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28 de marzo

Viernes Santo


En un determinado momento, de hecho bastante pronto, he olvidado el motivo de la fiesta y he comenzado a pasármelo bien. Mientras Anouk estaba entretenida jugando en Les Marauds, he orquestado los preparativos de la comida más copiosa y suculenta que he preparado en mi vida y me he extraviado en los detalles más sabrosos. Disponía de tres cocinas: los enormes hornos de La Praline, donde he preparado los pasteles; el Café des Marauds, en lo alto del camino, para el marisco; y la minúscula cocina de Armande para la sopa, las verduras, las salsas y la guarnición. Aunque Joséphine se había ofrecido a prestar a Armande la vajilla y la cubertería que hiciera falta, ésta movió negativamente la cabeza con una sonrisa.

– Ese problema está resuelto -le replicó Armande.

Y efectivamente lo estaba, porque el jueves por la mañana llegó una furgoneta que ostentaba el nombre de una importante empresa de Limoges, que hizo entrega de dos cajas de cristalería y de servicio de mesa, amén de porcelana fina, todo transportado entre papeles desmenuzados. El hombre encargado del transporte se dirigió a Armande con una sonrisa al pedirle que le firmara el albarán de entrega.

– Se casa una nieta, ¿verdad? -le preguntó, jovial.

Armande le respondió con una risita.

– Podría ser -replicó-, podría ser.

Ha estado todo el viernes de excelente humor, haciendo como que supervisaba los preparativos, pero en realidad estorbando más que otra cosa. Como una niña traviesa, mete los dedos en las salsas, inspecciona las bandejas que tengo tapadas y levanta las tapaderas de los peroles hasta que he acabado por pedir a Guillaume que me hiciera el favor de llevársela a la peluquería de Agen para que me dejara tranquila un par de horas. Cuando ha vuelto parecía otra: llevaba el cabello muy bien cortado, un sombrero nuevo y ladeado, guantes y zapatos nuevos. Los zapatos, los guantes y el sombrero eran del mismo tono rojo cereza, el color favorito de Armande.

– Voy arriba -me informó muy satisfecha, mientras se instalaba en la mecedora dispuesta a observar la marcha de los acontecimientos-. Es posible que a finales de esta misma semana me líe la manta a la cabeza y me compre un vestido rojo. ¿Me imagina entrando en la iglesia con un vestido rojo? ¡Yupi!

– Mire, descanse un rato -le dije muy seria-. Esta noche tiene una fiesta y no quiero que se caiga dormida al llegar a los postres.

– ¡Qué va! -respondió, aunque ha accedido a dormir una horita a la caída de la tarde mientras yo preparaba la mesa y los demás se iban a sus casas a descansar un rato y a cambiarse de ropa para la cena.

La mesa es larga, lo que resulta bastante absurdo teniendo en cuenta las pequeñas dimensiones del comedor de Armande, pero con un poco de buena voluntad cabremos todos. Es un pesado mueble de roble negro y han sido necesarias cuatro personas para trasladarlo e instalarlo en la glorieta que ha preparado Narcisse, debajo de un baldaquín de follaje y flores. El mantel es de damasco rematado de delicada blonda y huele al espliego con el que Armande lo tenía guardado desde el día de su boda. Fue un regalo de su suegra y todavía estaba por estrenar. Los platos de porcelana de Limoges son blancos y con una pequeña cenefa de flores amarillas en el borde. Los vasos son de cristal y de tres tipos diferentes. El sol, al atravesar el cristal, proyecta sobre el blanco mantel manchas huidizas con todos los colores del arco iris. En medio de la mesa hay un centro de flores de primavera suministradas por Narcisse y junto a cada plato hay una servilleta cuidadosamente doblada. Sobre cada una de las servilletas hay una tarjeta con el nombre del comensal correspondiente: Armande Voizin, Vianne Rocher, Anouk Rocher, Caroline Clairmont, Georges Clairmont, Luc Clairmont, Guillaume Duplessis, Joséphine Bonnet, Julien Narcisse, Michel Roux, Blanche Dumand, Cerisette Plançon.

En un primer momento no identifico los dos últimos nombres, pero de pronto me acuerdo de Blanche y de Zézette, que siguen con sus barcas amarradas río arriba y todavía permanecen a la espera. Me doy cuenta de que hasta ahora no había sabido cuál era el nombre de pila de Roux y hasta había pensado que Roux era un apodo que podía hacer referencia al color de sus cabellos.

A las ocho han empezado a llegar los invitados. Yo he salido de la cocina a las siete para ducharme y cambiarme rápidamente de ropa y, al volver, me he encontrado la barca amarrada junto a la casa y a sus ocupantes en tierra. Blanche llevaba una falda acampanada de color rojo y una blusa de encaje, Zézette vestía un traje de noche antiguo de color negro que dejaba al descubierto sus brazos tatuados con henna y lucía un rubí en una ceja. Roux llevaba unos pantalones vaqueros limpios y una camiseta blanca. Todos traían regalos para Armande, envueltos en papel de regalo, papel de empapelar paredes o retales de ropa. A continuación ha llegado Narcisse con su traje de los domingos, seguido de Guillaume, con una flor amarilla en el ojal, y acto seguido los Clairmont, con aire francamente cordial, aunque Caro observaba a la gente del río con mirada desconfiada pese a que se había propuesto pasarlo bien ya que se exigía de ella aquel sacrificio… Mientras dábamos cuenta de los apéritifs, piñones salados y galletitas, hemos observado a Armande abrir los regalos: un dibujo de un gato metido en un sobre rojo de parte de Anouk, una jarra de miel de parte de Blanche, unas bolsitas de espliego en las que Zézette había bordado la letra B. «No me ha dado tiempo a bordar la inicial de su nombre -le explica con alegre despreocupación-, pero le prometo que el año que viene se la bordaré.» Una hoja de roble tallada en madera de parte de Roux, tan bien hecha que parece de verdad, con su manojito de bellotas colgadas del tallo, una gran cesta de frutas y flores de parte de Narcisse. Los regalos más caros son de los Clairmont: un pañuelo de Caro -veo que no es un Hermès pero es de seda-, un jarrón de plata para flores y de parte de Luc algo rojo y reluciente metido en un sobre de papel crujiente, que oculta a la mirada de su madre lo mejor que puede, escondiéndolo debajo de un montón de envoltorios desechados… Armande sonríe y sus labios dibujan una exclamación -«¡Yupi!»- antes de taparse la boca con la mano ahuecada. Joséphine le ha regalado un pequeño guardapelo de oro, que le entrega con una sonrisa como disculpándose:

– No es nuevo -dice.

Armande se lo cuelga del cuello, abraza a Joséphine torpemente y se sirve un St.-Raphaël con mano insegura. Oigo las conversaciones desde la cocina, la preparación de tanta cantidad de comida es cosa peliaguda, por lo que concentro en la actividad gran parte de mi atención, aun sin perderme nada de lo que ocurre fuera. Caro está amable, dispuesta a pasarlo bien; Joséphine guarda silencio; Roux y Narcisse han encontrado un tema de interés común y hablan de árboles frutales exóticos. Zézette canta un fragmento de una canción folklórica con su voz aflautada, tiene a su hijito acurrucado en sus brazos como la cosa más natural de este mundo. Observo que el crío también está pintarrajeado ceremonialmente con henna y que, con su piel moteada de oro y sus ojos verde gris, parece un meloncito gris nantais.

Se trasladan a la mesa. Armande está muy animada y lleva el peso de la conversación. Oigo la voz de Luc, que habla en tono bajo y comedido sobre un libro que ha leído recientemente. Noto un cierto encrespamiento en la voz de Caro y me entra la sospecha de que Armande se ha servido otro vasito de St.-Raphaël.

– Maman, ya sabes que no debes… -le oigo decir, a lo que Armande se limita a responder con una carcajada.

– Mira, esta fiesta es en mi honor -declara alegremente-. No quiero que nadie esté triste. Y yo menos que nadie.

A partir de ese momento ya no se vuelve a hablar del asunto. Veo que Zézette está coqueteando con Georges. Roux y Narcisse hablan de ciruelas.

– Belle du Languedoc -declara el último con pasión-. Para mi gusto, la mejor. Es dulce y pequeña y tiene un botón encima que parece el ala de una mariposa.

Pero a Roux no hay quien lo convenza.

– Mirabelle -insiste con firmeza-. Es la única ciruela amarilla que vale la pena cultivar: mirabelle.

Vuelvo a los fogones y me quedo un rato sin oír nada.

Se trata de una habilidad que he aprendido sola, nace de una obsesión. A mí nadie me ha enseñado a cocinar. Mi madre preparaba hechizos y filtros, pero yo sublimé sus habilidades convirtiéndolas en una alquimia más sabrosa. Mi madre y yo no nos parecimos nunca. Ella soñaba que volaba, perseguía encuentros astrales y esencias secretas; yo estudiaba las recetas y las cartas que afanaba en restaurantes en los que nuestros posibles no nos permitían comer. Ella se burlaba con aire bonachón de mis preocupaciones carnales.

– Tenemos suerte de no poder ir a esos sitios -solía decirme-. De otro modo te pondrías como una vaca.

¡Pobre madre! Cuando el cáncer se comió lo mejor de ella todavía se vanagloriaba de haber perdido peso. Y mientras se dedicaba a echarse las cartas y a farfullar no sé qué cosas en voz baja, yo revisaba mi colección de fichas de cocina y salmodiaba nombres de platos que no había probado en mi vida como quien entona mantras, igual que si fueran fórmulas secretas de vida eterna. Boeuf en Daube. Champignons farcis à la grèque. Escalopes à la Reine. Crème caramel. Schokoladentorte. Tiramisú. En la cocina secreta de mi imaginación los preparaba todos, los ensayaba, los cataba, iba ampliando la colección de recetas dondequiera que fuéramos, las pegaba en un álbum como fotografías de viejos amigos. Aquellas recetas daban sentido a mis vagabundeos, los brillantes recortes relucían en las páginas manchadas como señales de tráfico que jalonasen nuestro viajar errabundo.

Ahora vuelvo a revisarlas como amigos largo tiempo olvidados. Soupe de tomates à la gasconne, servida con albahaca fresca y una tajadita de tartelette méridionale, hecha con pâte brisée de bizcocho y aderezada con aceite de oliva, anchoas y sabrosos tomates locales, guarnecida con aceitunas y cocida lentamente hasta que los sabores se concentran y alcanzan un nivel casi imposible. Vierto el Chablis del ochenta y cinco en vasos altos. Anouk bebe limonada del suyo con un aire exagerado de mundanidad. Narcisse se interesa por los ingredientes que he empleado en la tartaleta y ensalza las virtudes del grotesco tomate Roussette frente a la insulsa uniformidad del Moneyspinner europeo. Roux enciende los braseros colocados a ambos lados de la mesa y los rocía con limoncillo para ahuyentar a los insectos. Descubro a Caro observando a Armande con mirada de desaprobación. Como poco. Saturada de los aromas de la comida en los que he estado inmersa todo el día, esta noche me siento mareada, aunque excitada y extrañamente sensible, hasta el punto de que al notar el roce de la mano de Joséphine en el muslo durante la cena me sobresalto y estoy a punto de gritar. El Chablis está fresco y ácido y tomo más del que debiera. Los colores comienzan a parecer más vivos, los sonidos adquieren una claridad cristalina. Oigo a Armande alabando la cocina. Sirvo una ensalada verde para limpiar el paladar y seguidamente foie gras con tostadas calientes. Advierto que Guillaume ha traído a su perro y que lo obsequia subrepticiamente con migajas de comida por debajo del impoluto mantel. Pasamos a hablar de la situación política y desembocamos en la cuestión de los separatistas vascos y de la moda femenina, sin olvidarnos de cuál es la mejor manera de cultivar oruga ni de debatir la superior calidad de la lechuga silvestre sobre la cultivada. El Chablis pasa muy bien. Sigue después el vol-aux-vents, leve como un soplo de brisa veraniega, a continuación viene el sorbete de flor de saúco seguido del plateau de fruits de mer con cigalas a la parrilla, gambas grises, camarones, ostras, berniques, centollos y los grandes tourteaux, capaces de cercenar los dedos de un hombre con la misma facilidad con que yo corto una rama de romero, además de caracoles marinos, palourdes y, como remate de todo, una gigantesca langosta negra, presentada en un lecho regio de algas marinas. La enorme bandeja centellea de colores: rojo, rosa, verde mar, blanco perláceo y morado, tesoro de las exquisiteces que puede guardar la gruta de una sirena y que nos devuelve a todos ese nostálgico olor a sal, que nos retrotrae a los días de la infancia pasados junto a la orilla del mar. Distribuimos tenacillas para las patas del centollo, minúsculos tenedores para los caracoles, platos con rodajas de limón y mayonesa. Imposible mantenerse a distancia ante un plato como éste, exige atención, ausencia de formalismo. Los vasos y la cubertería relucen a la luz de los faroles colgados de la celosía que tenemos sobre nuestras cabezas. La noche huele a flores y a río. Los dedos de Armande se mueven ágiles como los de una encajera con los bolillos y el contenido de la bandeja que tiene delante, en la que va arrojando los desechos, está creciendo a ojos vistas. Voy a buscar más Chablis. Los ojos centellean, las caras se han puesto sonrosadas con el esfuerzo de extraer la evasiva carne de los caracoles de mar. Son manjares que exigen esfuerzo, tiempo. Joséphine ha empezado a distenderse un poco, incluso habla con Caro mientras se pelea con una pata de cangrejo. A Caro se le escapa la mano y un chorretón de agua salada le inunda un ojo. Joséphine se echa a reír. Un momento después Caro se suma a la risa. También yo rompo a hablar. El vino es pálido y engañoso, en su aparente levedad se esconde la embriaguez. Caro está un poco borracha, tiene la cara arrebolada y del cabello se le sueltan mechones que parecen zarcillos. Georges me oprime el muslo por debajo del mantel y me hace un guiño salaz. Blanche habla de viajes, tenemos algunas ciudades en común: Niza, Viena, Turín. El chiquitín de Zézette empieza a quejarse y ella moja un dedo en el Chablis y se lo mete en la boca para que lo chupe. Armande habla de Musset con Luc, que cuanto más bebe menos tartamudea. Finalmente retiro el saqueado plateau, reducido ahora a montañas de cascajo perlado distribuido en doce platos. Circulan cuencos de agua con limón y ensalada de menta para lavar los dedos y el paladar. Retiro los vasos y los sustituyo por coupes à champagne. Caro vuelve a parecer alarmada. Cuando vuelvo a la cocina la oigo hablar con Armande en voz baja pero perentoria.

Armande la hace callar.

– Ya hablaremos después. Ahora quiero celebrarlo.

Armande saluda el champán con una exclamación de satisfacción.

El postre es una fondue de chocolate. Es una fondue que hay que preparar en un día despejado porque, si está nublado, el brillo del chocolate fundido se empaña. Se confecciona con un setenta por ciento de chocolate negro, mantequilla, un poco de aceite de almendras, una crema doble incorporada en el último momento y después se calienta suavemente la mezcla a la llama de un quemador. Después se ensartan en un espetón unos trozos de pastel o de fruta y se sumergen en la mezcla de chocolate. Esta noche he traído toda su repostería favorita, pero lo único apropiado para mojar en el chocolate es el gâteau de Savoie. Caro alega que no puede comer ni un bocado más, pese a lo cual se sirve dos tajadas de roulade bicolore a base de chocolate blanco y negro. Armande lo prueba todo, está roja como la grana y más expansiva tras cada minuto que pasa. Joséphine cuenta a Blanche por qué abandonó a su marido. Georges me sonríe lascivamente por detrás de sus dedos emporcados de chocolate. Luc bromea con Anouk, que está medio dormida en la silla. El perro mordisquea, feliz, la pata de la mesa. Zézette, como la cosa más natural del mundo, se saca un pecho y le da de mamar a su hijito. Parece que Caro está a punto de hacer un comentario pero, como pensándolo mejor, se encoge de hombros y no dice nada. Entonces abro otra botella de champán.

– ¿Seguro que estás bien? -pregunta Luc con voz tranquila a Armande-. Quiero decir que no te encuentras mal ni nada, ¿verdad? ¿Te has tomado el medicamento?

Armande se echa a reír.

– Te preocupas demasiado para un niño de tu edad -le dice ella-. Lo que tendrías que hacer sería poner el mundo patas arriba y hacer sufrir a tu madre en lugar de querer enseñar a tu abuela cómo se hacen los niños.

Armande sigue con su buen humor, aunque ahora parece un poco cansada. Hace casi cuatro horas que estamos sentados a la mesa. Faltan diez minutos para la medianoche.

– Ya lo sé -dice Luc con una sonrisa-, pe-pero es que no tengo prisa pa-para heredar.

Armande le da una palmada en la mano y le llena otra vez el vaso. Como no tiene la mano muy firme, derrama un poco de vino sobre el mantel.

– No te preocupes -le dice con viveza-, hay más.

Rematamos el banquete con mis helados de chocolate, unas trufas y el café servido en minúsculas tacitas, acompañado de un calvados servido en un cuenco caliente y que es como una explosión de flores. Anouk reclama su canard, un terroncillo de azúcar mojado con unas gotas de licor, y después pide otro para Pantoufle. Se apuran las tazas y se retiran los platos. Los braseros queman a fuego lento. Miro a Armande, que sigue hablando y riendo pero que ahora parece menos animada que unos momentos antes, ya que se le entrecierran los ojos aunque, debajo de la mesa, tiene asida una mano de Luc.

– ¿Qué hora es? -pregunta al poco rato.

– Casi la una -dice Guillaume.

Armande suspira.

– Hora de que me vaya a la cama -declara-. No soy tan joven como en otros tiempos, ¿sabéis?

Hurga entre los pies y saca toda una brazada de regalos que había dejado debajo de la silla. Veo que Guillaume la observa con atención. Él sabe. Ella le dirige una sonrisa de una dulzura peculiar y enigmática.

– No vayáis a figuraros que pronunciaré un discurso -dice con cómica brusquedad-. No soporto los discursos. Lo único que quiero es daros las gracias a todos… a todos… y deciros que lo he pasado de maravilla. No recuerdo haberlo pasado nunca así de bien. Creo que nunca ha habido una ocasión mejor. La gente se figura que cuando uno es viejo ya no tiene que divertirse. Pues no, no es así.

Se oyen gritos de Roux, Georges y Zézette para manifestarle que están de acuerdo. Armande asiente con expresión juiciosa.

– Mañana no me despertéis muy temprano -aconseja haciendo una mueca-. Me parece que no había bebido tanto desde que tenía veinte años, necesito dormir -me dirige una mirada furtiva, casi a modo de advertencia-. Necesito dormir -repite vagamente, mientras va alejándose de la mesa.

Caro se levanta para ayudarla, pero ella la aparta con gesto perentorio.

– No fastidies, nena -le dice-. Tú siempre lo mismo, siempre fastidiando -me dirige una de sus miradas cargadas de intención-. Que me ayude Vianne -declara-. Lo demás puede esperar a mañana.

La acompaño a su habitación mientras los invitados comienzan a desfilar lentamente y desaparecen riendo y charlando. Caro da el brazo a Georges y tiene a Luc cogido del otro. Se había dejado el cabello suelto, lo que le da un aire más joven e infunde más suavidad a sus rasgos. Al abrir la puerta del cuarto de Armande oigo que dice:

– … casi me ha prometido que iría a Les Mimosas… menudo peso me he sacado de encima…

Armande también ha oído sus palabras y se ha reído por lo bajo con aire ausente.

– Eso de tener a una madre delincuente tiene que ser muy difícil de sobrellevar -me dice-. Ponme en la cama, Vianne, antes de que me caiga.

La ayudo a desnudarse. Junto a la almohada ya tenía preparado un camisón de lino. Mientras se lo ponía le he arreglado la ropa de la cama.

– Mira, Vianne -me indica-. Déjame allí los regalos para que pueda verlos -y con un gesto vago me indica la cómoda-. ¡Mmmmm! ¡Qué bien!

He obedecido sus instrucciones mecánicamente, me sentía como en trance. Quizá yo también he bebido más de la cuenta porque me siento poseída de una enorme paz. He contado las ampollas de insulina de la nevera y he visto que hacía unos días que Armande había dejado de tomarlas. Habría querido preguntarle si estaba plenamente segura de lo que hacía, pero me he limitado a desenvolver el regalo de Luc -una combinación de seda de un espléndido, descarado e indiscutible color rojo- que he dejado en el respaldo de la silla para que pudiera verla bien. Armande ha vuelto a soltar una de sus risitas ahogadas y ha extendido la mano para tocar la seda.

– Ya te puedes marchar, Vianne -ha dicho con voz suave pero firme-. Ha sido estupendo.

He vacilado. He tenido la visión fugaz de nuestras imágenes en el espejo del tocador. He tenido la impresión de que Armande, con el cabello recién cortado, era aquel viejo de mi visión, aunque las manos de ella eran una mancha carmesí y Armande sonreía. Tenía cerrados los ojos.

– Deja la luz encendida, Vianne -han sido sus últimas palabras-. Buenas noches.

Le di un beso suave en la mejilla. Olía a espliego y a chocolate. Fui a la cocina a terminar de lavar los platos.

Roux se había quedado para ayudarme. Los demás invitados ya se habían ido. Anouk estaba dormida en el sofá y tenía el pulgar metido en la boca. Lavamos los platos sin decir palabra y guardamos los vasos y la vajilla nueva en los armarios de la cocina de Armande. En una o dos ocasiones Roux intentó iniciar una conversación, pero yo no tenía ganas de hablar con él. Nuestro silencio sólo estaba salpicado por los leves y secos ruidos de la porcelana y el cristal.

– ¿Te encuentras bien? -me dijo finalmente Roux poniéndome la mano en el hombro con un gesto suave. Sus cabellos parecían caléndulas. Respondí lo primero que me vino a las mientes.

– Estaba pensando en mi madre -por extraño que parezca, había dicho la verdad-. A ella le hubiera gustado esto. Le gustaban… los fuegos artificiales.

Me miró. Sus extraños ojos brillantes se oscurecieron hasta volverse casi morados en la difusa luz amarillenta de la cocina. Me han entrado ganas de hablarle de Armande.

– No sabía que te llamabas Michel -le dije finalmente.

Se encogió de hombros.

– ¡Qué importan los nombres!

– Estás perdiendo el acento -le digo no sin sorpresa-. Antes tenías un acento marsellés muy fuerte, pero ahora…

Me pareció que su sonrisa era extrañamente dulce.

– Los acentos tampoco importan -dice.

Me coge la cara entre sus manos. Son suaves para ser las manos de un obrero, pálidas y suaves como manos de mujer. Me pregunto si habrá algo de verdad en lo que me ha contado. Pero de momento eso importa poco. Lo he besado. Huele a pintura, a jabón y a chocolate. He saboreado el chocolate en su boca y he pensado en Armande. Estoy convencida de que a Roux le gusta Joséphine. Incluso mientras lo estoy besando, pienso que Roux la ama a ella, pero ésta es la única magia que tenemos a nuestro alcance para combatir la noche. Es la magia más sencilla, el fuego que bajamos por la ladera de la montaña en Beltane, este año un poco antes. Modestos consuelos para desafiar la oscuridad. Sus manos buscan mis pechos debajo del jersey.

Vacilo un momento. He encontrado a muchos como él en mi camino, hombres como éste, hombres buenos que me importaban pero que no amaba. Aunque yo estuviera en lo cierto y él y Joséphine se quisieran, ¿qué daño podría hacerles esto? ¿O a mí? Su boca es leve, su contacto sencillo. De las flores del exterior me llega un aroma de lilas que ha entrado en la casa con el aire caliente de los braseros.

– Vamos fuera -le digo-. Al jardín.

Roux mira a Anouk, que seguía dormida en el sofá, y asiente. Salimos lentamente al exterior, el cielo era morado y estaba cuajado de estrellas. El jardín conservaba el calor de los braseros, que seguían despidiendo su fulgor. Las siringas y las lilas emparradas en la celosía de Narcisse nos envolvían desde arriba con su perfume. Como niños, nos tumbamos en la hierba. No nos hemos hecho promesas, no nos hemos dicho palabras de amor, aunque él se ha mostrado cariñoso conmigo; casi sin pasión, aunque se ha movido lenta y dulcemente en mi cuerpo y me ha lamido la piel con rápidos movimientos de la lengua. Sobre su cabeza el cielo, como sus ojos, era morado, negro casi, y yo contemplaba la amplia franja de la Vía Láctea como un camino que rodeara el mundo. Sabía que a lo mejor esa sería la única vez entre los dos, un pensamiento que me producía una dulce melancolía. Lo que me llenaba en cambio era una sensación creciente de su presencia, de plenitud, algo que superaba mi soledad y hasta la pena que me había producido Armande. Ya habría tiempo para entristecerse. De momento lo único que sentía era pura fascinación al verme tumbada desnuda en la hierba, al ver a aquel hombre que estaba en silencio a mi lado, al ver aquella inmensidad sobre mí y dentro de mí. Roux y yo nos quedamos largo rato tumbados en la hierba hasta que el sudor de nuestros cuerpos se fue enfriando y sentimos cómo los recorrían pequeños insectos y desde los pies nos envolvía el olor a espliego y tomillo que subía de un lecho de flores. Mientras, nosotros, con las manos enlazadas, contemplábamos el insoportable y lento rodar del cielo.

Roux cantaba por lo bajo una cancioncilla:


V’là l’bon vent, v’là l’joli vent,

V’là l’bon vent, ma mie m’appelle…


Después he sentido el viento dentro de mí y cómo me abrazaba con su fuerza implacable. En su mismo centro había un minúsculo espacio quieto, milagrosamente tranquilo, y una sensación casi familiar de que allí estaba ocurriendo algo nuevo… También esto es magia, una magia que mi madre no llegó a entender nunca; sin embargo, estoy más segura de esto -de este nuevo, milagroso y vivo calor dentro de mí- que de todo lo que he hecho en mi vida. Por fin he entendido por qué me salieron los Amantes aquella noche. Guardando celosamente esta certidumbre, cerré los ojos e intenté soñar en ella, como en aquellos meses que precedieron al nacimiento de Anouk, una desconocida de hermosas mejillas y vivos ojos negros.

Cuando me desperté Roux ya se había ido y el viento había vuelto a cambiar.

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