. La última noche en Londres había sido de lo más inquietante. Emer y la tía Dorothy habían esperado sentadas en camisón hasta que Anna había vuelto a medianoche, sana y salva. Ésta, atrapada en la mentira que había inventado sobre el hotel en el que se hospedaba, había tenido que coger otro taxi al hotel Brown's para que Paco pudiera reunirse allí con ella, tal como habían acordado. La había llevado a cenar a un pequeño restaurante con vistas al Támesis, por donde más tarde pasearon y conversaron bajo las trémulas estrellas que brillaban sobre sus cabezas.
A Paco le entristecía que ella tuviera que volver a Irlanda y no conseguía entender por qué. Había albergado la esperanza de que se quedara en Londres. Temeroso de que desapareciera entre las nieblas celtas para siempre, se había asegurado de anotar la dirección y el teléfono de Anna y le había dicho que la llamaría todos los días hasta que volviera. Había querido ir con ella de regreso al hotel Brown's, pero Anna había insistido en que la acompañara a coger un taxi, con la excusa de que el vestíbulo del hotel era un lugar poco dado al romance.
– Quiero que me beses al pie de una farola bajo la llovizna. No quiero recordarte besándome en un vestíbulo público -le había dicho, y él le había creído. Su beso había sido largo y lleno de sentimiento. Cuando Anna volvió al hotel De Vere en South Kensington, el corazón le quemaba, ardiente, en el pecho y en su boca todavía temblaba el recuerdo de aquel último beso. Como estaba demasiado nerviosa para poder dormir, se quedó estirada con los ojos fijos en la oscuridad, volviendo a recordar los besos de Paco una y otra vez hasta que sus pensamientos se convirtieron en sueños y se quedó profundamente dormida.
Anna era como una muñeca mecánica. No dejaba de dar vueltas por la suite en un estado de maníaca excitación. No parecía acordarse demasiado de Sean O'Mara. Todos sus pensamientos estaban dedicados en exclusiva al guapo Paco Solanas, y por mucho que la tía Dorothy intentara hacerle ver la gravedad de su situación, ella parecía no querer saber.
– Siéntate un momento, Anna Melody. Me estás mareando -resolló la tía Dorothy, palideciendo.
– Es que soy tan feliz que me pondría a bailar -replicó Anna, empezando a bailar un vals imaginario-. Paco es tan romántico; es como una estrella de Hollywood. -Suspiró y siguió dando vueltas sobre el suelo alfombrado.
– Tienes que pensar muy en serio en todo esto. El matrimonio no es sólo pasión -dijo su madre, midiendo sus palabras-. Este joven vive en un país lejano. Puede que no vuelvas a ver Irlanda.
– Me da igual Glengariff. El mundo se está abriendo para mí, mamá. ¿Qué hay para mí en Glengariff? -Su madre pareció dolida y reprimió un sollozo. No podía permitir que sus sentimientos influyeran en la decisión de su hija, aunque tenía enormes deseos de tirarse a sus pies y rogarle que se quedara. No se creía capaz de vivir sin ella.
– Tu familia, eso es lo que tienes en Glengariff-intervino la tía Dorothy enfadada-. Una familia que te adora. No la menosprecies, niña. La vida no es sólo riquezas. Aprenderás eso de la forma más dolorosa.
– Cálmate, tía Dorothy. Amo a Paco. No me importa si es rico. Le amaría aunque fuera un mendigo -dijo Anna imperiosa.
– El amor es un sentimiento que crece con el tiempo. No te apresures -dijo su madre indulgente-. No estamos hablando de París o de Londres, Anna, estamos hablando de un país que está en el otro extremo del mundo. Hablan otra lengua, tienen otra cultura. Echarás de menos tu casa -añadió, quedándose sin respiración y recuperando a continuación la compostura.
– Puedo aprender español. Miren, ya puedo decir «te amo» -dijo Anna, echándose a reír-. Te amo, te amo.
– Es tu decisión, querida, pero tendrás que convencer a tu padre -cedió Emer embargada por la tristeza.
– Gracias, mamá. La tía Dorothy es una vieja cínica -bromeó Anna.
– Oh, ¿y no has pensado ni por un momento en Sean? Supongo que crees que podrás retomar las cosas con él donde las dejaste si todo sale mal.
– ¡No, tía Dorothy! -jadeó Anna-. Además, no va a salir mal -añadió con firmeza.
– Es demasiado bueno para ti.
– De verdad, Dorothy -la reprendió Emer, nerviosa-. Anna ya es mayorcita y sabe lo que le conviene.
– No estoy tan segura, Emer. No habéis pensado en ese pobre joven que tan bueno ha sido siempre contigo. ¿Te tiene sin cuidado lo que sea de él? Está deseando construir un futuro con la mujer a la que ama, y tú no haces más que echarle sus sueños a la cara sin el menor atisbo de sensibilidad. Emer, Dermot y tú habéis mimado tanto a esta niña que sólo es capaz de pensar en sí misma. No le habéis enseñado a pensar en los demás.
– Por favor, Dorothy. Este es un gran momento para Anna.
– Y un momento terrible para Sean O'Mara -bufó la tía Dorohty testaruda, cruzándose de brazos.
– ¿Y qué puedo hacer si me he enamorado de Paco? ¿Qué esperas, tía Dorothy? ¿Que haga oídos sordos a mi corazón y vuelva con el hombre al que ya no amo? -dijo Anna melodramática, dejándose caer en una silla.
– Vamos, vamos, Anna Melody, tranquila. Tu tía y yo sólo queremos lo mejor para ti. Todo esto nos tiene un poco impactadas. Mejor que rompas ahora con Sean y no que tengas que arrepentirte cuando ya sea demasiado tarde. Una vez que te hayas casado, lo habrás hecho para el resto de tu vida -dijo Emer, acariciando con dulzura la larga melena pelirroja de su hija.
La tía Dorothy soltó un profundo suspiro. No había nada que hacer. ¿Cuántas escenas como esa había presenciado? Cientos. No tenía sentido intentar poner las cosas en su sitio. El destino lo hará por mí, se dijo.
– Sólo estoy siendo realista -admitió, adoptando un tono de voz más suave-. Soy más vieja que tú y más sabia, Anna. Como siempre dice tu padre: «El conocimiento puede adquirirse, la sabiduría llega con la experiencia». Por supuesto, tiene toda la razón. Dejaré que la vida te enseñe.
– Te queremos, Anna Melody. No nos gustaría que te equivocaras. Oh, ojalá tu padre hubiera estado aquí. ¿Qué va a decir? -preguntó su madre, temerosa.
Las mejillas de Dermot O'Dwyer enrojecieron paulatinamente hasta que sus enormes ojos grises parecían querer salársele de las órbitas. Caminaba de un extremo a otro de la habitación sin saber qué decir. No iba a permitir que su única hija desapareciera en un país dejado de la mano de Dios ubicado en la otra punta del planeta para casarse con un hombre al que conocía desde hacía sólo veinticuatro horas.
– Jesús, María y José, niña. ¿A qué se debe todo esto? Ya sé, ha sido la fiebre de Londres. Te casarás con el joven Sean aunque tenga que llevarte yo mismo a rastras a la iglesia -dijo furioso.
– No me casaré con Sean aunque me pongas una pistola en la cabeza, papá -gritó Anna desafiante con la cara cubierta de lágrimas. Emer intentó intervenir.
– Es un hombre estupendo, Dermot. Muy guapo y maduro. Te habría impresionado.
– Como si es el maldito rey de Buenos Aires. No pienso permitir que mi hija se case con un extranjero. Creciste en Irlanda y te quedarás en Irlanda -bramó, sirviéndose un buen vaso de whisky y bebiéndoselo de un trago. Emer se dio cuenta de que le temblaban las manos, y el dolor que percibió en su marido le rompió el corazón. Dermot enseñaba los dientes a cualquiera que se le acercara como un animal herido.
– Me iré a Argentina aunque tenga que nadar hasta allí. Sé que es el hombre para mí, papá. No amo a Sean. Nunca le he amado. Sólo fingí que le amaba para complacerte, porque no había nadie más. Pero ahora he visto al hombre que me corresponde por destino. ¿No puedes ver que Dios ha querido que nos encontráramos? Estaba escrito -dijo Anna, y sus ojos imploraron a su padre para que entendiera y cediera.
– ¿De quién fue la idea de que fueras a Londres? -preguntó él, lanzando una mirada acusadora a su mujer. La tía Dorothy había salido. «He dicho lo que tenía que decir», habían sido sus últimas palabras antes de cerrar tras de sí la puerta. Emer miró a su alrededor desesperanzada y meneó la cabeza.
– No sabíamos que esto iba a ocurrir. Podría haber ocurrido en Dublín -dijo a la vez que le temblaban los labios. Conocía a su marido lo suficiente para saber que al final terminaría por dejarla marchar. Siempre terminaba por ceder a los deseos de Anna Melody.
– Dublín es diferente. No pienso dejar que te vayas a Argentina cuando sólo hace cinco minutos que conoces a ese hombre -dijo Dermot, llevándose la botella de whisky a los labios y dándole un buen trago-. Por lo menos en Dublín podremos cuidar de ti.
– ¿Por qué no puedo ir a trabajar a Londres? El primo Peter lo hizo -sugirió Anna esperanzada.
– ¿Y dónde vivirías? Responde, anda. No conozco a nadie en Londres, y desde luego no podemos pagarte un hotel -replicó su padre.
– Paco tiene un primo que se acaba de casar y que vive en Londres. Dice que podría vivir en su casa. Podría encontrar un trabajo, papá. ¿Puedes darme seis meses? Por favor, dame la oportunidad de que le conozca. Si después de seis meses todavía le amo, ¿dejarás que venga a pedirte permiso para casarse conmigo? -Dermot se dejó caer en una silla con aspecto derrotado. Anna se arrodilló en el suelo y puso la mejilla sobre la mano de su padre-. Por favor, papá. Por favor, deja que averigüe si es el hombre adecuado para mí. Si no lo hago, lo lamentaré el resto de mi vida. Por favor, no me obligues a casarme con el hombre al que no amo, un hombre cuyas caricias no serán bien recibidas. Por favor, no me obligues a pasar por eso -dijo, haciendo especial hincapié en la palabra «eso», a sabiendas de que la idea de verse sometida a las exigencias sexuales de un hombre al que no amaba bastaría para debilitar la resolución de su padre.
– Ve a ver a tus primos, Anna Melody. Quiero hablar con tu madre -dijo él, más tranquilo, retirando la mano.
– Querido, yo tampoco quiero que se vaya, pero ese joven es rico, culto, inteligente, por no mencionar lo guapo que es. Dará a nuestra hija mejor vida que Sean -dijo Emer, dejando brotar libremente las lágrimas ahora que su hija había salido de la habitación.
– ¿Te acuerdas de lo mucho que rezamos para tener una hija? -dijo Dermot al tiempo que las comisuras de los labios se le curvaban hacia abajo como si hubieran perdido toda su fuerza o su voluntad para mantenerse rectas. Emer ocupó el sitio de Anna en el suelo y besó la mano de su marido que descansaba sobre el brazo del sillón.
– Nos ha hecho tan felices -sollozó Emer-. Pero llegará el día en que no estemos y entonces tendrá que enfrentarse al futuro sin nosotros. No podemos retenerla para nosotros solos.
– La casa no será la misma -tartamudeó Dermot. El whisky le había soltado la lengua y las emociones.
– No, no lo será. Pero piensa en su futuro. De todas formas, quizá dentro de seis meses decida que no es el hombre para ella. Entonces volverá.
– Puede que sí -Pero no lo creía así.
– Dorothy dice que la hemos educado así de terca. Si eso es cierto, entonces nosotros tenemos la culpa. Hemos alimentado sus expectativas. Glengariff no es lo suficientemente bueno para ella.
– Quizá -replicó él desanimado-. No lo sé. -La idea de la casa sin el feliz caos de los nietos planeaba sobre sus cabezas, y sus corazones luchaban contra la pesadez que los acongojaba-. Está bien, le daré seis meses. No conoceré a ese joven hasta después de ese tiempo -dijo dándose por vencido-. Si se casa con él, todo habrá terminado. Será el adiós. No pienso ir a Argentina a visitarla -dijo, y los ojos se le llenaron de lágrimas-. Ni hablar.
Anna caminaba por la cima de la colina. La niebla la envolvía como fino humo que surgiera de chimeneas celestiales. No quería ver a sus primos. Los odiaba. Nunca la habían hecho sentir bienvenida. Pero ahora iba a abandonarlos. Quizá nunca volviera. Le encantaría ver su reacción cuando se enteraran de su radiante futuro. La recorrió un escalofrío de excitación, se arrebujó en el abrigo y sonrió. Paco se la llevaría con él al sol.
– Anna Solanas -dijo-. Anna Solanas -repitió en voz alta hasta que empezó a gritar su nuevo nombre a las colinas. Un nombre nuevo que señalaba una nueva vida. Echaría de menos a sus padres, lo sabía. Echaría de menos la cálida intimidad de su casa y las tiernas caricias de su madre. Pero Paco la haría feliz. Paco alejaría de ella la añoranza.
Cuando volvió de las colinas, su madre había cerrado la puerta del estudio de Dermot para dejarle solo con su dolor y para no preocupar con ello a su hija. Dijo a Anna que su padre había dicho que podía ir a Londres, pero que debía llamarles en cuanto llegara para que tuvieran la certeza de que estaba instalada a salvo en el piso de los La Rivière.
Anna abrazó a su madre.
– Gracias, mamá. Sé que has sido tú quien le ha convencido. Sabía que lo lograrías -dijo feliz, besando la suave piel que olía a jabón y a maquillaje.
– Cuando llame Paco puedes decirle que tu padre está de acuerdo en que vivas seis meses en Londres. Dile que sí los dos sentís lo mismo pasado ese tiempo, Dermot irá a Londres a conocerle. ¿Está bien, querida? -preguntó Emer a la vez que pasaba una mano pálida por el pelo largo y rojo de su hija-. Eres muy especial para nosotros, Anna Melody. No nos hace felices que te vayas. Pero Dios estará contigo y él sabe lo que es mejor para ti -dijo de nuevo con voz temblorosa-. Perdóname por ponerme tan sentimental. Has sido el sol de nuestras vidas…
Anna volvió a abrazar a su madre y sintió también cómo la ahogaba la emoción, no porque fuera a irse, sino porque era consciente de que su felicidad iba a hacer muy desgraciados a sus padres.
Dermot se quedó disgustado en su estudio hasta que se puso el sol. Vio cómo las sombras trepaban por las ventanas hasta que cubrieron el suelo de la cocina, borrando los últimos rayos de luz. Podía ver a su pequeña bailando por la habitación con su vestido de los domingos. Pero después de un rato la alegría de la niña dio paso a las lágrimas, y se tiró al suelo llorando. Dermot quiso correr hasta ella, pero cuando se puso en pie, la botella vacía de whisky cayó al suelo y se hizo añicos, asustándola y haciéndola desaparecer. Cuando Emer entró para llevarle a la cama, Dermot roncaba en su silla. Un hombre triste y roto.
Anna tenía que cumplir con una última tarea antes de irse a Londres. Fue a decir a Sean O'Mara que no podía casarse con él. Cuando llegó a su casa, la madre de Sean, una mujer alegre con el físico rechoncho propio de un sapo jovial, entró de un salto en el vestíbulo para gritar a su hijo que su prometida los había pillado de sorpresa y había aparecido como por encanto.
– ¿Cómo ha ido el viaje, querida? Apuesto a que ha sido emocionante, muy emocionante -dijo la madre entre risas al tiempo que se limpiaba en el delantal las manos llenas de harina.
– Ha sido un viaje muy agradable, Moira -respondió Anna, sonriendo incómoda y mirando por encima del hombro de la mujer para ver cómo su hijo bajaba a saltos las escaleras.
– Bien, me alegra que hayas vuelto, te lo aseguro -volvió a reír-. Nuestro Sean ha estado lloriqueando todo el fin de semana. Da gusto volver a verle sonreír, ¿no es cierto, Sean? -Se metió en la casa y añadió feliz-: Os dejo a lo vuestro, tortolitos.
Sean besó a Anna torpemente en la mejilla antes de tomarle la mano y conducirla calle arriba.
– ¿Y? ¿Cómo ha ido en Londres? -preguntó.
– Bien -respondió Anna, saludando a Paddy Nyhan, que pasaba junto a ellos en su bicicleta. Después de sonreír y saludar a varios vecinos, Anna no pudo aguantar más aquel suspense.
»Sean, necesito hablar contigo en algún sitio donde podamos estar solos -dijo, frunciendo ansiosa el ceño.
– No te preocupes, Anna. Nada puede ser tan terrible -dijo Sean echándose a reír mientras caminaban por las callejuelas hacia las colinas.
Subieron en silencio. Sean inició una conversación haciéndole preguntas sobre Londres, pero ella le contestaba con monosílabos, de manera que al poco rato Sean decidió dejarlo. Por fin, lejos de ojos y oídos ajenos, se sentaron en un banco mojado que daba al valle.
– Dime, ¿qué te pasa? -preguntó Sean. Anna miró su rostro pálido y anguloso y sus ojos de niño y temió no tener el valor de decírselo. No había manera de hacerlo sin herirle.
– No puedo casarme contigo, Sean -dijo por fin, viendo cómo a Sean se le descomponía la cara.
– ¿Que no puedes casarte conmigo? -repitió incrédulo-. ¿Qué quieres decir con eso?
– No puedo, eso es todo -dijo Anna, y apartó la mirada. El rostro de Sean enrojeció hasta adquirir un tono casi violáceo, sobre todo alrededor de los ojos, que se le humedecieron por la emoción.
– No lo entiendo. ¿A qué se debe esto? -tartamudeó-. Estás nerviosa, no es más que eso. Se te pasará cuando nos hayamos casado -insistió intentando tranquilizarse.
– No puedo casarme contigo porque estoy enamorada de otro hombre -dijo Anna e irrumpió en llanto. Sean se puso en pie, se llevó las manos a la cintura y soltó, furioso:
– ¿Quién es ese hombre? ¡Le mataré! -escupió enojado-. Vamos, dime, ¿quién es? -Anna alzó la mirada y reconoció el dolor que escondía su rabia, lo que la hizo llorar todavía más.
– Lo siento, Sean, no he querido hacerte daño -dijo entre sollozos.
– ¿Quién es, Anna? Tengo derecho a saberlo -gritó, volviendo a sentarse en el banco y cogiéndole la cara para que le mirara.
– Se llama Paco Solanas -respondió Anna, liberándose de su mano.
– ¿Qué clase de nombre es ese? -replicó Sean con una risa burlona.
– Es español. Paco es argentino. Le he conocido en Londres.
– ¿En Londres? Jesús, Anna, hace sólo dos días que le conoces. Esto es una broma.
– No es ninguna broma. Me voy a Londres a finales de semana -dijo, secándose la cara con la manga del abrigo.
– No durará.
– Oh, Sean, lo siento. Lo nuestro no puede ser -dijo cariñosa, poniendo una mano sobre la de él.
– Pensaba que me querías -le espetó Sean, apretándole la mano y mirando sus ojos distantes como si intentara encontrar en ellos a la Anna que amaba.
– Te quiero, pero como a un hermano.
– ¿Como a un hermano?
– Sí, no te quiero como a un marido -le explicó, intentando ser amable con él.
– ¿Así que esto es el fin? -preguntó él, conteniendo la rabia-. ¿Esto es todo? ¿Adiós?
Anna asintió.
– Vas a huir con un hombre al que conoces desde hace dos días en vez de casarte conmigo, un hombre al que conoces desde siempre. No te entiendo, Anna.
– Lo siento.
– Deja de decir que lo sientes. Si tanto lo sintieras no me estarías dejando plantado. -Se levantó de golpe. Anna vio cómo le latía el músculo del pómulo, como si estuviera haciendo lo imposible por no derrumbarse y echarse a llorar. Pero Sean mantuvo la compostura-. Entonces esto es el final. Adiós. Espero que tengas una vida feliz, porque acabas de arruinar la mía. -Clavó la mirada en los ojos acuosos que estaban empezando a sollozar de nuevo.
– No te vayas así -dijo ella, corriendo tras él. Pero Sean bajó a grandes zancadas por el campo y desapareció en el pueblo.
Anna volvió al banco y lloró al sentir el dolor que había infligido a Sean. Pero no había otra forma de hacerlo. Amaba a Paco. No podía evitarlo. Se consoló pensando que con el tiempo Sean encontraría a alguien. Todos los días se rompen corazones, pensó, y también todos los días se reparan corazones. Sean la olvidaría. Pasó los días que siguieron escondida en casa, hablando por teléfono con Paco, evitando a sus primos y a la gente del pueblo que, habiéndose enterado de la noticia, culpaban a Anna por haber arruinado el futuro de Sean O'Mara. No se atrevía a salir. Cuando se fue de Glengariff no miró atrás; si lo hubiera hecho habría visto el rostro cetrino de Sean O'Mara mirándola con tristeza desde la ventana de su habitación.
Anna se quedo seis meses en Londres. Vivía con Antoine y Domini que La Rivière en su espacioso apartamento de Kensington. Dominique era una novelista en ciernes, y Antoine gozaba de una exitosa carrera en la City. A Paco le había horrorizado la idea de que su prometida trabajara en Londres y había insistido para que, en vez de trabajar, tomara algunos cursos, entre ellos uno de español. A Anna le había dado demasiada vergüenza decírselo a sus padres por temor a herir su orgullo, así que les dijo que estaba trabajando en una biblioteca.
Paco escribió a sus padres para darles rendida cuenta de sus planes. Su padre expresó su preocupación en una carta sorprendentemente larga. Le aconsejó que si, una vez terminados sus estudios, seguía sintiendo lo mismo, llevara a su novia a casa para ver hasta qué punto se adaptaba a la familia. «Te darás cuenta enseguida si va a funcionar», escribió. Su madre, María Elena, le escribió diciendo que confiaba en su juicio. No dudaba de que Anna se adaptaría a Santa Catalina y de que todos la querrían tanto como él.
Transcurridos seis meses Ana dijo a su padre que ella y Paco todavía se amaban y que estaban decididos a casarse. Cuando Dermot sugirió que Paco fuera a Irlanda, ella insistió para que fuera Dermot quien se desplazara a Londres. Su padre se dio cuenta de que Anna se avergonzaba de su casa y le preocupó el futuro de la joven pareja si su presente no estaba basado en la honradez. Pero accedió a ir.
Dermot dejó a su mujer e hija paseando por Hyde Park mientras se encontraba con Paco Solanas en el hotel Dorchester. Emer sentía que su hija había crecido durante los seis meses que había pasado en Londres. Su nueva vida de mujer independiente le había hecho bien. Tenía un aspecto radiante y Emer se dio cuenta por la forma en que se cogían de la mano y se sonreían que la pareja era verdaderamente feliz.
Después de que Dermot hubiera hecho a Paco las preguntas de rigor, dijo que estaba convencido de que era un hombre honrado y que estaba seguro de que cuidaría bien de su hija.
– Espero que sepas dónde te estás metiendo, jovencito -le dijo poniéndose serio-. Es caprichosa y muy obstinada. Si hay padres que quieran demasiado a su hija, nosotros somos un buen ejemplo de ello. No es una chica fácil, pero con ella la vida nunca será aburrida. Sé que contigo tendrá una vida mejor que la que habría tenido en Irlanda, pero para ella no será tan fácil como cree. Sólo te pido que la cuides. Es nuestro tesoro.
Paco pudo ver que los ojos del viejo se habían humedecido. Dio la mano a Dermot y dijo que esperaba que pudiera ver con sus propios ojos la felicidad de su hija el día de su boda en Santa Catalina.
– No estaremos allí -dijo Dermot con decisión.
Paco se quedó sin habla.
– ¿No van a ir a la boda de su hija? -preguntó, abrumado.
– Escríbenos y cuéntanoslo todo -dijo Dermot porfiado. ¿Cómo podía explicarle a un hombre sofisticado como ese que le daba miedo viajar tan lejos y encontrarse en un país extraño entre gente desconocida que hablaba un lenguaje que no entendía? No podía explicarlo, su orgullo no se lo permitía.
Anna abrazó afectuosamente a sus padres. Cuando abrazó a su madre estuvo segura de que había empequeñecido y adelgazado desde la última vez que la había visto en Irlanda, seis meses antes. Emer sonrió a pesar de la tristeza que le rompía el alma. Cuando dijo a su hija que la quería, su voz sonó seca y rasposa; las palabras se le perdieron en algún rincón de la garganta, que se había comprimido para evitar que pasaran por ella. Las lágrimas caían de sus ojos y se deslizaban formando gruesas líneas por el maquillaje de sus mejillas, goteándole de la nariz y de la barbilla. Se había propuesto mantener la calma, pero al abrazar a su hija por la que podía ser la última vez en mucho tiempo, no pudo contener por más tiempo la emoción. Se enjugó el acalorado rostro con un pañuelo de encaje que ondulaba en su temblorosa mano como una paloma blanca que intentara salir volando.
Dermot miraba a su esposa con envidia. La agonía que suponía contener las lágrimas, tragarse el dolor, era demasiada. Dio una palmada un poco exagerada a Paco en la espalda y le estrechó la mano quizá con demasiada fuerza. Cuando abrazó a Anna lo hizo tan enfervorizado que ella soltó un grito de protesta y tuvo que apartarla mucho antes de lo que hubiera deseado.
Anna también lloraba. Lloraba porque sus padres se sentían tan infelices al perderla. Deseaba partirse en dos para que pudieran quedarse con la mitad de ella. Le parecían vulnerables y frágiles al lado de la figura de Paco, alta e imponente. Le entristecía que no fueran a estar presentes en su boda, pero se alegraba de que su nueva familia no llegara a conocerles. No quería que supieran de sus orígenes por si pensaban que no era demasiado buena para ellos. Se sentía culpable por haberse permitido pensar así cuando estaba despidiéndose de sus padres. Les habría destrozado el corazón.
Con un último adiós, Anna se despidió de su pasado y dio la bienvenida a un futuro incierto con una confianza que habría sido mucho más propia de las páginas de un cuento de hadas.