Capítulo 35

Sofía se sentó en el tocón de un árbol que en una época había dominado las colinas. Había sido barrido por el terrible viento de octubre el otoño anterior. No hay nada invencible, pensó. La naturaleza es más fuerte que nosotros. Miró a su alrededor y, en esa luminosa mañana de junio, disfrutó del esplendor de un nuevo y efímero amanecer. Se llevó la mano a la barriga y se maravilló ante el milagro que crecía en ella, aunque se le hacía un nudo en el corazón cuando pensaba que su familia no sabía nada de la vida que se había construido al otro lado del océano. Nerviosa, se acordó de Roberto Lobito y de Eva Alarcón tal y como los había conocido, diez años atrás, e intentó imaginar el aspecto que tendrían en la actualidad.

En realidad, lo que más la preocupaba no era verlos, sino no verlos. Si en el último momento decidían no ir a la fiesta de Zaza, la desilusión sería enorme. Se había preparado mentalmente para la ocasión y durante los últimos meses su curiosidad había ido «in crescendo». Después de reconciliarse con el hecho de que iba a tener noticias de los suyos, se le hacía insoportable pensar que quizá no llegara nunca a enterarse de esas noticias. Deseaba desesperadamente saber qué había sido de Santi.

Llegó a casa a tiempo para darse un baño y prepararse para la fiesta de Zaza. Estuvo una hora probándose vestidos mientras Sam y Quid la miraban, incrédulos, sin dejar de menear el rabo cada vez que se probaba alguna prenda.

– ¡No sois de ninguna ayuda! -les dijo, tirando otro conjunto sobre la cama. Cuando David se asomó por la puerta, Sofía estaba de espaldas a él y luchaba, furiosa, con un vestido que al parecer se negaba a pasarle por las caderas. La miró durante unos segundos antes de que los perros le delataran.

– ¡Estoy gorda! -refunfuñó Sofía, enviando el vestido a la otra punta de la habitación de una patada.

Ambos se miraron en el espejo.

– Estoy gorda -repitió Sofía.

– No estás gorda, cariño, estás embarazada.

– No quiero estar gorda. No me cabe nada.

– ¿Con qué te sientes más cómoda?

– Con el pijama -respondió ceñuda.

– Bien, entonces ponte el pijama -dijo él, dándole un beso antes de entrar al baño.

– De hecho, no es mala idea -dijo Sofía animándose y sacando un par de pijamas de seda de la cómoda. Cuando David volvió a la habitación encontró a Sofía delante del espejo con unos pantalones de pijama y una camiseta.

»David, eres un genio -sonrió al ver su reflejo en el espejo. David asintió al tiempo que sorteaba el montón de zapatos y vestidos para llegar a su armario. Sam y Quid jadearon, dando su aprobación.

Tony había levantado una carpa blanca en el jardín por si llovía, pero como el día había amanecido espléndido y caluroso, los invitados preferían quedarse al sol, con sus vestidos de flores y sus trajes, bebiendo champaña y «Pimms» y admirando la laberíntica mansión de ladrillo viejo y las flores que abundaban por todas partes. Zaza no tardó en aparecer a saludar a David y a Sofía antes de partir corriendo tras uno de los camareros que había salido de la casa con una bandeja de salmón ahumado antes de tiempo.

Zaza no tenía un estilo propio, pero era lo suficientemente lista para reconocer el buen gusto en cuanto lo veía. Se había gastado miles de las libras que tanto le costaban ganar a Tony contratando a decoradores y a paisajistas para que transformaran su casa en un espacio que sin duda mereciera adornar las páginas de Homes & Gardens. Sofía apreciaba la perfección estética de Pickwick Manor, pero pensaba que Zaza se estresaba demasiado. En cuanto se vio envuelta por la barahúnda de invitados, Sofía empezó a buscar atemorizada los rostros de Eva y Roberto.

– Sofía, qué alegría volver a verla -la saludó un hombre extraño con una risa alegre, y se inclinó sobre ella para besarla. El aliento le olía a una desagradable mezcla de salmón y champaña. Sofía retrocedió y lo miró con el ceño fruncido, incapaz de acordarse de quién era-. George Heavywater -dijo él sin poder ocultar la decepción ante aquel ofensivo lapso de memoria-. Oh, por favor, ¿ni siquiera recuerda dónde nos conocimos? -preguntó juguetón, dándole un leve codazo.

Sofía suspiró sin ocultar su irritación al recordar al patán indiscreto junto al que se había sentado hacía cuatro años.

– En la cena de Ian Lancaster -respondió impasible, mirando al grupo de invitados por encima de su hombro.

– Cierto. Dios, ha pasado mucho tiempo. ¿Dónde se ha estado escondiendo? ¡Probablemente ni siquiera se haya enterado de que la guerra ha terminado! -dijo, riéndose de su estúpido chiste.

– Discúlpeme -dijo Sofía, dejando de lado sus modales-, pero acabo de ver a alguien con quien prefiero hablar.

– Oh, sí… bueno -tartamudeó alegremente el señor Heavywater-. Nos vemos después.

No si puedo evitarlo, pensó Sofía en cuanto se hubo perdido entre la multitud.

Sofía y David habían llegado tarde a la fiesta. Después de pasar la primera hora buscando sin éxito a Eva y a Roberto, Sofía se dio por vencida y se resignó tristemente al hecho de que obviamente éstos habían decidido no aparecer. Encontró un banco a la sombra de un arce que estaba alejado de la multitud y se sentó abatida. El tiempo parecía pasar muy despacio. Quería irse a casa y se preguntó si, en caso de que consiguiera marcharse a escondidas, alguien se daría cuenta de su ausencia.

Pero en ese momento alguien se dirigió a ella.

– ¿Sofía? -dijo una voz profunda a su espalda-. Te he estado buscando.

– ¿Eva? -balbuceó Sofía, levantándose y parpadeando de pura sorpresa al ver a la rubia y elegante mujer que parecía flotar hacia ella.

– ¡Cuántos años hace! -le dijo al oído al tiempo que la besaba con gran afecto. A Sofía le dio un pequeño vahído al oler la colonia de Eva, la misma fragancia a limón que llevaba doce años antes. Se sentaron.

– Pensaba que no vendrían -dijo Sofía en español, tomando la mano de Eva y apretándola entre las suyas como si tuviera miedo de que fuera a desaparecer si la soltaba.

– Hemos llegado tarde. Roberto se perdió -explicó Eva, soltando su encantadora risa.

– No sabes lo que me alegra verte. Estás igual -dijo Sofía con total sinceridad, sin dejar de admirar la perpetua juventud de Eva.

– Tú tampoco.

– ¿Cuándo te casaste con Roberto? -preguntó-. ¿Dónde está?

– Por ahí, entre los invitados. Nos casamos hace tres años. Me fui a vivir a Buenos Aires para terminar los estudios y conocí a Roberto en una fiesta. Tenemos un niño. También se llama Roberto. Es un encanto. Oh, estás embarazada -dijo, poniendo la mano que tenía libre en la apenas imperceptible barriga de Sofía.

– Ya tengo una niña de tres años -dijo Sofía, sonriendo en cuanto la carita de Honor emergió a través de la niebla que había ido misteriosamente formándose en su cabeza mientras hablaba con Eva.

– ¡Cómo vuela el tiempo! -suspiró Eva con nostalgia.

– Desde luego. Han pasado doce años desde el verano en que nos conocimos. Doce años. Pero ahora parece que fue ayer.

– Sofía, no quiero fingir contigo y hacer ver que no sé por qué te fuiste de Argentina y por qué no has vuelto desde entonces. Si finjo, nuestra amistad no sería sincera -dijo Eva mientras sus pálidos ojos azules no dejaban de cuestionar a Sofía. Puso la mano de Sofía entre sus largos dedos color miel y la apretó afectuosamente-. Te pido que vuelvas -dijo bajando la voz.

– Aquí soy feliz, Eva. Me he casado con un hombre maravilloso. Tengo una hija y estoy embarazada de nuevo. No puedo volver ahora. Este es mi sitio -insistió Sofía alarmada. No esperaba que Eva recuperara el pasado tan de repente.

– Pero, ¿no podrías por lo menos hacerles una visita para que sepan que estás bien? Olvida el pasado. Han pasado muchas cosas en los últimos diez años. Si esperas más quizá sea demasiado tarde, quizá nunca puedas volver a conectar con ellos. Después de todo, son tu familia.

– Dime, ¿cómo está María? -preguntó Sofía, alejando la conversación de un tema que Eva no podría entender jamás.

Eva retiró las manos y las puso sobre sus rodillas.

– Se casó -respondió.

– ¿Con quién?

– Con Eduardo Maraldi, el doctor Eduardo Maraldi. No la veo mucho, pero la última vez que la vi creo que tenía dos niños y que estaba esperando otro. No me acuerdo bien. Con tanta gente teniendo hijos es muy difícil acordarse de todos. ¿Sabías que Fernando está exiliado en Uruguay?

– ¿Exiliado?

– Estuvo implicado con la guerrilla que luchaba contra Videla. Está bien. Podría haber vuelto cuando cambió el Gobierno, pero, para serte sincera, creo que está demasiado afectado por lo que pasó. Lo torturaron, ¿sabes? Ahora vive y trabaja en Uruguay.

– ¿Lo torturaron? -balbuceó Sofía, horrorizada. Eva le contó la historia tal como la sabía: que habían entrado a robar en casa de Chiquita y Miguel y que habían secuestrado a Fernando, que después había escapado milagrosamente a Uruguay. Sofía se quedó de piedra al oírla, arrepentida de no haber estado allí para darles su apoyo.

– Fue horrible -siguió Eva muy seria-. Roberto y yo fuimos a verle una vez. Tiene una casa en Punta del Este, en la playa. Es otro hombre -dijo, recordando al joven resentido que ahora vivía como un hippy, escribiendo artículos para varios periódicos uruguayos.

– ¿Y Santi? ¿Está bien? -preguntó Sofía ansiosa, preguntándose cómo le habría afectado lo de su hermano.

– Se casó. Le veo bastante en la ciudad. Sigue igual de guapo -añadió sonrojándose. No había olvidado sus besos. Se pasó un dedo por los labios de forma inconsciente-. Por alguna razón parece que la cojera le ha empeorado y está bastante envejecido, pero le sienta de maravilla. Sigue siendo el mismo.

– ¿Con quién se casó? -preguntó Sofía, intentando que no le temblara la voz por miedo a delatarse. Apartó los ojos y fijó la mirada en algún punto de la distancia.

– Claudia Calice -dijo Eva, levantando inquisitiva el timbre de voz en la última sílaba del nombre.

– No, no la conozco. ¿Cómo es? -preguntó Sofía, luchando contra ese vacío que tan familiar le resultaba y que ahora amenazaba con volver a tragársela. Se quedó deshecha cuando se enteró de que él se había comprometido con otra, y volvió a recordar una vez más aquel momento bajo el ombú cuando le había suplicado que huyera y se casara con él. El fantasmagórico eco de sus palabras todavía resonaba en los pasillos de su memoria.

– Es muy elegante. Pelo negro y brillante. Muy bien vestida. Típica argentina -dijo Eva, totalmente ajena a lo que Sofía seguía sintiendo por su primo-. Es encantadora y muy sociable, mucho más en la ciudad que en el campo. No me parece que le guste mucho el campo. Por lo menos, me dijo una vez que odiaba los caballos. Dijo que tenía que fingir con Santi, quien, como ya sabemos, vive para ellos -añadió antes de concluir con un tono más amable-: ¿No sabías que se había casado?

– Claro que no. No he hablado con él desde… bueno, desde que me fui -respondió con brusquedad al tiempo que bajaba la mirada.

– ¿Estás segura de que no es Santi la razón de que no hayas vuelto?

– No, no. Claro que no -dijo Sofía un poco demasiado rápido.

– ¿No te has comunicado con los tuyos en todo este tiempo?

– No.

– ¿Ni siquiera con tus padres?

– No, sobre todo con ellos.

Eva apoyó la espalda en el banco y observó con detenimiento la cara de Sofía. Estaba anonadada.

– ¿No echas de menos aquello? -preguntó horrorizada-. ¿No los echas de menos?

– Al principio sí, pero es increíble hasta qué punto llegamos a olvidar cuando estamos lejos -mintió con tristeza. Y añadió-: Me he obligado a olvidar.

Se quedaron sentadas sin decir nada. Eva le daba vueltas a las posibles razones que habían llevado a Sofía al exilio, y Sofía pensaba con tristeza en Santi y en su nueva vida con Claudia. Intentó imaginárselo mayor, con la cojera más pronunciada, pero no pudo. En su cabeza, Santi seguía tal como le dejó, eternamente joven.

– ¿Sabes que Agustín vive en Estados Unidos, en Washington? Se ha casado con una norteamericana -dijo Eva instantes después.

– ¿En serio? ¿Y Rafa? -preguntó Sofía, intentando aparentar interés, a pesar de que sólo podía pensar en Santi y de que deseaba que Eva volviera a hablarle de él.

– Se casó con Jasmina Peña hace unos años. De hecho, no mucho después de que te fueras. Ahora son tremendamente felices. No los veo mucho. Pasan la mayor parte del tiempo en Santa Catalina porque él se encarga de la estancia. Siempre me gustó Rafa. Era un chico muy cabal. Los demás siempre andaban por ahí buscando pelea. Rafa era el único en quien se podía confiar. No como Agustín – dijo, acordándose de las torpes atenciones que le dispensó Agustín. Mientras había vivido en Buenos Aires, Agustín se había ganado muy mala fama; salió con muchas chicas, incluso con más de una a la vez. Era la clase de chico contra el que las madres previenen a sus hijas y contra el que, más adelante, las chicas previenen a sus amigas. No me extraña que se haya casado con una norteamericana, pensó Eva. Un territorio nuevo en el que seguir practicando.

– ¿Es feliz Santi? -preguntó Sofía, mordiéndose el labio inferior.

– Sí, creo que sí. Pero ya sabes cómo son las cosas, la gente se casa, tiene hijos, y poco a poco pierdes contacto con ellos. Los veo de vez en cuando, pero Roberto y yo viajamos mucho. El polo le lleva por todo el mundo y yo siempre le acompaño. Casi nunca estoy en Buenos Aires y no he vuelto a Santa Catalina desde que Fernando se fue. Roberto y él eran muy amigos, pero ahora no tiene tiempo ni siquiera para ir a verle. La última vez que vi a Santi fue en una boda en Buenos Aires -recordó.

– Cuéntame -le pidió Sofía, arriesgándose a desvelar sus sentimientos por Santi. Eva la miró sin disimular su curiosidad. Sabía que a Sofía la habían enviado al extranjero porque estaba enamorada de su primo, pero Eva no tenía la menor idea de la profundidad de los sentimientos entre ambos. ¿Cómo habría podido saber que Sofía todavía lloraba en silencio por Santi, que había soltado a su amado como quien suelta un globo para luego darse cuenta de que el globo volaba eternamente en las nubes de su memoria?

– Bueno, fue en la boda de un primo de Roberto. Tienen una estancia preciosa cerca de Santa Catalina, a unas dos horas de Buenos Aires. Yo no conocía a Claudia, pero Santi y ella llevaban ya dos años casados. Sí, debían de llevar dos años porque se casaron en 1983, creo, y la boda fue el verano pasado. Santi parecía muy agobiado, había como mala onda entre ellos; estaba claro que habían tenido una discusión porque apenas se hablaban. Claudia pasó todo el rato con los niños. Se le dan muy bien. Me di cuenta de que todos la seguían como al flautista de Hamelín. A mí también me encantan los niños; en ese momento Roberto y yo estábamos buscando el segundo. Creo que ellos también, porque llevaban casados un par de años y ella obviamente lo deseaba.

»Bueno, pues hablé con Santi -le dijo Eva a Sofía-. Todavía juega mucho al polo, aunque sigue siendo amateur, no como Roberto. De hecho, creo que Roberto no le cae demasiado bien -sonrió a la vez que se preguntaba si la antipatía que Santi sentía por su marido se debía a que la había querido para él. Volvió a acordarse de su beso y se ruborizó-. No creo que ese fuera un buen ejemplo de lo que es su relación, porque sé que Santi es feliz. Es muy feliz con Claudia. Seguro que tenían un mal día. Él estaba distraído, aunque conmigo estuvo encantador. Ambos lo estuvieron. Por cierto, también estaban tus padres. Siempre me gustaron tus padres, sobre todo tu madre. Es una mujer amable y muy afectuosa.

Si Sofía hubiera estado escuchando habría fruncido el ceño ante esa descripción de su madre, pero estaba en las nubes con su globo, pensando en Santi.

– No puedo entender por qué no puedes volver -volvió a insistir Eva-. Lo más difícil sería el momento de volver a verlos a todos, pero después del primer «hola» las cosas volverían a la normalidad. Sé que todos estarían muy contentos de volver a verte.

– Ah, ahí está Roberto -dijo Sofía mientras Roberto se acercaba a ellas. Había envejecido un poco. Su atractivo parecía haber quedado un poco minado por culpa de la pesada mandíbula que parecía arrastrar con ella su boca. Pero seguía siendo un hombre guapo.

– Veo que ya conoces a mi esposa -dijo, pasando la mano por la larga melena rubia de Eva.

– Nos conocimos hace tiempo.

– Nunca he estado tan enamorado de nadie como de mi mujer -apuntó Roberto-. Me ha hecho un hombre completo.

Sofía sonrió. Siempre había sido un hombre transparente, pensó mientras él intentaba decirle de forma sutil que para él el romance que habían tenido años atrás no había significado nada. No tenía que haberse molestado. Para ella tampoco había significado nada. Pasados unos segundos a Sofía no se le ocurría nada que decirle.

Eva y Roberto vieron a Sofía volver a la carpa, donde estaban sirviendo el buffet.

– Sigue siendo muy bella -dijo Eva-. Es una chica muy rara, ¿sabes? Imagínate, irte así de tu casa, sin una palabra. ¿Qué tipo de persona puede hacer algo así?

– Siempre fue muy testaruda -dijo Roberto encogiéndose de hombros-. Era una malcriada y muy independiente. Fercho no la soportaba.

– Bueno, fue muy cariñosa conmigo. La verdad es que la vez que estuve en Santa Catalina puso todo de su parte para hacerme sentir bien. Nunca lo olvidaré. Le tengo mucho aprecio, a toda la familia.

– ¿Vas a decirles que la has visto? -pregunto Roberto.

– Naturalmente. Se lo diré a Anna. Aunque no quiero empeorar las cosas. Parece un tema muy delicado -dijo, y a continuación añadió-: Puede que me equivoque, pero me parece que todavía quiere a Santi. Me ha preguntado mucho por él.

– ¿Después de todo este tiempo? No es posible.

– Ya lo creo. ¿No será que se niega a volver por él?

– No. Fercho me dijo que se peleó con Anna y con Paco y los culpó por enviarla a Ginebra. Me dijo que lo de Sofía no era más que un arrebato y que terminaría por volver. Cuando se aburra de todo esto regresará a Santa Catalina a hacerles la vida imposible. Créeme, conozco bien a Sofía. No es capaz de quedarse quieta. Siempre anda por ahí dando problemas y no va a cambiar a estas alturas, por muy maravilloso que sea su esposo.

– Roberto, no seas cruel -dijo Eva, meneando la cabeza-. Voy a decirle a Anna que Sofía está bien y que es muy feliz. Creo que puedo conseguir que Zaza me dé su dirección, así por lo menos Anna podrá escribirle si quiere. Todo esto es muy absurdo -suspiró, poniéndose de pie-. No te dejaría por nada del mundo -añadió, abrazándole.

– Amorcito, no me dejarás porque yo nunca te lo permitiría -dijo él con una sonrisa antes de besarla. Eva vio por encima del hombro de su esposo cómo Sofía se alejaba de la carpa en compañía de un hombre que debía de ser su marido. Ambos llevaban platos de pollo y ensalada. Una nube de preocupación ensombreció el rostro plácido de Eva cuando pensó en el sufrimiento que el exilio de Sofía debía de causarle, y en ese momento decidió ponerle fin.

Las intenciones de Eva eran buenas, pero había infravalorado a los receptores de su buena voluntad. Cuando Anna recibió la carta de Eva en la que le hablaba de su conversación con Sofía y en la que embellecía los detalles de la vida de Sofía en Inglaterra, le dio vueltas entre sus pálidos dedos, una y otra vez, a la dirección que Eva había apuntado al final de la carta. A Eva no se le había ocurrido que quizá la madre era igual de tozuda que la hija.

Anna se sentía tremendamente dolida por el rechazo de su hija. ¿Por qué diantres tenía que ser ella la que izara la bandera blanca? ¿Por qué? Sofía ni siquiera los había llamado durante la guerra de las Malvinas, no les había comunicado que eran abuelos. No los había llamado ni una sola vez. Nunca. Sabía dónde estaban, seguían teniendo el mismo número de teléfono, y ahora esperaba que ellos le tendieran la mano. La vida no era así de fácil.

¿Acaso pensaba que no tenían corazón? ¿Pensaba que no les importaba? Siempre había sido tozuda y difícil, pero desaparecer en el otro extremo del mundo sin ni siquiera una carta explicándoles sus razones era muy cruel. Paco no se había recuperado. Había envejecido y se había vuelto más introvertido. Era como si Sofía hubiera muerto. Aunque quizás eso hubiera sido preferible, más comprensible, menos doloroso. Al menos habrían podido llorarla en vez de sufrir la interminable tristeza de no saber. La muerte no es un rechazo. La desaparición de Sofía era un profundo rechazo. Había herido a toda la familia, había perjudicado sus cimientos, y los restos de esa unidad tan atesorada en otro tiempo yacían desparramados por la llanura y jamás podrían ser recuperados. No, no le tocaba a Anna hacer las paces, sino a Sofía. Así que dobló la carta, la metió en el cajón donde guardaba sus objetos más íntimos y decidió no decirle nada a Paco. A buen seguro él intentaría convencerla de que se pusieran en contacto con su hija, y Anna no tenía la menor intención de volver a discutir sobre Sofía.

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