Hacía rato que Sofía había dejado de llorar. Se había tumbado en la cama y esperaba con la paciencia de quien se ha resignado a su destino. El tiempo pasaba muy despacio, pero sabía que la noche terminaría por llegar. Miró las plantas que ondeaban al viento frente a la ventana, y éstas tuvieron sobre ella un extraño efecto hipnótico que aliviaron su dolor.
Por fin se levantó, cogió la linterna de la cocina y, como una prisionera de guerra, se escapó. Se deslizó, sigilosa como un puma, por la oscuridad hasta el ombú. Atravesó a toda prisa el parque con el corazón en un puño, como si en ello le fuera la vida. Era fuerte y decidida, aunque se sentía débil ante el inevitable destino que le esperaba. Tenía la sensación de estar representando un papel en una función escolar, y a pesar de que el drama la atraía, no conseguía reconciliarse con la realidad del mismo.
El camino que llevaba al árbol se le hizo mucho más largo que de costumbre. Aceleró el paso. Cuando estuvo cerca del ombú vio una lucecita amarilla. Era la linterna de Santi que se bamboleaba en el aire como una luciérnaga gigante mientras él caminaba de un lado a otro con impaciencia.
– ¡Santi! -jadeó, cayendo entre sus brazos-. Santi, lo saben, nos han descubierto, me envían al extranjero -tartamudeó, temerosa de no tener suficiente tiempo para contárselo todo antes de que dieran con ellos.
– ¿Qué? ¿Quién lo sabe? ¿Cómo? -preguntó confundido. Por el tono de alarma de la nota sabía que algo no iba bien, pero no había esperado algo así-. Cálmate, aquí nadie va a encontrarnos. Todo se arreglará -dijo intentando sonar fuerte cuando en realidad se sentía abatido por los poderes del destino.
– No. Me envían a Suiza. Me envían al extranjero. ¡Los odio!
– ¿Cómo lo han sabido?
Sofía estuvo a punto de dejarse llevar por uno de sus arrebatos y decirle que estaba embarazada, pero se contuvo. Habían sido muy claros al respecto. Temió que si se lo contaba, él no guardara el secreto. Probablemente entraría en la casa como un vaquero, pistola en mano, y exigiría sus derechos como padre del niño. Si eso ocurría, cualquiera sabía lo que harían sus padres. Por ley ella estaba obligada a obedecerles. Podían enviarla al extranjero e impedirle regresar. Mientras estuviera en Argentina estaba a su merced. No, no podía decírselo, decidió. Le escribiría desde Ginebra cuando sus padres estuvieran demasiado lejos para hacer algo al respecto. Por tanto, luchando contra su deseo de compartir con él su pesar, se resignó por el momento a soportar a solas el peso de la verdad.
– Lo saben -admitió- y están furiosos. Me envían al extranjero para que te olvide.
Presa de la tristeza, Sofía rompió a llorar, buscando en los ojos de Santi la confirmación de su amor. Sin embargo, todo lo que pudo ver fueron dos agujeros oscuros.
– Pero, Chofi, deja que hable con ellos. No pueden enviarte al extranjero. No pienso quedarme de brazos cruzados y dejar que te separen de mí -susurró furioso, decidido a vencer a las fuerzas que intentaban separarles.
– Oh, ojalá pudieras, pero no te escucharán. Están tan enfadados contigo como conmigo. Ni te imaginas lo que mi madre ha llegado a decirme. Creo que está encantada de deshacerse de mí.
– No voy a dejar que te separen de mí. ¿Qué voy a hacer sin ti? No puedo vivir sin ti, Sofía -susurró él, lanzando un grito de dolor en la oscuridad.
– Oh, Santi. Tienes que aceptarlo. No nos queda otra opción.
– Esto es ridículo -soltó enfurecido-. No tienen pruebas. ¿Cómo pueden estar tan seguros? ¿Quién nos ha visto?
– No lo sé, no me lo han dicho -respondió, avergonzada al ver que podía mentir con tanta facilidad.
– Iré contigo -dijo Santi de pronto-. Vayámonos y empecemos una nueva vida juntos lejos de aquí. Seamos sinceros: al final tendríamos que hacerlo de todas formas. Aquí no tenemos ningún futuro.
– ¿Dejarías Santa Catalina por mí? -preguntó, abrumada por la firmeza de su devoción.
– Sí. Ya lo he hecho antes. Pero esta vez no volvería -dijo con total seriedad.
– No puedes hacer eso -suspiró Sofía meneando la cabeza-. Amas tanto este país como yo. No podrías irte para no volver. Además, tus padres se quedarían destrozados.
– Estamos juntos en esto, Chofi. No pienso dejar que cargues con toda la culpa. Por el amor de Dios, hacen falta dos para tener una relación. Deja que comparta tu castigo.
– ¿Y tus padres? -dijo ella, imaginando el terrible dolor que eso supondría para Chiquita.
– Puedo hacer lo que quiera. No necesito el permiso de mis padres para salir del país.
– Yo necesito a los míos para poder irme -dijo Sofía sintiéndose aún más desdichada.
– De acuerdo. Entonces obedece a tus padres y sigue con su plan. Yo iré después a buscarte -dijo tomándola con tanta fuerza de los hombros que Sofía dejó escapar una mueca de dolor.
– Santi, ¿de verdad lo perderías todo por mí?
– Haría cualquier cosa por ti, Chofi.
– Pero tu futuro está aquí. Si vienes conmigo, ¿cómo podremos volver? No puedes desafiar a tu familia si no estás preparado para dejarlos para siempre.
– En ese caso los dejaré para siempre. Te quiero. ¿No entiendes que mi futuro está contigo? No eres un mero capricho, Chofi. Eres mi vida.
Cuando Santi pronunció esas palabras se dio cuenta de que, en efecto, ella era la fuerza que le guiaba. Había necesitado enfrentarse a una situación como esa para darse cuenta de la intensidad de su amor, de lo mucho que la necesitaba. Sin ella, todo lo que amaba de Santa Catalina se desintegraría como un cuerpo al que se le negara el pan que lo sustentaba. Ella era la fuerza vital que lo alimentaba todo. Santi era ahora consciente de ello con la misma certeza con la que sabía que no iba a perderla.
– De acuerdo. Si de verdad hablas en serio, pensemos en un plan -dijo por fin Sofía, sintiendo que su corazón volvía a la vida-. Cuando llegue a Suiza te escribiré y te diré dónde estoy. Entonces podrás venir.
Ambos sonrieron ante la simplicidad del plan.
– Perfecto, pero puede que intenten interceptar nuestras cartas. Si confío en María, podrías escribirle a ella -sugirió Santi.
– No -le atajó. Luego, con voz más suave, añadió-: No. Sólo podemos confiar en nosotros. Conseguiré que alguien escriba la dirección en el sobre. Las enviaré desde otro país si hace falta. No te preocupes, te escribiré montones de cartas. No podrán interceptarlas todas, ¿no crees?
– Te amo -murmuró Santi.
A pesar de que no llegaba a ver la expresión de los ojos de su primo, Sofía sí podía sentir la fuerza de sus sentimientos como si fueran vibraciones fosforescentes radiadas desde cada uno de sus poros, envolviéndola como tentáculos abrasadores, acercándola aún más a él.
– Yo también te amo -sollozó Sofía, apoyándose en él y besándole. Se quedaron abrazados, temerosos de que una vez que se separaran, el destino los alejaría y no podrían volver a encontrarse. Durante un buen rato lloraron en silencio; sólo el constante canto de los grillos llenaba el vacío que los rodeaba.
– Pidamos un deseo -dijo Santi por fin, separándola de él y metiéndose la mano en el bolsillo.
– ¿Qué?
– Quiero pedir que algún día podamos volver a estar aquí, quizá dentro de muchos años, para empezar juntos el resto de nuestras vidas como una pareja aceptada por todos.
– Tú nunca has creído de verdad en los deseos -se rió Sofía con amargura.
– Es nuestro último recurso, Sofía. Hay que probarlo todo.
– De acuerdo, el resto de nuestras vidas. Grabemos nuestros nombres -susurró-. Sólo la S de Santi y la S de Sofía.
Se agacharon y cogieron juntos el cuchillo. Las manos grandes y toscas de Santi cubrían las de Sofía. Ella se dio cuenta de que las de su primo temblaban. Cuando terminaron iluminaron las iniciales con la linterna y pidieron el deseo.
– No me olvidarás, ¿verdad? -le preguntó Santi con la voz quebrada, hundiendo la cara en el cuello de Sofía. Ella aspiró el olor familiar de su piel y cerró los ojos, deseando que aquel precioso momento presente durara un poco más.
– Oh, Santi, espérame. No será mucho tiempo. Por favor, espérame. Te escribiré, lo prometo. No te des por vencido -sollozó, haciendo lo imposible por poder ver en la oscuridad y poder grabar en la memoria cada detalle del rostro de él e imaginarlo cuando, más adelante, estuviera a miles de kilómetros de distancia.
– Chofi, hay muchas cosas que quiero decirte y que debería haberte dicho antes. Huyamos de aquí y casémonos -luego se echó a reír, avergonzado-. Quizá no sea este el momento más adecuado, pero si no te lo pido ahora, me arrepentiré el resto de mi vida. ¿Quieres casarte conmigo?
Ella le sonrió como una madre sonreiría a un hijo.
– Sí, quiero casarme contigo, Santi -dijo, y besó el rostro agitado de su primo a la vez que se preguntaba si algo así era posible con tantas cosas como tenían en contra.
– No te olvides de escribirme -dijo él.
– Te lo prometo.
– Bueno, cariño, hasta que volvamos a vernos. Y volveremos a vernos, así que no nos pongamos tristes.
Después de quedarse un rato abrazados, cada uno volvió a su casa en silencio, totalmente convencidos de que el tiempo volvería a unirlos.