Capítulo 28

– Supe que algo se cocinaba el fin de semana que estuvimos allí con Gonzalo -decía Zaza un mes más tarde-. Podía leerlo en tus ojos, David. Eres un pésimo actor -dijo, soltando una risotada ronca. Él la había llamado esa mañana para invitarla a comer ya que iba a estar unos días en la ciudad por negocios.

– No soporto estar lejos de ella -había dicho cuando le había hablado de su relación.

– El pobre Gonzalo estaba muy dolido -añadió Zaza, llevándose la copa de vino a sus labios violetas.

– Pensaba que se enamoraría de él -dijo David con timidez.

– Y yo, por eso sugerí que le invitaras. Si hubiera imaginado lo que sentías por ella, jamás se me habría ocurrido hacer algo semejante. ¿Me perdonas?

– Qué mala eres, Zaza. A pesar de todo, no puedo evitar quererte -dijo David riéndose entre dientes mientras abría la carta.

– ¿Y qué piensas hacer? -preguntó-. ¿Te molesta que fume?

– En absoluto.

– ¿Y?

– No lo sé.

– Naturalmente, te casarás con ella -dijo, y al instante sintió que se le hacía un nudo en la garganta.

– No lo sé. Bueno, ¿qué te apetece comer? -preguntó, llamando al camarero. Pero Zaza no se daba tan fácilmente por vencida cuando tenía una misión. Pidió rápidamente y retomó su interrogatorio.

– Seguro que ella quiere casarse. Todas las chicas quieren casarse. ¿Y qué pasa con Ariella?

– ¿Ariella? Llevamos siete años divorciados.

– ¿Le has hablado de ella a Sofía? Querrá saber.

– ¿Qué hay que saber sobre Ariella? Fue mi esposa y una gran jardinera.

– Una zorra, una zorra insoportablemente guapa -dijo Zaza, saboreando la palabra «zorra»-. Se pondrá furiosa cuando se entere.

– No, qué va. Está feliz en Francia con su novio -dijo David. En otro momento se habría sentido resentido ante el recuerdo de aquel joven francés de suaves modales que le había robado a su mujer. Cuando Ariella se fue con él, David se había quedado deshecho. Pero eso ya era parte del pasado y ahora tenía a Sofía, a la que amaba más de lo que nunca había querido a Ariella.

– Volverá para complicarte las cosas, apuesto lo que quieras. Querrá volver a conquistarte cuando se entere de que estás con otra. Eso es lo curioso de Ariella, siempre quiere lo que no puede tener; ahora le resultarás irresistible.

– No entiendes a Ariella en absoluto -dijo David, dando el tema por zanjado.

– Tú tampoco. Sólo una mujer entiende a otra mujer. Yo la entiendo como tú nunca podrás hacerlo. Es muy retorcida. Le encantan los retos. Le gusta sorprender, hacer lo que menos se espera de ella. Disfruta jugando con la gente -dijo Zaza, entrecerrando los ojos-. Por supuesto que nunca conseguirá jugar conmigo. No, nunca pudo conmigo. Pero volverá, acuérdate de lo que te digo.

– De acuerdo, basta ya de hablar de Ariella. ¿Cómo está Tony? -preguntó David, haciéndose a un lado para que el camarero pudiera dejar el humeante plato de róbalo delante de él.

– ¿Y tu madre? ¿Ya le has presentado a tu madre? -dijo Zaza, pasando su pregunta por alto. Se inclinó para oler la sopa de chirivía.

– No, todavía no.

– Pero se la presentarás, ¿verdad?

– No hay ninguna razón para hacer pasar a Sofía por eso.

– Bueno, supongo que estaba encantada con Ariella, ¿no? El pedigrí ideal, la unión ideal. Brillante, educada en Oxford y con mucha clase. No le gustará una argentina. No podrá decir: «Qué ideal, los Norfolk Solanas». Como no sabrá nada de ella no podrá encasillarla. Dios, cariño, ¿Sofía es católica?

– No lo sé. No se lo he preguntado -admitió David pacientemente.

– Dios no lo quiera. ¡Una católica! En ese caso no hay que abrigar demasiadas esperanzas, ¿no crees? De todas formas, eres su único hijo. Supongo que acabará por alegrarse al verte feliz, ¿no?

– No le he hablado de Sofía y no pienso hacerlo. No es asunto suyo. No hará más que poner trabas e incordiar. ¿Para qué darle la oportunidad?

– Siempre me ha sorprendido que un dragón como Elizabeth Harrison haya podido tener un hijo tan adorable como tú. En serio, David, no deja de sorprenderme.

Zaza agitó la cuchara en el aire como si se tratara de un cigarrillo.

– Bien, ahora que ha terminado el interrogatorio, ¿cómo está Tony? -repitió David con una sonrisa.

De vuelta a la oficina en pleno frío de noviembre, David hundió sus manos enguantadas en los bolsillos y se encogió de hombros para protegerse del viento. Pensó en Sofía y sonrió. No había querido ir a Londres con él. Había preferido quedarse con los perros y con los caballos en el campo. Desde el episodio con Gonzalo habían sido increíblemente felices, solos los dos. Habían recibido la visita de algunos amigos, pero habían pasado la mayor parte del tiempo solos, recorriendo las colinas a caballo, paseando por los bosques o haciendo el amor en el sofá delante de la chimenea.

A David le encantaba que Sofía entrara en su despacho cuando estaba trabajando y que le rodeara con los brazos por detrás, pegando su suave rostro al suyo. Al anochecer, ella se acurrucaba delante de la televisión en compañía de los dos perros, con una taza de chocolate caliente en las manos y mordisqueando galletas mientras él leía en el saloncito verde que estaba situado junto al salón. De noche le rodeaba con las piernas y con los brazos hasta que él tenía tanto calor que se veía obligado a apartarla a un lado sin despertarla. Si ella se despertaba, David tenía que retomar su postura hasta que ella volvía a dormirse. Sofía necesitaba sentirse protegida y segura.

Hacía meses que Sofía no hablaba con Maggie ni con Antón. Daisy seguía en contacto con ella y había ido a verla un par de veces. Seguía trabajando en la peluquería y tenía a Sofía al día de todos los chismes. Daisy le había pedido que llamara a Maggie.

– Pensará que se te han subido los humos si no la llamas -le había dicho.

Maggie no pareció en absoluto sorprendida cuando Sofía le contó lo de David.

– ¿No te había dicho que te seduciría? -le dijo, y Sofía la oyó dar una profunda chupada a su cigarrillo. Encendía uno siempre que sabía que iba a estar hablando por teléfono el tiempo suficiente para fumárselo entero.

– Sí, es cierto -se rió Sofía.

– Viejo verde.

– No es ningún viejo, Maggie. Sólo tiene cuarenta y dos años.

– Entonces es sólo un sátiro, cariño -dijo Maggie soltando una risotada-. ¿Ya conoces a su ex?

– ¿A la infame Ariella? No, todavía no.

– Ya la conocerás. Las ex siempre aparecen para fastidiarlo todo -dijo, dando otra profunda chupada al cigarrillo.

– Me da igual. Soy muy feliz, Maggie. No creí que pudiera volver a enamorarme.

– Siempre volvemos a enamorarnos. Es mentira eso de que sólo hay un hombre para cada mujer. Yo he querido a varios, cariño, a varios, y todos han sido maravillosos.

– ¿Viv también? -preguntó Sofía con malicia, recordando al primo segundo de Tony.

– Él también. Era un hombre como Dios manda, tú ya me entiendes. Me tenía muy satisfecha, incluso cuando ya no nos soportábamos. Espero que David te tenga bien satisfecha -dijo.

– ¡Oh, Maggie!

– Eres demasiado inocente, cariño. En fin, supongo que eso es parte de tu encanto y sin duda una de las razones por la que él te quiere. No pierdas esa inocencia, cariño. No abunda hoy en día -dijo con brusquedad-. ¿Piensas aparecer por aquí? Antón gimotea como un perro.

– Muy pronto, te lo prometo. En este momento estoy muy ocupada.

– Sería maravilloso que pudieras venir antes de Navidad.

– Lo intentaré.

Sofía encendió el fuego de la chimenea de la salita verde. Cuando David y ella estaban solos en la casa, la salita verde era mucho más acogedora que el gran salón, que en realidad sólo parecía animarse cuando se llenaba de gente. David había telefoneado dos veces mientras ella estaba dando un paseo a caballo por las colinas, de manera que le llamó mientras con la otra mano daba de comer a los perros. Le echaba de menos. Llevaba fuera sólo un día y una noche, pero estaba tan acostumbrada a él que sin David la cama le parecía demasiado grande y fría.

El fuego crepitó alegremente en la chimenea. Puso un disco. A David le gustaba la música clásica, por lo que eligió uno de los de él. Así tendría la sensación de que estaba con ella en casa y llenaría el silencio con su música. Se estaba haciendo de noche. La luz de la tarde iba diluyéndose en la niebla invernal. Corrió las gruesas cortinas verdes y pensó en Ariella. Sin duda había sido ella quien había decorado la casa. Se apreciaba con claridad el gusto de una mujer. David no era la clase de hombre que se interesara por la decoración.

Sofía se preguntó qué aspecto tendría Ariella. David no le había hablado mucho de su ex mujer. Sólo le había dicho que tenía un gusto exquisito, un gran ojo para el arte y que le encantaba la música. Era inteligente y muy culta. Se habían conocido durante el último año de ambos en Oxford. A él nunca le había ido detrás una mujer. En su mundo eran los hombres los que llevaban la iniciativa. Pero Ariella no estaba acostumbrada a esperar a que la cortejaran. Era de las que salían a buscar lo que quería. David no se había sentido atraído por ella al principio. Le gustaba una chica de su clase de literatura. Pero Ariella insistió y por fin se acostaron. Ariella no era virgen. En lo que hacía referencia al sexo se comportaba más como un hombre, le había explicado David. Se casaron un año después y se divorciaron nueve años más tarde. De eso hacía siete años. Otra vida, había dicho David. No habían tenido hijos. Ariella no quería tener una familia y no había más que hablar.

Sofía no había hecho demasiadas preguntas. No le importaba demasiado, y David tampoco había insistido mucho por conocer detalles del pasado de Sofía. Pero al estar sola en la casa, de repente sentía la presencia de Ariella en los edredones y en el papel de las paredes. No había fotografías enmarcadas de ella, como habría cabido esperar, pero había que tener en cuenta que el divorcio no había sido una experiencia precisamente agradable. Al fin y al cabo, había sido ella quien había dejado a David, y no al contrario.

Sofía se encontró abriendo cajones y buscando entre los papeles de David fotografías de su pasado. En ningún momento pensó que a David fuera a importarle. Probablemente se las enseñaría él mismo si hubiera estado ahí con ella. Pero Sofía no quería pedírselo, no quería parecer demasiado interesada. No hay nada peor que una novia celosa, pensó. De todas formas, no estaba celosa, sólo sentía curiosidad.

Por fin encontró lo que parecía ser un álbum de fotos al fondo de uno de los cajones del estudio. Lo cogió. Era un volumen pesado, forrado en cuero y mordisqueado en una de las esquinas sin duda por un perro. Lo abrió por el medio para asegurarse de que era lo que buscaba. Cuando vio a un sonriente David que rodeaba con el brazo los hombros de una hermosa rubia, cerró el libro, se lo llevó al salón, se acomodó en el sofá con una bandeja de galletas y un vaso de leche fría y empezó a mirarlo por el principio. Sam y Quid se tumbaron en el suelo delante de la chimenea sin dejar de batir la cola de satisfacción y con un ojo en la bandeja de galletas.

En las primeras páginas aparecían David y Ariella en las colinas de Oxford durante un picnic. Ariella era muy bella, pensó Sofía a regañadientes. Tenía una melena abundante y casi blanca, la piel rosada y el rostro alargado y anguloso. Llevaba una gruesa capa de maquillaje que acentuaba los rasgos felinos de sus ojos verdes, y, en sus labios, sorprendentemente finos, se dibujaba una expresión taimada. Aunque era hermosa, si tomabas cada uno de sus rasgos por separado no había en ellos nada notable, simplemente combinaban muy bien juntos. Si destaca tanto en todas las fotos es por su pelo blanco, pensó Sofía, decidida a no admitir que pudiera tener belleza ni tampoco carisma.

Pasó las páginas del álbum, sonriendo al ver las fotos de David cuando era joven. En aquel entonces era muy delgado y un poco chabacano, antes de que, con el tiempo y la prosperidad, hubiera ganado algunos kilos. Además tenía una buena mata de pelo rubio que le caía sobre la frente. David aparecía en todas las fotos rodeado de gente, siempre riendo, haciendo el tonto, mientras que Ariella parecía siempre comedida, mirando tranquilamente a los demás, y sin embargo resplandecía de una forma muy especial; en cada una de las fotos el ojo del observador se veía atraído inmediatamente hacia ella.

Sofía buscó álbumes de la boda y de sus años de casados, pero no encontró ninguno. Aquél parecía ser el único libro que David conservaba. Se alegró de que estuviera cubierto de polvo y guardado al fondo de un cajón que a buen seguro David nunca abría.

Cuando, dos días más tarde, David volvió, Sofía corrió a recibirle con los perros, que saltaron sobre él, dejándole los pantalones llenos de barro. Sofía le besó por toda la cara hasta que él dejó la maleta en el suelo del vestíbulo y se la llevó escaleras arriba.

Sofía no tardó en olvidarse de Ariella mientras se dedicaba a llenar la casa de adornos de Navidad. David, que normalmente pasaba las Navidades con su familia, decidió que, por el momento, no era justo obligar a Sofía a lidiar con tantos desconocidos y la sorprendió con una propuesta del todo inesperada.

– Pasaremos las Navidades en París -anunció durante el desayuno. Sofía se quedó atónita.

– París no te pega nada -boqueó-. ¿Qué tramas?

– Quiero estar solo contigo en un lugar hermoso. Conozco un pequeño hotel a orillas del Sena -respondió él sin alterarse.

– Qué maravilla. Nunca he estado en París.

– En ese caso será un placer mostrarte la ciudad. Te llevaré de compras a los Campos Elíseos.

– ¿De compras?

– Bueno, no puedes pasarte la vida en vaqueros y camiseta, ¿no crees? -dijo, bebiéndose el café de un trago.

Sofía quedó prendada de París. David viajaba a lo grande. Volaron en primera clase, y un reluciente coche negro los recogió en el aeropuerto para llevarlos directamente al discreto hotel ubicado a orillas del río. Hacía frío. El sol brillaba en el pálido cielo invernal y una fina capa de nieve se derretía sobre el asfalto y las aceras. Las calles habían sido decoradas para la Navidad con luces y adornos, y Sofía pegó la nariz a la ventanilla para no perderse los puentes de piedra que cruzaban las aguas heladas del río.

Como había prometido, David la llevó de compras. Con su viejo abrigo de cachemira y su sombrero de fieltro Sofía lo encontró distinguido y apuesto. Entraba en una tienda, tomaba asiento y daba su opinión mientras Sofía iba probándose la ropa.

– Necesitas un abrigo -decía David-, pero ese es demasiado corto. Necesitas un vestido de noche -insistía-. Ese te sienta de maravilla.

Incluso llegó a llevarla a una lencería donde insistió para que Sofía reemplazara su ropa interior de algodón por prendas de encaje y de seda.

– Una mujer hermosa como tú debería cubrirse con prendas hermosas -decía. No permitió que ella cargara con ninguna bolsa sino que mandó que enviaran las compras al hotel esa misma noche.

– Debes de haberte gastado una fortuna, David -dijo Sofía durante el almuerzo-. No lo merezco.

– Te lo mereces todo y mucho más, cariño. Esto es sólo el principio -respondió, encantado de poder mimarla.

Cuando llegaron al hotel, Sofía no cabía en sí de contenta al ver todas las compras que habían hecho durante el día amontonadas en perfecto orden en el pequeño salón adjunto a la habitación. David la dejó abriendo los paquetes y bajó a la calle para echar un vistazo por los alrededores del hotel. Sofía sacó cada prenda del papel de seda en que estaban envueltas y las fue dejando sobre los sofás y sobre las sillas hasta que la habitación pareció una cara boutique. Entonces puso la radio y se quedó escuchando la sensual música francesa mientras se daba un baño de espuma caliente. Estaba feliz. Había sido tan feliz que durante unos meses no se había acordado de Santa Catalina ni de Santiaguito, y no pensaba hacerlo ahora. En ese momento el pasado dejó de perseguirla y le permitió disfrutar del presente en toda su plenitud.

Cuando David regresó, Sofía le esperaba impaciente junto a la puerta. Se había puesto el nuevo vestido rojo que él le había comprado. Lucía un generoso escote que dejaba a la vista una pequeña porción del sujetador de encaje. Desde el escote el vestido se le ceñía al cuerpo casi hasta el suelo, y el corte lateral de la falda revelaba una pierna perfectamente enfundada en la media. Los tacones la hacían parecer más alta, y llevaba el pelo limpio y suelto, que le caía ondulado sobre los hombros, suave y brillante. David se quedó atónito, y la admiración que reflejaba la expresión de su rostro hizo que a Sofía se le hiciera un nudo en el estómago de pura felicidad.

Después de cenar en un pequeño y elegante restaurante que daba a la encantadora Place des Vosges, David la ayudó a ponerse el abrigo nuevo y la llevó de la mano a la calle. Hacía frío. El cielo estaba plagado de estrellas diminutas que titilaban en la lejanía, y la luna era tan grande y tan clara que los cogió a ambos por sorpresa.

– Es Nochebuena -dijo David mientras cruzaban paseando la plaza.

– Eso creo. Desde que llegué a Inglaterra nunca he celebrado la Navidad -confesó Sofía sin asomo de tristeza.

– Bueno, pues esta noche la estás celebrando conmigo -dijo David, apretándole la mano-. La noche no puede ser más bella.

– Sí, una noche maravillosa. Santa Claus no tendrá ningún problema para moverse por la ciudad, ¿no te parece? -añadió Sofía echándose a reír. Pasearon alrededor de la helada fuente de piedra y se quedaron mirando la escultura que representaba una manada de gansos salvajes partiendo hacia la noche-. Parece como si alguien hubiera dado una palmada y los hubiera asustado -exclamó admirada-. Qué ingenioso, ¿verdad?

– Sofía -dijo David bajando la voz.

– Es increíble que los que están más arriba no se rompan. Parecen muy frágiles.

– Sofía -repitió David, impaciente.

– ¿Sí? -respondió Sofía sin quitar los ojos de la escultura.

– Mírame.

A Sofía le resultó tan raro oírle hablar así que se giró y le miró.

– ¿Qué pasa? -preguntó, pero pudo adivinar por la expresión de David que no pasaba nada. Él tomó sus manos enguantadas entre las suyas y la miró con ternura en los ojos.

– ¿Quieres casarte conmigo?

– ¿Casarme contigo? -repitió pasmada. Por un segundo vio la cara angustiada de Santi y oyó el débil sonido de su voz: «Huyamos lejos de aquí y casémonos. ¿Quieres casarte conmigo?» Pero la voz se extinguió y David estaba de pie junto a ella, observándola con desconfianza. Sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas y no sabía a ciencia cierta si eran lágrimas de tristeza o de felicidad.

»Sí, David, quiero casarme contigo -balbuceó. David espiró visiblemente aliviado y en su rostro se dibujó una amplia sonrisa. Sacó una cajita negra del bolsillo y la puso en las manos de ella. Sofía la abrió con cuidado. La cajita contenía un anillo de rubíes.

– El rojo es mi color favorito -susurró Sofía.

– Lo sé.

– Oh, David, es precioso. No sé qué decir.

– No digas nada. Póntelo.

Antes de intentar quitarse el guante, Sofía le devolvió el anillo para evitar que se le cayera y fuera a dar contra los relucientes adoquines. Acto seguido él tomó su pálida mano y le puso el anillo en el dedo antes de llevárselo a los labios y besarlo.

– Me has hecho el hombre más feliz del mundo, Sofía -dijo con lágrimas de emoción en los ojos.

– Y tú me has hecho completa, David. Nunca pensé que pudiera volver a amar a alguien. Pero te amo -dijo y le rodeó el cuello con los brazos-. Te amo.

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