Domingo, 16 de febrero
Mi madre era bruja. Eso afirmaba por lo menos ella, tras haber caído tantas veces en el juego de tragarse lo que decía que al final ya no sabía distinguir la verdad de la mentira. Armande Voizin me la recuerda en algunos aspectos: esos ojos malévolos y chispeantes, esos cabellos largos que en su juventud debieron de ser negros y brillantes, esa mezcla de ingenio y de cinismo. De ella aprendí lo que ha hecho de mí lo que soy. El arte de transformar la mala suerte en buena, de abrir los dedos para desviar los caminos de la desgracia, de hacer una bolsita y coserla, de preparar un brebaje, de creer que una araña trae buena suerte antes de medianoche y mala después… Y lo que ella me infundió por encima de todo fue el amor a sitios nuevos, esa afición al vagabundeo que nos llevó a recorrer toda Europa y seguir incluso más allá, un año en Budapest, otro en Praga, seis meses en Roma, cuatro en Atenas, después el otro lado de los Alpes hasta Mónaco y seguir costa adelante, Cannes, Marsella, Barcelona… Cuando cumplí dieciocho años ya había perdido la cuenta de las ciudades en que habíamos estado, las lenguas que habíamos chapurreado. Y no hablemos de los trabajos que habíamos hecho, que si camarera, que si intérprete, que si mecánica de coches. A veces, para no pagar la cuenta, teníamos que escaparnos por la ventana de hoteles baratos en los que habíamos pasado la noche. Viajábamos sin billete en trenes, falsificábamos permisos de trabajo, atravesábamos fronteras de manera ilícita. En múltiples ocasiones fuimos deportadas. A mi madre la detuvieron dos veces, aunque tuvieron que dejarla en libertad por falta de pruebas. Cambiábamos de nombre a lo largo del viaje, adoptando las variantes locales a tenor de las circunstancias: Yanne, Jeanne, Johanne, Giovanna, Anne, Anouchka… Como ladronas, nos dábamos constantemente a la fuga y convertíamos el pesado lastre de la vida en francos, libras, coronas, dólares, según el viento nos llevase a un sitio o a otro. No es que yo sufriera en lo más mínimo: la vida en aquellos años era una maravillosa aventura. Nos teníamos la una a la otra, mi madre y yo. Jamás sentí la necesidad de padre. Tenía amigos a espuertas. Pese a todo, estoy segura de que a ella la situación debió de afectarla, aquella falta de permanencia, aquella necesidad de tener que ingeniárnoslas. Y a medida que transcurrían los años, más aprisa había que ir, un mes aquí, dos allá a lo sumo y después una huida a la carrera como fugitivas que persiguieran el sol. Tardé años en entender que de lo que huíamos era de la muerte.
Tenía cuarenta años. Era cáncer. Lo sabía desde hacía un tiempo, según me dijo, pero últimamente… No, de hospital nada. No quería saber nada de hospitales, ¿lo había entendido? Le quedaban meses, años quizá y quería ir a América, ver Nueva York, los Everglades de Florida… Ahora cambiábamos de sitio cada día, mi madre echaba las cartas por la noche cuando se figuraba que yo estaba dormida. En Lisboa nos enrolamos en un barco, trabajábamos las dos en las cocinas. Terminábamos de trabajar a las dos o a las tres de la madrugada y nos levantábamos con el alba. Y cada noche las cartas, resbaladizas al tacto debido al paso de los años y al manejo respetuoso, desplegadas a su lado junto a la litera. Murmuraba sus nombres por lo bajo y cada día iba sumiéndose más en la laberíntica confusión que acabaría engulléndola: diez de espadas, muerte; tres de espadas, muerte; dos de espadas, muerte, el Carro, muerte.
Resultó que el Carro fue un taxi de Nueva York que dio cuenta de ella una noche de verano cuando estábamos comprando comida en una ajetreada calle de Chinatown. En cualquier caso, siempre fue mejor que el cáncer.
Cuando nueve meses más tarde nació mi hija, le puse el nombre teniendo en cuenta el de las dos. Era lo adecuado. Su padre no llegó a conocerla… aunque no estoy demasiado segura de cuál de los hombres de la larga guirnalda de encuentros esporádicos podría ser su padre. Pero esto importa poco. Habría bastado con mondar una manzana a las doce en punto de la noche y arrojar la piel por encima del hombro para saber la inicial de su nombre, pero era un asunto que no me interesaba tanto como para caer en ese tipo de cosas. Bastante nos traba los pies el lastre que arrastramos.
Pese a todo… ¿no dejaron de soplar con menos fuerza y con menos frecuencia los vientos desde que dejé Nueva York? ¿No se produjo cada vez que me iba de un sitio algo así como un desgarro, una especie de pesar? Sí, eso creo. Veinticinco años y finalmente la primavera me cansa, igual que mi madre se sintió cansada en los últimos años. Miro el sol y me pregunto qué va a pasar cuando lo vea levantarse en el horizonte dentro de cinco, quizá de diez o de veinte años. Es una reflexión que me da una especie de extraño mareo, una sensación de miedo y de ansiedad. ¿Y Anouk, esa desconocida? Ahora que yo soy la madre, veo bajo una luz diferente la osada aventura que vivimos durante tanto tiempo. Me veo como era entonces, aquella niña morena de cabellos largos y desgreñados, vestida con ropa desechada que nos daban en las casas de beneficencia, aprendiendo aritmética de la manera difícil, aprendiendo geografía de la manera difícil -«¿Cuánto pan dan por dos francos? ¿Hasta dónde se puede llegar con un billete de tren que cuesta cincuenta marcos?»- y no quiero que a mi hija le ocurra lo mismo que a mí. Tal vez por eso nos hemos quedado los últimos cinco años en Francia. Por primera vez en mi vida tengo una cuenta corriente en el banco. Tengo un negocio.
Mi madre habría despreciado esas cosas. Pero quizá también me habría tenido envidia. Me habría dicho: «Olvídate de ti si puedes. Olvídate de quién eres si lo puedes soportar. Pero un día, hija mía, un día te atrapará, lo sé».
Hoy he abierto la tienda como de costumbre. Pero sólo abriré por la mañana, porque esta tarde me concedo medio día de fiesta que pasaré en compañía de Anouk. Lo que ocurre es que esta mañana hay misa y en la plaza habrá mucha gente. Febrero reafirma sus tintes opacos y ahora ha empezado a caer una lluvia helada y resuelta que abrillanta el pavimento y tiñe el cielo del color del peltre antiguo. Anouk está leyendo un libro de poemas infantiles detrás del mostrador y así echa una mirada a la entrada mientras yo preparo una hornada de mendiants en la cocina. Son mis dulces favoritos, se llaman así porque hace muchos años que los mercadeaban los mendigos y los gitanos. Tienen el tamaño de las galletas y pueden hacerse con chocolate negro, de leche o blanco, sobre el que se espolvorea corteza de limón, almendras y uvas pasas de Málaga. A Anouk le gustan los mendiants blancos, pero yo prefiero los de chocolate negro, hechos con un setenta por ciento de la couverture más selecta… Tienen un sabor sutilmente amargo que se diluye en la lengua con sugerencias de trópicos secretos. Mi madre también los habría desdeñado. Y en cambio, también esto es magia.
Desde el viernes he instalado junto al mostrador de La Praline unos cuantos taburetes parecidos a los de las barras de los bares. Son un poco como los de los establecimientos que solíamos frecuentar en Nueva York, con el asiento de cuero rojo y las patas cromadas, de un kitsch encantador. Las paredes son de color narciso intenso. La vieja butaca de color naranja de Poitou se balancea alegremente en un rincón. En la parte izquierda hay un letrero escrito a mano y coloreado por Anouk con tonalidades anaranjadas y rojas:
Chocolate caliente 5 F
Tarta de chocolate 10 F (la porción)
Anoche cocí la tarta y en la repisa espera la chocolatera con el chocolate caliente. Aguarda al primer cliente. Estoy segura de que el letrero se ve desde fuera y por eso estoy a la espera.
La misa ha empezado y ha terminado. Observo a los viandantes que caminan, morosos, bajo la llovizna helada. La puerta del establecimiento, ligeramente abierta, deja escapar un aroma caliente de horno y manjares dulces. Sorprendo algunas miradas de avidez dirigidas a la fuente de esos olores, pero seguidas en todos los casos de un chispazo disuasorio, un encogimiento de hombros, una mueca de los labios que igual podría ser una resolución imprevista que un gesto de malhumor y a continuación se produce el alejamiento brusco, se encogen los hombros que hacen frente al viento, como si en la puerta de la tienda hubieran visto un ángel que con su espada flamígera les impidiera el paso.
Se precisa tiempo, digo para mí. Este tipo de cosas requieren tiempo.
Pero siento que me penetra una cierta impaciencia, casi un acceso de ira. ¿Qué le pasa a esta gente? ¿Por qué no entra nadie? Dan las diez de la mañana, dan las once. Veo gente que entra en la panadería de enfrente y que vuelve a salir, todos con sus barras de pan debajo del brazo. Cesa la lluvia, pero el cielo continúa encapotado. Son las once y media. Los pocos que todavía deambulan por la plaza se dirigen a sus casas a preparar la comida del domingo. Un chico con un perro bordea la esquina de la iglesia, evitando con grandes precauciones el goteo de los canalones del tejado. Pasa por delante de la tienda sin dignarse apenas mirarla.
¡Malditos sean! Precisamente ahora que me parecía que empezaba a salir a flote. ¿Por qué no entran? ¿Acaso no tienen ojos, no perciben los olores? ¿Qué otra cosa tengo que hacer?
Anouk, sensible siempre a mis estados de ánimo, se me acerca y me abraza.
– Maman, no llores.
No lloro. No he llorado nunca. Los cabellos de Anouk me cosquillean la cara y siento una especie de mareo ante el miedo de perderla un día.
– Tú no tienes la culpa. Lo hemos intentado. No hemos fallado en nada.
Tiene razón. Incluso hemos contorneado la puerta de cintas rojas y hemos colgado bolsitas de cedro y de espliego para repeler las influencias negativas. Le doy un beso en la cabeza. Me noto la cara húmeda. Algo, quizás el aroma agridulce de los vapores del chocolate, me escuece en los ojos.
– Está bien, chérie. Lo que ellos hagan no ha de afectarnos en nada. Bebamos algo y así nos animaremos.
Nos encaramamos en los taburetes como si estuviéramos en un bar de Nueva York, cada una con su taza de chocolate, la de Anouk con crème chantilly y virutas de chocolate. Yo me tomo la mía caliente y negra, más fuerte que un espresso. Cerramos los ojos deleitándonos en la fragancia del aroma y entonces los vemos. Van llegando: dos, tres, una docena, los rostros alegres, se sientan a nuestro lado, sus rostros duros e indiferentes se han dulcificado y lo que expresan ahora es simpatía, bienestar. Abro en seguida los ojos y veo a Anouk junto a la puerta. Por espacio de un segundo atisbo a Pantoufle subido en su hombro atusándose los bigotes. Es como si la luz detrás de Anouk se hubiera hecho más cálida, diferente. Es fascinante.
Me pongo en pie de un salto.
– Por favor, no lo hagas.
Anouk me lanza una de sus miradas oscuras.
– Sólo quería ayudar.
– ¡Por favor!
Me mira un momento, veo tozudez en su rostro. Como humo dorado aletean hechizos entre las dos. Sería tan fácil, me dice Anouk con los ojos, tan fácil… como dedos invisibles que acariciasen, como inaudibles voces que incitasen a la gente a entrar.
– No podemos, no debemos… -intento explicarle.
Esto nos colocaría en el otro bando. Nos haría diferentes. Si tenemos que quedarnos, debemos procurar ser lo más parecidas posible a ellos. Pantoufle me mira con aire expectante, la mancha borrosa de unos bigotes desdibujada entre sombras doradas. Cierro aposta los ojos para no verlo y, al volverlos a abrir, ya ha desaparecido.
– No pasa nada -digo a Anouk con firmeza-, no pasa nada. Podemos esperar.
Y finalmente, a las doce y media, entra alguien.
Anouk es la primera en verlo -«¡Maman!»-, pero yo me pongo de pie al momento. Es Reynaud, que se protege con una mano para que el agua que gotea del toldo no le dé en la cara y titubea un momento antes de ponerla en el pomo de la puerta. Su cara es pálida y serena, pero veo algo en sus ojos… una satisfacción furtiva. En cierto modo ya había percibido que no se trataba de un cliente. La campana de la puerta ha sonado al entrar, pero él no se ha dirigido al mostrador sino que ha permanecido junto a la entrada mientras el viento empujaba los pliegues de su soutane hacia el interior de la tienda, como alas de un negro pájaro.
– Monsieur… -he visto que miraba con desconfianza las cintas rojas de la puerta-. ¿Puedo servirle en algo? Estoy segura de que sé qué le gusta.
Adopto automáticamente mi faceta de vendedora, pero sé que no digo la verdad. No tengo ni idea de cuáles pueden ser los gustos de este hombre. Para mí es una total incógnita, una sombra oscura en forma de hombre que se perfila en el aire. No detecto en él ningún punto de contacto conmigo y mi sonrisa se estrella contra él como la ola del mar contra una roca. Reynaud me dirige una aviesa mirada de desdén.
– Lo dudo -habla en voz baja y afable, pero detrás del tono profesional percibo desprecio. He recordado las palabras de Armande Voizin: «Parece que M’sieur le Curé ya le ha hecho una visita». ¿Por qué? ¿Es la desconfianza instintiva de los incrédulos? ¿O hay algo más? Tengo la mano debajo del mostrador y abro secretamente los dedos en dirección hacia él.
– No creía que abriese hoy la tienda.
Ahora que cree conocernos parece más seguro de sí mismo. Su sonrisa discreta y tensa es como una ostra, de un blanco lechoso en los bordes pero cortante como una navaja.
– Lo dice porque hoy es domingo, ¿verdad? -adopto un aire lo más inocente posible-. Me figuré que así aprovecharía el gentío de la salida de la iglesia.
El humilde venablo no ha dado en el blanco.
– ¿El primer domingo de cuaresma? -parece divertido, aunque por detrás de sus palabras asoma el desdén-. Pues no entiendo por qué. La gente de Lansquenet es sencilla, madame Rocher -dice-, gente devota -hace hincapié en la palabra de tratamiento en tono cortés y comedido.
– Soy mademoiselle Rocher.
La que me he apuntado ha sido una pequeña victoria, aunque bastó para descolocarlo. Sus ojos han saltado a Anouk, que sigue sentada frente al mostrador con el enorme tazón de chocolate en la mano. Se ha ensuciado los labios con la espuma del chocolate y noto dentro otra vez el súbito alfilerazo del secreto temor, pánico, terror irracional de perderla. Pero ¿por culpa de quién? Me sacudo de encima la ira creciente que me ha invadido. ¿Por culpa de él? ¡Que lo intente!
– Sí, claro -replica con voz suave-, mademoiselle Rocher. Usted perdone.
Sonrío apenas ante su actitud de desaprobación. Hay algo en mí que persiste en halagarlo, aunque de forma perversa; mi voz, algo más alta de lo normal, cobra un acento confiado de seguridad como para disimular el miedo que siento.
– Es muy agradable encontrar en una zona rural como esta una persona capaz de entenderla a una -le dedico una de mis sonrisas más abiertas y luminosas-. Me refiero a que, en la ciudad donde vivíamos antes, nadie nos hacía el menor caso. Pero aquí… -me esfuerzo en mostrarme contrita e impenitente a un tiempo-. Esto es una maravilla, por supuesto, y la gente es muy agradable, muy… pintoresca. Pero, desde luego, esto no es París, ¿verdad?
Con una sonrisa forzada, Reynaud está de acuerdo conmigo en que, efectivamente, esto no es París.
– Lo que dicen de los pueblos es la pura verdad -prosigo…-. ¡Todo el mundo quiere meter las narices en tus cosas! Será, supongo, porque tienen tan poco que los distraiga… -explico amablemente-. Me refiero a que no hay más que tres tiendas y una iglesia… -callo para soltar una risita ahogada-…pero, claro, de sobra lo sabe usted.
Reynaud asiente con aire grave.
– Quizá querrá usted explicarme, señorita…
– ¡Oh, llámeme Vianne! -lo interrumpo.
– …por qué decidió venirse a vivir aquí, a Lansquenet -el tono de voz deja traslucir un sutil desagrado, sus labios finos se parecen más que nunca a una ostra de cerradas valvas-. Como bien dice usted, Lansquenet es bastante diferente de París -sus ojos revelan que la diferencia se inclina totalmente a favor de Lansquenet-. Una tienda como esta… -el elegante gesto de la mano abarca con lánguida indiferencia tanto el establecimiento como su contenido-. Es evidente que una tienda tan especializada como esta tendría más éxito… sería más apropiada, en una ciudad. Estoy seguro de que en Toulouse o hasta en Agen…
Ahora sé por qué no hay ningún cliente que se haya atrevido a entrar esta mañana. La palabra que ha dicho -«apropiada»- encierra toda la condena glacial de que es capaz la maldición de un profeta.
Vuelvo a abrir los dedos debajo del mostrador, ahora con furia. Reynaud se da un manotazo en la nuca, como si acabara de picarlo un insecto en ese punto.
– Yo creo que las ciudades pueden prescindir de un poco de diversión -le suelto-. Todo el mundo necesita permitirse ciertos lujos, concederse algunas licencias de cuando en cuando.
Reynaud no dice palabra. Supongo que no estaba de acuerdo. Eso me ha parecido percibir.
– Yo diría que esta mañana, en el sermón, ha predicado exactamente lo contrario -tengo la osadía de decirle y después, cuando veo que sigue sin responder, continúo-: De todos modos, estoy segura de que en este pueblo hay espacio suficiente para los dos. Esto es la libre empresa, ¿no le parece?
Me basta observar su expresión para ver que ha captado el desafío. Me quedo un momento sosteniéndole la mirada, porque me he vuelto atrevida, odiosa. Reynaud se encoge ante mi sonrisa, como si acabara de escupirle en la cara.
– Por supuesto -dice con voz suave.
¡Bah, sé a qué tipo de persona pertenece! Nos tropezamos con bastantes como él, mi madre y yo, en nuestra huida a través de Europa. Esas mismas sonrisas corteses, ese mismo desdén, esa misma indiferencia. La moneda que suelta la mano regordeta de una mujer en la puerta de la atestada catedral de Reims, las miradas de reprobación lanzadas por un grupo de monjas cuando una Vianne niña salta para pescarla al vuelo, las rodillas desnudas manchadas por el polvo de la calle. Un hombre de negra vestimenta que se enzarza en malhumorada y grave conversación con mi madre mientras ella, pálida como una muerta, huye de la sombra de la iglesia apretándome la mano con tanta fuerza que me hace daño… Más tarde me entero de que ella había tratado de confesarse con él. ¿Qué debió de incitarla a hacerlo? La soledad quizá, la necesidad de hablar con alguien, de confiarse a un hombre que no fuera un amante. Alguien que supiera mirarla con ojos comprensivos. Pero ¿acaso no lo vio? ¿No vio su rostro, de pronto menos comprensivo, su mueca de malhumorada contrariedad? Aquello era pecado, pecado mortal… Lo que ella debía hacer era dejar a la niña en manos de buena gente. Si la quería un poco, por poco que fuese -¿cómo se llamaba? ¿Anne?-, pues si ella la quería un poco, tenía que hacer este sacrificio. No había más remedio. Él sabía de un convento donde podrían ocuparse de ella. Él lo sabía… Le cogió la mano, le oprimió los dedos. ¿Acaso no quería a su hija? ¿No quería salvarse? ¿No quería? ¿No quería?
Aquella noche mi madre lloró y me acunó en sus brazos, para aquí y para allá, para aquí y para allá.
Salimos de Reims por la mañana, más parecidas a ladronas que nunca, ella llevándome apretada en sus brazos como si yo fuera un tesoro que hubiera robado, mirando a todos lados con ojos ávidos y furtivos.
Me di cuenta de que el hombre estuvo a punto de convencerla de que me abandonara. Después fueron muchas las veces que me preguntó si estaba contenta de vivir con ella, si me gustaría tener amigos, una casa… Pero por mucho que le asegurara que era feliz con ella, por mucho que le dijera que no deseaba otra cosa, por mucho que la besara e insistiera en decirle que no me hacía falta nada, nada más, subsistió siempre aquel poso de veneno que el hombre le había instilado. Pasamos años huyendo del cura, el Hombre Negro, y cuando en los naipes aparecía su rostro de forma repetida quería decir que había llegado el momento de volver a echar a correr, el momento de huir de aquel pozo de oscuridad que él había abierto en el corazón de mi madre.
Y hete aquí que ahora el hombre ha vuelto a aparecer, justo cuando ya me figuraba que Anouk y yo habíamos encontrado finalmente el sitio adecuado. Y está de pie junto a la puerta como el ángel que custodia la entrada.
Bien, juro que esta vez no escaparé corriendo. Que haga lo que quiera. Aunque vuelva a toda la gente de este pueblo contra mí. Su rostro es tan suave y tan irremisible como cuando uno da la vuelta a una carta mala. Y se ha declarado mi enemigo -y yo el suyo- de forma tan absoluta como si nos lo hubiéramos declarado en voz alta.
– ¡Qué bien que nos entendamos de manera tan clara! -le digo con voz fría e inequívoca.
– Lo mismo digo.
Algo en sus ojos, un brillo donde un momento antes no lo había, me advierte de que vaya con tiento. Por sorprendente que parezca, él disfruta con esto, esta aproximación de dos enemigos que se aprestan a la batalla. En su acorazada certidumbre no queda sitio para pensar que no vaya a salir vencedor.
Se da la vuelta dispuesto a marcharse, hace la inclinación de cabeza justa que conviene. Ni más ni menos. Un educado desdén. El arma mortífera y envenenada de los que tienen razón.
– ¡M’sieur le Curé! -se vuelve un segundo y pongo en sus manos un paquetito engalanado con cintas-. ¡Para usted! Invita la casa -mi sonrisa no tolera una negativa, por lo que acepta el paquete con incómoda turbación-. Es un placer para mí.
Frunce ligeramente el entrecejo, como si la simple idea de que aquello pueda producirme placer ya fuese para él motivo de dolor.
– La verdad es que no me gusta…
– ¡Bah, tonterías! -lo digo con tono decidido y que no admite vuelta de hoja-. Le gustará. ¡Me recuerdan tanto a usted!
Me ha parecido que, debajo de su imperturbable calma exterior, parece sobresaltado. De pronto desaparece con el blanco paquetito en la mano bajo la lluvia gris. Observo que no corre en busca de refugio, sino que camina con paso mesurado, no indiferente pero con ese aire de quien sabe sacar partido incluso de un contratiempo tan insignificante como este.
Me gusta pensar que va a comerse los bombones. Lo más probable es que obsequie con ellos a alguien, pero me gusta pensar que por lo menos abrirá la caja y los mirará… A buen seguro que no eludirá una mirada, aunque sólo sea por curiosidad.
«¡Me recuerdan tanto a usted!»
Una docena de mis mejores huîtres de Saint-Mâlo, pralinés pequeños y planos tan parecidos a ostras obstinadamente cerradas.