A su regreso, Santiago Solanas se encontró con una fiesta de bienvenida como no había visto otra igual. De pronto se vio rodeado por sus primos, hermanos, tías y tíos. Todos querían besarle, abrazarle y hacerle montones de preguntas sobre sus aventuras en el extranjero. Su madre sonreía entre lágrimas, presa de la alegría y del alivio, al ver que su hijo había vuelto sano y salvo al seno de la familia.
Sofía vio a Santi descender del Jeep y acercarse con ese andar que era único en él: seguro, con las piernas un poco arqueadas por haber pasado la vida a caballo, y con su mínima aunque detectable cojera. Abrazó a su madre con genuina ternura y Chiquita pareció disolverse entre sus brazos. Era más ancho de hombros y mucho más corpulento de lo que había sido el verano antes de irse a Estados Unidos. Se había ido siendo un niño y había vuelto convertido en un hombre, pensaba Sofía, mordiéndose el labio, víctima de los nervios. Nunca había estado nerviosa en presencia de Santi y, sin embargo, de pronto se sentía paralizada por una timidez que era nueva para ella. En sus sueños había cultivado inconscientemente con él una relación sensual e íntima que, aunque no era en absoluto real, para ella sí se había convertido en una realidad que ahora era incapaz de deshacer. No podía mirar a Santi sin sonrojarse. Naturalmente, él no sabía nada de todo eso. Al verla, la abrazó con el mismo amor fraternal con el que siempre la había abrazado.
– ¡Chofi, cuánto he echado de menos a mi prima favorita! -le dijo echándole el aliento en el cuello suavemente perfumado-. Has cambiado tanto que casi no te reconozco.
Aprensiva, Sofía bajó la mirada. Él, notando la extrañeza en la actitud de su prima, frunció el ceño, confundido.
– Me parece que mi Chofi se ha convertido en una mujer mientras he estado fuera -dijo, dándole un pellizco juguetón. Antes de que Sofía pudiera responderle, Agustín y Rafael la apartaron de un empujón y, en una tosca demostración de afecto, dieron a su primo unas palmadas en la espalda.
– Che, ¡qué alegría volver a verte! -exclamaron alegres.
– Es fantástico estar de vuelta, pueden creerme -respondió, a la vez que sus enormes ojos verdes buscaban a Panchito entre la gente. Chiquita, que captó al instante su mirada, buscó a toda prisa a su hijo pequeño en la terraza y en los campos, deseosa de que todo estuviera perfecto para su Santi. Por fin apareció Miguel por la esquina de la casa con un Panchito gritón y remolón que colgaba feliz de sus grandes hombros.
– Ah, ahí estás, bandido -le dijo su madre, animándose de nuevo-. Ven a saludar a tu hermano.
Al oírla, el pequeño se quedó callado y, llevándose el pulgar a la boca, dejó que su madre le tomara de la mano y le llevara adonde Santi le esperaba.
– ¡Panchito! -Santi se agachó y tomó al tímido niño entre los brazos-. ¿Me has echado de menos? -preguntó, acariciándole el pelo rubio. Panchito, que se parecía mucho a su hermano, abrió sus ojos verdes lo más que pudo y estudió la cara de Santi, totalmente fascinado.
– ¿Qué pasa, Panchito? -preguntó a la vez que le daba un beso en la mejilla suave y bronceada. El pequeño soltó una risa traviesa y, después de hacerse de rogar durante un buen rato, enterró la cabeza en el cuello de Santi y le susurró algo-. Ah -se rió su hermano-, así que crees que soy tan peludo como papá, ¿eh? -y Panchito le pasó la mano por la barbilla rasposa.
– Oye, Panchito, ¿vas a dejarme darle un abrazo a Santi? -dijo María, abrazándolos a la vez. Fernando tardó más en acercarse. Cuando lo hizo sintió cómo el resentimiento le contraía el pecho, pero hizo lo posible por disimular lo incómodo que se sentía. Ser testigo de la llegada de su hermano y ver que se le recibía como a un héroe le había revuelto las tripas. Lo único que había hecho había sido estudiar en otro país, ¿a qué venía tanta alharaca? Se apartó el mechón de pelo negro de los ojos y miró a Santi sin dejar de fruncir el ceño, aunque logró articular una débil sonrisa. Santi le estrechó entre sus brazos y le dio unas palmadas en la espalda como lo habría hecho con un viejo amigo. ¿Con un viejo amigo? Nunca habían sido amigos.
– ¡Cuánto he echado de menos el asado argentino! -suspiró Santi, devorando las morcillas y el lomo que tenía en el plato-. ¡Nadie sabe cocinar la carne como una argentina!
Chiquita resplandeció de orgullo. Se había tomado muchas molestias para que todo estuviera como a él le gustaba.
– Enséñales a todos que hablas inglés como un norteamericano -le animó Miguel, orgulloso. Había quedado muy impresionado al oír hablar a su hijo con los Stanford la primavera anterior. Por lo que podía escuchar, no sonaba nada distinto de los demás.
– Sí, hablaba todo el tiempo en inglés. Todas las asignaturas eran en inglés -respondió.
– Bueno, ¿vas a enseñarnos cómo hablas inglés o no? -le apremió su padre, sirviéndose más vino de la jarra de cristal.
– Bien, ¿qué quieren que diga? I'm glad to be home with my folks and I missed you all -dijo en un inglés perfecto.
– Oh, por Dios, ¡habla como un auténtico norteamericano! -declaró su madre, aplaudiendo con orgullo. A Fernando casi se le atraganta el chorizo.
– Anna, debes de estar aliviada ahora que tienes a alguien con quien hablar en tu lengua -dijo Paco levantando su copa en honor de su sobrino.
– Si puede llamarse a eso mi propia lengua -replicó ella con burlón desdén.
– Mamá habla irlandés, tampoco eso es inglés puro -intervino Sofía, incapaz de quedarse callada.
– Sofía, cuando una no sabe qué decir a veces es mejor guardar silencio -replicó su madre con frialdad, abanicándose.
– ¿Qué más echaste de menos en Estados Unidos? -preguntó María.
Santi pensó unos instantes antes de responder. Se quedó mirando a la distancia, recordando aquellas largas noches en las que soñaba con la pampa argentina, el aroma de los eucaliptos y el vasto horizonte azul, tan enorme y distante que era difícil distinguir dónde terminaba la tierra y dónde empezaba el cielo.
– Les diré exactamente lo que echaba de menos. Echaba de menos Santa Catalina y todo lo que contiene -dijo. A su madre se le humedecieron los ojos y sonrió a su marido, que respondió con igual ternura.
– ¡Bravo, Santi! -dijo solemne-. Brindemos por eso -y todos, excepto Fernando, que hervía de odio en silencio, brindaron por Santa Catalina.
– Que no cambie nunca, nunca -dijo Santi melancólico, mirando durante un segundo a la extraña aunque hermosa joven del vestido blanco que le miraba con ojos claros y preguntándose por qué se sentía tan incómodo en su presencia.
Acorde con el sentimentalismo tan típicamente latino, el almuerzo fue coronado por discursos emocionados, animados por el constante fluir del vino que inflamaba los sentidos. Sin embargo, los chicos veían demasiado excesivo ese derroche de ternura familiar y hacían lo posible por reprimir la risa. Sólo les interesaba conocer el calibre de las chicas norteamericanas y con cuántas se había acostado Santi, pero con buen tino dejaron sus preguntas para más tarde y esperaron a estar a solas con su primo en el campo de polo.
Desesperada, Sofía corrió a su habitación y se encerró dando un portazo. Estaba tan frustrada que casi se arrancó el vestido. Santi había odiado su nuevo look y, ahora que lo pensaba, ella también. La había ignorado por completo. ¿Quién estaba intentando ser? Se sintió muy avergonzada. Había hecho el ridículo delante de todos.
Hizo una bola con el vestido y lo metió en el fondo del armario, detrás de los jerséis, y juró que jamás volvería a ponérselo. Se puso a toda prisa los vaqueros y el polo y se quitó las horquillas del pelo, tirándolas al suelo como si hubieran sido ellas las causantes de la indiferencia de Santi. Se sentó frente al espejo y se cepilló el pelo con furia hasta que le dolió la cabeza. Luego se hizo una trenza y la ató con el mismo lazo rojo de siempre. Ahora vuelvo a ser Sofía, pensó al tiempo que se secaba las lágrimas con el reverso de la mano. Salió con paso decidido a la luz del sol y corrió hacia los establos de los ponis. No volvería a intentar ser lo que no era.
Cuando Santi la vio acercarse, se sintió aliviado al ver que era la Sofía pueril y familiar la que se dirigía hacia él con sus inconfundibles andares de pato. Le divertía la arrogancia en su forma de caminar, y sonrió ante la inesperada punzada de nostalgia que hizo que el estómago le diera un vuelco. Se había sentido algo incómodo cuando la había visto con su vestido blanco y ese peinado de mujer, aunque no había llegado a comprender por qué. Sofía se le había aparecido como un melocotón maduro que derrochaba sensualidad, aunque había en ella algo que la había colocado fuera de su alcance. Ya no era su vieja amiga, sino alguien totalmente nuevo. No podía evitar ser consciente de las jóvenes curvas de su cuerpo que se adivinaban bajo el vestido cuando se ponía de espaldas al sol, y de sus pechos morenos y relucientes, prueba indiscutible de que su prima había crecido y se había alejado de él. Ya no quedaba nada de la Sofía que él recordaba.
Antes de que pudiera seguir dándole vueltas, Sofía llegó a su lado dando botes. A Santi todavía le molestaba que se hubiera convertido en una mujer. En cierto sentido echaba de menos a la niña que había dejado tras de sí el día de su partida. Pero en cuanto empezaron a hablar no tardó en reaparecer esa chispa de malicia tan reconocible en los ojos de su prima, y Santi se sintió aliviado al ver que la persona que habitaba aquel cuerpo voluptuoso era de hecho su querida prima.
– Papá me deja jugar siempre que quiero -dijo alegremente mientras caminaban hacia los establos de los ponis.
– ¿Ytía Anna? ¿Cómo te las arreglaste para convencerla?
– Bueno, no lo creerás, pero esta mañana ha sugerido que jugara al polo contigo.
– ¿Está enferma?
– Seguro. Desde luego no está del todo en sus cabales -añadió entre risas.
– Me encantaban tus cartas -confesó él, y sonrió a su prima al recordar los cientos de largas cartas escritas con su letra descuidada y confusa en papel aéreo azul.
– Y a mí las tuyas. Por lo que decías, daba la sensación de que lo estabas pasando en grande. La verdad es que me dabas mucha envidia. Me gustaría muchísimo irme.
– Algún día lo harás.
– ¿Has tenido muchas novias en Estados Unidos? -preguntó en un secreto alarde de masoquismo.
– Muchas -respondió como si se tratara de algo sin importancia, al tiempo que la agarraba cariñosamente de la nuca. A decir verdad le apretó un poco demasiado fuerte-. ¿Sabes, Chofi?, no te puedes imaginar lo feliz que estoy de haber vuelto. Si ahora me dijeran que jamás volveré a salir de Santa Catalina, sería el hombre más feliz del mundo.
– Pero, ¿no te gustaba tanto Estados Unidos? -preguntó ella, recordando de pronto el tono de sus cartas, en las que sugería que aquel país le había robado el corazón.
– Muchísimo, lo he pasado en grande, pero no te das cuenta de cuánto quieres algo hasta que no lo dejas por un tiempo. Cuando vuelves, lo ves bajo una luz totalmente distinta, porque de pronto eres capaz de verlo como realmente es. De repente amas con una increíble intensidad todo aquello que previamente habías dado por sentado porque sabes lo que es no tenerlo. ¿Me sigues?
Sofía asintió.
– Eso creo -respondió, aunque estaba claro que no, puesto que, a diferencia de él, jamás había salido de Santa Catalina.
– Tú das Santa Catalina por supuesta, ¿verdad, Chofi? ¿Te paras en algún momento a mirarla en toda su belleza?
– Sí, claro que sí -fue su respuesta, aunque no estaba demasiado segura de hacerlo. Él la miró con una sonrisa forzada, y al sonreír se le marcaron las arrugas alrededor de los ojos.
– He aprendido una buena lección mientras estaba lejos de aquí. Me la enseñó mi amigo Stanley Norman.
– ¿Stanley Norman?
– Sí. Tengo que contártela en inglés porque en español no funcionará.
– De acuerdo.
– Es una pequeña historia sobre «el precioso presente».
– «El precioso presente».
– Es una historia verdadera sobre un niño que vive con sus abuelos. El abuelo era un hombre sereno y espiritual que le contaba historias maravillosas. Una de esas historias hablaba del «precioso presente».
Sofía se acordó del abuelo O'Dwyer y de pronto se puso triste.
– El niño estaba muy entusiasmado con la historia y siempre le preguntaba al abuelo qué era exactamente el presente. El viejo le dijo que lo descubriría en su momento, pero que se trataba de algo que le haría eternamente feliz como no lo había sido hasta entonces. Bien pues, el niño mantuvo abiertos los ojos, y cuando el día de su cumpleaños le regalaron una bicicleta que le hizo inmensamente feliz, pensó que aquél debía de ser el «precioso presente» que el abuelo le había descrito. Pero con el paso de los días se aburrió de su nuevo juguete y se dio cuenta de que no podía ser el «precioso presente» porque el abuelo le había dicho que le traería una felicidad eterna.
»E1 niño creció hasta convertirse en un joven y conoció a una chica de la que se enamoró. Por fin, pensó, este es el precioso presente que me traerá felicidad eterna. Pero empezaron a discutir y a pelearse y al final se separaron. El joven empezó a viajar y a ver mundo, y en cada nuevo lugar al que llegaba creía haber encontrado la verdadera felicidad, pero se encontraba siempre mirando al siguiente país, al siguiente lugar hermoso, y se dio cuenta de que la felicidad nunca duraba. Era como si estuviera buscando algo inalcanzable, pero al mismo tiempo no pudiera dejar de buscar. Y eso le entristeció mucho. Después de volver a casarse y tener hijos y darse cuenta de que no había descubierto el "precioso presente" del que le había hablado el abuelo, quedó muy desilusionado.
»Por fin, un día su abuelo murió y con él murió también el secreto del "precioso presente", o eso pensó el joven. Se sentó, sintiéndose desgraciado, y se acordó de los momentos felices que había compartido con su sabio abuelo. Y en ese momento lo vio, después de tantos años de búsqueda. ¿Qué tenía su abuelo que le hacía sentirse tan satisfecho, tan sereno y tan contento? ¿Qué había en él que hacía que uno se sintiera la persona más importante del mundo cuando hablaba con él? ¿Cómo conseguía crear esa atmósfera relajada a su alrededor y la contagiaba a todo aquel que conocía? Después de todo, el "precioso presente" no era un regalo en el sentido material de la palabra. No era más que el aquí y el ahora, el presente, el momento… el ahora. Su abuelo había vivido el momento presente, saboreando cada segundo. No se preocupaba por el mañana, porque ¿para qué gastar tu energía en algo que podía no llegar a pasar nunca? Y tampoco se había quedado anclado en el ayer, porque el ayer se ha ido y ya no existe. El presente es la única realidad, y a fin de conseguir una felicidad eterna debemos aprender a vivir en el aquí y el ahora y no preocuparnos o gastar energía pensando en nada más.
– Hey, ¡vamos, chicos! -gritó Agustín entusiasmado, galopando por el campo sin dejar de practicar con el mazo y la bola.
– Qué historia más maravillosa -dijo Sofía, al tiempo que pensaba lo mucho que le habría gustado al abuelo O'Dwyer. Esa era parte de su filosofía.
– Venga, Chofi, volvamos a jugar juntos. Lo hacemos bien juntos, ¿no te parece? -la apremió Santi, alejándose de ella para montar en su poni. Sofía le vio entrar a medio galope en el campo. Su historia la había impresionado.
Santi estaba encantado de volver a jugar con su hermano y con sus primos en la granja que tanto amaba. Rebosaba alegría y energía vital, y en ese momento se sentía capaz de conquistar cualquier cosa y a cualquiera. Daba vueltas al campo a medio galope consciente de cada olor, de cada color y de todo aquello que formaba parte de Santa Catalina, y tomaba largas y profundas bocanadas de aire. Amaba la estancia como si se tratara de una persona. Cuando empezó el partido estaba viviendo plenamente el momento. No deseaba acelerar la llegada del mañana ni pensar en el ayer.
Sofía jugaba con Santi, Agustín y Sebastián. En el equipo contrario estaban Fernando, Rafael, Niquito y Ángel. Era un partido amistoso, aunque no exento de la competitividad que ya era habitual cuando jugaba la familia entera. Sus gritos resonaban por todo el campo a medida que galopaban de un extremo a otro, sudando de lo lindo en el aire pesado y húmedo.
Paco disfrutaba viendo jugar a su hija; veía reflejado en ella el amor agresivo que él mismo sentía por el juego, y se sentía orgulloso. Sofía era la única chica que conocía con tan buen nivel de juego. Personalizaba todas las cualidades que había apreciado en Anna cuando la conoció, aunque Anna estaba en total desacuerdo con él. Según ella, nunca había sido tan atrevida ni tan tremenda como su hija; esas eran cualidades que Sofía sólo podía haber heredado de él.
Los primos estaban acostumbrados a la presencia de Sofía en el campo de juego y ya no se oponían a que jugara con ellos. Habían tolerado su participación en el partido contra La Paz en aquella ocasión porque habían terminado venciendo, pero le prohibieron volver a jugar. Sabían que podían tratarla como a un hombre, pero otros jugadores que no estaban acostumbrados a jugar con una mujer no conseguían actuar con naturalidad cuando ella estaba presente. Por eso finalmente Paco había cedido y había aceptado que no estaba bien que Sofía alterara el tono del partido. La dejaba jugar sólo con sus primos. En cuanto a Sofía, le daba igual siempre que pudiera jugar. Para ella el polo era más que un juego, era la liberación de todas las ataduras que le imponía su madre. En el campo la trataban como a una más. Podía hacer lo que quisiera, gritar y vociferar, sacar toda su furia y, lo más importante, su padre la aplaudía.
El sol del atardecer dibujaba largas y monstruosas sombras que parecían cobrar vida propia a medida que los jugadores luchaban unos contra otros como caballeros medievales sobre la hierba. En una o dos ocasiones Fernando estuvo a punto de hacer saltar a su hermano del poni, pero Santi se limitó a sonreírle alegremente y alejarse al galope. La sonrisa de Santi irritaba aún más a Fernando. ¿Acaso no se daba cuenta de que su agresión no tenía nada que ver con el partido? La próxima vez le empujaría aún más fuerte. Una vez acabado el partido, devolvieron sus ponis, jadeantes y bañados en sudor, a los mozos que se habían quedado rumiando junto a los establos con sus bombachas y sus boinas.
– Voy a la piscina a darme un baño -anunció Sofía, secándose la frente. La parte que había llevado cubierta por el sombrero estaba húmeda y le picaba.
– Buen plan. Voy contigo -dijo Santi, corriendo hasta ella-.
Has mejorado mucho desde la última vez que te vi jugar. No me extraña que Paco siempre te deje jugar.
– Sólo con la familia.
– Decisión igualmente acertada -aprobó él.
Rafael y Agustín se unieron a ellos y, dando a Santi unas cuantas palmadas en la espalda, se agruparon a su alrededor como solían hacerlo. Ya todos habían olvidado que había estado fuera y la vida seguía como siempre.
– ¡Los veré en la piscina! -les gritó Fernando mientras recogía sus tacos y los apilaba en el maletero del Jeep. Vio alejarse a su hermano en compañía de sus primos y deseó con todas sus fuerzas que volviera a Estados Unidos. Todo iba de maravilla sin él, pero ahora todos volvían a adorar a Santi y habían vuelto a colocarle en aquel maldito pedestal. Se tragó sus sentimientos de inferioridad y subió al asiento del conductor. Sebastián, Niquito y Ángel iban en dirección opuesta camino de sus casas, situadas en el otro extremo del parque, indicando con gestos que también se reunirían con ellos en la piscina.
Sofía se desvistió en la fría oscuridad de la habitación, se envolvió en una toalla y se dirigió a través de los árboles hacia la piscina. Enclavada en una pequeña colina y rodeada de plátanos y álamos, el agua brillaba seductoramente a la suave luz del crepúsculo. El aroma de los eucaliptos y de la hierba recién cortada flotaba en el aire estanco y húmedo, y Sofía, recordando las palabras de Santi, echó un vistazo a la belleza que la rodeaba y la saboreó. Dejó caer la toalla al suelo y se zambulló en la superficie tersa y brillante que tenía delante, un inmejorable patio de juegos para la gran cantidad de moscas y mosquitos que se deslizaban por encima de ella. Minutos más tarde oyó las voces graves y profundas de sus hermanos y primos, y luego el fuerte rugido de la motocicleta de Sebastián. De pronto, la tranquilidad de la que había estado disfrutando se hizo pedazos y se desvaneció.
– ¡Hey, Sofía está desnuda! -anunció Fernando al ver el reluciente cuerpo de su prima bajo el agua.
Rafael le lanzó una mirada de desaprobación.
– Sofía, ya eres demasiado mayorcita para bañarte desnuda -protestó, tirando su toalla al suelo.
– Bah, no seas aguafiestas -le gritó ella, en absoluto desconcertada-. Es fantástico. Sé que lo estás deseando -y se echó a reír con malicia.
– Somos primos, ¿qué más da? -dijo Agustín quitándose los shorts y zambulléndose desnudo-. Además, Sofía tampoco tiene nada que valga la pena ver -soltó cuando salió a tomar aire a la superficie.
– Sólo me preocupo por la dignidad de mi hermana -insistió Rafael nervioso.
– La perdió hace mucho tiempo. Con Roberto Lobito. ¡Ja! -se echó a reír Fernando, bailando sobre el borde de la piscina. La blancura de su trasero contrastaba con el bronceado de sus piernas y de su espalda. Acto seguido también él se tiró al agua.
– De acuerdo, pero no me eches la culpa cuando mamá te pegue la bronca del siglo.
– ¿Quién va a decírselo? -se rió Sofía al tiempo que ella y los chicos no dejaban de salpicarse. Santi se quitó los shorts y se quedó desnudo al borde de la piscina. Sofía no pudo evitar escudriñar su cuerpo. Santi se mostraba sin el menor pudor. Se había puesto las manos en la cintura. Incapaz de contenerse, su mirada se posó, maravillada, en la parte del cuerpo de su primo que había sido siempre insinuada pero jamás revelada. Allí quedaron clavados los ojos de Sofía durante un momento. Había visto antes desnudos a su padre, primos y hermanos, pero había algo en la desnudez de Santi que la había dejado traspuesta de admiración. Ahí lo tenía: colgaba orgulloso y majestuoso delante de ella, más grande de lo que había esperado. De pronto algo la hizo llevar la mirada a los ojos de él y vio que la estaba mirando. Había ira en su rostro. Sofía frunció el ceño a la vez que intentaba adivinar lo que en ese momento cruzaba la mente de Santi. Acto seguido él se zambulló, cortando ruidosamente la superficie del agua en un intento por borrar de su cabeza la imagen de su prima retozando desnuda con Roberto Lobito.
Consciente de que Santi estaba cerca de ella, Sofía nadaba de acá para allá fingiendo no percatarse de su presencia y jugaba a salpicarse sin ganas con los demás. Intentaba mientras tanto descubrir por qué Santi podía haberse enfadado con ella. ¿Qué había hecho?
La ansiedad dio cuenta de su entusiasmo y terminó sintiéndose deprimida.
De repente Rafael dio la voz de alarma, avisándoles de que Anna se acercaba. Ésta, con cara de profunda irritación, iba directa a la piscina.
– Hunde la cabeza, Sofía -le susurró Rafael alarmado-. Me desharé de ella lo más rápido que pueda.
– ¡No te creo! -jadeó-. Esta mujer es la peste -y pegándose a la pared de la piscina dejó que su hermano le hundiera la cabeza bajo el agua.
– Hola, chicos. ¿Han visto a Sofía? -preguntó Anna sin dejar de mirarlos a los ojos.
– Bueno, ha estado jugando al polo con nosotros y luego se ha ido a casa. Desde entonces no la hemos visto -replicó Agustín nervioso.
– No está aquí -dijo Sebastián. En ese momento Anna se dio cuenta de que estaban todos desnudos, y un salpicón de color le tiñó las pálidas mejillas.
– Eso espero -respondió amenazadora, aunque no le habría sorprendido. Luego les sonrió desde debajo del sombrero y les pidió que si veían a su hija la enviaran a casa. Cuando se hubo marchado, Sofía salió a la superficie, escupiendo agua y jadeando por la falta de aire, y a continuación se deshizo en un ataque en el que se combinaban la tos y la risa.
– Has estado cerquísima, boluda -la reprendió Agustín enojado-. ¡Nunca sabes cuándo parar!
Santi miraba a Sofía desde la otra punta de la piscina y sintió una punzada de celos que no supo explicar. De pronto no quería verla ahí, nadando desnuda con los demás chicos. Tenía ganas de abofetearla por salir con Roberto Lobito. De todos los chicos que podría haber elegido, ¿por qué había elegido precisamente a él?