesto otro par de vaqueros deshilachados y una camiseta blanca limpia. Después de servirse un poco de comida se sentó entre Santi y Sebastián.
– ¿Qué demonios ha sido todo eso? -le susurró Santi al oído.
– Tú me diste la idea -respondió Sofía, echándose a reír.
– ¿Yo?
– Dijiste que tenía que impresionar a mi padre o al tuyo. Así que he impresionado a los dos -dijo triunfante.
– No creo que hayas impresionado a mi padre -dijo Santi, mirando al otro extremo de la mesa, donde Miguel seguía conversando con Anna y con su hermano Alejandro. Los ojos de Miguel se encontraron con los de su hijo, y cuando eso ocurrió meneó la cabeza. Santi se encogió de hombros, como diciendo «no fue idea mía».
– ¿Así que crees que jugarás en el partido de esta tarde? -preguntó, mirando a su prima mientras ésta devoraba la comida del plato para ponerse a la altura de los demás.
– Claro.
– Me extrañaría mucho que jugaras.
– A mí no. Me lo he ganado -dijo, rascando el plato con el cuchillo a propósito para molestar a los demás.
Cuando el almuerzo hubo terminado, María y Sofía desaparecieron detrás de la casa, presas de un ataque de risa. Intentaban hablar, pero el estómago les dolía de tal manera de tanto reír que durante un rato tuvieron que apretárselo con las manos y concentrarse en respirar. Sofía estaba muy orgullosa de sí misma.
– ¿Crees que funcionará? -preguntó a María entre jadeos, aunque sabía que sí.
– Oh, sí -asintió María-. El tío Paco estaba muy impresionado.
– ¿Y mamá?
– ¡Estaba furiosa!
– ¡Oh, Dios!
– No finjas que te importa.
– ¿Importarme? ¡Estoy encantada! Mejor que no hagamos mucho escándalo o terminará encontrándome. ¡Shhhh! -dijo, llevándose el dedo a la boca-. Calladitas, ¿de acuerdo?
– De acuerdo -susurró obediente María,
– Así que papá estaba impresionado, ¿eh? ¿En serio? -los ojos de Sofía se iluminaron de alegría.
– Tiene que dejarte jugar. Sería muy injusto si no lo hace. ¡Sólo porque eres una chica!
– ¿Por qué no envenenamos a Agustín? -soltó maliciosa Sofía, echándose a reír.
– ¿Con qué?
– Soledad puede pedir una pócima a la bruja del pueblo. O podemos hacerla nosotras mismas.
– No necesitamos una pócima. Con un conjuro habrá más que suficiente.
– De acuerdo, supongo que es la única manera. Venga, al ombú -anunció Sofía con decisión.
– ¡Al ombú! -repitió María, soltando un grito. Sofía le devolvió el grito y ambas corrieron juntas a campo traviesa mientras sus voces resonaban en la llanura a medida que iban urdiendo el plan recién concebido.
Anna no dejaba de mortificarse. En cuanto hubo terminado el almuerzo, fingió un repentino dolor de cabeza y corrió a su habitación, donde se tiró sobre la cama y empezó a abanicarse, furiosa, con un libro. Cogió la austera cruz de madera de la mesita de noche, se la llevó a los labios y murmuró una corta plegaria. Rogó a Dios que la guiara.
– ¿Qué he hecho yo para merecer una hija así? -dijo en voz alta-. ¿Por qué permito que pueda conmigo? Lo hace sólo para humillarme. ¿Por qué Paco y papá están ciegos a sus caprichos? ¿Acaso no tienen ojos en la cara? ¿No se dan cuenta? ¿O es que soy yo la única que ve en ella el monstruo que lleva dentro? Ya sé, este es el castigo por no haberme casado con Sean O'Mara hace años. ¿No he pagado ya por ello, Dios mío? ¿No he sufrido ya bastante? Dios, dame fuerzas. Nunca las he necesitado más que ahora. Y no dejes que juegue en ese condenado partido. No se lo merece.
♦ ♦ ♦
La Copa Santa Catalina empezó puntualmente a las cinco de la tarde, algo raro en Argentina. Todavía hacía calor cuando los chicos, que vestían vaqueros blancos y relucientes botas marrones, galopaban de un lado a otro del campo, azuzados por el frenesí de la competición. Los cuatro robustos chicos de La Paz llevaban camisas negras, y los de Santa Catalina, rosas. De los cuatro chicos del equipo de La Paz, los mejores jugadores eran Roberto y Francisco Lobito. Sus dos primos, Marco y Davico, tenían el nivel de Rafael y Agustín. Roberto Lobito era el mejor amigo de Fernando, pero en un partido como ese no había lugar para la amistad. Durante el partido serían enemigos acérrimos.
Fernando, Santi, Rafael y Agustín jugaban juntos desde niños. Hoy estaban todos en buena forma; todos excepto Agustín, al que todavía le duraba la resaca de la borrachera de la noche anterior. Santi jugaba con un estilo florido, colgándose de la silla en una fría muestra de autoridad. Sin embargo, la solidez que tan famoso había hecho al equipo de Santa Catalina se veía restada por su cuarto miembro, Agustín, cuyas reacciones eran extrañamente lentas, como si fuera constantemente un paso por detrás de los demás. Jugaban seis chukkas, seis períodos de siete minutos.
– Te quedan cinco chukkas para que juegues como sabes, Agustín -gruñó Paco durante el descanso que siguió al primer tiempo-. Si no hubieras estado paseándote por el campo, Roberto Lobito no habría tenido oportunidad de marcar… dos veces. -Enfatizó ese «dos veces» como si hubiera sido sólo culpa de Agustín. Cuando estaban cambiando sus ponis, exhaustos y resollantes, por otros, Agustín miró, incómodo, a su hermana, que estaba al otro lado del campo-. Tienes razones para sentirte ansioso, hijo. Si no mejoras tu juego, Sofía ocupará tu lugar -añadió Paco antes de salir del terreno de juego. Esa amenaza fue suficiente para que Agustín mejorara durante el segundo chukka, aunque Santa Catalina seguía perdiendo por dos goles.
Santa Catalina y La Paz al completo habían ido a ver el partido. Normalmente se sentaban todos juntos, pero ese día era diferente. La importancia del partido los hizo sentarse en grupos que miraban al adversario con desconfianza. Los chicos se habían sentado juntos como una manada de lobos, arrastrando nerviosos los pies, con un ojo en el partido y el otro en las chicas. Las chicas de La Paz se habían agrupado sobre los capós de los Jeeps, vestidas con camisetas cortas y pañuelos en la cabeza, hablando de chicos y de ropa, con las gafas de sol cubriéndoles los ojos con los que, muy a menudo, repasaban con lujuria a alguno de los chicos de Santa Catalina. Mientras tanto, las chicas de Santa Catalina, Sabrina, Martina, Pía, Leticia y Vanesa, miraban al guapo Roberto Lobito montado sobre su poni como un caballero que galopaba en su corcel de un extremo al otro del campo con su pálido pelo rubio ondeando sobre su hermoso rostro cada vez que agachaba la cabeza para golpear la bola. Sofía y María mantenían las distancias. Habían preferido sentarse en la valla con Chiquita y el pequeño Panchito, que jugaba junto a las líneas del campo con un mazo en miniatura y una bola, a fin de no perderse los movimientos de sus hermanos y primos.
– ¡No pueden perder! -protestaba Sofía apasionadamente mientras veía cómo Santi galopaba hacia la portería contraria y luego pasaba la bola a Agustín, que volvía a perderla-. ¡Choto Agustín! -le gritó con frustración. María se mordió el labio, ansiosa.
– Sofía, no utilices esa palabra, no es digna de ti -dijo Chiquita con suavidad sin apartar los ojos de su hijo.
– No puedo soportar ver al idiota de mi hermano. Es una vergüenza.
– Chopo, chopo -se rió Panchito, golpeando la bola contra un perro confiado.
– No, Panchito -reprendió Chiquita, corriendo en su rescate-. No debes decir esa palabra, aunque no la digas bien.
– No te preocupes, Sofía. Puedo sentir el cambio en el aire -dijo María, mirando a su prima a los ojos.
– Espero que tengas razón. Si Agustín sigue jugando así, seguro que perdemos -replicó Sofía, lanzando a continuación un guiño a María a espaldas de su madre.
Cuando ya se había cumplido el cuarto chukka, y a pesar de que Santi y Fernando habían marcado un gol cada uno, Santa Catalina todavía perdía por dos. La Paz, confiados de su victoria, estaban tranquilamente sentados sobre sus sillas. De pronto Agustín pareció aparecer de la nada, robó la bola y salió como rayo hacia la portería contraria. Fuertemente animado desde las bandas, marcó.
– ¡Oh, Dios mío! -gritó Sofía, animándose-. Ha marcado Agustín.
Se oyó un griterío de parte del equipo de animadoras de Santa Catalina, que estuvieron a punto de caerse de los capós de los coches de puro alivio. Sin embargo, el poni de Agustín no se detuvo ahí, sino que siguió galopando, victorioso, hasta detenerse de golpe, lanzando a un delirante Agustín por los aires. Éste aterrizó con un quejido y quedó inerte sobre la hierba. Miguel y Paco corrieron a su lado. En pocos segundos estaba rodeado. Pasaron unos terribles instantes que a la acongojada Anna le parecieron una eternidad antes de que Paco anunciara que sólo tenía un golpe en la cabeza y una increíble resaca. Para sorpresa de todos, llamó a gritos a Sofía.
– Entras ahora.
Sofía le miró, pasmada. Anna iba a oponerse, pero el quejumbroso Agustín captó su atención.
– ¿Cómo?
– Entras ahora, así que muévete. -Luego añadió con gravedad-: Más vale que ganes.
– ¡María, María! -gritó Sofía asombrada-. ¡Ha funcionado!
María meneó la cabeza, entre el asombro y el miedo. Después de todo, el ombú era un árbol mágico.
Sofía no podía creer en su suerte mientras se ponía una camisa rosa y montaba su poni. Vio cómo los chicos de La Paz se reían, incrédulos, cuando entró en el campo. Roberto Lobito gritó algo a su hermano Francisco y ambos rieron disimuladamente, burlones. Ella les enseñaría, decidió. Iba a mostrarles de lo que era capaz. No tuvo tiempo para hablar con Santi ni con los demás. Antes de que se diera cuenta el juego había dado comienzo. En pocos segundos le pasaron la bola y a continuación fue superada por Marco, que pegó su poni al suyo y la empujó fuera del campo. Lo único que pudo hacer fue ver, desesperada, cómo la bola pasaba por debajo de las patas de su poni y salía por el otro lado. Furiosa, se lanzó contra él y luego contra Francisco antes de salir al galope. Se dio cuenta de que tanto Fernando como Rafael evitaban pasarle la bola; sólo Santi confiaba en ella cuando podía, pero estaba fuertemente marcado por un burlón Roberto Lobito. De hecho, Roberto y Santi parecían estar lidiando algún tipo de batalla particular, como si fueran los dos únicos jugadores en el campo, golpeándose, entrelazando sus palos y gritándose obscenidades.
– ¡Fercho, a tu izquierda! -gritó Sofía a Fernando cuando surgió una oportunidad. Él la miró, dudó, y luego se la pasó a Rafael, que al instante fue emparedado por Marco y Davico-. La próxima vez pásamela, Fercho. Tenía el gol a la vista -le gritó, furiosa, fundiéndole con la mirada.
– Seguro -le respondió Fernando, desdeñoso, antes de virar y alejarse a medio galope. Sofía vio cómo Roberto Lobito rompía su regla de silencio y meneaba la cabeza a Fernando, solidario.
Sabrina y Martina quedaron horrorizadas al ver que habían admitido a Sofía en el partido.
– Ahí la tienes, pavoneándose delante de todos -dijo Sabrina, irritada.
– Por Dios, pero si sólo tiene quince años -soltó Martina, arrugando la nariz-. No deberían permitirle jugar con los chicos.
– Es culpa de Santi. Es él el que la anima -dijo Pía, acusadora.
– Se le cae la baba con ella, sólo Dios sabe por qué. Es una maldita niña mimada. Mira, ahí la tienes, dando vueltas sin hacer nada. No le pasan ni una sola bola. Mejor haría en retirarse -se quejó Sabrina mientras veía a su joven prima dando vueltas en mitad del campo.
Al término del quinto chukka todavía perdían por un gol.
– ¡Pásenle a Sofía, por el amor de Dios! Somos un equipo y la única forma de poder ganar es jugando en equipo -estalló Santi, desmontando.
– Si le pasamos, seguro que perdemos -contestó Fernando, quitándose el gorro y agitando su pelo negro y sudado.
– Venga, Fercho, no seas crío -dijo Rafael-. Sofía está jugando y no hay nada que puedas hacer para evitarlo. Nadie espera que contemos con ella, así que tómatelo con calma.
– ¡No ganaremos si seguimos jugando como un equipo de tres jugadores -gritó Santi, exasperado-, así que mejor que vayan contando con ella!
Fernando le dirigió una mirada llena de odio.
– Voy a enseñarles, pandilla de machistas, que puedo jugar mejor que el idiota de Agustín. Tráguense su orgullo y jueguen conmigo, no contra mí. El enemigo es La Paz, ¿recuerdan? -les espetó Sofía, y volvió, segura de sí misma, al campo a medio galope. Fernando estaba que ardía, aunque no dijo nada, mientras Rafael levantaba la mirada al cielo y Santi se reía, admirado.
La tensión casi podía tocarse con las manos cuando entraron con los ponis en el campo para jugar el último chukka. En cuanto el partido dio de nuevo comienzo, un silencio pesado cayó sobre los espectadores. El último chukka era una agresiva demostración de poderío individual a medida que cada uno de los equipos intentaba desesperadamente vencer al otro. Santi, sin duda el mejor de su equipo, estaba sometido a un férreo marcaje, y Sofía, a la que todos consideraban fuera del partido, se movía por el campo casi con total libertad. El tiempo se acababa. A pesar de la discusión anterior, Sofía casi no recibía bolas y se pasaba la mayor parte del tiempo furiosa, cubriendo a los demás. Por fin Santi consiguió empatar el partido.
Los espectadores se habían puesto en pie, incapaces de seguir sentados a medida que la batalla ganaba en intensidad durante los últimos minutos del partido. Sabían que si uno de los dos equipos no marcaba antes de que terminara el tiempo, tendrían que decidir el resultado del partido a «muerte súbita». Gritos furiosos y órdenes impacientes resonaban por el campo, mientras Roberto intentaba controlar a su equipo y Santi hacía lo posible por convencer a su hermano para que jugara con Sofía. María saltaba de acá para allá, nerviosa, incapaz de quedarse quieta, animando a Sofía. Miguel y Paco caminaban impacientes de un extremo a otro de las bandas, sin apartar los ojos del partido. Paco miró el reloj; quedaba sólo un minuto. Quizá había sido un error dejar jugar a Sofía, pensó con tristeza.
De pronto Rafael se hizo con la bola, la pasó a Fernando y éste se la devolvió. Santi escapó del marcaje de Roberto y de Marco, que salieron detrás de él al galope. Siguió un estallido de gritos enfebrecidos, pero Rafael logró pasar la bola a Santi y éste voló, libre de mareaje, hacia adelante. Sólo Sofía y Francisco, su oponente, se interponían entre él y la portería. Tenía que elegir entre driblar aFrancisco e intentar marcar, o arriesgarse y pasar la bola a Sofía. Convencido de que Santi no iba a confiar en ella, Francisco dejó de marcarla y salió hacia él para quitarle la bola. Santi levantó sus ojos verdes hacia su prima, que entendió de inmediato y se preparó. Justo antes de que Francisco se abalanzara sobre él, Santi golpeó la bola hacia ella.
– ¡Todo tuyo, Sofía!
Decidida a no desaprovechar una oportunidad como ésa, Sofía salió a medio galope tras la bola, apretando la mandíbula con firmeza. La golpeó una, dos veces, y entonces, balanceando el taco en el aire con seguridad, pensó en José, en su padre y en Santi antes de enviar la bola entre los postes. Segundos después sonó el silbato. Habían ganado el partido.
– ¡No me lo puedo creer! -boqueó Sabrina.
– Dios mío. Lo ha conseguido. Sofía ha marcado -chilló Martina, dando saltos y palmadas-. ¡Bien hecho, Sofía! -le gritó-. ¡Ídola!
– ¡Justo a tiempo! -soltó Miguel, sin dejar de dar palmadas a Paco en la espalda-. Suerte la tuya, porque de lo contrario podías haber terminado en la barbacoa con el lomo.
– Ha jugado bien, a pesar de que su propio equipo la ha dejado de lado. De todas formas, no hay duda de que tiene madera -dijo Paco, orgulloso.
Rafael se acercó al galope a Sofía y le dio una palmada en la espalda.
– ¡Bien hecho, gorda! -le dijo riéndose entre dientes-. ¡Eres una estrella!
Fernando la miró y asintió sin sonreír. Estaba contento porque habían ganado, pero no se sentía capaz de acercarse a felicitar a Sofía. Santi casi la tiró del poni cuando la cogió del cuello y la atrajo hacia él para darle un beso en su mejilla cubierta de polvo.
– Sabía que podías hacerlo, Chofi. No me has* decepcionado -se rió, quitándose el gorro y rascándose el pelo empapado.
Roberto Lobito caminó hasta ella cuando Sofía desmontaba.
– Juegas bien para ser una chica -le dijo con una sonrisa.
– Y tú juegas bien para ser un chico -le soltó ella, arrogante.
Roberto se echó a reír.
– Entonces, ¿te veré a menudo en el campo? -le preguntó a la vez que estudiaba su rostro con interés.
– Quizá.
– Bien, espero que sea pronto -añadió con un guiño. Sofía arrugó la nariz antes de deshacerse de él con una risa ronca y salir corriendo a reunirse con su equipo.
Esa misma noche, cuando las primeras estrellas tiznaban de plata el crepúsculo, Santi y Sofía estaban sentados bajo las sinuosas ramas del escarpado ombú con la mirada perdida en el horizonte.
– Hoy has jugado bien, Chofi.
– Gracias a ti, Santi. Has creído en mí. He reído la última ¿eh? -y se rió entre dientes al recordar la caída de Agustín-. Esos hermanos míos…
– Olvídate de ellos. Sólo se meten contigo porque les haces sombra.
– No puedo evitarlo. Están tan mimados… sobre todo Agustín.
– Las madres siempre son así con sus hijos. Ya verás cuando te toque a ti.
– Espero que sea dentro de mucho, muchísimo tiempo.
– Quizá mucho menos de lo que imaginas. La vida no es nunca como uno espera.
– La mía sí, ya lo verás. De todas formas, gracias por confiar hoy en mí y por apoyarme. Les he dado una buena lección, ¿no crees? -dijo orgullosa.
Santi miró su ardiente rostro bajo la luz del crepúsculo y puso afectuosamente la mano en el cuello de Sofía.
– Sabía que podías conseguirlo. Nadie tiene tu firmeza. Nadie. -Dicho esto se quedó callado durante un momento, como perdido en sus propios pensamientos.
– ¿Qué estás pensando? -preguntó Sofía.
– No eres como las otras chicas, Chofi.
– ¿No? -volvió a preguntar, complacida.
– No, eres más divertida, más… ¿cómo podría decirlo? Eres todo un personaje.
– Bueno, si yo soy un personaje, para mí tú eres un ídolo. ¿Lo sabías?
– No me pongas en un pedestal porque puedo caerme -respondió Santi echándose a reír.
– Tengo mucha suerte de tener un amigo como tú -replicó ella con timidez, sintiendo cómo se le aceleraba el corazón-. Sin duda eres mi primo favorito.
– Primo -repitió Santi un poco triste, soltando un profundo suspiro-. Tú también eres mi prima favorita.