29 de marzo
Sábado Santo
Ayúdeme, père. ¿No he rezado bastante? ¿No he sufrido bastante por nuestros pecados? Mi penitencia ha sido ejemplar. Siento como un mareo por la falta de alimento y de sueño. ¿No estamos en tiempo de Redención, la época en que todos mis pecados me pueden ser perdonados? He restituido la plata al altar, he encendido los cirios a manera de preámbulo. Las flores, por vez primera desde el principio de la Cuaresma, adornan la capilla. Hasta el chiflado de san Francisco está coronado de lirios que huelen a carne limpia. Hace mucho que usted y yo esperamos. Han pasado seis años desde que sufrió el primer ataque. Entonces usted no hablaba conmigo, aunque sí con otros. Después, el año pasado, el segundo ataque. Me dicen que no es posible establecer contacto con usted, pero yo sé que esto es fingimiento, un compás de espera. Usted volverá al mundo cuando quiera.
Esta mañana han encontrado muerta a Armande Voizin. Estaba rígida y sonreía tendida en la cama. Père, otra persona que se nos va. Pese a que no me lo habría agradecido si se hubiera enterado, le he administrado los últimos auxilios. Tal vez yo sea la única persona que todavía encuentra consuelo en estas cosas.
Armande se había propuesto morir esa noche y lo había preparado hasta el mínimo detalle: la comida, la bebida, los amigos. Estaba rodeada de su familia, que había acudido engañada por sus promesas de enmienda. ¡Condenada arrogancia! Caro ha prometido que pagará veinte o treinta misas por la intercesión de su alma. Rece por ella. Rece por nosotros. Todavía tiemblo de rabia. No puedo responder a Caro con moderación. El entierro será el martes. Me la imagino ahora, reposando en la capilla ardiente del hospital, con peonías en la cabecera y aquella sonrisa suya detenida para siempre en sus labios blancos, y no siento pena, ni tampoco satisfacción, sino una furia terrible e impotente.
Ni que decir tiene que los dos sabemos quién hay tras esto: esa tal Rocher. Caro me lo ha contado todo. Ella es la influencia, père, el parásito que ha invadido nuestro jardín. Yo habría debido escuchar la voz de mis instintos. Habría debido arrancarla de raíz así que posé mis ojos en ella, pero se me ha escabullido siempre, se ha reído de mí escondida detrás de su bien protegido escaparate mientras iba distribuyendo corruptoras golosinas a su alrededor. ¡Qué incauto he sido, père! Si Armande Voizin ha muerto ha sido por culpa de mi insensatez. El mal cohabita entre nosotros. El mal muestra una sonrisa halagadora y se atavía de vistosos colores. Cuando yo era niño escuchaba aterrado la historia de la casa de pan de jengibre, de la bruja que la habitaba y que atraía a ella a niños pequeños para comérselos después. Miro su tienda, toda recubierta de papeles brillantes como si aguardara a que alguien la desenvolviera y me pregunto cuántas personas, cuántas almas habrá tentado ya sin esperanza de redención: Armande Voizin, Joséphine Muscat, Paul-Marie Muscat, Julien Narcisse, Luc Clairmont. Hay que desarraigarla de aquí. Y también a la mocosa de su hija. De la forma que sea. Es demasiado tarde para andarse con delicadezas, père. Mi alma ya está comprometida. Ojalá volviera a tener doce años. Intento recordar lo salvaje que era cuando tenía doce años, la inventiva que tenía de niño. Yo era el que arrojaba la piedra y escondía la mano. Pero aquellos tiempos han pasado. Ahora debo andarme con cautela. No puedo cubrir de descrédito el cargo que desempeño. Pero si fracaso…
¿Qué haría Muscat? Es brutal, despreciable por méritos propios. Pero él vio el peligro mucho antes que yo. ¿Qué haría él? Debo tomar a Muscat como modelo, Muscat es un cerdo, un bruto, pero un cerdo taimado.
¿Qué haría él en mi caso?
Mañana empieza el festival del chocolate. De él depende el éxito o el fracaso de esa mujer. Ya es demasiado tarde para hacer girar contra ella la marea de la opinión pública. Yo debo quedar incólume. Detrás del escaparate secreto hay millares de bombones de chocolate que esperan ser vendidos. Huevos, figuras de animales, nidos de Pascua engalanados con cintas, cajas para regalo, conejitos con llamativos ringorrangos de celofán… Mañana habrá cien niños que despertarán con el sonido de las campanas de Pascua y lo primero que pensarán no será «¡Ha subido a los cielos!», sino «¡Chocolate! ¡El chocolate de Pascua!». Pero ¿y si no hubiera chocolate?
Sólo pensarlo me paraliza. Por espacio de un segundo me siento invadido de ardor. Ese cerdo inteligente que llevo dentro no hace más que reír y hacer corvetas. Yo podría introducirme en su casa, me dice. La puerta trasera de la casa es vieja y está medio podrida. Yo podría forzarla. Colarme en la tienda armado con un garrote. El chocolate es una materia frágil, es fácil destrozarlo. Bastarían cinco minutos entre sus cajas de regalos para conseguir mis propósitos. Ella duerme en el piso de arriba. Seguramente no lo oiría. Además, yo actuaría con rapidez. También podría ponerme una máscara, de modo que aunque me viera… Todos sospecharían de Muscat, dirían que el ataque era una venganza. Y él no está aquí para desmentirlo y por otra parte…
Père, ¿se ha movido? Por un momento me ha parecido que la mano de usted se había crispado, he visto que se le retorcían dos dedos como si fuera a darme la bendición. Otra vez ese espasmo, como un fusilero que recordase antiguas batallas. Una señal.
¡Alabado sea Dios! Una señal.