Cuando Sofía volvió a la casa, ya era tarde y sus padres la esperaban en la terraza con Rafael y Jasmina. Les dijo que quería darse un baño y les preguntó si podía llamar a su casa. En realidad no quería, pero sabía que David se preocuparía por ella si no lo hacía.
– ¿Cómo está tu prima? -le preguntó David.
– No durará mucho -respondió Sofía tristemente-, pero al menos puedo pasar algún tiempo con ella.
– Escucha, cariño, quédate el tiempo que quieras. Las niñas están bien, todo está bien.
– ¿Ylos caballos?
– Ninguna novedad. Pero las niñas te echan de menos.
– Yo también las echo de menos -dijo, avergonzada de que el torbellino que inundaba su corazón hubiera ensombrecido lo mucho que las añoraba.
– Este año Honor es la actriz principal en la obra de teatro de la escuela. Está que no cabe en sí porque en la obra hay chicas de diecisiete años y ella sólo tiene catorce. Me temo que se lo está creyendo demasiado.
– Me lo puedo imaginar.
– Espera, quiere hablar contigo -dijo. Cuando la voz de Honor sonó al otro lado de la línea, Sofía sintió una punzada en la garganta fruto de una combinación de culpa y de añoranza.
– Hola, mami. Soy la actriz principal en «La bruja blanca» -exclamó llena de júbilo.
– Lo sé, papá me lo ha dicho. Estoy orgullosa de ti.
– Tengo que aprenderme mis diálogos. Son muchísimos. Tengo más que los demás y la señorita Hindpill me está diseñando un vestido para la función, y voy a tomar clases de dicción para aprender a proyectar la voz.
– Vas a estar ocupadísima, ¿eh?
– Mucho. No tendré tiempo para estudiar.
– Vaya novedad -se rió Sofía-. ¿Cómo está India?
– Papá dice que es mejor que no hable contigo porque se pone triste -anunció Honor con ese tono de hermana mayor responsable.
– Ya veo. ¿Le darás un beso muy especial de mi parte? Los echo mucho de menos.
– Vas a volver pronto, ¿verdad?
– Claro, cariño, muy pronto -le dijo Sofía, intentando ocultar la emoción que la embargaba-. ¿Me pasas a papá? Un beso enorme para las dos.
Honor le envió un beso antes de pasarle a su padre.
– ¿Está bien India? -preguntó sin ocultar su ansiedad.
– Sí. Te echa de menos, eso es todo. Pero no te preocupes, está muy bien. Pareces muy triste, cariño. Lo siento muchísimo. Ojalá pudiera estar ahí contigo.
A pesar de que el tono de voz de David era de preocupación, a Sofía le irritó. De repente se puso nerviosa.
– David, tengo que colgar. Esto está costando una fortuna. Di a las niñas que les envío todo mi amor -dijo.
– Por supuesto. Y cuídate, cariño.
Durante un instante Sofía se sintió incómoda. La llamada había dejado en ella un residuo amargo. Se sintió falsa y se odió por su habilidad para mentir de manera tan convincente. Cuando pensaba en las caritas inocentes y confiadas de sus hijas, su engaño resultaba aún más despreciable. David siempre había sido bueno con ella. El cariño que destilaban sus palabras y su voz la hacían sentirse más baja y más mezquina de lo que jamás se había sentido. Pero cuando apareció en la terraza minutos más tarde, habiéndose cambiado de ropa y lista para la cena, Inglaterra volvió a pasar a un segundo plano y se sumergió de nuevo en el precioso presente de la noche cálida y húmeda, respirando el mismo aire que Santi.
Fue una cena agradable. Un par de candelabros iluminaban la mesa y el Réquiem de Mozart llegaba a la terraza a través de las ventanas abiertas del estudio. A Sofía le encantaba Jasmina, con la que charlaba animadamente, como dos viejas amigas.
– Vivimos en un limbo terrible -dijo Jasmina-. Para los niños la vida sigue como siempre. El lunes vuelven a la escuela. No creo que se den cuenta de lo que está pasando. Pero para nosotros, esperando de esta manera, nuestras vidas están suspendidas hasta el momento en que María nos deje. Y no sabemos cuánto tardará eso en ocurrir.
– ¿Qué harás? -preguntó Sofía-. ¿Volverás a Buenos Aires como de costumbre?
– No. Los niños volverán con Juan Pablo, el chófer, mañana por la noche, pero nosotros nos quedaremos…, y esperaremos, supongo.
– Me dará pena despedirme de Clara. Nos hemos hecho muy amigas.
– También a ella le dará pena desprenderse de ti. Creo que está un poco enamoradilla de ti -dijo Jasmina, echándose a reír de esa forma tan encantadora y tan femenina que la caracterizaba-. Volverá el próximo fin de semana. Para entonces puede que ya te hayas hartado de ella.
– No creo. Es adorable.
– Rafa dice que es como tú cuando tenías su edad.
– Espero que no acabe como yo -bromeó con tristeza.
– Estaría orgullosa de ella si así fuera -dijo Jasmina convencida-. ¿Sabes?, María está muy contenta de que hayas venido. Te echaba de menos. Hablaba de ti a menudo.
– Éramos muy amigas. Qué triste es cuando la vida no resulta como esperamos -dijo Sofía presa de la melancolía.
– Siempre ocurre lo que menos esperamos, pero eso es precisamente lo que hace de la vida una aventura. No pienses en lo que has perdido, Sofía. Piensa en lo que tienes.
En ese momento entró Soledad con su postre favorito: crepes de dulce de leche y banana.
– Para usted, señorita Sofía -sonrió orgullosa y puso la bandeja sobre la mesa.
– Eres divina, Soledad. No sé cómo he podido sobrevivir sin las crepes todos estos años -respondió Sofía, complaciente.
– No volverá a quedarse sin ellos, señorita Sofía.
– ¿Cuánto piensas quedarte? -preguntó Rafael que, aunque no era esa su intención, terminó sirviéndose una larga porción de crepes.
– No lo sé -respondió Sofía con sinceridad.
– Acaba de llegar, amor, no le preguntes cuándo piensa irse -le riñó Jasmina.
– Quédate el tiempo que quieras -dijo Paco-. Esta es tu casa, Sofía. Aquí está tu lugar.
– Estoy de acuerdo contigo, papá. Ya le he dicho que debería traer a su esposo y a las niñas.
– Rafa, ya sabes que eso es imposible. ¿Qué haría David aquí? -dijo Sofía echándose a reír.
– Esa no es excusa. No puedes desaparecer durante años, regresar y volver a dejarnos.
Sofía miró a su madre, que estaba sentada al otro extremo de la mesa. Cuando lo hizo, Anna levantó los ojos y la miró. Sofía intentó imaginar lo que estaría pensando, pero, a diferencia de su padre, la expresión de Anna no delataba nada.
– Me siento halagada. De verdad -respondió Sofía, y se sirvió un poco de postre.
– Agustín se fue a Estados Unidos. No sé… no entiendo a los jóvenes de hoy en día -dijo su padre, meneando su cabeza plateada-. En mis tiempos la familia permanecía unida.
– En tus tiempos, papá, la situación del país obligaba a las familias a mantenerse unidas. Nunca sabías cuándo alguien de tu familia iba a desaparecer delante de tus narices -dijo Rafael, visiblemente melancólico, acordándose de Fernando.
– Aquellos fueron tiempos muy duros.
– Me acuerdo que cuando era niño -continuó Rafael- siempre estabas muy preocupado por saber dónde estábamos.
– Los secuestros estaban a la orden del día. Estábamos muy preocupados por ustedes -dijo Anna-. Sobre todo Sofía, que siempre desaparecía con Santi y con nuestra querida María.
– En eso creo que no ha cambiado -se burló Rafael. Sofía no sabía si se refería al presente o a su desaparición años atrás.
– Nunca entendí por qué te preocupabas tanto, mamá. Creía que en realidad estabas un poco paranoica -dijo Sofía.
– No, no es verdad. Simplemente creías que yo era una aguafiestas. Me lo hiciste pasar mal, Sofía.
Anna había hablado sin el menor atisbo de humor, aunque no había pretendido que sus palabras sonaran tan amargas.
– Lo siento, mamá.
Sofía se sorprendió a sí misma porque lo decía de corazón. Nunca se había mirado a través de los ojos de su madre. Pero ahora que también ella era madre, se preocupaba constantemente por sus hijas. Una pequeña llama de comprensión se encendió en su cabeza. Miró a su madre y sintió que la embargaba la tristeza.
Esa noche se retiró temprano. Dejó a los demás hablando en la terraza, con los rostros iluminados por la oscilante luz de las velas, y con sus voces mezclándose con el suave coro de grillos que llenaba el silencio de la pampa, y atravesó el patio iluminado por la luz de luna y lleno de macetas de geranios hasta su habitación. Ya en la cama, intentó en vano dormir. No podía quitarse a Santi de la cabeza. Se preguntaba cuánto tiempo podrían estar juntos. Sabía que llegaría el momento en que tendría que volver a separarse de él. ¿O existía alguna posibilidad de que construyeran una vida juntos? Sin duda, después de todo ese tiempo, se lo merecían. No hacía más que darle vueltas a estos pensamientos a fin de ponerlos en orden.
Finalmente, apartó a patadas las sábanas, frustrada por no poder conciliar el sueño. Necesitaba ver a Santi. Necesitaba saber que lo suyo no iba a terminar ahora que habían vuelto a encontrarse. Se puso el salto de cama y salió a la oscuridad de la noche. La luna estaba llena y fosforescente. Fue avanzando a saltos de sombra en sombra como un sapo, con los pies desnudos húmedos por el rocío. No sabía cómo iba a poder encontrarle, o cómo iba a despertarle sin despertar también a su esposa.
Una vez en la casa, Sofía fue rodeándola, caminando pegada a la pared. Atisbó por las ventanas, intentando adivinar cuál era su habitación. La casa de Chiquita era de una sola planta, así que no tuvo que habérselas con escaleras ni con plantas trepadoras. La mayoría de las habitaciones estaban protegidas por persianas. Sofía había olvidado la afición que tienen los argentinos por las persianas. Naturalmente, no podía ver a través de ellas, así que no había forma de saber qué o quién estaba en el otro lado. Rodeó la casa hasta llegar a la terraza y se quedó de pie sobre las suaves baldosas sin saber qué hacer. Ya estaba a punto de darse por vencida cuando una lucecita roja llamó su atención desde el porche. Miró con más atención y se dio cuenta de que era la punta de un cigarrillo.
– Dejé de fumar hace años -dijo la voz desde el porche.
– ¡Santi! ¿Qué estás haciendo ahí? -balbuceó, aliviada.
– Esta es mi casa. ¿Qué estás tú haciendo aquí?
– He venido a verte -respondió con un suave susurro, acercándose a él de puntillas.
– Estás loca -apuntó Santi riéndose entre dientes-. Por eso te amo.
– No podía dormir.
– Yo tampoco.
– ¿Qué vamos a hacer?
– No lo sé.
Santi suspiró y apagó el cigarrillo. Atrajo a Sofía hacia él y pegó su rasposa mejilla a la de ella. Rascaba.
– No puedo soportar pensar que lo nuestro va a terminar ahora que hemos vuelto a encontrarnos -murmuró Sofía.
– Lo sé. Yo también he estado pensando en eso -le dijo Santi-. No sabes cómo me arrepiento de no haber huido contigo en aquella ocasión.
– Yo también. Ojalá…
– Quizá se nos dio una oportunidad y nos equivocamos al no aprovecharla.
– No digas eso, Santi. ¡Las oportunidades las creamos nosotros! -susurró.
– Eres realmente perversa al venir así hasta aquí -le dijo él, frotándole la cabeza con cariño-. Espero que a nadie más le cueste dormir esta noche.
– Tú y yo siempre hemos estado muy sincronizados.
– Ese es el problema. Será así siempre, da igual en qué rincón del mundo estemos.
– ¿Cuánto tiempo tenemos, Santi? -preguntó con forzada calma, intentando no demostrar lo desesperada que estaba.
– Claudia se lleva mañana por la tarde a los niños a Buenos Aires -respondió. Sofía no supo si había entendido mal su pregunta a propósito.
– Entonces, ¿podremos pasar algún tiempo juntos?
– Le está costando mucho.
– ¿Qué?
– Que hayas aparecido de pronto.
– ¿Sabe lo nuestro? -preguntó Sofía con curiosidad, en secreto encantada al saber que sí.
– Sabe que fuimos amantes. Se lo dije. Todo el mundo lo sabía. Como podrás imaginar, fue difícil mantener en secreto un escándalo como ese. No quería ocultarle algo que merecía saber. Quería que comprendiera que no había sido algo sórdido, que nos queríamos. Claudia llenó el vacío que había en mí, Chofi. Me hizo feliz en un momento en que pensaba que jamás volvería a serlo.
– ¿Qué intentas decirme? -pregunto ella despacio, aunque sabía la respuesta. Él la besó en la sien y Sofía sintió cómo a Santi se le expandía el pecho cuando respiró hondo.
– No sé, Chofi. No quiero hacerle daño.
– Bueno, no pensemos ahora en eso -dijo Sofía haciendo un claro alarde de valentía. Creía que si no se enfrentaban a la situación, las esperanzas seguirían intactas-. No tenemos que tomar ninguna decisión. Simplemente disfrutemos estando juntos, con María.
– Claro, no tenemos que tomar ninguna decisión -repitió Santi. Sofía esperaba que la incertidumbre del momento estuviera atormentando a Santi tanto como la estaba atormentando a ella.
Cuando volvió a su habitación, el amanecer estaba transformando el cielo en un espectro de azules y rosas. Dejó de pensar en el futuro. Tenía demasiado miedo de enfrentarse a lo inevitable.
Naturalmente se levantó tarde, pero esta vez sabía exactamente dónde estaba. Se puso un vestido corto y salió con paso decidido a la luz de una mañana radiante. Hacía mucho calor bajo el implacable sol argentino. Se acordó que, de pequeña, se pasaba el verano entero estirada en la tumbona junto a la piscina, «tostándose». Desde que vivía en Inglaterra echaba de menos el calor, y había olvidado aquel inmenso cielo azul que ahora resplandecía sobre su cabeza.
Cuando apareció en la terraza, Jasmina y Rafael estaban leyendo en compañía de Paco y de Anna bajo las sombrillas, mientras sus hijos estaban tumbados boca abajo en el suelo, dibujando y pintando con sus primos. Era una escena tranquila y Sofía sintió que la asaltaba la envidia. ¿Así habría sido todo si hubiera vuelto? ¿Podrían ella y Santi haber construido una vida con Santiaguito después de todo? Por un momento su cuerpo anheló volver a estar con el pequeño y con sus dos hijas. Se preguntó dónde podría estar su niño. Debía de tener veintitrés años, ya todo un jovencito. Ni siquiera la reconocería si la viera. Serían dos perfectos desconocidos.
Después de controlar ese dolor al que había terminado por acostumbrarse, se sentó a la mesa. Poco después Soledad apareció con el té, tostadas, membrillo y queso. Vio dormir al bebé de Jasmina sobre el pecho de su madre, parcialmente cubierto por un precioso chal blanco. Jasmina tenía una mano sobre la cabeza del bebé y con la otra sostenía el libro que estaba leyendo. Si supiera pintar, Sofía la habría dibujado así, serena y hermosa como una «Madre e hija» de Sorolla.
Durante todo el rato que estuvo allí, lo único que deseaba Sofía era estar con Santi. Anhelaba que llegara la tarde en que Claudia por fin se fuera a la ciudad y los dejara solos. Nadie hablaba. Todos parecían sumidos en sus pequeños mundos, y Sofía se acordó de aquellos años inocentes de su juventud cuando formaba parte de su mundo. Miró a su madre, que leía en silencio a la sombra con la cabeza cubierta por su sombrero de paja. Siempre llevaba sombreros de paja. Sofía no conseguía recordar qué se ponía durante el invierno. Paco leía los periódicos del domingo. Llevaba unas gafas pequeñas y redondas que se había colocado en la punta de su nariz grande y aguileña. Cuando se sintió observado por ella, levantó la mirada y le sonrió. En sus ojos Sofía pudo distinguir una chispa de cariño. Sin embargo, no había lugar para ella en esa escena. Todos tenían su sitio bajo el sol y compartían una relajada familiaridad en la que sobraban las palabras. Eran parte del lugar. Sofía también había sido parte de aquello en otro tiempo, pero ya no conseguía recordar cómo se sentía entonces.
Bebió el té en silencio. Pasados unos minutos, Clara se acercó a ella para enseñarle su dibujo. Era muy bueno para una niña de su edad, lleno de colores brillantes y de rostros felices. Sus pinceladas eran seguras y decididas. Sofía lo admiró.
– ¡Eres toda una artista! -exclamó con entusiasmo. Clara resplandeció de orgullo-. ¿Quién te ha enseñado a dibujar?
– Nadie. Es que me gusta mucho. Soy la mejor de la clase.
Sofía miró la carita de duendecillo de la niña y sonrió.
– ¿Vas a ser pintora cuando seas mayor?
– No -respondió Clara con absoluta seguridad-. Voy a ser actriz -concluyó, sonriendo con cara de felicidad.
– Creo que serás una actriz estupenda, Clara.
– ¿De verdad? -chilló, saltando de un pie al otro.
– ¿Cuál es tu película favorita?
– Mary Poppins.
– Y ¿quién te gustaría ser? ¿La niña?
– No. Mary Poppins. Me sé todas las canciones -anunció, empezando a cantar-: Con un poco de azúcar…
– Vaya, parece que es verdad que te sabes todas las canciones -se rió Sofía.
– Mamá dice que es un buen sistema para aprender inglés.
– Tiene razón.
– Esta noche vuelvo a Buenos Aires -gimoteó la niña, con una mueca de fastidio.
– Pero te gusta ir a la escuela, y volverás el próximo fin de semana, ¿no?
– ¿Estarás aquí?
– Claro -respondió Sofía, no queriendo desilusionar a la niña. No sabía cuándo se iría. No quería pensar en eso.
– ¿Te quedarás a vivir aquí? Papá me ha dicho que sí.
Sofía miró a Rafael, que levantó la mirada del periódico y le sonrió con cara de culpa.
– No creo que me quede -dijo, intentando ser sincera-. No para siempre. Pero tienes que venir a verme a Inglaterra. Te gustará. El mejor teatro se hace allí.
– Oh, lo sé todo sobre Inglaterra. Mary Poppins vivía en Londres -dijo entusiasmada.
– Cierto.
– ¡Mira, ahí viene el carro!
De los árboles salió el carro tirado por un caballo, cuyas riendas manejaba Pablo. Sofía se acordó que muchos años atrás había dado una entrañable vuelta por la granja en carro en compañía de su abuela. La abuelita Solanas siempre decía que uno de los mayores placeres de esta vida era recorrer la pampa sentada cómodamente sobre el cuero gastado de la silla del carro, contemplando el paisaje que la rodeaba. Cada vez que se acercaban a algún agujero del camino, le daba instrucciones a José con su firme vocecita para que anduviera con cuidado, y a veces le ordenaba detener los caballos si veía algún animal o algún pájaro interesante. Le había dicho a Sofía que cuando era joven iban en carro a la ciudad. Cuando Sofía comentó que debían de tardar horas, la abuela le contestó que la vida se movía a paso mucho más lento en aquellos tiempos.
– No tenía nada que ver con la rapidez con que se vive hoy en día. Serás vieja antes de haber disfrutado de tu juventud -había dicho, sin ocultar su desaprobación. Sin embargo, Sofía recordó que pronto había empezado a cansarse de las palabras de su abuela a medida que crecía en ella el deseo de que José ordenara a los caballos que aceleraran un poco el paso. Pero la abuela no quería ni oír hablar de eso. Seguía disfrutando del paisaje y saludando a los gauchos que encontraban por el camino.
Paco se levantó y se dirigió a los lustrosos caballos. Les dio unas palmadas con su mano firme y se puso a hablar con Pablo.
– ¿Sofía, vienes conmigo? -dijo su padre.
– ¡Yo también, yo también! -chilló Clara, tirando su cuaderno de dibujo al suelo y corriendo hacia donde estaba su abuelo.
– Me encantaría -respondió Sofía, dirigiéndose hacia ellos.
Pablo desmontó y Paco levantó a Clara con sus grandes manos como quien levanta a un cachorrillo. Se sentaron cada una a un lado de él y Paco le dio las riendas a Clara, instruyéndola pacientemente sobre cómo llevarlas. Sofía vio a Pablo caminar de regreso a los árboles y perderse entre ellos. Saludaron con la mano a Rafael y a Jasmina, y también a Anna, que dejó de leer y les sonrió desde debajo de su sombrero.
– ¿Nos están mirando? ¿Nos están mirando? -susurró Clara cuando daba orden a los caballos para que dieran la vuelta, totalmente concentrada.
– Sólo tienen ojos para ti, cariño -dijo Paco, y Sofía se acordó que ese era el tipo de cosas que su padre solía decirle.
Salieron al trote por el parque. Sofía no pudo evitar sentir una punzada de fastidio cuando se alejaron en dirección contraria a la casa de Chiquita. Estaba desesperada por ver a Santi y le resultaba difícil concentrarse en nada más. Como le había ocurrido con su abuela años atrás, la novedad dejó de serlo pasado un rato y deseó estar en cualquier otra parte. Su padre escuchaba con atención mientras su nieta parloteaba incansablemente. Por fin, cuando se hizo un silencio en su conversación, Paco volvió su atención a Sofía.
– Te encantaba llevar los caballos -dijo.
– Lo recuerdo, papá.
– Pero eras mejor jugando al polo.
– Me gustaba más el polo -admitió Sofía entre risas.
– ¿Te acuerdas de «La Copa Santa Catalina»? -preguntó, sonriendo al recordarlo.
– ¿Cómo podría haberlo olvidado? Gracias a Dios que Agustín se cayó. De lo contrario nunca me habrías dejado jugar.
– Ya sabes que yo quería que jugaras desde el principio.
– ¿Ah, sí?
– Pero sabía lo mucho que tu madre odiaba que jugaras. No soportaba ver que tú sí eras parte de Santa Catalina. Ella nunca lo consiguió.
Paco se giró y sus ojos se encontraron durante unos segundos con los de su hija. En ellos Sofía vio arrepentimiento.
– Ella eligió vivir aquí -murmuró Sofía, apartando la mirada.
– Clara, mira, los demás niños están jugando en los columpios -dijo Paco, que detectó que la niña se estaba cansando del juego ahora que nadie le prestaba atención-. ¿Por qué no vas a jugar con ellos?
– ¿Puedo? -preguntó, animándose. Cuando Paco detuvo a los ponis, Clara saltó al suelo y salió corriendo alegremente a través del parque para unirse a sus primos.
Sofía intuía que su padre quería hablar con ella a solas y esperó con desconfianza a que empezara. Paco ordenó a los ponis que reemprendieran la marcha, y el tintineante sonido de los arneses llenó la incómoda pausa que siguió.
– No era fácil, ¿sabes? -dijo pasados unos segundos, sin apartar la mirada del camino que se extendía delante de ellos.
– ¿Qué es lo que no era fácil? -preguntó Sofía, confundida.
Paco se quedó pensando durante un momento, dejándose mecer por el movimiento del carro.
– Quiero a tu madre. Hemos pasado por tiempos difíciles. Cuando te fuiste y no volviste, ella se encerró en sí misma. Ya sé que parece una mujer muy fría. Lo que le ocurre es que no está cómoda consigo misma, y tú acentuaste aún más esa incomodidad.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó, sorprendida.
– No se adaptaba y tú sí. Todos te querían. A ella le costaba querer.
– Pero ¿alguna vez me quiso? -preguntó Sofía, y, asombrada, volvió a repetirse esas palabras, como si no las hubiera dicho ella.
– Todavía te quiere. Pero…
– ¿Sí?
Sofía observó el perfil de Paco y vio en él la expresión de un hombre que estaba a punto de revelar un terrible secreto.
– Me temo que en cierto sentido soy yo el culpable de… de la difícil relación que has tenido con tu madre -dijo muy serio-. Llevo mucho tiempo queriendo decírtelo.
– ¿Por qué dices eso? Siempre estabas de mi parte. Siempre estabas ahí para apoyarme. De hecho, creo que la mayor parte de las veces me consentías demasiado.
– Sofía, cuando tu madre estaba embarazada de ti, las cosas no iban bien entre nosotros.
Paco hizo denodados esfuerzos por dar con las palabras adecuadas y Sofía intuyó lo que estaba a punto de decirle.
– No, las cosas no iban bien -continuó-. Yo ya no podía más. Éramos muy infelices.
– ¿Tuviste una aventura? -le interrumpió Sofía. Paco se encogió de hombros. Probablemente le había aliviado que su hija le hubiera ahorrado tener que pronunciar esas palabras.
– Sí -respondió, y Sofía pudo ver el remordimiento que aún le atormentaba. Esto debe de ser una odiosa costumbre familiar, pensó Sofía. Dios mío, ¿qué estoy haciendo?
– Cuando me enamoré de tu madre -siguió Paco-, nunca había conocido a nadie como ella. Era fresca, despreocupada, tenía una naturalidad difícil de describir. Cuando la traje a Argentina, las cosas empezaron a cambiar. Se convirtió en otra persona. Intenté unirme aún más a ella, pero cada vez se distanciaba más de mí. Encontré a esa persona a la que había amado en otra mujer. Nunca se ha recuperado de esa traición.
Se quedaron sentados envueltos en un silencio tenso. Sofía empezó a tomar conciencia de por qué habían sido tan duros con ella cuando había cometido su falta sexual. Al castigar a Sofía, su madre estaba castigando a su padre por haber amado a otra mujer. Su pobre padre se sentía demasiado culpable para poder llevarle la contraria.
– ¿Cómo pudo culpar a su hija por haber nacido en un momento difícil? -preguntó Sofía-. No puedo creer que me odiara porque le recordaba tu infidelidad.
– Nunca te odió, Sofía. Nunca. Simplemente le costaba demasiado acercarse a ti. Lo intentaba. Estaba celosa de ti porque yo te amaba incondicionalmente, como te amaba el abuelo O'Dwyer. Anna sentía que le habías robado los dos hombres que eran más importantes en su vida.
– Los dos hombres más importantes en la vida de mamá eran Rafa y Agustín -dijo Sofía con amargura-. No creo que hiciera ningún intento por acercarse a mí.
– Anna mira ahora al pasado con gran arrepentimiento.
– ¿De verdad?
– Deseaba que volvieras a casa.
– No lo entendí, papá. Era sólo una niña cuando ustedes me enviaron a Ginebra. Me sentí rechazada. No quería darles la espalda, pero sentía que eran ustedes quienes me la habían dado a mí. Me sentía muy culpable por haberme metido en un lío así. Ustedes dos estaban muy decepcionados. Pensé que dolería menos si no volvía a verlos nunca más.
– Lo siento, hija. No podemos volver atrás en el tiempo. Si pudiera, te prometo que daría todo el dinero del mundo. Pero tenemos que vivir con nuestros errores, Sofía. Yo sigo pagando por los míos.
– Y yo por los míos -dijo Sofía con voz ronca, fijando la mirada en la llanura húmeda que los rodeaba.
– Si quieres te dejo en casa de Chiquita, así podrás pasar a ver a María -dijo Paco, ordenando a los caballos que dieran la vuelta y se dirigieran de regreso a casa.
Cuando llegaron a casa de Chiquita, Sofía se giró hacia su padre. Le sorprendió ver en sus ojos ese brillo tan familiar, y por primera vez desde su llegada, entre los dos hubo la silenciosa comunicación de antaño. Había pensado que no volvería a sentirla. Sin embargo, cuando él le sonrió con ternura, Sofía tuvo que contener las lágrimas, y cuando él le tocó la mano, ella sintió que de nuevo era una parte de Paco. Se adelantó y abrazó afectuosamente a su padre sin ningún atisbo de inhibición. Y él la abrazó como solía hacerlo.