Sábado, 8 de noviembre de 1997
Un coro de chingolos despertó a Sofía a mediodía. Por un instante tuvo la extraña sensación de que los últimos veinticuatro años no habían sido más que un largo sueño. Los olores de la pampa, del eucalipto y la humedad se le pegaron a la nariz mientras seguía en la cama, prolongando esa sensación hasta que pudo. Se vio transportada de regreso a la infancia y se dejó mecer en el placer de sus recuerdos. Había temido enfrentarse a su pasado por miedo a que, al abrir las puertas a la nostalgia, ésta terminara consumiéndola por entero. Pero ahora sus temores parecían totalmente infundados. Siguió allí tumbada como en trance y abrió la mente a las efímeras imágenes de los primeros capítulos de su vida. Las páginas pasaban tan rápido que era incapaz de concentrarse en ninguna de ellas. Al haberlas reprimido durante tanto tiempo se abalanzaban sobre ella. Dejó que tomaran vida una vez más. No quería levantarse. Su corazón anhelaba que el pasado se convirtiera en presente y que José estuviera esperándola en los establos con su yegua y su mazo.
Cuando abrió los ojos, lo primero que vio fue su maleta. Pero al instante percibió el olor de Santi en la piel, en los labios y en las manos, y se quedó tumbada, cubriéndose con ellas la cara para poder volver a aspirar lentamente su olor, saboreando cada uno de los momentos vividos con él la noche anterior. Ella había vuelto. Santi todavía la amaba. Pero María se estaba muriendo, y de pronto Sofía volvió a la realidad.
En la casa ya habían desayunado y a Sofía no se le había pasado por la cabeza que su padre la había estado esperando en la tenaza., deseando que se reuniera allí con él. Soledad se lo dijo más tarde. Pero Sofía sólo podía pensar en Santi. Le entristeció no haber visto a su padre, pero sólo durante un instante. Enseguida lo olvidó y caminó decidida a la casa de Chiquita. Pasó junto a Anna, que leía al sol bajo un enorme sombrero. Qué poco cambian los hábitos de la gente, pensó. Anna alzó la vista y le sonrió. Sofía le devolvió la sonrisa, un poco incómoda, y la saludó con la mano. Su madre sabía adónde iba, no había necesidad de darle ninguna explicación. No cabía duda de que había vuelto a casa.
Oyó las melodías de Strauss antes de llegar a la casa. La música le llenó el corazón de júbilo y casi empezó a dar saltos bajo aquel sol radiante. María estaba en la terraza cubierta por una manta y con la cabeza discretamente protegida por un sombrero floreado. Se dio cuenta de que sus mejillas parecían mostrar los primeros indicios de color y que los ojos le brillaban de felicidad. Tendió la mano a Sofía cuando ésta apareció por la esquina que llevaba a la terraza.
– Sofía -dijo, y le sonrió con ternura desde un rostro cálido y afectuoso.
– Tienes mucho mejor aspecto -respondió Sofía, encantada, antes de agacharse para darle un beso.
– Me encuentro mejor.
Al mirar su cara delgada pero radiante Sofía estuvo segura de que viviría. No podía creer que alguien tan bueno como María les fuera a ser arrebatada. Sobre todo justo en el momento en que había vuelto a descubrirla.
Chiquita iba de un lado a otro de la casa cuidando de las plantas mientras los hijos más pequeños de María jugaban en los columpios con sus primos.
– Los demás están en la pista de tenis y en la piscina -dijo María-. Ve con ellos si te apetece.
– ¿Te cansa tener a gente alrededor? -preguntó Sofía. No quería que María se viera obligada a hablar con ella.
– Un poco. No quiero que la gente se quede revoloteando a mí alrededor, esperando a que me muera -dijo soltando una risa triste y bajando la mirada.
– Ya sabes que a veces ocurren milagros. Tienes mucho mejor aspecto -se aventuró Sofía, que seguía negándose a perder la esperanza.
– Ojalá ocurriera un milagro. Sería una sorpresa maravillosa -suspiró-. Pero sí, me siento mejor. Ese hospital hace que te sientas como si ya estuvieras muerta.
– No hablemos de eso, María. Hablemos de los viejos tiempos -sugirió Sofía.
– No, quiero que tú me cuentes qué has estado haciendo durante los últimos veinticuatro años. Cerraré los ojos y me contarás una historia maravillosa.
Y Sofía se sentó en la silla junto a María y dejó que su prima dormitara mientras le hablaba de la vida que deberían haber disfrutado juntas.
Como todos los sábados, había asado. El aroma familiar a lomo asado y a chorizo flotaba en la brisa mientras Sofía veía cómo la familia al completo se reunía bajo los altísimos eucaliptos. María se había retirado a la casa con su enfermera, incapaz de comer con los demás. No habría podido soportar el ruido. Sofía había olvidado lo ruidosos que eran los asados.
No había cambiado nada, aunque los rostros conocidos habían envejecido y los nuevos le resultaban extraños. Clara pidió sentarse con su nueva tía. Cogió a Sofía de la mano y la condujo a las mesas llenas de platos repletos de comida. Parecía producirle un enorme placer decirle a su tía cómo se preparaba cada plato. Primero tenía que ir a la barbacoa y elegir una pieza de carne. Podía coger la pieza que quisiera, ofreció generosamente Clara. Sofía miró a aquella precoz criatura y por un momento echó terriblemente de menos a sus dos hijas. Clara notó su expresión de ternura y le sonrió con curiosidad antes de salir dando saltos a servirse su plato.
Si Sofía se hubiera permitido detenerse a pensar un poco más en la familia que había dejado en Londres, probablemente habría oído la voz de su conciencia, pero no había tiempo para eso y la voz pasó inadvertida. Santi apareció en compañía de Panchito, y durante todo el tiempo que estuvo hablando con ellos junto a la barbacoa Sofía fue consciente de cada uno de los gestos y movimientos de Santi. Apenas se daba cuenta de lo que decía. Las palabras tenían vida propia y ella las dejó actuar en consecuencia.
Santi y Sofía todavía podían comunicarse en secreto con los ojos sin que nadie se diera cuenta. Gestos que para los demás eran de lo más común tenían especial significado para ellos. Se encontró viviendo en un perpetuo estado de déjá vu. Ellos dos estaban reviviendo el pasado, mientras que la gente que los rodeaba habían cambiado y habían seguido adelante con sus vidas. Sofía se sentía igual, Santa Catalina tenía el mismo aspecto, olía igual y, sin embargo, no era la misma. Pero ella todavía no estaba preparada para enfrentarse a eso. Mientras se encontraba cerca de Santi todo parecía haber vuelto a la normalidad.
Clara estaba fascinada con ella. Pero, como a todos los niños, sólo le interesaba hablar de sí misma. Quería contárselo todo. Estaba tan desesperada por impresionarla, que llegó incluso a saltar de la mesa y recorrerla sobre las manos de un extremo al otro. Su madre se echó a reír y le dijo que reservara sus habilidades para después del almuerzo, cuando hubiera menos posibilidades de que lo que acababa de comer volviera a hacer su presencia en la mesa. Sofía admiró la calma con la que Jasmina trataba a su hija. Clara se rió y volvió a su sitio. Sofía no pudo resistirse a la tentación de contarle unas cuantas historias sobre su vida. No podía haber tenido mejor audiencia. Clara abría los ojos como platos de pura admiración. Jadeaba, encantada, sin terminar de creer que Sofía, una mujer adulta, pudiera haber sido alguna vez tan traviesa. Sin embargo, la distracción duró poco. La niña no tardó en volver a ser el centro de atención. Hablaba tan rápido que Sofía apenas podía entenderla.
La atención de Sofía no estaba exclusivamente reservada a Clara. Podía dejarla hablar, soltando las expresiones adecuadas en los momentos precisos, mientras atendía a otras conversaciones que tenían lugar a su alrededor. No perdía detalle de Claudia. Tensa y radiante, llevaba una camiseta azul marino y unos vaqueros. Sabía que tampoco Claudia le quitaba ojo. La pilló mirándola un par de veces, pero apartó la mirada inmediatamente, como si le diera vergüenza que la hubieran descubierto mirando.
El tema de conversación era María. Chiquita les decía cuánto había mejorado su aspecto y que no había nada como estar en casa para volver a sentirse viva. Su pequeño rostro reflejaba las esperanzas que parecía albergar, pero Sofía pudo percibir que, en realidad, tras sus ojos no quedaba ya esperanza alguna. Entonces todos empezaron a recordar el pasado. Sofía se sintió incómoda al tener que quedarse ahí sentada escuchando conversaciones sobre las que no sabía nada. Naturalmente, cuando Clara dejaba de prestarle atención, Sofía podía intervenir en las conversaciones y reírse con las historias de los demás. Pero su pasado nada tenía que ver con el de ellos y tuvo la extraña sensación de ser una intrusa. Por un lado sentía que había vuelto a encajar perfectamente en el lugar, pero por el otro se había perdido tantas cosas que en realidad no podía conectar con nadie excepto con Santi. Todos sus primos querían saber lo que había hecho en los últimos veinte años, pero su vida estaba tan alejada de ellos que unas pocas frases bastaban para satisfacer su curiosidad y, después de eso, tenían muy poco que decirse. Los únicos que no habían cambiado eran Santi y Sofía. Seguían con la misma dinámica de hacía veinticuatro años. Así que cuando él le propuso practicar un poco con el mazo y la pelota después del partido de polo, Sofía se sintió aliviada. Claudia no pudo hacer otra cosa que mirarlos con impotencia. Santi dijo que tampoco pensaba ir a misa, quería quedarse con su hermana. Pero Sofía conocía bien cuáles eran sus motivos. Notó que Chiquita fruncía levemente el ceño. Sofía supuso que también ella intuía cuáles eran esos motivos, o al menos los sospechaba. A diferencia de Rafael, Chiquita no había olvidado el pasado y conocía a su hijo mejor que nadie.
Sofía hizo caso omiso de la desconfianza impresa en los ojos de su tía y volvió al frescor de su cuarto a dormir la siesta. Desde su ventana podía ver a los niños mayores dirigirse a la piscina en bañador. Pero tenía demasiado calor y demasiado sueño por culpa del vino y de la humedad para acompañarlos. De repente se sintió vieja. Ser adulta en Santa Catalina era algo nueva para ella.
– Santiaguito juega muy bien, ¿verdad? -dijo Santi con orgullo mientras su hijo galopaba por el campo.
– Es como su padre -respondió Sofía.
– Te remonta al pasado, ¿verdad?
– Desde luego -respondió ella, y miró cómo se alejaba a medio galope, flexionando su bronceada espalda desnuda cuando levantaba el taco. Deseó volver a ser la niña que había sido y subirse otra vez a un poni, pero ya no tenía edad para eso. Se preguntaba si todavía se acordaría de cómo se jugaba.
Se sentó en la hierba con Chiquita y, para sorpresa suya, Anna se unió a ellas. Al principio el ambiente era un poco tenso, pero en cuanto Clara se les unió, terminaron concentrándose en sus ejercicios gimnásticos. Las tres se reían viendo a la niña dar saltos como un monito.
– ¿Sabes, Sofía?, así eras tú -dijo Chiquita al tiempo que Clara pasaba dando saltos junto a ellas.
– Sí, es cierto -asintió su madre-. Eras tan presumida que no sabía qué hacer contigo.
– ¿Tan insoportable era? -preguntó Sofía, contenta de que Anna se hubiera incorporado a la conversación.
Anna asintió con severidad, pero Sofía se dio cuenta de que estaba haciendo un enorme esfuerzo por resultar agradable.
– Eras una niña difícil -admitió.
A Sofía le costaba hablar con su madre. Había muchos temas que no podían tocar, de manera que se deslizaban alrededor de ellos como un par de patinadoras, temerosas de romper el hielo sobre el que se movían y caer al agua helada que había debajo, para encontrarse allí con los demonios a los que tendrían que enfrentarse. Sofía todavía seguía viendo a su madre como la persona que la había alejado de allí. Había sido ella quien la había apartado de todo lo suyo. La vida que podía haber tenido se hacía evidente a su alrededor. Jamás podría perdonarla, así que charlaban educadamente con la ayuda de Chiquita, que actuaba de árbitro, cambiando de tema cada vez que sentía que las dos mujeres estaban rascando la superficie y acercándose peligrosamente al agua.
– ¿Cómo son tus hijas, Sofía? -preguntó su madre.
– Oh, adorables, por supuesto. Muy inglesas. David es un padrazo y las mima muchísimo. Son sus princesitas. Según él nunca hacen nada malo.
– ¿Y según tú? -preguntó su madre.
– Bueno, pueden llegar a ser a la vez muy traviesas y encantadoras -dijo, sonriendo al recordar sus caras-. Honor es igual a mí cuando tenía su edad, realmente incontrolable; a India le encanta estar en casa con los caballos.
– Entonces ahora entenderás lo que tuve que aguantar -dijo Anna y sonrió a su hija.
– Sí. No hay una poción mágica con los niños, ¿verdad que no? Tienen su propia personalidad y es muy difícil controlarla.
– Desde luego -asintió Anna. De repente ambas mujeres se dieron cuenta de que, después de todos esos años, por fin tenían algo en común: las dos eran madres.
– No me estás mirando, abuelita -gimoteó Clara a su abuela antes de hacer otra voltereta. De nuevo cambiaron de tema y Sofía se alegró de no tener que seguir hablando de ella. No tenía ganas de hablar de Inglaterra, y pensar en David y en las niñas la hacía sentirse culpable.
Pasado un rato su madre se fue y Clara se sentó con la espalda apoyada en el pecho de su tía y se quedó dormida al sol. Sofía habló de María con Chiquita. Su tía intentaba hacerle preguntas sobre ella, pero la conversación volvía irremediablemente a María. Así lo quería Sofía. Hablaron de los viejos tiempos, y se alegró de que también fueran parte de su pasado.
Terminado el partido, un incansable Santi se acercó a ellas.
– Mamá, sé buena y préstame un rato a Sofía -dijo mirando a su prima desde el caballo con una ligera sonrisa-. Haré que te traigan un poni.
– Bueno, Santi -respondió Chiquita, levantándose. Iba a decir algo, pero se contuvo con una brusca inspiración-. No, nada -murmuró en respuesta a la mirada curiosa de Sofía-. Será mejor que vaya a ver qué tal sigue María. Los veré más tarde -concluyó. Y llevándose a una atontada Clara de la mano se alejó, perdiéndose entre los árboles.
Santi acompañó a Sofía hasta donde Javier esperaba con la Pura.
Sofía subió a la silla sin dificultad. Javier le dio un taco y, con un guiño, Santi salió a medio galope, golpeando la bola. Era fantástico volver a estar sobre la silla con el pelo al viento y sentir aquella sensación ya olvidada de lanzarse al galope por el campo detrás de la bola. Se reían como en los viejos tiempos mientras levantaban los tacos y se perseguían por el campo.
– ¡Es como montar en bicicleta! -gritó Sofía excitada al darse cuenta de que después de todo no había perdido la práctica.
– ¡Estás un poco oxidada, gorda! -se burló Santi, pasando a toda velocidad junto a ella.
– ¡Espera y verás, viejo!
– ¿Viejo yo? ¡Ahora verás, Chofi! -gritó, dando la vuelta y galopando hacia ella con actitud amenazadora. Sofía dio también la vuelta y salió a medio galope del campo hacia el ombú. Él sabía adónde le llevaba y le siguió el juego. El campo pasaba delante de sus ojos a gran velocidad mientras Sofía seguía galopando sobre las largas sombras del atardecer y la hierba mojada. El vasto cielo se había teñido de un nebuloso naranja y el sol se acercaba al horizonte, colgando del cielo como un melocotón enorme y radiante. Santi dio alcance a Sofía y avanzaron juntos, intercambiando sonrisas aunque mudos de felicidad.
Por fin, cuando se acercaron a las ramas del ombú, redujeron la marcha hasta seguir avanzando al paso. Dejaron a los ponis temblando de excitación y resoplando con fuerza en la sombra y desmontaron. Los grillos cantaban desde sus escondrijos y Sofía inspiró aquella esencia tan típicamente argentina que tanto amaba.
– ¿Te acuerdas de la historia que me contaste sobre el precioso presente? -preguntó Sofía a la vez que estiraba los músculos con evidente placer.
– Claro.
– Bueno, pues ahora estoy viviendo auténticamente el presente. Aquí, en este preciso instante.
– Yo también -dijo él en voz baja, acercándose a ella por detrás y rodeándola con sus brazos. Se quedaron mirando cómo el horizonte iba cambiando de color ante sus ojos.
– En este momento soy consciente de todo lo que me rodea. Los grillos, este cielo inmenso, la llanura, los olores. Ahora me doy cuenta de lo mucho que lo he echado de menos.
Él le besó la nuca, pegando su cara a la de ella.
– Recuerdo que, cuando volví de Estados Unidos, Argentina me pareció diferente -empezó él-. Quizá no, quizá siguiera igual, pero yo era consciente de todo. Veía las cosas con otros ojos.
– Ahora sé lo que querías decir.
– Me alegro de haberte enseñado algo -bromeó Santi, pero ninguno de los dos rió. En vez de eso se quedaron en silencio. A pesar de que en ese instante Sofía no quería pensar en ello, en el fondo sabía que en algún momento tendría que volver a irse.
Por fin, él le dio la vuelta. Al mirarle a los ojos, esos ojos verdes colmados de ternura, Sofía sintió que podía ver en el fondo de su alma y él en la suya. Sabía lo que Santi estaba pensando y entendió la profundidad de su amor. Parecía triste, presa de esa tristeza que a menudo da el amor, y ambos se dejaron llevar por la melancolía de sus emociones. Cuando Santi la besó, el contacto con él la absorbió de tal manera que Sofía tuvo que apoyarse contra el árbol para que no le fallaran las piernas. Su piel sabía a sudor, y como no pudo quitarse las botas, Santi le hizo el amor con ellas puestas. Así hacen el amor los amantes, o los adúlteros, pensó Sofía. Había algo de animal en su forma de hacer el amor. Quizá los momentos que pasaban juntos eran momentos robados y apresurados debido a que esta vez tenían más que perder. La inocencia de la juventud había sido sustituida por un hacer experto y preciso que a Sofía le parecía tremendamente excitante y, de algún modo, también trágico.
– Dios, me encantaría darme un baño -dijo Santi, subiéndose los pantalones.
– Qué idea tan fantástica. ¿Crees que habrá alguien en la piscina?
– Espero que no -dijo poniéndole la mano en la cara y volviendo a besarla-. Me siento de nuevo yo mismo, Chofi -añadió con una sonrisa.
El sol se había puesto cuando hubieron dejado los ponis en los establos y se dirigieron a la piscina. La humedad convertía el aire en azúcar y llevaba en sus húmedas partículas el olor a eucalipto y a jazmín. Ambos vieron aliviados que no había nadie en la piscina, que se extendía, silenciosa, delante de ellos. Se quitaron la ropa sin hacer ruido, conteniendo la risa cuando tuvieron que vérselas para quitarle las botas a Santi. Con suavidad, asegurándose de no hacer ruido, se metieron en el agua, uniendo sus cuerpos en la oscuridad del fondo.
– ¿Qué dirás cuando te pregunten dónde has estado? -preguntó Sofía minutos más tarde. Ninguno de los dos sabía la hora que era.
– Mamá sabrá exactamente dónde he estado. Diré la verdad, pero omitiré las partes ilegales -dijo él con una sonrisa.
– ¿Qué dirá Claudia? -se rió Sofía con malicia. Pero él meneó la cabeza, evidentemente preocupado.
– Odio engañarla así. Siempre ha sido muy buena conmigo.
Sofía se arrepintió de haberla mencionado.
– Ya lo sé. A mí tampoco me gusta engañar a David. No hablemos de eso. ¿Te acuerdas del precioso presente? -dijo entusiasmada, a pesar de que el momento había quedado estropeado. Nadaron un rato en silencio, luchando contra sus conciencias, antes de sentarse a secarse en las baldosas que rodeaban la piscina.
»C de culpa, ¿eh? -susurró Sofía, compadeciéndose de él.
– Sí -respondió él, rodeándola con el brazo y atrayéndola hacia él-. Pero ninguna A de arrepentimiento.
– ¿Ni una sola?
– No. ¿Vendrás mañana temprano?
– Claro, pero quiero pasar el mayor tiempo posible con María. Parece estar mucho mejor ahora que ha vuelto a casa.
– Sí, Chofi, pero…
– ¿Sí?
– Se muere -dijo con voz temblorosa.
– A veces ocurren…
– ¿Milagros? -no pudo seguir hablando. Esta vez fue Sofía quien lo atrajo hacia ella a la vez que él se desintegraba en un llanto profundo y descorazonador. Sofía no encontraba palabras con las que consolarle. No podía decirle lo que él esperaba oír, de manera que siguió abrazándole contra su pecho, dándole tiempo para que sacara su dolor.
– Santi, cariño, sácalo todo. Te sentirás mucho mejor -susurró, al tiempo que también ella lloraba en silencio, pero con un dominio de sí misma que le encogía la garganta. Sabía que si se abandonaba al llanto, no habría forma de consolarla; es más, sus lágrimas no serían sólo por María.