Capítulo 37

Jueves, 6 de noviembre de 1997

Sofía volvió al Hotel Alvear Palace emocionalmente exhausta. Ya en su habitación se quitó la ropa, arrugada y sudada después del viaje, y se dio una ducha. Dejó que el agua le cayera sobre la piel y la envolviera con su vaho caliente. Deseaba perderse. Deseaba que el rostro de Santi se diluyera en el vapor. Sin embargo, las lágrimas llegaron con la rapidez del agua y la cara de Santi quedó prendida en sus pensamientos. Sabía que debía parar de llorar, pero se permitió el lujo de sollozar en voz alta y en privado. Cuando por fin salió de la ducha, tenía la piel arrugada y los ojos rojos de tanto llorar.

No había esperado ver a Santi. No sabía cuándo pensaba que le vería, pero desde luego no apenas una hora después de su llegada al país. No estaba preparada para un golpe como aquél. Había tenido suficiente con enfrentarse al cuerpo agonizante de María para tener que reencontrarse además con el hombre al que no había dejado de amar. Había esperado verle más adelante, cuando hubiera tenido tiempo para prepararse. Debía de haber tenido un aspecto horroroso. Se encogió. Siempre había sido muy vanidosa y, aunque sus vidas habían tomado direcciones opuestas, todavía quería que él la deseara.

Por lo que le había dicho María, ambos creían que el otro le había traicionado. Ahora que sabía la verdad, ¿qué pensaba él? ¿Y si él la hubiera esperado hasta convencerse de que ella le había olvidado? ¿Y si había estado esperando su regreso, viendo cómo pasaban los años sin tener noticias de ella? Apenas podía pensar en ello sin reprimir el deseo de abrazarle y hablarle de los meses que había esperado sus cartas, dándose por vencida al no tener noticias suyas. Cuántos años perdidos. Y ahora ¿qué?

Cogió el teléfono. Quería hablar con David, oír su voz. Sentía que corría peligro si volvía a ver a Santi y no se fiaba de sí misma. Estaba a punto de marcar el número de su casa cuando sonó el teléfono. Suspiró y lo cogió.

– El señor Rafael Solanas la espera en recepción -dijo el conserje.

– ¿En recepción?

Las noticias vuelan en Buenos Aires. Su hermano la había encontrado.

– Hágale subir -respondió.

Sofía se puso el esponjoso albornoz del hotel y se cepilló el pelo negro y mojado. Se miró con detenimiento en el espejo. ¿Cómo esperaba que Rafael la reconociera si ni siquiera ella era capaz de reconocerse? ¿Qué le diría? No había visto a su hermano durante lo que parecía toda una vida.

Rafa llamó a la puerta. Sofía esperó. Se quedó mirando a la puerta como si fuera a abrirse sola. Cuando él volvió a llamar, esta vez con impaciencia, a Sofía no le quedó más remedio que abrirle. Cuando él entró, los dos se quedaron de pie, mirándose en silencio. Los años no habían pasado por su hermano. De hecho, estaba aún más guapo. No había duda de que era un hombre feliz y que irradiaba su felicidad como un aura que se extendía hacia ella, envolviéndola. Rafa sonrió y la estrechó entre sus brazos. Sofía se sintió como una niña cuando, entre los brazos de su hermano, se quedó con los pies colgando en el aire. Automáticamente reaccionó con idéntico afecto y abrazó a Rafa. La distancia que el tiempo había forjado entre los dos existía sólo en su cabeza.

Minutos después ambos se reían, todavía abrazados.

– Me alegro de verte -balbucearon al unísono, y se echaron a reír de nuevo. Él la tomó de la mano y la condujo a la cama, donde pasaron las dos horas siguientes hablando de los viejos tiempos, del presente y de los años perdidos. Rafael era un hombre satisfecho. Le habló de Jasmina y de cómo se había enamorado de ella a principios de la década de los setenta, cuando Sofía todavía estaba en Santa Catalina. Le recordó que Jasmina era la hija del eminente abogado Ignacio Peña.

– Mamá no cabía en sí de contenta -dijo-. Siempre había admirado mucho a Alicia Peña.

Sofía sintió que se le revolvía el estómago al recordar el esnobismo que caracterizaba a su madre, pero Rafael parecía flotar por encima de ese tipo de trivialidades como suelen hacerlo los que son realmente felices. Tenía cinco hijos. El mayor tenía catorce años y el menor sólo dos meses. Sofía pensó que no parecía tener edad de tener un hijo tan mayor.

– Supongo que sabes que esta tarde se llevan a María a Santa Catalina -dijo Rafa por fin. Después de evitar el tema, las palabras de Rafa los devolvieron a la crueldad del presente.

– Sí, lo sé -respondió Sofía, sintiendo cómo el placer que les había producido su reencuentro se disolvía al recordar su visita al hospital.

– Temo que va a morir, Sofía, pero será un alivio para ella. Ha estado muy enferma y ha sufrido mucho.

– Me siento culpable, Rafa. Si hubiera sabido que iba a vivir tan poco no habría sido tan egoísta, no habría tardado tanto en volver. Ojalá hubiera regresado antes.

– Tenías tus razones -dijo él sin rencor.

– Ojalá hubiera podido compartir mi vida con ella. Era mi mejor amiga. No te imaginas lo que voy a sentir su pérdida.

– La vida es demasiado corta para perder el tiempo en lamentaciones. El abuelo solía decir eso, ¿te acuerdas?

Sofía asintió.

– Ahora estás aquí, ¿no? -la miró con ternura y sonrió-. No tienes por qué volver a Inglaterra. Ahora estás en casa.

– Oh, tendré que volver en algún momento. Las niñas deben de estar volviendo loco a David.

– Son mis sobrinas, mi familia. También ellas deben volver a casa. Tu sitio está en Santa Catalina, Sofía. Deberían venir todos a vivir aquí.

Hablaba como su padre, pensó Sofía.

– Es imposible, Rafa. Ya sabes que ahora mi vida está en Inglaterra.

– No tiene por qué. ¿Ya has visto a Santi?

Sofía sintió que se le encendían las mejillas al oír mencionar su nombre. Intentó actuar con naturalidad.

– Sí, le he visto un momento en el hospital -dijo, restándole importancia.

– ¿Ya conoces a Claudia?

– ¿Su esposa? Sí, me ha parecido… muy agradable.

Su hermano no se dio cuenta de lo difícil que le resultaba hablar de Santi, por no mencionar a su mujer. Para Rafael su aventura con Santi formaba parte de otra vida que habían compartido en otro tiempo pero que ahora quedaba tan lejos que ya no contaba. No sospechó, ni por un momento, el amor que la quemaba dentro cada vez que pensaba en Santi, como si también eso hubiera quedado enterrado en el olvido con el paso de los años.

– Voy a Santa Catalina a primera hora de la tarde. ¿Vienes conmigo? -le preguntó. Sofía se sintió aliviada de no tener que contar con Santi para que la llevara. Todavía no se sentía con fuerzas para enfrentarse a él.

– No lo sé. Hace años que no veo a mamá ni a papá. Ni siquiera saben que estoy aquí.

– Entonces les darás una sorpresa -exclamó alegremente.

– Sospecho que no será una sorpresa demasiado agradable. Pero sí, iré contigo. Lo haré por María.

– Perfecto. Almorzaremos tarde. Jasmina y los niños ya están en la estancia. Como hoy es jueves hemos tenido que sacarlos de la escuela para que estuvieran allí cuando llegue María.

– Me muero de ganas de conocerlos -soltó con efusividad, intentando parecer entusiasmada.

– Te van a querer muchísimo. Han oído hablar mucho de ti.

Sofía se preguntó qué les habrían dicho de ella. Más tarde, antes de partir al campo, llamó a David. Le dijo que le echaba de menos, lo cual era cierto. De repente deseó que la hubiera acompañado.

– Cariño, estás mejor sola. Necesitas pasar un tiempo sola con tu familia -la animó David, conmovido cuando la oyó decir que le necesitaba. Ni se imaginaba cuánto.

– En realidad, no sé si quiero pasar por esto -dijo Sofía, mordiéndose una uña.

– Cariño, claro que quieres, lo que pasa es que tienes miedo.

– Estás muy lejos.

– No seas tonta.

– Ojalá estuvieras aquí. No quiero hacer esto sola.

– Todo irá bien. De todas formas, si tan terrible es, siempre puedes coger el próximo vuelo y volver a casa.

– Tienes razón -respondió Sofía aliviada. Si las cosas se ponían mal no tenía más que irse. ¡Qué sencillo! Además, ya lo había hecho antes. David le pasó a las niñas, que no paraban de parlotear, totalmente ajenas al coste de la llamada. Dougal, el recién llegado cachorrito de cocker spaniel, se había comido casi todos los calcetines de David y se las había arreglado para comerse el cable del teléfono.

– ¡Es un milagro que hayamos podido hablar! -se rió Honor. Cuando Sofía colgó se sentía mucho más fuerte.

Buenos Aires la inquietaba. Se sentía como una turista en el lugar al que había pertenecido. Conocía cada callejón, y veía las sombras de su pasado cernirse sobre las plazas y las aceras, volviendo a proyectar escenas que creía olvidadas. Se preguntaba si Santa Catalina evocaría en ella las mismas sensaciones y empezó a preocuparse. De nuevo deseó no haber vuelto.

Sin embargo, y para su alegría, el recorrido hacia el campo le resultó más que familiar. Dejaron la ciudad extensa y enfermiza a sus espaldas, pasando cada vez por delante de menos casas hasta que llegaron a las carreteras largas y rectas de su juventud que atravesaban las llanuras como viejas cicatrices. Volvió a respirar las conocidas fragancias de su niñez. El dulce olor de la hierba, el polvo y el inconfundible y embriagador eucalipto.

Cuando llegaron a las puertas de Santa Catalina fue como si los últimos veinticuatro años hubieran sido sólo un sueño. Nada había cambiado. Los olores, los rayos de sol colándose entre los álamos de la avenida, los perros escuálidos, los campos llenos de ponis… y a medida que avanzaban, hasta la casa, su casa, seguía como la había dejado al irse.

Nada había cambiado.

Se detuvieron antes de llegar a la casa y aparcaron el coche debajo de uno de los enormes y frondosos eucaliptos. Sofía vio a un grupito de niños que jugaban en los columpios del parque. Cuando reconocieron el coche, fueron corriendo hacia ellos. Abrazaron a Rafael con tanto entusiasmo que casi le tiraron al suelo. Sofía enseguida se dio cuenta de que dos de ellos eran hijos suyos. La niña rubia con cara de traviesa, y el hermanito pequeño, pelirrojo como su abuela.

– Clara, Félix, saluden a la tía Sofía.

El pequeño se escondió, vergonzoso, entre las piernas de su padre, de manera que Sofía se limitó a sonreírle. Por su parte la niña se acercó sin miedo a ella y le dio un beso.

– Si eres mi tía, ¿por qué nunca te he visto? -preguntó, mirándola a los ojos.

– Porque vivo en Inglaterra -le respondió.

– La abuela vivía en Irlanda. ¿Conoces a la abuela?

– Sí, claro que la conozco. Es mi madre. ¿Sabes?, tu padre y yo somos hermanos como tú y Félix.

Clara entrecerró los ojos y la escudriñó.

– Entonces ¿cómo es que nunca nadie me ha hablado de ti?

Sofía miró a Rafael y por su expresión dedujo que Clara era un peligro.

– No lo sé, Clara, pero te prometo que a partir de ahora todos hablarán de mí.

La niña abrió los ojos como platos en cuanto intuyó el escándalo y, cogiendo a Sofía de la mano presa del entusiasmo, anunció que sus abuelos estaban tomando el té en la terraza.

De algún modo aquella niña de no más de diez años dio seguridad a Sofía. Le recordaba a ella misma a su edad, malcriada e impredecible. La sorprendía que las vidas de esos niños le recordaran su propia infancia. Se acordó de cómo solían jugar en los columpios y correr en grupos de un lado a otro como ellos. Santa Catalina no había cambiado nada. Sólo había cambiado la gente. Había aparecido una nueva generación que crecía allí, como una obra de teatro que fuera transcurriendo frente a un mismo decorado.

Sofía siguió a Clara hasta la parte delantera de la casa. Más tarde se reiría al recordar la expresión en el rostro de su madre y de su padre, que, sentados en la tranquilidad de las largas sombras de la tarde, miraban como siempre a la distante llanura. Era un día como otro en la estancia, todo transcurría como de costumbre, nada iba a romper su rutina, o eso pensaban. Al verlos la asaltaron los recuerdos y anduvo hacia ellos con paso firme.

Cuando Anna vio a Sofía, se le cayó la ta2a de té al suelo. La porcelana se rompió en grandes pedazos. Se llevó los dedos blancos y largos a la gargantilla que le rodeaba el cuello y empezó a retorcerla con visible nerviosismo. Miró a Paco sin saber qué hacer. A Paco se le tiñó la cara de rosa y se puso como pudo en pie. La visión de sus ojos tristes llenos de remordimientos bastó para conmover el distante corazón de Sofía.

– Sofía, no me lo puedo creer. ¿Eres tú? -añadió con voz ronca y avanzó hacía ella arrastrando los pies para abrazarla. Como con Rafael, Sofía sintió que correspondía al abrazo de su padre con sincero afecto-. No sabes cuánto hemos esperado este momento. Te hemos echado muchísimo de menos. Estoy feliz de que hayas vuelto a casa -dijo, presa del júbilo. Paco había envejecido tanto desde la última vez que le había visto que sintió que la abandonaba cualquier resquicio de amargura.

Anna no se levantó. Deseaba abrazar a su hija, había imaginado que lo haría, pero ahora que Sofía estaba delante de ella mirándola con ojos distantes, no sabía qué hacer.

– Hola, mamá -le dijo Sofía en inglés. Como Anna no se había levantado para saludarla, ella no se acercó a su madre.

– Sofía, qué sorpresa. Podrías habernos avisado -dijo visiblemente confundida. Enseguida se arrepintió de sus palabras. No era su intención que sonaran así. Nerviosa, empezó a pasarse la mano por el pelo, que llevaba recogido en un sobrio moño bajo. Sofía había olvidado lo fríos que eran sus ojos. A pesar de que el paso de los años debía haber limado las diferencias entre las dos mujeres, no sentía el menor afecto por Anna. Para ella su madre era una perfecta desconocida, una desconocida que le recordaba a alguien que en el pasado había sido su madre.

– Ya lo sé. No tuve tiempo -replicó con frialdad, sin saber cómo interpretar la aparente indiferencia de Anna-. De todas formas, he venido por María -añadió.

– Claro -respondió su madre, recuperando la compostura.

Durante un instante Sofía estuvo segura de haber visto cómo la decepción encendía las mejillas de Anna, y cómo le enrojecía después la piel diáfana del cuello.

– ¿Has podido verla? Ha cambiado mucho -dijo Anna con tristeza, perdiendo la mirada en la llanura como si deseara estar lejos de allí, entre las hierbas altas y los animales salvajes de la pampa. Lejos de aquel interminable sufrimiento humano.

– Sí -respondió Sofía, calmándose. Bajó la mirada, y de pronto una terrible sensación de pérdida le comprimió el pecho. María le había enseñado lo frágil y precaria que era la vida humana. Miró a su madre y su resentimiento pareció suavizarse.

En ese momento Soledad salió corriendo de la casa para limpiar la taza rota, seguida a pocos pasos por una sobreexcitada Clara.

– Tendrías que haber visto la cara que ha puesto la abuelita. Se ha quedado blanca y luego se le ha caído la taza. ¡Imagínate!

Soledad no había envejecido, pero se había expandido hasta tomar dimensiones insospechadas. Cuando vio a Sofía de pie frente a ella, sus acuosos ojos marrones se deshicieron en un río de lágrimas que le caían por la cara hasta la amplia sonrisa que la sorpresa le había dibujado en los labios. Apretó a Sofía contra su pecho y se echó a llorar desconsoladamente.

– No puede ser. Gracias, Dios mío, gracias por haberme devuelto a mi Sofía -sollozó.

Clara daba saltitos alrededor de ellas presa de la excitación, y los demás niños, que habían estado jugando con ella en los columpios, se las quedaron mirando perplejos.

– Clara, ve y diles a todos que Sofía ha vuelto -dijo Rafael a su hija, que inmediatamente corrió hacia donde estaban sus primos y delegó en ellos la tarea. Los niños se alejaron a regañadientes, seguidos por un atajo de perros escuálidos que no dejaban de olisquearles los talones.

– Tía Sofía, todos se alegran mucho de verte -sonrió Clara mientras Soledad barría los trozos de porcelana con manos temblorosas. Sofía se sentó a la mesa, la misma mesa a la que tantas veces se había sentado muchos años atrás, y sentó a la niña sobre sus rodillas. Anna la miraba con recelo y Paco apretaba la mano de su hija entre la suya, pero era incapaz de hablar. Se quedaron sentados en silencio, aunque las lágrimas de su padre le comunicaban mucho más de lo que hubiera podido decirle con palabras. Rafael se sirvió un trozo de tarta sin perder la calma.

– ¿Por qué llora el abuelito? -susurró Clara a su padre.

– Son lágrimas de alegría, Clara. La tía Sofía ha estado fuera mucho tiempo.

– ¿Por qué?

Sofía se dio cuenta de que la pregunta iba dirigida a ella.

– Es una larga historia, gorda. Quizás algún día te la cuente -respondió al tiempo que miraba a su madre.

– Eso sería poco apropiado, ¿no crees? -dijo Anna en inglés. Pero no intentaba castigarla. Lo que intentaba era mostrar un poco de sentido del humor.

– Eso lo he entendido -se rió Clara, que sin duda estaba disfrutando con la escena. Cuanta más intriga intuía, más le gustaba su nueva tía.

Antes de que la conversación llegara a ser más embarazosa, empezó a llegar gente de todos los rincones de la granja. Grupos de niños curiosos, los sobrinos y sobrinas de Sofía, Chiquita y Miguel, un altísimo Panchito, y, para horror suyo, una Claudia hermosa y radiante. Sofía quedó profundamente conmovida por aquella bienvenida, cuya calidez jamás se habría atrevido a imaginar. Su tía Chiquita la abrazó largo rato. Sofía pudo leer en sus ojos que le agradecía que hubiera regresado para consolar a María en sus últimos días de vida. Parecía cansada y muy tensa, y en su rostro una expresión obsesionada, había sustituido a la elegante belleza que Sofía recordaba en él. Chiquita había sido siempre una mujer serena, como si la crueldad del mundo nunca invadiera su benevolente existencia. La enfermedad de María la había roto por completo.

Sofía no pudo evitar fijarse en la gracia de Claudia. Era todo lo que ella no era: femenina, llevaba el tipo de vestido que ella se había puesto para recibir a Santi cuando él había vuelto de Estados Unidos, el vestido que tanto había odiado. Tenía una larga y brillante melena negra e iba perfectamente maquillada. Si Santi había querido encontrar a una mujer que no se pareciera en nada a ella, no podría haber elegido mejor. Sofía se lamentó por no haberse esforzado más en volver a recuperar su figura después del nacimiento de India.

A pesar de que Claudia se mantuvo a distancia, Sofía no la perdía de vista. No sabía si Santi le había contado todo, pero en un arranque de celos deseó que se enterara. Quería que entendiera que Santi siempre había sido para ella, que Claudia había sido su segunda elección, una mera sustituía. No podía soportar la idea de tener que dirigirle la palabra, así que centró su atención en los niños. Sin embargo, de la misma forma que un animal marca su territorio, los ojos fríos y sonrientes de Claudia no conseguían disimular la desconfianza que la recorría por dentro.

Sofía reconoció de inmediato a uno de los hijos de Santi por su forma de caminar. Lento, seguro y relajado. Aparte de eso, era muy parecido a su madre. Debía de tener unos diez años. Sofía susurró algo al oído de Clara, y ella le ordenó a su hijo que se acercara.

– Tú debes de ser el hijo de Santi -dijo Sofía, sintiendo una dolorosa punzada en el pecho, puesto que en aquel niño veía lo que habría podido ser el suyo.

– Sí. ¿Tú quién eres? -replicó él con arrogancia, apartándose el pelo rubio de los ojos.

– Soy tu prima Sofía.

– ¿Cómo es que eres mi prima?

– Es mi tía. ¡La tía Sofía! -se rió Clara, tomando cariñosamente la mano de Sofía entre las suyas y apretándola.

El niño no acababa de fiarse del todo y entrecerró sus enormes ojos verdes, mirándolas con desconfianza.

– Ah, tú eres la que vive en Inglaterra -dijo.

– Eso es -respondió Sofía-. ¿Sabes?, ni siquiera sé cómo te llamas.

– Santiago.

Sofía palideció.

– Igual que tu padre.

– Sí.

– Y ¿cómo te llaman para no confundirte con él?

– Santiaguito.

Sofía intentó tragar para conseguir mantener sus sentimientos bajo control.

– ¿Santiaguito? -repitió despacio-. ¿Juegas al polo tan bien como tu padre? -consiguió preguntar, viendo cómo el pequeño cambiaba de postura.

– Sí. Mañana por la tarde juego con papá. Puedes venir a vernos si quieres.

– Me encantaría -respondió Sofía, y él le sonrió todavía sin relajarse del todo al tiempo que bajaba la mirada-. ¿A qué otras cosas juegan? Cuando yo era niña íbamos a pedir deseos al ombú. ¿Lo hacen ustedes también?

– Oh, no, papá no nos deja ir al ombú. Está en territorio prohibido -dijo.

– ¿En territorio prohibido? ¿Por qué? -preguntó Sofía, dejándose llevar por la curiosidad.

– Yo he estado allí -susurró Clara con orgullo-. Papá dice que el tío Santi está enfadado con el árbol porque una vez le pidió un deseo y no se le cumplió. Por eso no nos deja ir. Debe de haber sido un deseo muy importante para que siga tan enfadado.

De pronto Sofía sintió náuseas y se quedó sin aire. Bajó con cuidado a Clara de sus rodillas y caminó rápidamente en dirección de la cocina, dándose de bruces con Santi.

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