Santa Catalina, enero de 1972
– ¡Sofía, Sofía!… ¡Por Dios! ¿Dónde se han metido ahora esta niña?
Anna Melody O'Dwyer de Solanas iba de una punta a otra de la terraza, escudriñando las áridas llanuras con cansada irritación. Era una mujer elegante. Llevaba un largo traje blanco de verano y se había recogido el flamante pelo con una cola medio deshecha. Su figura se recortaba, fría, contra el crepúsculo argentino. Las largas vacaciones de verano que iban de diciembre a marzo le habían minado la paciencia. Sofía era como un animal salvaje. Desaparecía durante horas, rebelándose contra su madre con un descaro que a Anna le resultaba difícil soportar. Estaba emocionalmente agotada, exhausta. Deseaba con todas sus fuerzas que los días de calor dieran paso al otoño y que empezara de nuevo el curso escolar. Al menos en Buenos Aires los niños quedaban en manos de los guardas de seguridad y, gracias a Dios, de la escuela, pensaba. La disciplina quedaba a cargo de su profesora.
– Jesús, mujer, dale un poco de libertad a la niña. Si la atas demasiado corto, cualquier día aprovechará la oportunidad y se escapará para no volver -gruñó el abuelo O'Dwyer, saliendo a la terraza con un par de tijeras de podar.
– ¿Qué piensas hacer con ellas, papá? -preguntó, sospechosa, entrecerrando sus acuosos ojos azules a la vez que le miraba avanzar tambaleándose entre la hierba.
– Bueno, no voy a cortarte la cabeza, si es eso lo que te preocupa, Anna Melody -soltó una carcajada, dedicándole un tijeretazo.
– Has estado bebiendo otra vez, papá.
– Un poco de licor no hace daño a nadie.
– Papá, Antonio se encarga del jardín. No tienes nada que hacer ahí -meneó la cabeza, exasperada.
– Tu querida madre adoraba el jardín. «Las espuelas de caballero están pidiendo a gritos que las sujeten con estacas», decía. Nadie adoraba tanto las espuelas de caballero como tu madre.
Dermot O'Dwyer nació y se crió en Glengariff, en Irlanda del Sur. Se casó con el amor de su infancia, Emer Melody, cuando apenas tenía edad para ganarse la vida. Pero Dermot O'Dwyer siempre supo lo que quería, y nada ni nadie podía convencerle de lo contrario. La mayor parte de su noviazgo había transcurrido en una abadía en ruinas situada a los pies de las colinas de Glengariff, y fue allí donde la pareja se casó. La abadía había perdido gran parte del techo, y a través de los grandes boquetes se enroscaban y se retorcían los avariciosos dedos de la hiedra, decididos a hacer suyo lo que todavía no habían destrozado.
Llovía tanto el día de su boda que la joven novia recorrió el pasillo de la abadía con botas de agua, sosteniendo el vestido blanco de gasa por encima de las rodillas, seguida por su gorda hermana, Dorothy Melody, que llevaba un paraguas blanco en sus manos temblorosas. Emer y Dorothy tenían ocho hermanos y hermanas; si los gemelos no hubieran muerto justo antes de su primer cumpleaños habrían sido diez. El padre O'Reilly se protegía de la lluvia bajo un gran paraguas negro, y dijo a la numerosa congregación de familiares y amigos que la lluvia era señal de buena suerte y que Dios estaba bendiciendo su unión con agua bendita caída de los cielos.
Tenía razón. Dermot y Emer se amaron hasta el día en que ella murió, una triste mañana de febrero de 1958. A él no le gustaba pensar en ella tumbada, pálida y fría, sobre el suelo de la cocina, así que recordaba a la Emer del día de su boda, treinta y dos años atrás, con madreselva en su larga melena pelirroja, la boca generosa y traviesa, y los ojos pequeños y sonrientes que brillaban sólo para él. Después de su muerte, todo en Glengariff le recordaba a ella, de manera que cogió sus pocas pertenencias -un libro de fotos, la cesta de costura de Emer, la Biblia de su padre y un fajo de cartas viejas- y se gastó hasta el último penique en un billete de ida a Argentina. Al principio su hija le creyó cuando él le dijo que sólo pensaba quedarse con ella unas semanas, pero cuando las semanas se convirtieron en meses, Anna se dio cuenta de que su padre había ido para quedarse.
Anna Melody recibió el nombre de su madre, Emer Melody. A Dermot le gustaba tanto su «melodioso» nombre que quiso llamar al bebé simplemente Melody O'Dwyer, pero Emer era de la opinión que Melody a secas sonaba a nombre de gato, así que la niña fue bautizada con el nombre de Anna como su abuela.
Después del nacimiento de Anna Melody, Emer creyó que Dios había decidido que ya no necesitaban más hijos. Decía que Anna Melody era tan hermosa que Dios no quería darles más hijos para evitar que vivieran a la sombra de su hermana. El Dios de Emer era bueno y sabía lo que era mejor para ella y para su familia, pero Emer deseaba más hijos. Veía cómo sus hermanos y hermanas criaban hijos suficientes para poblar una ciudad entera, pero su madre siempre le había enseñado a dar gracias a Dios por lo que Él creía adecuado darle. Era lo suficientemente afortunada teniendo una niña a la que amar. Así que vertió todo el amor que llevaba dentro y que había pensado dedicar a una familia de doce a su familia de dos, y suprimió la punzante envidia que sentía en su corazón cada vez que llevaba a Anna Melody a visitar a sus primos.
Anna Melody disfrutó de una infancia feliz. Fue muy mimada por sus padres, nunca tuvo que compartir sus juguetes o esperar su turno, y cuando estaba con sus primos no tenía más que lloriquear si no se salía con la suya, y su madre acudía corriendo para hacer lo que fuera preciso para conseguir que su niña volviera a sonreír. Eso hizo que sus primos desconfiaran de ella. Se quejaban de que echaba a perder sus juegos. Pedían a sus padres que no la invitaran a sus casas. Cuando ella aparecía la ignoraban, le decían que se fuera a su casa, que no era bienvenida. Así que Anna Melody quedó excluida de sus juegos. No es que le importara demasiado. A ella sus primos tampoco le gustaban. Era una niña rara, más feliz vagando sola por las colinas que en compañía de un grupo claustrofóbico de jovencitos sudorosos que corrían por las calles de Glengariff como gatos salvajes. En aquellas colinas podía ser quien quisiera y soñar con una vida lujosa como la de esas estrellas de cine que veía en las películas, siempre resplandecientes y radiantes, con esos vestidos maravillosos y esas pestañas largas y centelleantes. Katharine Hepburn, Lauren Bacall, Deborah Kerr. Miraba desde allí la ciudad y se decía a sí misma que un día sería mejor que todos ellos. Dejaría atrás a sus horribles primos y no volvería nunca.
Cuando Anna Melody se casó con Paco y se fue de Glengariff para siempre, apenas pensó en sus padres, que se vieron de pronto abandonados y con sólo el recuerdo de su hija con el que consolarse. Sin el calor de la risa y del amor de Anna Melody, la casa se volvió fría y oscura. Emer ya nunca volvió a ser la misma. Los diez años que sufrió sin su hija fueron años vacíos y tristes. Las frecuentes cartas de Anna Melody estaban llenas de promesas de que iría a visitarlos, y esas promesas mantenían viva la esperanza de sus padres, hasta que comprendieron que no eran más que palabras escritas sin pensar y, desde luego, carentes de toda intención.
Cuando Emer murió, en 1958, Dermot tuvo la certeza de que había muerto porque su corazón había perdido su savia y había terminado rompiéndose. Pero él era más fuerte que ella y mucho más valiente. Ya en Buenos Aires no dejaba de preguntarse por qué demonios no se había venido hacía años; si lo hubiera hecho, quizá su querida mujer todavía estaría a su lado.
Anna (sólo Dermot O'Dwyer llamaba a su hija Anna Melody) miraba cómo su padre rebuscaba entre la hierba del arriate y deseó que fuera como los abuelos de otros niños. El padre de Paco, llamado Héctor Solanas como su abuelo, siempre había ido perfectamente vestido y afeitado, hasta en los días de diario. Llevaba jerséis de cachemira, camisas traídas de Savile Row, Londres, y había hecho gala de una gran dignidad, como el rey Jorge de Inglaterra. Para Anna él había sido lo más cercano a la realeza, y nunca había caído de su pedestal. Incluso después de muerto su sombra seguía cerniéndose sobre ella, y Anna todavía añoraba su aprobación. Después de tantos años aún anhelaba poder llegar a sentirse parte de aquel mundo, lo que, de algún modo y a pesar de todos sus esfuerzos, seguía eludiéndola. A veces tenía la impresión de estar mirando el mundo que la rodeaba desde el otro lado de un invisible cristal, un lugar en el que nadie parecía capaz de llegar a ella.
– Señora Anna, señora Anna, la señora Chiquita está al teléfono. Es para usted.
Anna volvió de golpe al presente y a su padre quien, como un botánico loco, podaba todo lo verde que encontraba a su paso.
– Gracias, Soledad. No esperaremos a la señorita Sofía. Cenaremos a las nueve, como siempre -replicó, y entró en la casa para hablar con su cuñada.
– Como quiera, señora Anna -replicó Soledad humildemente, sonriendo para sus adentros mientras volvía a la calurosa cocina. De los tres hijos de la señora Anna, Sofía era su favorita.
Soledad había trabajado para el señor Paco desde que tenía diecisiete años. Era la sobrina recién casada de Encarnación, la criada de Chiquita. Le habían enseñado a cocinar y a limpiar mientras su marido Antonio había sido contratado para cuidar de la finca. Antonio y Soledad no tenían hijos, aunque habían intentado tenerlos, pero sin éxito. Soledad recordaba la época en que Antonio se introducía en ella en cualquier parte, junto a la cocina, detrás de un arbusto o de un árbol… dondequiera que surgiera la oportunidad, Antonio se encargaba de no dejarla escapar. Vaya par de jóvenes amantes habían sido, meditaba Soledad con orgullo. Pero, para su asombro, nunca concibió un niño, de manera que Soledad se había consolado haciendo de Sofía su hija.
Mientras la señora Anna se había dedicado por completo a sus hijos varones, Soledad había pasado contadas ocasiones sin tener a la pequeña Sofía arropada en su delantal, acurrucada contra sus espumosos pechos. Incluso tomó por costumbre llevarse a la niña a su cama. Sofía parecía dormir mejor así, envuelta entre las suaves carnes y el aroma a mujer de su criada. Preocupada de que la niña no estuviera recibiendo suficiente cariño por parte de su madre, Soledad impuso su presencia en la habitación de los niños para compensarla con el suyo. A la señora Anna no pareció importarle. De hecho, parecía casi agradecida. Nunca mostró demasiado interés por su hija. Pero Soledad no estaba ahí para poner las cosas en orden. No era asunto suyo. La tensión entre el señor Paco y la señora Anna no era asunto suyo, y sólo hablaba de ello con las otras criadas a fin de justificar por qué pasaba tanto tiempo con Sofía. Por ninguna otra razón. No era amiga de los chismorreos. De manera que cuidaba de la niña con una devoción fiera, como si el pequeño ángel le perteneciera.
Miró el reloj. Era tarde. Sofía volvía a meterse en líos. Siempre igual. Parecía que le gustara. Pobre pequeña, pensó Soledad a la vez que removía la salsa de atún y preparaba la ternera. Se muere por un poco de atención, cualquiera se daría cuenta.
Anna se dirigió a paso firme hacia el salón meneando la cabeza con furia y cogió al auricular.
– Hola, Chiquita -dijo con sequedad, apoyando la espalda en la pesada cómoda de madera.
– Anna, lo siento mucho, Sofía se ha ido otra vez con Santiago y María. Deberían estar de vuelta en cualquier momento…
– ¡Otra vez! -explotó, cogiendo una revista de la mesa y empezando a abanicarse, presa de la agitación-. Santiago debería ser más responsable, cumplirá los dieciocho en marzo. Ya será un hombre. No entiendo por qué le gusta ir por ahí con una niña de quince años. De todas formas, no es la primera vez, ya lo sabes. ¿No le dijiste nada la última vez?
– Por supuesto que sí -replicó la otra mujer, paciente. Odiaba que su cuñada perdiera los estribos.
– Por Dios, Chiquita, ¿no te das cuenta de que hay secuestradores esperando ahí fuera para llevarse a niños como los nuestros?
– Anna, cálmate un poco. Aquí no hay peligro, no habrán ido lejos… -Pero Anna no la escuchaba.
– Santiago es una mala influencia para Sofía -vociferó-. La niña es joven y muy impresionable, y le respeta. En cuanto a María, es una niña sensata y ya debería saber comportarse.
– Lo sé. Se lo diré -admitió Chiquita, cansada.
– Bien.
Se produjo un silencio breve e incómodo antes de que Chiquita intentara cambiar de tema.
– En cuanto al asado de mañana, antes del partido, ¿quieres que te ayude en algo? -preguntó, todavía tirante.
– No, me las arreglaré, gracias -replicó Anna, calmándose un poco-. Lo siento, Chiquita. A veces no sé qué hacer con Sofía. Es tan tozuda y tan irreflexiva. Los niños no me dan ningún problema. No sé de quién lo ha heredado.
– Yo tampoco -replicó Chiquita cortante.
– Hoy es la noche más hermosa del verano -suspiró Sofía desde una de las ramas más altas del ombú.
No hay un árbol en el mundo como el ombú. Es un árbol gigantesco de ramas bajas y horizontales, cuyo enorme tronco a menudo puede llegar a superar los quince metros de diámetro. Sus gruesas raíces se extienden sobre la tierra en largos tentáculos protuberantes, como si el propio árbol hubiera empezado a deshacerse, extendiéndose sobre el suelo como la cera. Además de su forma tan peculiar, el ombú es el único árbol nativo de esas áridas llanuras, el único que de verdad pertenece al paisaje por derecho propio. Los indios habían visto a sus dioses en sus ramas, y se decía que jamás un gaucho dormiría debajo de él, ni siquiera el día de Sofía. Para los niños que habían sido criados en Santa Catalina era un árbol mágico. Cumplía deseos cuando lo creía conveniente, y al ser un árbol alto era la torre vigía perfecta que les permitía ver a kilómetros de distancia. Pero, sobre todo, el ombú tenía un misterioso halo que resultaba imposible de identificar, un halo que había atraído a generaciones de niños a buscar la aventura entre sus ramas.
– Puedo ver a José y a Pablo. ¡Date prisa, no me fastidies! -lo regañó Sofía, impaciente.
– Ya voy, ten un poco de paciencia -le gritó Santi mientras se ocupaba de los ponis.
– Santi, ¿me ayudas a subir? -preguntó María con su voz suave y ronca, a la vez que veía a Sofía subir cada vez más alto por el entramado de gruesas ramas.
María siempre había admirado a Sofía. Era una niña valiente, franca y segura de sí misma. Habían sido buenas amigas desde siempre, lo habían hecho todo juntas: habían conspirado, planeado, jugado y compartido secretos. De hecho, Chiquita, la madre de María, solía llamarlas «Las dos sombras» cuando eran pequeñas, porque una era siempre la sombra de la otra.
El resto de las niñas de la granja eran mayores o menores, de manera que Sofía y María, al ser de la misma edad, eran aliadas naturales en el seno de una familia dominada por los niños. Ninguna de las dos tenía más hermanas, por eso hacía años habían decidido ser «hermanas de sangre» pinchándose el dedo con una aguja y juntándolos después para «unir» su sangre. Desde ese momento habían compartido un secreto especial que nadie más conocía. Tenían la misma sangre y eso las convertía en hermanas. Ambas estaban orgullosas y sentían un respeto especial por su unión clandestina.
Desde la cima del árbol Sofía podía ver el mundo entero, y si no el mundo entero al menos su mundo, que se extendía ante sus ojos bajo un cielo impresionante. El horizonte era un vasto caldero de color cuando el sol casi se había puesto, bañando los cielos con pinceladas de rosa y dorado. El aire estaba pegajoso, y los mosquitos revoloteaban amenazadores entre las hojas.
– Ya me han vuelto a picar -se quejó María con una mueca de dolor, rascándose la pierna.
– Venga -dijo Santi, agachándose y cogiendo el pie de su hermana con las manos. La levantó con un rápido movimiento de manera que María pudiera apoyar el estómago en la primera rama. Después de eso podría apañárselas sola.
A continuación, Santi se subió al árbol con una facilidad y una ligereza que no dejaban de impresionar a aquellos que le conocían bien. De pequeño había sufrido un accidente jugando al polo que le había dejado como secuela una ligera cojera. Sus padres, desesperados ante la idea de que su minusvalía pudiera perjudicarle más adelante en la vida, se lo llevaron a Estados Unidos, donde fueron a ver a todos los especialistas que pudieron. Pero no tenían de qué preocuparse. Santi había desafiado las predicciones de los médicos y él mismo supo salir adelante. De pequeño se las había ingeniado para correr más rápido que todos sus primos, más incluso que aquellos dos años mayores que él, a pesar de que corría de manera un tanto extraña, con un pie hacia dentro. De jovencito era el mejor jugador de polo del rancho.
«No hay duda -decía su padre con orgullo-, el joven Santiago tiene un arrojo difícil de encontrar en estos tiempos. Llegará lejos. Y se habrá ganado cada paso del camino».
– Fantástico, ¿verdad? -sonrió Sofía triunfante cuando su primo le dio alcance-. ¿Tienes la navaja? Quiero pedir un deseo.
– ¿Qué vas a pedir esta vez? No se cumplirá -dijo Santi, sentándose y columpiando las piernas en el aire-. No sé por qué te molestas -se burló. Pero la mano de Sofía ya corría sobre el tronco, buscando restos de su pasado en la corteza.
– Oh, sí, claro que se cumplirá. Puede que no este año, pero sí algún día, cuando de verdad sea importante. Ya sabes que el árbol reconoce qué deseos conceder y cuáles no-. Y le dio unas palmaditas cariñosas.
– Ahora me dirás que el maldito árbol piensa y siente -se mofó Santi, apartándose el abundante pelo rubio de la frente con su mano sudorosa.
– No eres más que un bobo ignorante, pero algún día aprenderás. Espera y verás. Algún día necesitarás de verdad que se te cumpla un deseo, y cuando nadie te vea vendrás hasta aquí a escondidas en la oscuridad para grabar tu marca en este tronco -le dijo Sofía entre risas.
– Antes prefiero ir al pueblo a ver a la Vieja Bruja. Esa vieja tiene más probabilidades de encaminar mi futuro que este estúpido árbol.
– Ve a verla si quieres, y si eres capaz de aguantar la respiración el tiempo suficiente para no tener que olería. Oh, aquí hay uno -exclamó Sofía al encontrar uno de sus últimos deseos grabado en la madera. Había dejado una cicatriz limpia y blanca, como una vieja herida.
María se unió a ellos, con las mejillas encendidas y acalorada tras el esfuerzo. Su pelo rojizo le caía por los hombros en finos rizos, pegándose ligeramente a sus redondas mejillas.
– Miren qué vista, es magnífica -jadeó, mirando boquiabierta a su alrededor. Pero su prima había perdido interés en el paisaje y estaba ocupada examinando la corteza en busca de su obra.
– Creo que esa es mía -dijo Sofía, trepando a la rama que quedaba por encima de Santi para estudiarla con más detenimiento-. Sí, no hay duda de que es mía. Ése es mi símbolo, ¿lo ven?
– Puede que hace seis meses haya sido un símbolo, pero ahora no es más que una mancha -dijo Santi, subiendo él también e instalándose en otro protuberante brazo del árbol.
– Dibujé una estrella. Se me da muy bien dibujar estrellas -replicó orgullosa-. Oye, María, ¿dónde está la tuya?
María recorrió su rama con paso vacilante. Después de orientarse cruzó hasta llegar junto a Santi y se sentó en una rama más baja cercana al tronco. Cuando encontró su cicatriz la acarició con nostalgia.
– Mi símbolo era un pájaro -dijo, y sonrió al recordarlo.
– ¿Para qué era? -preguntó Sofía, saltando con confianza desde su rama para unirse a ella.
– Te reirás si te lo digo -contestó María con timidez.
– No, no nos reiremos -dijo Santi-. ¿Se te ha cumplido?
– Claro que no, y nunca se cumplirá, pero vale la pena seguir deseándolo.
– ¿Y bien? -la apremió Sofía, intrigada ahora que su prima parecía resistirse a revelarlo.
– Está bien. Deseé tener una voz hermosa para poder cantar con la guitarra de mamá -dijo. Acto seguido alzó la mirada y vio que ambos se estaban riendo.
– Así que el pájaro simboliza la canción -dijo Santi, con una amplia sonrisa.
– Supongo que sí, aunque no es esa la razón exacta de por qué lo dibujé.
– Entonces ¿por qué lo hiciste?
– Porque me gustan los pájaros y porque había uno en este árbol mientras pedía mi deseo. Estaba muy cerca de mí. Era adorable. Papá siempre decía que el símbolo no tiene por qué tener nada que ver con tu deseo. Sólo tienes que preocuparte de hacer tu marca. De todos modos, mi pájaro no es tan gracioso… y lo hice hace un año. Tenía sólo catorce años. Si el mío es tan gracioso, ¿cuál era el tuyo, Sofía?
– Deseé que papá me dejara jugar la Copa Santa Catalina -contestó con arrogancia, a la espera de la reacción de Santi. Como ya había anticipado, éste estalló en una risotada exagerada.
– ¿ La Copa Santa Catalina? ¡No hablarás en serio! -exclamó estupefacto, a la vez que entrecerraba sus ojos verde pálido imperiosamente y ponía cara de incredulidad.
– Lo digo muy en serio -replicó desafiante Sofía.
– ¿Y qué representa la estrella? -preguntó María mientras se frotaba el hombro, donde un poco de musgo le había humedecido la camisa.
– Quiero ser una estrella del polo -les dijo Sofía sin darle importancia, como si acabara de declarar que quería ser enfermera.
– ¡Mentirosa! Chofi, seguro que es lo único que sabes dibujar. María es la única artista de la familia -replicó Santi, y se recostó sobre la rama, echándose a reír-. La Copa Santa Catalina. Pero si eres sólo una niña.
– ¿Sólo una niña, pedazo de zoquete? -le soltó Sofía, fingiendo estar enfadada-. Cumpliré dieciséis en abril. Sólo faltan tres meses. Después ya seré una mujer.
– Chofi, tú nunca serás una mujer porque nunca has sido una niña -dijo Santi, haciendo referencia a su naturaleza masculina-. Las niñas son como María. No, Chofi, no eres para nada una niña.
Sofía le miró mientras él se dejaba caer sobre la rama del árbol. Santi llevaba los vaqueros por las caderas, anchos y gastados. Se le había subido la camiseta hasta el pecho, revelando un estómago liso y bronceado y los huesos de las caderas se le marcaban como si estuviera mal alimentado. Pero nadie comía tanto como él. Devoraba la comida con la urgencia de quien no ha comido en mucho tiempo. Deseó acariciarle la piel con los dedos y hacerle cosquillas. Cualquier excusa para poder tocarle. Solían jugar casi siempre apiñados y el contacto físico la excitaba. Pero no le había tocado desde hacía una o dos horas, por lo que el deseo de hacerlo era irresistible.
– ¿Y dónde está el tuyo? -le preguntó, captando de nuevo su atención.
– Oh, ni lo sé ni me importa. De todas formas, es una estupidez.
– No, no lo es -insistieron las chicas al unísono.
– Papá solía obligarnos a grabar nuestros deseos todos los veranos, ¿te acuerdas? -dijo Sofía melancólica.
– También ellos lo hacían de niños. Estoy segura de que sus cicatrices siguen aquí si las buscamos -añadió María entusiasmada.
– Habrán desaparecido hace mucho, María. Creo que desaparecen cada uno o dos años -dijo Santi con aires de erudito-. De todas formas, se necesitaría mucha magia para que Paco dejara que Sofía jugara la Copa Santa Catalina.
Y de nuevo se echó a reír, aguantándose el estómago con las manos para demostrar lo ridículas que le parecían sus ambiciones. Sofía saltó con gran agilidad desde su rama a la de él y a continuación pasó la mano por la parte inferior de su estómago hasta que Santi se puso a gritar, presa de una combinación de dolor y placer.
– Chofi, no me lo hagas aquí arriba. ¡Nos caeremos y nos mataremos! -jadeaba entre accesos de risa mientras los dedos de ella cruzaban la línea que separaba su piel bronceada de la piel blanca y secreta que sus shorts escondían del sol. Santi la cogió de la muñeca y se la apretó tan fuerte que Sofía soltó un grito. Él tenía diecisiete años, dos más que su prima y que su hermana. Sofía se excitaba cuando él utilizaba la superioridad de su fuerza para dominarla, pero formaba parte del juego fingir que no le gustaba.
– No me parece que sea pedir tanto -respondió, llevándose la muñeca al pecho.
– Es mucho pedir, Chofi -replicó, sonriéndole con afectación.
– ¿Por qué?
– Porque las chicas no juegan en los partidos.
– Bueno, siempre hay una primera vez -le soltó, desafiante-. Creo que papá terminará por dejarme.
– No en la Copa Santa Catalina. Hay mucho orgullo en juego en ese partido, Chofi. De todas formas, Agustín es el cuarto.
– Sabes que puedo jugar tan bien como Agustín.
– No, no lo creo, pero si acabas jugando no será por nada que tenga que ver con la magia. Juego sucio, manipulación…, ése es más tu estilo. Tienes al pobre Paco bailando en tu mano y ni siquiera se ha enterado.
– Todo el mundo baila en la mano de Sofía, Santi -se rió María, sin el menor deje de envidia.
– Excepto mamá.
– Estás perdiendo tu encanto, Chofi.
– Sofía nunca tuvo el más mínimo encanto sobre Anna.
La Copa Santa Catalina era el partido anual de polo que se jugaba contra La Paz, la estancia vecina. Las dos estancias habían sido rivales durante años, incluso generaciones, y el año anterior Santa Catalina había perdido por sólo un gol. Los primos que vivían en Santa Catalina, que eran muchos, jugaban al polo casi todas las tardes durante el verano, del mismo modo que los primos de Anna jugaban al hurling en Glengariff. Paco, el padre de Sofía, y Miguel, su hermano mayor, se interesaban al máximo y forzaban a los chicos a que mejoraran su juego. Santi ya tenía un hándicap de seis goles, lo cual era excelente puesto que el hándicap máximo era de diez goles y había que ser muy buen jugador para poder acceder a un hándicap. Miguel estaba tremendamente orgulloso de su hijo y apenas se molestaba en esconder su favoritismo.
Fernando, el hermano mayor de Santi, sólo tenía un hándicap de cuatro goles. A Fernando le irritaba que su hermano pequeño le ganara en todo. Y aún resultaba más humillante no sólo que fuera mejor atleta, sino que fuera superior a él y además cojo. Tampoco le había pasado inadvertido que Santi no era solamente la niña de los ojos de sus padres, sino el ojo entero. Así que deseaba que su hermano fallara. De noche rechinaba los dientes de tanto desearlo, pero Santi parecía invencible. Encima el maldito dentista le había dado un espantoso molde que tenía que ponerse en la boca todas las noches para salvar los dientes, un nuevo clavo que Santi había felizmente clavado en su ataúd.
Por su parte, Sofía tenía dos hermanos mayores, Rafael y Agustín, que completaban el cuarteto que formaba el equipo. Rafael también tenía un hándicap de cuatro goles, y Agustín de dos. A Sofía, para su enfado, no la incluían.
A Sofía le habría gustado ser un niño. Odiaba los juegos de las niñas y había crecido siguiendo a los niños por todas partes con la esperanza de que la incluyeran en su grupo. Santi siempre dejaba que se uniera a ellos. Siempre le había dedicado parte de su tiempo para ayudarla con el polo e insistía para que practicara con los chicos, incluso cuando tenía que hacer frente a la fiera oposición de su hermano y de sus primos, quienes odiaban jugar al polo con una niña, sobre todo si la niña en cuestión jugaba mejor que alguno de ellos. Santi argüía que sólo dejaba que Sofía participara para mantener la paz.
– Podías llegar a ser muy exigente. Era más sencillo darse por vencida -le dijo Santi en una ocasión. Santi era su primo favorito. Siempre la había defendido. De hecho, para ella era mejor hermano que Rafael y que el desgraciado de Agustín.
Santi tiró su navaja a Sofía.
– Adelante, pide tus deseos -dijo, perezoso, sacando un paquete de cigarrillos del bolsillo de la camisa-. ¿Quieres uno, Chofi?
– Claro, por qué no.
Sacó uno, lo encendió y, después de darle una larga chupada, se lo pasó a su prima. Sofía subió a una rama más alta con la pericia de un mono venezolano y se sentó cruzando las piernas, revelando sus bronceadas rodillas a través de los tajos deshilachados de sus vaqueros.
– Veamos, ¿qué puedo pedir esta vez? -suspiró, abriendo la navaja.
– Asegúrate de que sea un deseo inalcanzable -le aconsejó Santi, echando un vistazo hacia donde estaba tranquilamente sentada su hermana, que a su vez miraba a su prima con declarada admiración. Sofía dio una chupada al cigarrillo antes de espirar el humo con asco.
– Eh, devuélveme mi pucho si no eres capaz de fumar correctamente. No lo malgastes -dijo Santi, irritado-. Ni te imaginas lo mucho que me ha costado conseguirlos.
– No mientas. Encarnación te los consigue -replicó despreocupada Sofía mientras empezaba a grabar su deseo en la corteza. La madera blanda salía fácilmente después del corte inicial, y las pequeñas virutas caían como si fueran de chocolate.
– ¿Quién te lo ha dicho? -preguntó, acusador.
– María.
– Yo no quería… -empezó María, con tono culpable.
– En fin, Santi, qué más da. De todas formas, te guardaremos el secreto -dijo Sofía, ahora más interesada en su deseo que en la riña que estaba a punto de estallar entre hermano y hermana.
Santi inspiró profundamente, sosteniendo el cigarrillo entre el índice y el pulgar mientras miraba a Sofía dibujar en la corteza. Había crecido con ella y siempre la había considerado como una hermana, junto con María. Fernando no estaba de acuerdo con él. Para él Sofía, en el mejor de los casos, no era más que una molestia. La expresión de Sofía era ahora de condensada concentración. Tenía una piel hermosa, decidió Santi. Era una piel suave y morena como la mousse de chocolate con leche de Encarnación. Su perfil revelaba cierta arrogancia, quizá era la forma en que la nariz se elevaba en la punta, ¿o sería por la fuerza de su barbilla? Le gustaba su forma de ser: era desafiante y difícil. Sus almendrados ojos marrones podían pasar de la suavidad a la autoridad en un parpadeo, y cuando se enfadaba se oscurecían, pasando del castaño a un intenso color rojizo oscuro que jamás había visto en otros ojos. Nadie podía decir de ella que fuera una chica fácil de convencer. Ésa era una cualidad que Santi admiraba en ella. Sofía tenía un carisma que atraía a la gente, aunque a veces, si se acercaban demasiado, terminaban pillándose los dedos. Él disfrutaba viendo cómo eso ocurría desde su posición de privilegio. Siempre estaba ahí para recibirla cuando las amistades de Sofía se torcían.
Después de un rato Sofía volvió a sentarse y sonrió con orgullo mientras contemplaba su obra de arte.
– ¿Y bien? ¿De qué se trata? -preguntó María, inclinándose sobre la corteza para poder ver mejor.
– ¿No lo ves? -replicó indignada Sofía.
– Lo siento, Sofía, pero no, no lo veo -contestó María.
– Es un corazón de enamorados. -Miró a María directamente a los ojos y ésta le devolvió la mirada a la vez que fruncía, interrogante, el ceño.
– ¿Ah, sí?
– Qué típico, ¿no? ¿Quién es el afortunado? -preguntó Santi, que había vuelto a dejarse caer sobre su rama y columpiaba letárgicamente los brazos y las piernas en el aire.
– No pienso decirlo. Es un deseo -contestó Sofía, bajando la mirada con timidez.
Sofía rara vez enrojecía, pero en los últimos meses había empezado a sentirse diferente con respecto a su primo. Cuando Santi la miraba a los ojos con esa intensidad tan propia de él, ella notaba que se le subían los colores y que el corazón saltaba en su pecho como un grillo sin razón aparente. Admiraba a su primo, lo veneraba, lo adoraba. De repente a su rostro le había dado por sonrojarse. No tenía nada que ver con ella, no había sido consultada, simplemente ocurría. Cuando se quejó a Soledad de que se ponía roja cuando hablaba con los chicos, la criada se echó a reír y le dijo que eso era parte de hacerse mayor. Sofía esperaba superarlo igual de rápido. Reflexionaba sobre estas nuevas sensaciones con curiosidad y regocijo, pero Santi estaba a kilómetros de distancia, espirando humo como un piel roja. María cogió el cuchillo y grabó con él un pequeño sol.
– Deseo que se me bendiga con una vida larga y feliz -dijo.
– Ese es un deseo un poco raro -se burló Sofía, arrugando la nariz.
– No des nunca nada por hecho, Sofía -dijo María, poniéndose seria.
– Oh, Dios, has estado escuchando a mi delirante madre. ¿Y ahora vas a besar tu crucifijo? -María se echó a reír cuando Sofía puso cara de piadosa y se persignó irreverentemente.
– ¿No vas a pedir un deseo, Santi? ¡Venga, es una tradición! -insistió Sofía.
– No, eso es cosa de niñas -respondió él.
– Como gustes -dijo Sofía, tumbándose sobre el tronco-. Mmm, ¿sienten el olor a eucalipto? -Una brisa satinada le acarició las mejillas acaloradas, trayendo consigo el inconfundible aroma medicinal del eucalipto-. ¿Saben una cosa? De todos los olores del campo, éste es el que más me gusta. Si estuviera perdida en el mar y me llegara este olor, lloraría por volver a casa. -Y suspiró melodramáticamente.
Santi inspiró hondo y a continuación espiró anillos de humo por la boca.
– Estoy de acuerdo, siempre me recuerda al verano.
– A mí no me llega el olor a eucalipto. Lo único que me llega es el humo del Marlboro de Santi -soltó María con una mueca, ahuyentando el humo con la mano.
– Bueno, entonces no te sientes en la dirección del viento -se quejó Santi.
– ¡No, Santi, eres tú el que estás sentado en dirección contraria al viento!
– ¡Mujeres! -suspiró Santi, a la vez que su pelo rubio rojizo formaba alrededor de su cabeza algo semejante a una de esas misteriosas auras sobre las que deliraba la Vieja Bruja del pueblo. Al parecer todo el mundo tenía una, todos excepto los más malvados. Los tres se agarraron a las ramas como gatos, buscando en silencio las primeras estrellas en el cielo crepuscular.
Los ponis relincharon y patearon, cansinos, bajo el ombú, apoyándose ahora en las patas traseras, ahora en las delanteras, para darles descanso. Ahuyentaban pacientemente con la cabeza las nubes de moscas y de mosquitos que se arracimaban a su alrededor. Por fin María sugirió que era hora de volver.
– Pronto se hará de noche -dijo, ansiosa, a la vez que montaba su poni.
– Mamá me matará -suspiró Sofía, previendo la furia de Anna.
– Supongo que volveré a cargármelas -gruñó Santi.
– Bueno, Santiago, tú eres el adulto, se supone que eres tú quien debe cuidar de nosotras.
– Con tu madre en pie de guerra, Chofi, me parece que no quiero esa responsabilidad.
Anna era famosa por su genio.
Sofía montó de un salto sobre su poni y con mano experta lo guió por la oscuridad.
De vuelta en el rancho, dejaron los ponis en manos del viejo José, el mayor de los gauchos, que había estado apoyado contra la verja sorbiendo mate con una bombilla de plata decorada, esperando con la paciencia de alguien para quien el tiempo significa poco. Meneó su cabeza gris con amable desaprobación.
– Señorita Sofía, su madre lleva toda la noche buscándola -la reprendió-. Estos son tiempos peligrosos, niña, debe tener cuidado.
– Oh, querido José, no debería preocuparse tanto, ya sabe que me las arreglo muy bien sola -y sin dejar de reír salió corriendo tras María y Santi, que ya caminaban hacia las luces.
Como era de esperar, Anna estaba furiosa. Como una caja de sorpresas, en cuanto vio a su hija se levantó de un salto, agitando los brazos como si fuera incapaz de controlarlos.
– ¿Dónde demonios estabas? -inquirió, a la vez que el color de la cara se confundía amenazadoramente con el rojo de sus cabellos.
– Salimos a cabalgar y no nos dimos cuenta de la hora. Lo siento.
Agustín y Rafael, sus hermanos mayores, se estiraron en los sofás y sonrieron con ironía.
– ¿A qué vienen esas sonrisas? Agustín, no te metas donde no te llaman. Esto no tiene nada que ver contigo.
– Sofía, eres un sapo mentiroso -dijo Agustín desde el sofá.
– Rafael, Agustín, no estoy de broma -los reprendió su madre, totalmente exasperada.
– A tu cuarto, señorita Sofía -añadió Agustín por lo bajo. Anna no estaba de humor para sus chistes y miró a su marido en busca de apoyo, pero Paco volvió a sus hijos y a la Copa Santa Catalina. El abuelo O'Dwyer, que no habría sido de ninguna ayuda, roncaba sin disimulo en el sillón de la esquina. Así que Anna, como de costumbre, se vio obligada a asumir el papel de mala. Se volvió hacia su hija y con un suspiro propio de una experta mártir, la envió a su habitación sin cenar.
Sofía salió del salón sin perder la calma y se dirigió tranquilamente a la cocina. Como esperaba, Soledad estaba a punto, armada con empanadas y un humeante bol de sopa de calabaza.
– Paco, ¿por qué no me ayudas? -preguntó Anna con gesto cansado a su esposo-. ¿Por qué siempre te pones de su parte? No puedo hacer esto sola.
– Mi amor, estás cansada. ¿Por qué no te acuestas temprano? -Paco alzó la vista para mirar el rostro severo de su mujer. Buscó en sus rasgos a la suave jovencita con la que se había casado y se preguntó por qué tenía tanto miedo de mostrarse tal cual era. En algún punto del camino Anna se había dado por vencida, y él se preguntaba si en algún momento volvería a recuperarla.
La cena fue de lo más incómodo. Anna mantuvo en todo momento una expresión tensa en señal de desafío. Rafael y Agustín siguieron hablando del partido de polo del día siguiente con su padre como si ella no estuviera presente. Se habían olvidado de la ausencia de Sofía. Su asiento vacío en la mesa de la cena se estaba convirtiendo en algo habitual.
– Es a Roberto y Francisco Lobito a quien tenemos que vigilar -dijo Rafael, hablando con la boca llena. Anna lo miraba, dubitativa. Aunque con veintitrés años ya cumplidos, era demasiado mayor para que su madre le fuera diciendo lo que tenía que hacer.
– Marcarán a Santi muy de cerca -dijo Paco, alzando la vista desde la seriedad de su frente-. Es nuestro mejor jugador, lo que significa que la responsabilidad de ustedes será mayor. ¿Entienden? Agustín, vas a tener que concentrarte en serio, concentrarte de verdad.
– No te preocupes, papá -intervino Agustín, alternando la mirada de sus ojillos marrones entre su padre y su hermano en un intento por probar su sinceridad-. No los defraudaré.
– Más te vale, de lo contrario tu hermana jugará en tu lugar -dijo Paco a la vez que veía a Agustín clavar la mirada en el plato. Anna suspiró profundamente y meneó la cabeza, pero Paco no le hizo caso. Ella arrugó los labios y siguió comiendo en silencio. Había aceptado que Sofía jugara al polo con sus primos, pero como algo privado entre la familia. «Sobre mi cadáver jugará mi hija un partido en presencia de la familia Lobito de La Paz», pensó, colérica.
Mientras tanto Sofía se relajaba en un baño caliente coronado de burbujas blancas y brillantes. Apoyó la cabeza contra la bañera y dejó que su cabeza se concentrara en Santi. Sabía que no debía pensar en su primo de esa manera. El padre Julio le haría rezar veinte Ave Marías si supiera los pensamientos lascivos que henchían de deseo sus partes más íntimas. Su madre se santiguaría y diría que un enamoramiento así no era natural. Para Sofía era la cosa más natural del mundo.
Imaginaba que Santi la besaba, y se preguntaba cómo sería. Nunca había besado a nadie. Bueno, había besado a Nacho Estrada en el patio del colegio porque había perdido una apuesta, pero no había sido un beso de verdad. No el tipo de beso que se dan dos personas que se quieren. Cerró los ojos e imaginó el rostro cálido y meloso de su primo a un palmo del suyo, sus labios carnosos y sonrientes abriéndose apenas antes de tocar los suyos. Imaginó sus ojos verde oscuro clavados en los suyos, llenos de amor. Pero no podía ir más allá porque no estaba segura de lo que pasaría después, de manera que rebobinó la cinta y empezó de nuevo hasta que el agua del baño se hubo enfriado y las yemas de los dedos parecían la piel de una vieja iguana arrugada.