Capítulo 21

Ginebra, 1974

Sofía estaba sentada en el banco mirando el profundo y azul lago Léman. Tenía la vista perdida en algún punto de las lejanas montañas, y los ojos rojos y doloridos de tanto llorar. Hacía mucho frío, aunque el cielo era de un azul increíble. Llevaba el abrigo de piel de oveja de su primo y un gorro de lana, pero no podía dejar de tiritar. Dominique le había dicho que tenía que comer. ¿Qué iba a pensar Santi si ella volvía a Argentina hecha una pobre versión de la mujer de la que él se había despedido? Pero no tenía ganas de comer. Comería en cuanto él contestara a sus cartas.

Había llegado a Ginebra a principios de febrero. Era la primera vez que iba a Europa. De inmediato quedó anonadada ante las diferencias que existían entre su país y Suiza. Ginebra era meticulosamente limpia. Las calles estaban inmaculadas y tranquilas, los escaparates tenían relucientes marcos de bronce, y las tiendas estaban lujosamente decoradas y olían a perfume caro. Los coches relucían y eran modernos, y en las casas no había ni asomo de las heridas que la turbulenta historia había dejado en los edificios de Buenos Aires. Sin embargo, a pesar de todo aquel orden y brillo, Sofía echaba de menos la enloquecida exuberancia de su propia ciudad. En Ginebra los restaurantes cerraban a las once, mientras que en Buenos Aires despertaban a esa hora y continuaban llenos hasta bien entrada la madrugada. Añoraba la actividad, el ruido de los cafés, los artistas y las fiestas callejeras, el olor a diesel y a caramelo quemado y el ladrido de los perros y los gritos de los niños que eran parte del ambiente de las calles de Buenos Aires. Para ella, Ginebra era una ciudad silenciosa. Educada, cosmopolita y culta, pero silenciosa.

Sofía no conocía a Antoine, el primo de su padre, ni a Domini que, su mujer, aunque había oído a sus padres hablar de ellos. Antoine era primo segundo de su padre; lo sabía todo de él por las historias que su padre contaba sobre los «tiempos en Londres», cuando habían disfrutado juntos de la ciudad como dos perros en plena cacería, y Anna le había dicho que había vivido con la pareja en Kensington durante su noviazgo. Sofía creía recordar que a Anna no le gustaba demasiado Dominique; según sus palabras, era «un poco demasiado», aunque quién sabe lo que quería decir con eso. A Dominique nunca le había gustado Anna. Sabía reconocer a una oportunista a primera vista. Sin embargo, se encariñó con Sofía en cuanto la vio. Es clavada a Paco, pensó aliviada.

Para alivio de Sofía, Antoine y Dominique resultaron ser la pareja más maravillosa que había conocido. Antoine era un hombre corpulento y con gran sentido del humor, y hablaba inglés con un marcado acento francés. Al principio Sofía pensó que hablaba así para hacerla reír. Sin duda necesitaba reír cuando llegó. Pero no, su acento era genuino y Antoine disfrutaba viéndola reír.

Dominique rondaba los cuarenta. Tenía un cuerpo bien modelado, un rostro cándido y generoso, y unos grandes ojos azules que abría como platos cuando quería mostrar interés por algo. Llevaba la larga melena rubia (que, según ella misma se encargaba de anunciar, no era natural) recogida en una cola con pañuelos de lunares. Siempre con pañuelos de lunares. Dominique contó a Sofía que había conocido a Antoine gracias a un pañuelo de lunares que él le había entregado mientras hacían cola en la Ópera de París. Antoine la había visto secarse las lágrimas con la manga de su vestido de seda. Desde ese momento, ella siempre llevaba un pañuelo de lunares en recuerdo de aquel día tan importante.

Dominique hablaba en voz alta y era muy llamativa, no sólo por la forma cómo se reía, ya que sonaba como un pájaro exótico, sino también por la forma cómo vestía. Siempre llevaba pantalones anchos de brillantes colores y faldas largas que compraba en una tienda exótica llamada Arabesque, situada en la calle Motcomb de Londres.

Llevaba un anillo en todos los dedos de la mano. «Una buena arma en caso de necesidad -había dicho, antes de hablarle a Sofía de la vez en que había reventado la dentadura postiza de un asqueroso exhibicionista en la estación de metro de Knightsbridge-. Si hubiera estado bien dotado, le habría dado la mano -bromeó-. Londres es un lugar extraño, el único sitio donde me he encontrado con un exhibicionista o me he sentido amenazada. Y siempre en el metro -añadió con ironía-. Me acuerdo de un hombre, otro hombrecillo asqueroso, que apenas me llegaba al ombligo. Me miró con sus ojillos lívidos y me dijo "Voy a follarte". Así que bajé la mirada para poder verle y le dije muy seria que si lo hacía y yo me daba cuenta, iba a enfadarme muchísimo. Se quedó tan sorprendido que salió corriendo del metro en la siguiente estación como un gato escaldado.» A Dominique le encantaba ser tremenda.

Sofía estaba deslumbrada por el color violeta y azul brillante de la sombra de ojos que Dominique utilizaba para resaltar el color de sus ojos.

– ¿Qué sentido tiene usar colores naturales? -había dicho entre risas cuando Sofía le había preguntado por qué escogía colores tan vivos. Fumaba usando una larga boquilla negra como la princesa Margarita, y se pintaba las uñas de rojo intenso. Era una mujer segura de sí misma, testaruda y descarada. Sofía entendía perfectamente por qué a su madre le desagradaba, puesto que eran ésas las cualidades que Sofía admiró de inmediato. Sofía y Anna casi nunca habían estado de acuerdo en nada.

Antoine y Dominique vivían en pleno lujo y opulencia en una enorme casa blanca con vistas al lago, ubicada en el Quai de Cologny. Antoine se dedicaba a las finanzas, y su mujer escribía libros.

– Mucho sexo y asesinatos -respondió con una sonrisa cuando Sofía le preguntó sobre qué escribía. Le había regalado uno para animarla. Se titulaba «El sospechoso desnudo», y era terriblemente malo; hasta Sofía, que no era precisamente una experta en literatura, podía darse cuenta. Pero se vendía bien y Dominique siempre estaba yendo de acá para allá firmando ejemplares y concediendo entrevistas. La pareja tenía dos hijos adolescentes: Delphine y Louis.

Sofía había confiado en Dominique desde el momento en que se había mostrado comprensiva con su situación.

– ¿Sabes, querida?, hace años tuve una apasionada aventura con un italiano. Le amaba con locura, pero mis padres dijeron que no era lo suficientemente bueno para mí. Tenía una pequeña peletería en Florencia. En aquel tiempo yo vivía en París. Mis padres me habían enviado a Florencia a estudiar arte, no hombres, aunque si he de serte sincera, chérie, aprendí más sobre Italia con Giovanni que lo que habría podido aprender yendo a clase -soltó una carcajada, una risotada profunda y contagiosa-. Ahora no me acuerdo de su apellido. Ha pasado mucho tiempo. Lo que quiero decir, chérie, es que sé cómo te sientes. Estuve llorando un mes entero.

Sofía llevaba llorando más de un mes. Se había tumbado sobre el edredón blanco de damasco de Dominique una tarde de lluvia y se lo había contado todo, desde el momento en que Santi había vuelto a casa aquel verano hasta el instante en que se había despedido de ella con un beso bajo el ombú. Se había perdido en sus propios recuerdos, y Dominique se había sentado con la espalda apoyada en los almohadones sin parar de fumar, escuchando comprensiva cada una de sus palabras. Sofía no había omitido detalle al describir cómo hacían el amor sin sonrojarse. Había leído las novelas de Dominique, de manera que sabía que había muy pocas cosas que pudieran impactarla.

Dominique había apoyado a Sofía desde el principio. No entendía por qué Anna y Paco no habían dejado que la pareja se casara y tuvieran el niño. Si hubiera estado en el lugar de Anna, no se habría interpuesto. Tiene que haber algo más, pensó, echándole la culpa a Anna.

– Qué poco propio de Paco -había dicho Antoine cuando Dominique le contó la historia de Sofía.

Luego hablaron del bebé. Sofía estaba decidida a tenerlo.

– Le he hablado de él a Santi en mi carta. Será un padre adorable. Lo llevaré conmigo de vuelta a Argentina. Entonces ya no estará bajo su control. Seremos una familia y no habrá más que hablar.

Dominique estaba de acuerdo con ella. Naturalmente, no debía abortar. Valiente barbaridad. Ella ayudaría a Sofía a tener el bebé, estaría orgullosa de hacerlo. Sería su secreto hasta que Sofía decidiera que había llegado el momento de decírselo a su familia.

– Puedes quedarte el tiempo que quieras -le había dicho-. Te querré como si fueras mi propia hija.

Al principio todo había sido muy excitante. Sofía había escrito a Santi en cuanto había llegado y Dominique había escrito el sobre con su letra con gran entusiasmo. Luego se la había llevado de compras a la rue de Rive y le había comprado la última moda europea.

– Póntela mientras puedas. No creo que te quepan por mucho tiempo -dijo echándose a reír.

Habían pasado los fines de semana esquiando en Verbier, donde Antoine tenía un hermoso chalet de madera en las montañas con vistas al valle. Louis y Delphine se llevaban a sus amigos y la casa se llenaba de risas y de juegos frente a las llamas de la enorme chimenea. Habían enviado la carta desde la frontera, asegurándose con ello de que nadie fuera a sospechar de un matasellos francés. Sofía echaba de menos a Santi, pero imaginaba que en cuanto él recibiera su carta le escribiría de inmediato. Calcularon el tiempo que podría tardar en llegar la carta de él. Sofía esperó ansiosa. Cuando las dos semanas que habían calculado se convirtieron en un mes, y luego en dos, empezó a desanimarse hasta que fue incapaz de comer y de dormir y se puso pálida y empezó a tener aspecto de cansada.

Sofía había ocupado su tiempo con los diversos cursos en los que Dominique la había inscrito. Cursos de francés, de arte, de música, de pintura.

– Tenemos que mantenerte ocupada para que no te venza la añoranza y para que no pienses demasiado en Santi -había dicho.

Sofía había dejado que los cursos la absorbieran porque encontraba en ellos cierto alivio espiritual. La música que tocaba en el piano de Dominique era de una tristeza sobrecogedora. Los cuadros que pintaba eran oscuros y melancólicos, y no lograba contener las lágrimas ante la belleza etérea de los cuadros del Renacimiento italiano. Mientras esperaba la carta de Santi o su llegada, puesto que estaba segura de que él aparecería por sorpresa en cualquier momento, utilizaba el arte como forma de expresar su dolor y su desesperanza. Había vuelto a escribir otra carta, y otra, por si él no había recibido la primera, pero seguía sin tener noticias de su primo. Nada.

Miró al lago y se preguntó si Santi se habría horrorizado al saber de su embarazo. Quizá no quisiera saber nada del asunto. Quizá había pensado que lo mejor para todos era olvidarse de ella y seguir adelante con su vida. ¿Y María? ¿También ella la había olvidado? Sofía había intentado escribirle. De hecho, había empezado un par de cartas, pero había terminado arrugando el papel y tirándolo al fuego. Estaba demasiado avergonzada. No sabía qué decir. Miró a su alrededor, a las flores pequeñas y frágiles que asomaban por la nieve casi deshecha. Se acercaba la primavera y llevaba un niño dentro. Debería estar feliz. Pero echaba de menos Santa Catalina, los calurosos días de verano y las húmedas siestas en la buhardilla donde nadie había podido descubrirlos.

Cuando volvía a la casa, vio a Dominique haciéndole señas desde el balcón con un sobre azul en la mano. Sofía echó a correr hacia ella. Su depresión se desvaneció en cuestión de segundos. De pronto, el aire puro le llenó los pulmones y saboreó los primeros indicios de la primavera. Dominique sonreía encantada. Sus dientes blancos resplandecían contra sus labios morados.

– He estado a punto de abrirla. ¡Date prisa! ¿Qué dice? -dijo impaciente. Por fin el joven había escrito. Sofía volvería a sonreír.

Sofía cogió la carta y miró la letra del sobre.

– ¡Oh! -gimió desilusionada-. Es de María, aunque quizá haya escrito en su lugar si a él le han prohibido escribirme.

Abrió el sobre. Escudriñó las líneas, que estaban escritas con una letra clara y florida.

– ¡Oh, no! -gimió de nuevo, echándose a llorar.

– ¿Qué pasa, chérie? ¿Qué dice? -preguntó Dominique alarmada. Sofía se dejó caer sobre el sofá mientras Dominique leía la carta.

– ¿Quién es Máxima Marguiles? -preguntó enojada.

– No lo sé -sollozó Sofía con el corazón destrozado-. María dice que Santi está saliendo con Máxima Marguiles. ¿Cómo es posible? ¿Tan rápido?

– ¿Te fías de tu prima?

– Claro que me fío de ella. Era mi mejor amiga… después de Santi.

– Puede que esté saliendo con alguna chica para que su familia crea que ya te ha olvidado. Puede que esté fingiendo.

Sofía levantó la cabeza.

– ¿Tú crees?

– Es un chico listo, ¿no?

– Sí, y yo salí con Roberto Lobito por la misma razón -dijo, animándose.

– ¿Roberto Lobito?

– Esa es otra historia -respondió, desestimando la cuestión con un ademán. No tenía la menor intención de dejar de hablar de Santi.

– ¿Le contaste a María lo tuyo con Santi? -preguntó Dominique. Sofía sintió que la culpa le encogía el estómago. Debería habérselo dicho a María.

– No. Era nuestro secreto. No se lo dije a nadie. No podía. Siempre se lo había contado todo a María, pero esta vez… no, no pude.

– Entonces no crees que María lo sepa -dijo Dominique con firmeza.

– No lo sé -respondió Sofía mordiéndose las uñas de nervios-. No, no puede saberlo, porque si así fuera no habría querido hacerme daño diciéndome lo de Máxima. Además, habría mencionado lo mío con Santi en la carta. Era mi mejor amiga. Supongo que no sabe nada.

– Bien. Entonces no es probable que Santi haya confiado en ella, ¿verdad?

– No, tienes razón.

– De acuerdo. Yo que tú esperaría a recibir una carta de Santi.

Así que Sofía esperó. Los días se alargaron con la llegada del verano hasta que el sol hubo deshecho toda la nieve y los granjeros sacaron a las vacas de los establos para que se alimentaran libremente de las flores de la montaña y de las altas briznas de hierba. En mayo Sofía estaba de cinco meses. Se le notaba la barriga pero, por lo demás, estaba delgada y demacrada. El médico de Dominique le dijo que si no comía, terminaría por dañar al bebé. Así que se obligó a comer de forma saludable y a beber grandes cantidades de agua fresca y de jugos de frutas. Dominique no dejaba de preocuparse por ella, rezando para que Santi escribiera. ¡Maldito chico! Pero no llegó ninguna carta. Sofía todavía seguía esperando cuando ya hacía tiempo que Dominique había perdido toda esperanza. Se sentaba durante horas en el banco que daba al lago viendo al invierno dar paso a la primavera, a la primavera abrir sus brazos al verano y, finalmente, al verano ser barrido por el viento del otoño. Sintió que algo en ella había muerto: la esperanza.

Más adelante, cuando se serenó un poco y fue capaz de ver las cosas con más objetividad, se le ocurrió que, si María estaba al corriente de su dirección, a buen seguro Santi también lo estaría. Se dio cuenta de que él podía haberle escrito sin ningún problema, pero no lo había hecho. La había traicionado, fuera cual fuera la razón que le había llevado a ello. Había decidido conscientemente no comunicarse con ella. Sofía intentó consolarse pensando que quizá Santi, ese Santi desesperadamente enamorado al que había tenido en sus brazos, no había tenido otra opción que intentar olvidarla.

El 2 de octubre de 1974 Sofía dio a luz a un niño perfectamente sano. Se echó a llorar cuando se lo llevó al pecho y vio cómo mamaba. Tenía el pelo oscuro como el de su madre y los ojos azules. Dominique dijo que todos los bebés tenían los ojos azules.

– En ese caso los suyos serán verdes como los de su padre -dijo Sofía.

– O castaños como los de su madre -añadió Dominique.

Había sido un parto difícil. Sofía había chillado a medida que el dolor había ido traspasándole la matriz. Se agarró a la mano de Dominique hasta dejarla sin sangre y no dejó de llamar a gritos a Santi. En esos intensos instantes en que el esfuerzo y el dolor dan paso al alivio y a la alegría final, Sofía había sentido que el corazón se le vaciaba con la matriz. Santi ya no la amaba y la pérdida de su amor se cernió sobre su alma. Sentía que no sólo había perdido a su amante, sino al único amigo que tenía en el mundo. Volvió a caer en la desesperación.

La felicidad que sintió al tener por primera vez a su bebé en los brazos llenó momentáneamente el vacío dejado por Santi. Acarició la mejilla enrojecida del pequeño, pasó los dedos por su cabello de ángel y aspiró su cálida fragancia. Mientras él mamaba, ella jugaba con su manita, que se agarraba a la suya y se negaba a soltarla, incluso cuando se dormía. La necesitaba. A Sofía le encantaba ver cómo llenaba su pequeño estómago con su propia leche, esa leche que lo mantendría con vida y le haría crecer. Cuando él mamaba, ella tenía una extraña sensación en la barriga que la entusiasmaba. Cuando el bebé lloraba, ella sentía su llanto en el plexo solar incluso antes de haberlo oído. Le llamaría Santiaguito, porque si su padre hubiera estado allí así lo habría querido. El pequeño Santiago.

Tras la alegría inicial provocada por la llegada del bebé, una vez más el ánimo de Sofía se ensombreció y el futuro parecía no anunciar nada que pudiera animarla. Fue entonces cuando sufrió una crisis de confianza. Se vio aplastada por un pánico helado que parecía dejarle los pulmones sin aire y que le impedía respirar. No se veía capaz de cuidar de su pequeño por sí misma. No sin Santi, no sin Soledad. Cuando abría la boca para gritar, de ella no salía ni un solo sonido. Sólo un silencioso y largo sollozo. Estaba sola en el mundo y no sabía cómo salir adelante.

Sofía pensaba a menudo en María. Deseaba más que nada en el mundo poder compartir su dolor con su amiga, pero no sabía cómo. Se sentía culpable. Si María llegaba a enterarse, algo que para entonces Sofía intuía que ya había ocurrido, se sentiría traicionada. Estuvo del todo segura cuando dejaron de llegar sus cartas. Sofía se sintió totalmente apartada de todo lo que hasta el momento había sido su vida. Por mucho que intentaba que le gustara Ginebra, no representaba para ella más que dolor. Siempre que miraba por la ventana de la habitación del hospital y veía aquellas resplandecientes montañas en la distancia, pensaba en lo que había perdido. Había perdido el amor de Santi y de María. Había perdido el hogar que tanto amaba y todo lo que había formado parte de su vida, todo lo que la había hecho sentirse querida y a salvo. Se sentía abandonada y sola. No sabía cómo seguir adelante. Fuera donde fuera, por muy lejos que huyera, no podía escapar de sí misma y de la profunda sensación de aflicción que la embargaba.


♦ ♦ ♦

Después de una semana en el hospital, Sofía volvió con su bebé a la casa del Quai de Cologny. Había tenido mucho tiempo para pensar mientras había estado en la cama del hospital. No era fácil asumirlo, pero estaba claro que Santi no los quería. No podía volver a Argentina, y desde luego no pensaba ir a Laussane como sus padres habían planeado. Al principio, en marzo, le habían escrito, intentando darle una explicación. Su padre le había escrito con más frecuencia, pero Sofía nunca les había contestado, por lo que sus cartas habían dejado de llegar. Suponía que ellos pensaban que las cosas volverían a la normalidad una vez que ella volviera a casa. Pero no pensaba volver.

Explicó a Dominique que no podía soportar la idea de volver a Argentina si no podía tener a Santi, y Ginebra le parecía una ciudad demasiado tranquila para construir allí su futuro. Había decidido establecer sus raíces en Londres.

– ¿Por qué Londres? -preguntó Dominique, profundamente decepcionada al saber que Sofía y el pequeño Santiaguito iban a abandonarla-. Sabes que puedes quedarte aquí con nosotros. No tienes por qué irte.

– Lo sé, pero necesito alejarme de todo lo que me recuerde a Santi. Me encanta estar aquí contigo. Antoine y tú son ahora mi única familia. Pero tienes que entender que quiera empezar de nuevo.

Sofía suspiró y bajó la mirada. Dominique vio que la niña que tenía delante se había convertido en una mujer desde el momento en que había sido madre. Sin embargo, su rostro no resplandecía con esa luz postparto tan propia de las jóvenes madres. Parecía triste y extrañamente evasiva.

– Mamá y papá se conocieron en Londres -continuó-. Hablo el idioma y tengo pasaporte británico gracias a mi abuelo, que era irlandés. Además, Londres es el último sitio donde me buscarían. Lo intentarían primero en Ginebra o en París; o en España, naturalmente. No, estoy decidida. Me voy a Londres.

A Sofía siempre le había fascinado Londres. Había estudiado en el colegio inglés de San Andrés en Buenos Aires, donde había aprendido todo sobre los reyes y reinas ingleses, sobre cómo habían terminado sus días en la horca o en la guillotina, la pompa y la ceremonia que eran parte inherente de la monarquía. Su padre le había prometido que algún día la llevaría a Inglaterra. Ahora iría sola.

Chérie, ¿qué vas a hacer en Londres con un bebé? No puedes criarlo tú sola.

– No voy a llevarlo conmigo -respondió con la mirada fija en la alfombra persa que tenía debajo de los pies. Dominique fue incapaz de esconder su sorpresa. Se le salieron los ojos de las órbitas y se quedó mirando la cara pálida de Sofía presa del horror.

– ¿Qué vas a hacer con él? ¿Lo vas a dejar aquí con nosotros? -tartamudeó enfadada, convencida de que Sofía debía de estar bajo los efectos de algún tipo de depresión postparto.

– No, no, Dominique -respondió Sofía sin disimular su tristeza-. Quiero darlo en adopción a alguna familia buena y cariñosa que cuide de él como si fuera hijo suyo. Quizás alguna familia que haga tiempo que desea un hijo… Por favor, Dominique, ayúdame a encontrarla -imploró, aunque por su expresión se la veía totalmente decidida.

A Sofía se le habían agotado las lágrimas. Se le había secado el corazón. Antoine y Dominique se sentaron con ella para intentar que cambiara de opinión. Fuera llovía a cántaros, y la lluvia parecía ser el mero reflejo de su propia infelicidad. Santiaguito dormía tranquilamente en su cuna, envuelto en un viejo chal de Louis. Sofía les explicó que no podía seguir al lado de su hijo porque éste le recordaba a Santi y su traición. Era demasiado joven. No sabía cómo enfrentarse a la situación. El futuro se cernía sobre ella como un agujero negro en el que iba girando sin control. No quería a su bebé.

Antoine se puso muy seria y le dijo que estaba hablando de un ser humano. Era responsable de él. No era un simple juguete que pudiera regalar a su antojo. Luego, más calmada, le dijo que terminaría olvidándose de Santi, que su hijo desarrollaría su propia personalidad y que al hacerlo dejaría de recordarle a su padre. Pero Sofía no la escuchaba. Si se iba ahora no le dolería tanto separarse de su hijo; no era más que un bebé. Si se quedaba más tiempo, nunca sería capaz de deshacerse de él y tenía que hacerlo. Era demasiado joven para cuidar de él, y no podía dejar que formara parte de la nueva vida que estaba a punto de empezar. Estaba totalmente decidida.

Dominique y Antoine pasaron muchas horas hablando de lo que Sofía debería hacer mientras ella paseaba a Santiguito en el cochecito por la orilla del lago. Ninguno de los dos quería dar el bebé en adopción; sabían que Sofía lo lamentaría el resto de su vida. Pero Sofía era joven y no era capaz de pensar a tan largo plazo. Con su inexperiencia, ¿cómo podría haber sabido que esos nueve meses de embarazo y las pocas semanas de vida junto al pequeño lo atarían a ella formando una unión indestructible?

Con la esperanza de que con la ayuda de un médico Sofía recuperaría el juicio, Dominique y Antoine la enviaron a un psiquiatra. Sofía fue a verle sólo para complacerles, pero dejó bien claro que no pensaba cambiar de opinión. El doctor Baudron, psiquiatra, un hombrecillo de pelo cano peinado hacia atrás y con un pecho que le hacía parecerse a una paloma gorda y feliz, habló con ella durante horas, obligándola a analizar minuciosamente su último año de vida. Ella se lo contó todo sin inmutarse, como si estuviera sentada en una de las esquinas del techo y se estuviera viendo mientras recordaba los momentos que la habían llevado hasta aquella consulta, con la voz de otra persona. Después de interminables e inútiles conversaciones, el doctor Baudron dijo a Dominique que o bien Sofía estaba en estado de trauma, o era el ser humano más controlado que había conocido en su vida. Le habría gustado tratarla durante más tiempo, pero su paciente se había negado en redondo a volver a verle. Sofía seguía a bordo de su propio barco, sin dejarse intimidar por la espera, navegando con destino a Londres.

Una vez que Sofía convenció a sus primos de que no iba a cambiar de opinión, hubo que firmar algunos papeles y ver a gente para dar legalmente a su hijo en adopción. Dominique estaba destrozada. Intentó decirle a Sofía que iba a arrepentirse de su decisión, quizá no entonces, pero sí más adelante. Dominique nunca había conocido a nadie tan testarudo como ella y durante un segundo comprendió a Anna. Cuando no se salía con la suya, Sofía no era el angelito que parecía ser. Tenía unos prontos terribles: se enfurruñaba y a continuación se cruzaba de brazos, ocultando el rostro tras una máscara carente de toda expresión que no había forma de traspasar. No sólo era testaruda, sino también orgullosa. Dominique rezaba para que Sofía cogiera a su hijo y volviera a Argentina. Después del impacto inicial y del escándalo la tormenta se calmaría y ambos volverían a ser aceptados. Pero Sofía no quería volver. Nunca.

Mientras esperaba a que el proceso de adopción se completara, con el paso de los días la realidad de abandonar a su hijo se hizo cada vez más intensa. Ahora que sabía que se iba, atesoraba cada momento que pasaba con Santiaguito. Apenas podía mirarle sin echarse a llorar. Sabía que nunca llegaría a verle hecho un hombre y que no podría influir en modo alguno en la formación de su carácter ni en su destino. Se preguntaba qué aspecto tendría de niño. Estrechaba a su bebé contra su pecho y le hablaba durante horas, como si por algún milagro el niño pudiera llegar a recordar el sonido de su voz o el aroma de su piel. Sin embargo, a pesar del dolor que le producía dejarle, sabía que estaba haciendo lo correcto para ambos.

Dominique y Antoine le dieron a regañadientes algo de dinero para ayudarla a empezar en Londres. Dominique le sugirió que se alojara en un hotel las primeras noches antes de alquilar un piso. La pareja la llevó al aeropuerto para despedirse de ella.

– ¿Qué debo decirle a Paco? -preguntó Antoine con brusquedad, intentando ocultar sus emociones. Se había encariñado muchísimo con Sofía, pero no podía evitar estar resentido por la frialdad de su prima. No podía entender cómo había sido capaz de desprenderse de su hijo. Delphine y Louis eran lo mejor que les había pasado.

– No lo sé. Diles que he decidido empezar una nueva vida, pero no les digas dónde.

– En algún momento volverás a casa, ¿verdad, Sofía? -preguntó Dominique, meneando con tristeza la cabeza. Sofía vio los largos pendientes de motivos étnicos balancearse alrededor del cuello de su prima. Iba a echar mucho de menos a Antoine y Dominique. Tragó con dificultad para no perder la compostura.

– Ya no me queda nada en Argentina. Mamá y papá me echaron de allí como si ya no significara nada para ellos -dijo con voz temblorosa.

– Ya hemos hablado de esto, Sofía. Tienes que perdonarlos, o el rencor podrá contigo y no te traerá más que infelicidad.

– No me importa -respondió.

Dominique dio un profundo suspiro y abrazó a su prima, que se había convertido en una hija para ella, a pesar de que una hija suya jamás habría sido tan tozuda.

– Si necesitas algo, lo que sea, llama. O vuelve. Estamos aquí para lo que quieras, chérie. Te echaremos de menos, Sofía -dijo, y la abrazó con fuerza, dejando que las lágrimas le mancharan el maquillaje.

– Gracias. Gracias a los dos -sollozó Sofía-. Oh, Dios, no quería llorar. Soy una maldita llorona. ¿Qué me pasa? -Se enjugó las lágrimas con la mano. Prometió no perder el contacto con ellos y llamarles si necesitaba algo.

Cuando cogió en brazos al pequeño Santiaguito por última vez, acercó su suave cabecita a los labios y aspiró su cálido olor a bebé. Le costaba tanto separarse de él que estuvo a punto de cambiar de parecer. Pero no podía quedarse en Ginebra. La ciudad le recordaría en todo momento su desgracia. Tenía que empezar desde cero. Se agachó y se quedó mirando la carita de su hijo unos instantes a la vez que sacaba una foto mental que llevarse consigo y que pudiera recordar para siempre. Él le devolvió la mirada, clavando con curiosidad sus brillantes ojos azules en los de su madre. Sofía sabía que nunca se acordaría de ella y que probablemente ni siquiera podía verla con claridad. Ella desaparecería de su vida y él jamás sería consciente de haberla conocido. Se levantó y en silencio se animó a seguir adelante. Después de acariciar con el dedo la sien de Santiaguito, se dio la vuelta, cogió la maleta y desapareció por el control de pasaportes.

Ya en el otro lado tuvo que tragar con fuerza, mantener la cabeza alta y dejar de llorar. Estaba empezando de nuevo, una nueva vida. Como solía decir el abuelo O'Dwyer: «La vida es demasiado corta para lamentaciones». La vida es lo que tú haces de ella, Sofía Melody. Depende de cómo la mires. Un vaso puede estar medio lleno o medio vacío. Todo es cuestión de actitud. Una actitud mental positiva.

Загрузка...