– Veníamos a misa todos los sábados por la tarde, ¿te acuerdas?
La voz de Sofía resonó contra las frías paredes de piedra de la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción.
– Antes de ir a la discoteca -añadió Santi riéndose por lo bajo-. Una conducta no demasiado reverente.
– Nunca lo pensé -respondió Sofía-. La verdad es que lo de la misa no era más que una excusa.
– No parabas de reírte durante todo el servicio.
– Costaba mucho aguantarte la risa con el padre Julio tartamudeando y ceceando.
– Murió hace años.
– Mentiría si dijera que lo siento.
– Deberías decir que lo sientes, estás en su iglesia -dijo Santi entre risas.
– ¿Quieres decir que quizá nos esté oyendo? Me pregunto si la gente tartamudea en el cielo. Nunca has oído hablar de ángeles tartamudos, ¿verdad?
Avanzaron por el pasillo central. Sus alpargatas pisaban con suavidad y sin apenas hacer ruido las baldosas del suelo. La iglesia estaba muy vacía, no como las iglesias católicas de la ciudad. El altar mostraba una humilde simplicidad bajo un limpio cobertor blanco, adornado con flores marchitas. El aire estaba cargado, y el fuerte aroma del incienso parecía no moverse, como si no hubiera ninguna ventana abierta por la que escapar. El sol entraba a raudales por la vidriera situada detrás del altar, dibujando cuentas alargadas de luz en el suelo y en las paredes, dejando al descubierto el polvo que, de no haber sido por los rayos de sol, habría pasado totalmente inadvertido. De las paredes colgaban iconos de la Virgen María, además de muchas otras estatuas de santos, y velones que brillaban en la semioscuridad. Los bancos seguían tal como Sofía los recordaba, lo suficientemente austeros e incómodos para evitar que nadie se durmiera durante el sermón.
– ¿Te acuerdas de la boda de Pilar, la sobrina de Soledad? -dijo Sofía con una sonrisa.
– ¿Cómo podría haberla olvidado? -respondió Santi, dándose un golpe en la frente con la palma de la mano y soltando una sonora carcajada.
– ¡El padre Julio la confundió con su hermana y celebró la ceremonia como si se tratara de Lucía!
Ambos intentaron acallar sus risas.
– Fue al acabar la ceremonia y bendecir a la feliz pareja, llamándoles Roberto y Lucía, cuando todo el mundo se dio cuenta de que la persona que había estado describiendo no tenía nada que ver con Pilar -añadió Sofía, casi sin poder terminar de hablar-. ¡Qué horror! Pilar estaba tan enfadada que no podíamos parar de reír.
Cuando llegaron al altar, el silencio los envolvió como un hechizo. Instintivamente dejaron de bromear. Había dos mesitas a cada lado del altar, cubiertas de velas de todo tipo. Ambos pensaron a la vez en María. Santi encendió una.
– Por mi hermana -dijo, y cerró los ojos para rezar. Sofía se sintió conmovida. También ella encendió una vela, cerró los ojos y, en silencio, pidió a Dios que dejara vivir a su prima. Sintió que la mano de Santi buscaba la suya. Cuando la encontró, se aferró a ella en busca de consuelo. Se la apretó dos veces y ella le devolvió el mensaje utilizando el mismo código. Se quedaron así durante un rato. Sofía nunca había rezado con tanto fervor. Pero sus plegarias no eran del todo altruistas. Mientras María siguiera con vida, ella tenía una excusa para quedarse.
»Me pregunto si a Dios le importa que sólo acudamos a él cuando ocurre alguna desgracia -dijo Santi en voz baja.
– Supongo que ya está acostumbrado -respondió Sofía.
– Espero que funcione.
– Yo también.
– Aunque no tengo demasiada fe en que vaya a funcionar. Me gustaría. Me siento culpable por haber venido aquí como último recurso. Tengo la sensación de que no merezco ningún milagro.
– Pero has venido. No creo que importe que hayas venido como último recurso. Ahora estás aquí.
– Supongo que nunca entendí a esa gente que venía siempre a la iglesia. Creo que ahora los entiendo. Les da consuelo.
– ¿Te está dando algún consuelo? -preguntó Sofía.
– Algo parecido -le respondió él, y le sonrió con tristeza en los ojos-. ¿Sabes?, me habría gustado casarme contigo en esta pequeña iglesia.
– Con el padre Julio tartamudeando: «Q-q-q-q-q-uieres t-t-to mar a S-s-s-sofía…»
Santi se echó a reír.
– Nada habría importado, ni siquiera que el padre hubiera celebrado el servicio pensando que era a Fercho quien casaba -dijo, estrechándola entre sus brazos y besándole la frente.
Sofía se sintió profundamente amada entre sus brazos. El olor de Santi le recordó otros tiempos y deseó con todas sus fuerzas aferrarse a ese momento para siempre. Le abrazó y se quedaron así un rato. Ninguno de los dos sentía la necesidad de hablar. Sofía se sentía terriblemente melancólica y a la vez feliz por estar con él. Era perfectamente consciente de que esos momentos no durarían. Por eso se aferraba a ellos y los vivía con una intensidad que hasta el momento desconocía.
– ¿Alguna vez le confesaste al padre Julio que éramos novios? -le preguntó Santi, separándose de ella.
– ¿Estás loco? ¡No! ¿Y tú?
– No. ¿Le confesaste algo?
– No. Lo inventé todo. Se escandalizaba con tanta facilidad que no podía resistirme a la tentación de inventarme las cosas que le contaba.
– Eres terrible, ¿sabes? -dijo Santi con una sonrisa imperceptiblemente triste.
– No pensaba que fuera tan mala como antes hasta que regresé. Ahora he superado todos mis límites.
– Debería sentirme culpable. De hecho era así al principio. Pero ya no. Siento que todo está en su sitio -dijo Santi, meneando la cabeza como si hubiera perdido el control sobre sus sentimientos y éstos no fueran ya responsabilidad suya.
– Todo está en su sitio -insistió Sofía, tomando la mano de él entre la suya-. Debería haber sido así siempre.
– Lo sé. Me siento culpable por no sentirme culpable. Es aterradora la facilidad que tenemos para olvidar.
– ¿Claudia?
– Claudia, los niños. Cuando estoy contigo no pienso nunca en ellos.
– A mí me pasa lo mismo -admitió Sofía. Pero eso no era del todo cierto. Cada vez que el rostro de David emergía junto con el de sus hijas, Sofía ponía todo su empeño en reprimirlos. Casi habían terminado dándose por vencidos. Pero David podía ser muy persistente cuando se lo proponía.
– Vamos. Salgamos de aquí antes de que el padre Juan nos pille -dijo Santi, empezando a caminar por el pasillo.
– No estamos haciendo nada malo. Somos primos, ¿recuerdas?
– Chofi, no podré olvidarlo mientras viva. Creo que Dios hizo que fuéramos primos para castigarme por algo que hice en alguna vida anterior.
– O quizá tenga un sentido del humor bastante enfermizo.
En cuanto salieron al sol tuvieron que protegerse los ojos para que la luz no los cegara. Sofía se sintió mareada durante un instante hasta que sus ojos se ajustaron por fin al reflejo del sol. La humedad del aire era casi insoportable.
– Vamos a tener una buena tormenta, Chofi. ¿La sientes tú también?
– Sí. Adoro las tormentas. Son muy excitantes.
– La primera vez que hicimos el amor fue durante una tormenta. ¿Te acuerdas?
– Sí, lo recuerdo. ¿Cómo podría olvidarlo?
Caminaron hasta la plaza. El camino seguía siendo una callejuela sucia que nadie había reparado desde el tiempo de sus abuelos. Rodeaba perezosamente la plaza, que estaba llena de árboles altos.
Sofía se dio cuenta de que todavía pintaban la parte baja de la corteza con cal blanca para mantener alejadas a las hormigas. El sol bañaba las casitas y los escaparates de las tiendas, cuyo interior quedaba semioculto tras los polvorientos cristales de las ventanas. El «boliche» seguía en la misma esquina. Era el café en el que se reunían los gauchos a beber mate y jugar a las cartas. Paco solía pasar allí las mañanas de los domingos, leyendo el periódico mientras tomaba un café. Sofía supuso que, como su padre era una criatura de costumbres, todavía lo hacía.
Como era la hora de la siesta, todas las tiendas estaban cerradas y la plaza estaba tranquila y en silencio en pleno calor de mediodía. Pasearon por la plaza y fueron a sentarse en uno de los bancos que quedaba protegido por la sombra. Cuando estaban a punto de sentarse, una voz los llamó desde otro de los bancos. Horrorizados y sorprendidos a la vez, vieron que quien les llamaba no era otra que la famosa Vieja Bruja.
– Buenos días, señora Hoffstetta -dijo Santi, saludándola cortésmente con la cabeza.
– ¡No sabía que la Vieja Bruja todavía estuviera viva! -susurró Sofía a través de su sonrisa.
– Me parece que las brujas no mueren.
La Vieja Bruja estaba sentada medio encorvada sobre sí misma. Llevaba un vestido negro. No era de extrañar que le hubieran dado el apodo de Vieja Bruja. De pequeña, Sofía la encontraba aterradora. Tenía la cara pequeña y llena de agujeros, como una vieja nuez, y los ojos tan negros como sus dientes. Se la olía a un kilómetro de distancia. Agarraba una bolsa de papel marrón con sus dedos largos y nudosos.
Los primos se sentaron e intentaron ignorarla, pero durante todo el tiempo que estuvieron ahí sentados, Sofía pudo sentir los ojos de la vieja en su espalda.
– ¿Sigue mirándonos? -le preguntó a Santi.
– Sí. Tú actúa como si no la vieras.
– Puedo sentirla. Ojalá se fuera.
– No te preocupes. En realidad no es una bruja.
– No creas. Consigue que las brujas de los cuentos parezcan Blancanieves.
Ambos se echaron a reír, tapándose la boca con la mano.
– Probablemente sepa que hablamos de ella -concluyó Sofía.
– Si tan bruja es, desde luego que lo sabe.
– Vámonos. ¡No puedo soportarla!
Así que se levantaron para irse.
– ¡Bah! -chilló la bruja. Ellos la ignoraron y aceleraron el paso-. ¡Bah! -insistió-. Mala suerte. Tuvieron su oportunidad. Mala suerte. ¡Bah!
Ambos se detuvieron y se miraron boquiabiertos. Santi estuvo a punto de dar la vuelta para enfrentarse a ella, pero Sofía consiguió cogerle del brazo y tirar de él.
– Almas gemelas. Veo sus auras. ¡Almas gemelas! ¡Bah! -continuó.
– Oh, Dios, me está asustando. Vayámonos de aquí -insistió Sofía y empezaron a caminar con premura.
– ¿Cómo se atreve a hablarnos así, la muy chismosa? -dijo Santi fuera de sí-. Es la gente como ella la que anda por ahí molestando a los demás.
– Ahora sabes que de verdad es una bruja, no hay duda.
– Bueno, entonces, ¿por qué no se larga montada en su escoba?
Los dos se echaron a reír, visiblemente nerviosos.
De repente, cuando ya creían que la habían perdido de vista, apareció delante de ellos, jorobada y apestosa. Su aspecto recordaba al de un murciélago gigante y peludo. Se acercó arrastrando los pies a Sofía y le puso la bolsa de papel marrón en sus sorprendidas manos. Sofía la sostuvo con la repulsión de alguien que lleva una bolsa llena de entrañas goteantes. Al tocarla con los dedos, la sintió bIanda y húmeda. Miró a la mujer a los ojos y de repente se dejó vencer por el pánico, pero la vieja bruja asintió, tranquilizadora, y cerró sus manos en torno a la bolsa. Sofía se retorció y dio un paso atrás, intentando en vano librarse de ella. La vieja bruja sonrió y murmuró su nombre, «Sofía Solanas», antes de encaminarse de vuelta hacia la plaza.
Cuando estuvieron a salvo en la camioneta, Sofía cerró dando un portazo y subió la ventanilla. Temblaba.
– ¿Qué hay en la bolsa? -preguntó Santi con impaciencia, empezando a encontrar divertida la situación.
– No sé por qué sonríes. No tiene nada de gracioso. ¡Ábrela tú! -chilló y se la dio. Santi la abrió despacio y miró dentro con mucha cautela, como si esperara encontrar algo grotesco. Entonces se echó a reír de puro alivio.
– ¿Y bien?
– ¡No vas a creerlo! Es un esqueje… de ombú, para que lo plantes.
– ¿Un ombú? ¿Qué diantre voy a hacer con un ombú?
– Bueno, desde luego no crecerá en Inglaterra -dijo Santi empezando reír de nuevo.
– Qué mujer tan extraña. ¿Qué edad tendrá? Yo pensaba que era una anciana hace muchos años -exclamó Sofía acalorada-. Debería estar enterrada.
– ¿Por qué te habrá dado un ombú? -murmuró Santi, frunciendo el ceño-. Incluso me sorprende que supiera quién eres.
Encendió el motor y Sofía vio aliviada que dejaban atrás el pueblo y emprendían el camino hacia Santa Catalina.
– ¿Qué habrá querido decir con eso de almas gemelas? -dijo Sofía después de un rato.
– No lo sé.
– Pero tiene razón. Lo somos. Aunque no creo que haga falta ser clarividente para ver eso. Es horripilante. El problema es que la gente cree en ella -dijo Sofía enfadada-. Soledad la primera.
– Oh, ¿y tú no? -dijo Santi, y en sus labios empezó a insinuarse una sonrisa.
– ¡Claro que no!
– Entonces, ¿por qué estamos hablando de ella? Si no creyeras en ella, ni siquiera te molestarías en pensar en ella.
– Eso no tiene sentido. No creo en ella, es un estorbo, y creo que no debería ir por ahí asustando a la gente. No creo en brujas.
– Pero sí crees en la magia del ombú.
– Eso es diferente.
– No, no lo es.
– Sí que lo es. La Vieja Bruja está loca, deberían encerrarla. El ombú es algo totalmente distinto. Representa la magia de la naturaleza.
– Chofi.
– Qué -respondió irritada. Entonces miró a Santi y vio que en su rostro empezaba a asomar una sonrisa.
– ¿Alguna vez el ombú ha cumplido alguno de tus deseos? -preguntó sin apartar los ojos de la carretera, como si necesitara concentrarse en algo para no echarse a reír.
– Sí.
– ¿Cuál?
– Una vez pedí que te enamoraras de mí -respondió Sofía y sonrió triunfante.
– No creo que eso tuviera nada que ver con el ombú.
– ¡Tú qué sabrás! -exclamó-. No entiendes el poder de la naturaleza. ¿Sabes una cosa?, apuesto lo que quieras a que este esqueje crece en Inglaterra.
Sofía se giró y vio que Santi sonreía.
– ¿Te estás riendo de mí? -se quejó-. Muy bien, para el coche.
– ¿Qué?
– Que pares el coche. ¡Ahora!
Santi giró a la derecha y se metió por un camino que llevaba a unos árboles tras los que se abría un campo. Paró el motor y se giró hacia ella. Sus grandes ojos verdes y su sonrisa maliciosa eran irresistibles. Sofía notó que la irritación que había sentido hasta ese momento desaparecía como por encanto.
– Mira… era horripilante -insistió.
– Desde luego que lo era. Pero, ¿que hay de malo en decir que somos almas gemelas? -dijo Santi, besándole el cuello.
– Ha dicho que tuvimos nuestra oportunidad.
– ¿Qué sabrá ella? No es más que una vieja bruja -dijo Santi riendo entre dientes mientras le desabrochaba el vestido.
En cuanto puso sus cálidos labios sobre los de ella, Sofía olvidó por completo la cantinela de la vieja y el episodio de la plaza. Santi sabía a sal y tenía ese olor especial que tanto la excitaba. Se sentó encima de él, conteniendo el aliento mientras intentaba acomodarse entre el volante y el cambio de marchas. Santi le levantó el vestido y pasó la mano por la suave piel de la parte interna de sus muslos. Estaban empapados de sudor. Luego le apartó las bragas a un lado y se introdujo en ella. Puso las manos en la parte baja de su espalda y la atrajo hacia él, guiando sus movimientos. Mientras hacían el amor, medio vestidos, Sofía volvió de nuevo a sentir la excitación que le producía romper las normas.