Jueves, 13 de marzo
Ayer por la tarde fui a Les Marauds a hablar con Roux, pero tuve tan poco éxito como la última vez. La casa en ruinas estaba atrancada por dentro y tenía los postigos cerrados. Me lo imaginé acurrucado en la oscuridad, reconcomido por la rabia como un animal salvaje. Lo llamé por su nombre y, aunque sé que me oyó, no respondió. Consideré la posibilidad de dejarle una nota en la puerta, pero al final decidí no hacerlo. Si quiere venir a verme, que lo haga por su voluntad. Anouk me acompañó. Llevaba una barquita de papel que yo le había hecho con la cubierta de una revista. Mientras yo esperaba en la puerta de Roux, Anouk se acercó a la orilla del río para hacerla navegar, ayudándose con una rama larga y flexible para evitar que la corriente la arrastrara. Viendo que Roux no se dignaba aparecer, volví a La Praline, donde Joséphine ya había empezado a preparar la cobertura de toda la semana, y dejé a Anouk entregada a sus juegos.
– ¡Mucho cuidado con los cocodrilos! -le dije con la cara muy seria.
Anouk me sonrió. Llevaba un gorrito amarillo, tenía una trompeta de juguete en una mano y la rama en la otra y se puso a tocar la trompeta con sonido estridente y monótono, saltando de un pie a otro con una excitación que iba creciendo por momentos.
– ¡Cocodrilos! ¡Los cocodrilos atacan! -gritaba-. ¡Preparad los cañones!
– ¡Para ya! -le ordené-. ¡Cuidado, no te vayas a caer!
Anouk me envió de un soplo un extraño beso y volvió a sus juegos. Cuando me volví, ya en lo alto de la colina, la vi bombardeando a los cocodrilos con pedazos de turba y hasta mí llegó el sonido estridente de la trompeta -¡¡ta-ta-ta!!- en el que se intercalaban otros efectos especiales -¡puf! ¡plas!- mientras la batalla seguía en pleno apogeo.
Era curioso que siguiera sorprendiéndome, que me hiciera sentir aquella poderosa oleada de ternura. Entrecerrando los ojos para evitar que el sol me deslumbrase, veía casi a los cocodrilos, sus formas largas, parduscas, moviéndose convulsivamente en el agua, los destellos de los cañones… Moviéndose entre las casas, veía a Anouk, el rojo y el amarillo de su abrigo y su gorro destacados en la sombra, y casi podía imaginar también aquella comitiva de animales que la rodeaba. Mientras la estaba observando, se volvió, me saludó con la mano y me gritó: «¡Te quiero!», aunque después volvió a enfrascarse en aquel asunto tan importante al que estaba jugando.
Como cerramos por la tarde, Joséphine y yo nos pusimos a trabajar de firme en la confección de pralinés y trufas suficientes para todo el resto de la semana. Ya he comenzado a preparar los bombones de Pascua y, en cuanto a Joséphine, ya sabe decorar los animales y los empaqueta después metiéndolos en cajas adornadas con cintas multicolores. La bodega es el almacén ideal: es fresca pero no fría, lo que provocaría la aparición de esa capa blanquecina con que le refrigeración recubre al chocolate, y además es oscura y seca, circunstancia que permite almacenar en ella preparaciones especiales, que guardamos en cajas de cartón, y deja espacio todavía para nuestras provisiones domésticas. El pavimento está constituido por losas viejas, oscuras y alisadas, que parecen de roble, frescas y resbaladizas. En el techo, simplemente una bombilla. La puerta de la bodega es de pino sin barnizar, con un agujero en la parte baja para que pase por él un gato que hace mucho tiempo se largó. Hasta a Anouk le gusta la bodega, que huele a piedra y a vino viejo, y con tizas de colores ha hecho dibujos en las losas del suelo y ha llenado las paredes encaladas de animales, castillos, pájaros y estrellas. Armande y Luc, en la tienda, se quedaron charlando un rato y después salieron juntos. Ahora se encuentran más a menudo, y no siempre en La Praline. Luc me dijo que la semana pasada fue a verla dos veces a su casa y que las dos veces trabajó una hora en su jardín.
– Aho-hora que tiene la ca-casa arreglada, necesita que le arreglen los par-parterres del jardín -me dijo lleno de entusiasmo-. Ella ya no pue-puede cavar la tierra como antes, pero didice que le gustaría tener es-este año más flo-flores en lugar de tantos hierbajos.
Ayer Luc llevó a su abuela una bandeja de plantas del vivero de Narcisse y las plantó en el suelo recién cavado, al pie del muro de la casa de Armande.
– Compré es-espliego y prí-prímulas y tulipanes y narci-cisos -me explicó-. Le gustan las flores de co-colores vivos y las que huelen más. Como no ve muy bien, he com-comprado lilas y alhelíes y reta-tama y así las verá bien -sonrió con timidez-. Quiero plan-plantarlas antes de su cum-cumpleaños -me dijo.
Pregunté a Luc cuándo era el cumpleaños de Armande. -El treinta de marzo -me dijo-. Cumplirá ochenta y uno. Ya he pensado en el re-regalo que le haré.
– ¿Ah, sí?
Asintió.
– He pen-pensado que le compraría unas enaguas de se-seda -su tono de voz era ligeramente de-defensivo-. Le gusta mumucho la ro-ropa interior.
Tratando de disimular una sonrisa, le dije que me parecía una excelente idea.
– Tendré que ir a Agen -dijo muy serio-. Y tendré que esconder el regalo pa-para que mi ma-madre no lo vea, se pondría como una moto -dijo de pronto entre risas-. Podríamos orgaorganizar una fi-fiesta. Desear a mi abuela que tenga una buena entra-trada en la dé-década próxima.
– Pero tendríamos que preguntarle a ella si le parece bien -le sugerí.
A las cuatro ha llegado Anouk cansada, más contenta que unas Pascuas y sucia de barro hasta el cuello y, mientras Joséphine le hacía un té, yo le he preparado un baño caliente. Después de quitarle toda la ropa sucia que llevaba encima, la he metido en remojo en agua caliente perfumada con miel y seguidamente nos hemos sentado las tres para tomar unos pains au chocolat, brioche con mermelada de frambuesa y unos rotundos albaricoques confitados que proceden del invernadero de Narcisse. Joséphine parecía preocupada y ha estado dando vueltas a un albaricoque en la palma de la mano.
– No puedo quitarme a ese hombre de la cabeza -ha dicho por fin-. Ya sabes a quién me refiero, al hombre que ha estado aquí esta mañana.
– ¿Roux?
Asiente.
– Eso de que se incendiase su barca… -dice como sondeándome-. Tú no crees que fue accidental, ¿verdad?
– Eso cree él. Dice que olía a petróleo.
– ¿Qué crees que haría si descubriese… -hace un esfuerzo para seguir-… si descubriese quién lo hizo?
Me he encogido de hombros.
– ¿Cómo voy a saberlo? ¿Por qué lo dices, Joséphine? ¿Tienes idea de quién pudo ser?
Y continúa rápidamente:
– No, pero si alguien lo supiera… y no lo dijera… -deja colgada la frase y se quedó balbuceando y un tanto desazonada-. ¿Te parece que él… quiero decir… qué te parece que haría…?
La he mirado. Rehúye mis ojos mientras sigue dando vueltas y más vueltas con aire ausente al albaricoque que tiene en la mano. Veo que de sus pensamientos se levantaba una repentina vaharada de humo.
– Tú sabes quién lo hizo, ¿verdad? -le pregunto.
– No.
– Mira lo que te digo, Joséphine, si sabes algo…
– Yo no sé nada -ha declarado con voz inexpresiva-. ¡Ojalá supiera algo!
– Está bien, está bien. Nadie te echa nada en cara.
He procurado infundir un tono convincente a mi voz con intención de sonsacarla.
– ¡Yo no sé nada! -repite con voz histérica-. De veras que no sé nada. Además, ese hombre se va… o eso dijo. No es de aquí, no había estado nunca aquí y… -se interrumpe con un chasquido audible de los dientes, ha cortado la frase como si le hubiera pegado un mordisco.
– Esta tarde lo he visto -dice Anouk de pronto mientras mastica el brioche-. He visto su casa.
Me vuelvo hacia ella llena de curiosidad.
– ¿Ha hablado contigo?
Ha movido afirmativamente la cabeza, como dándose importancia.
– Sí, claro. Me ha dicho que va a hacerme una barca, una barca de madera, bien hecha, para que no se hunda. Bueno, si no le pegan fuego.
Anouk imita muy bien el acento de Roux. En su boca cobran vida los fantasmas de las palabras de Roux y hasta me parece verlos haciendo corvetas. Me vuelvo para disimular una sonrisa.
– Tiene una casa muy guapa -continúa Anouk-, con un fuego en medio de la alfombra. Me ha dicho que puedo ir a verlo siempre que quiera. ¡Oh! -dice de pronto llevándose la mano a la boca con aire culpable-. Me había dicho que no te dijera nada
– lanza un suspiro teatral-. Y ahora te lo he dicho, maman. ¿Verdad que ahora ya lo sabes?
La abrazo con una carcajada.
– Sí, ahora ya lo sé.
Veo que Joséphine está alarmada.
– A mí me parece que no deberías ir a esa casa -ha dicho llena de ansiedad-. No conoces a ese hombre, Anouk. Puede ser una persona violenta.
– Yo creo que es un buen hombre -digo haciendo un guiño a Anouk-, pero eso sí, quiero que me lo digas siempre que vayas a verlo.
Anouk me ha devuelto el guiño.
Hoy ha habido un entierro. Se ha muerto una anciana que vivía en Les Mimosas, una residencia situada río abajo y, ya fuera por miedo o por respeto, la ceremonia ha procedido con gran lentitud. La difunta era una mujer de noventa y cuatro años, según me ha informado Clotilde, la de la floristería, y era una parienta de la difunta mujer de Narcisse. He visto a Narcisse, quien como única concesión a la solemnidad de la ceremonia llevaba una corbata negra y se había puesto la americana de tweed, mientras que Reynaud, de pie en la puerta y con vestiduras de color blanco y negro, sostenía una cruz de plata en una mano y extendía benévolamente la otra para acoger a los que formaban el cortejo fúnebre. Los asistentes eran pocos. Había una docena de viejas, a ninguna de las cuales conocía, una en una silla de ruedas empujada por una enfermera rubia, otras redonditas y vivarachas como Armande, algunas con esa delgadez casi translúcida propia de la gente muy vieja, todas de negro riguroso, con medias, sombreros o pañuelos atados a la cabeza, algunas con guantes y otras con las manos lívidas y retorcidas enlazadas sobre el pecho plano, igual que vírgenes de Grünewald. Lo más visible eran sus cabezas y, mientras iban camino de Saint-Jérôme en apretado grupo, parecían gallinas cluecas. Entre las cabezas gachas he sorprendido alguna mirada furtiva ocasional lanzada por unos ojos hundidos en un rostro grisáceo, unos ojos negros que fulguran desconfiados un momento para mirarme desde la seguridad del enclave donde están atrincheradas las viejas mientras la enfermera, con maneras competentes, resuelta y jovial, las va empujando desde detrás. No parecen tristes. Al entrar en la iglesia, la mujer a la que llevan en silla de ruedas sostiene un misal negro en una mano y canta con voz meliflua. Las demás están sumidas mayoritariamente en silencio y hacen una inclinación de cabeza cuando pasan por delante de Reynaud y se sumergen en la oscuridad de la iglesia y algunas le entregan una nota orlada de negro para que la lea en voz alta durante la ceremonia. El único coche fúnebre del pueblo llega tarde. Dentro, un ataúd con negros paños y un solo adorno floral. Una campana dobla tristemente. Mientras yo espero apostada en mi establecimiento vacío, he oído que del órgano salían unas notas desmayadas y fugitivas, como piedras que cayeran en las profundidades de un pozo.
Joséphine, que estaba en la cocina sacando una hornada de merengues de crema de chocolate, ha entrado en la tienda sin hacer ruido y se ha estremecido.
– Esto es horripilante -ha comentado.
Me acuerdo del horno crematorio, de la música de órgano -la Toccata de Bach-, del ataúd reluciente y barato, del olor a barniz y a flores. El sacerdote pronunció mal el nombre de mi madre: Jean Roacher. A los diez minutos todo había terminado.
Ella me había dicho: «Habría que celebrar la muerte. Como si fuera un cumpleaños. Cuando me llegue la hora, quiero elevarme como un cohete y caer después en una lluvia de estrellas y oír cómo todo el mundo dice: ¡aaaaah!».
Esparcí sus cenizas en el puerto la noche del cuatro de julio. Había fuegos artificiales, algodón de azúcar y petardos atronando en el muelle y en el aire flotaba el olor acre a pólvora y el de perritos calientes y cebollas fritas y un leve tufillo a basura que venía del agua. Era la América que ella había soñado, un gigantesco parque de atracciones, destellos de neones, música, multitudes cantando y empujándose, todo aquel relumbrón untuoso y sentimental que ella amaba. Aguardé a que llegara el momento culminante de la exhibición, momento en que el cielo se convirtió en erupción temblorosa de luces y colores y en que dejé que el torbellino engullera suavemente las cenizas, que al desparramarse se volvieron azules, blancas y rojas. Habría querido decir unas palabras, pero ya no quedaba nada que decir.
– Horripilante -ha repetido Joséphine-. Detesto los entierros. No voy nunca a ninguno.
No digo nada, me limito a observar la plaza silenciosa y a escuchar el órgano. Menos mal que no es la Toccata. Los ayudantes de los sepultureros han cargado el féretro y lo han entrado en la iglesia. Parecía muy ligero y los pasos de los hombres eran vivos y resonaban, poco reverentes, en el empedrado.
– No me gusta vivir tan cerca de la iglesia -ha dicho Joséphine con inquietud-. No soporto que ocurran este tipo de cosas en la puerta de enfrente.
– En China, la gente que asiste a los entierros se viste de blanco -le digo yo- y se intercambian regalos envueltos en llamativo papel rojo, a fin de que les traiga suerte. Encienden fuegos artificiales, hablan y ríen y bailan y lloran. Cuando termina todo, se lanzan uno tras otro sobre las brasas de la pira funeraria y se ponen a saltar, con lo que quieren glorificar el humo mientras se va elevando.
Me mira llena de curiosidad.
– ¿También has vivido en China?
Niego con la cabeza.
– No, pero en Nueva York conocimos a muchos chinos. Para ellos la muerte de una persona es una ocasión para celebrar su vida.
Joséphine me mira con aire dubitativo.
– No entiendo cómo es posible celebrar que uno se muera -dice finalmente.
– No, no es eso. Lo que se celebra es la vida. Toda la vida, incluso el final.
He cogido la chocolatera de la bandeja caliente y he llenado dos tazones.
Después he ido a la cocina a buscar dos merengues, todavía calientes y dulces bajo su envoltura de chocolate, y les he añadido crème chantilly espesa y avellanas picadas.
– No está bien que ahora nos comamos esto -ha dicho Joséphine, aunque he visto que, pese a todo, daba cuenta de todo.
Era casi mediodía cuando los de pompas fúnebres, aturdidos y deslumbrados por el sol que se derramaba a raudales, han salido de la iglesia. Nosotras ya habíamos terminado con el chocolate y los merengues y estábamos tratando de mantener la oscuridad a raya un rato más. Reynaud volvía a estar en la puerta y al poco rato las ancianas se han ido en un minibús, en uno de cuyos costados se leía, escritas en rutilantes letras amarillas, las palabras «Les Mimosas», y la plaza volvía a recobrar su normalidad. Así que ha visto desaparecer a toda la comitiva, Narcisse ha entrado en la tienda, sudando a mares a causa del apretado cuello de la camisa. Cuando le he dado el pésame se ha encogido de hombros.
– Ni la conocía siquiera -ha dicho con indiferencia-. Era una tía abuela de mi mujer. Hace veinte años que la internaron en Le Mortoir porque la cabeza no le regía.
Le Mortoir. El nombre ha provocado una mueca en Joséphine cuando lo ha oído. Detrás de los halagos que encierra la palabra «mimosa», eso es realmente el sitio, Le Mortoir, un lugar donde morir. Narcisse se ha limitado a obedecer los convencionalismos pero, en realidad, esa mujer ya había muerto hace muchísimo tiempo.
He servido a Narcisse un chocolate, negro, dulce y amargo a la vez.
– ¿Quiere un trocito de tarta? -le he ofrecido.
Se quedó reflexionando un momento.
– Mejor no, estoy de luto -ha declarado de forma abstrusa-. ¿De qué es el pastel?
– Bavaroise, con caramelo encima.
– Quizá tomaré una porción, pero muy pequeña.
Joséphine estaba contemplando la plaza vacía a través del cristal del escaparate.
– El hombre aquel vuelve a andar por aquí -observa-. El de Les Marauds. Ahora va a la iglesia.
Salió a la puerta a mirar. Roux estaba de pie junto a la puerta lateral de Saint-Jérôme. Parecía agitado, se movía inquieto, descargando su peso de un lado a otro, los brazos fuertemente apretados al cuerpo, como si tuviera frío.
Seguro que había sucedido algo. Sentí de pronto un pánico repentino. Había ocurrido algo increíblemente terrible. Mientras observaba a Roux, vi que se volvía de pronto hacia La Praline, y se acercaba corriendo a la puerta. Y ahí se ha quedado, parado, con la cabeza gacha, rígido el cuerpo, con aire culpable y desazonado.
– Armande… -dijo-, creo que la he matado.
Nos quedamos mirándolo, atónitas. Hace un gesto torpe de impotencia con las manos, como si quisiera barrer los malos pensamientos.
– He venido a buscar al cura. Ella no tiene teléfono y he pensado que quizás él… -se interrumpió.
El dolor que sentía deformaba su voz y sus palabras sonaban exóticas e incomprensibles, una lengua en la que abundaban los sonidos guturales e inarticulados y que igual habría podido ser árabe que español que verlan o que una extraña mezcla de las tres lenguas.
– Me ha dicho… que fuera a la nevera y… que dentro había un medicamento… -se volvió a interrumpir, cada vez más agitado-. Yo ni la he tocado. Es que no la he tocado siquiera. Yo no habría… -ha dicho las palabras con esfuerzo, como si las escupiera o tuviera los dientes rotos-. Ahora dirán que he sido yo. Que quería robarle el dinero. Y no es verdad. Le he dado un poco de coñac y entonces ella…
Se ha callado y he visto que hacía un esfuerzo para dominarse.
– Está bien -le dije con calma-. Me lo contará por el camino. Joséphine se quedará en la tienda. Narcisse telefoneará al médico desde la floristería.
Continuó insistiendo:
– No quiero volver. He hecho todo lo que he podido. No quiero…
Lo agarré por el brazo y le obligué a acompañarme.
– No hay tiempo para esas cosas. Necesito que venga conmigo.
– Dirán que he sido yo. La policía…
– Armande lo necesita. ¡Vamos!
Camino de Les Marauds oí el resto de aquella noticia inconexa. Roux, avergonzado de su intemperancia el día anterior en La Praline y al ver que estaba abierta la puerta de casa de Armande, decidió hacerle una visita y se la encontró sentada, medio inconsciente, en la mecedora. Consiguió despertarla y escuchar sus palabras: «medicina… nevera…» Sobre la nevera había una botella de coñac, llenó un vaso y la obligó a bebérselo introduciéndole el líquido entre los labios.
– Pero estaba… desmayada. Me ha sido imposible hacerla volver en sí -me pareció que la angustia se iba mitigando-. Entonces me he acordado de que era diabética. Probablemente la he matado al tratar de ayudarla.
– Usted no la ha matado -me había quedado sin aliento con tanto correr y notaba una punzada en el costado izquierdo-. Se pondrá bien. Gracias a usted aún estamos a tiempo.
– Pero ¿y si se muere? ¿Quién me va a creer? -ha dicho con voz áspera.
– Tranquilícese. El médico no tardará en llegar.
La puerta de Armande sigue abierta, hay un gato acurrucado en medio del umbral. Al otro lado la casa está sumida en silencio. De un canalón desprendido del tejado cae un chorrito de agua de lluvia. Veo los ojos de Roux que le echan una ojeada rápida y profesional, como si dijeran: «Tengo que arreglar esto». Se detiene en la puerta, parece que espera que le den permiso para entrar.
Armande está tendida en la estera delante de la chimenea, tiene la cara grisácea, un color como de seta oscura. Los labios tienen un tono azulado. Por lo menos Roux la ha colocado en la posición adecuada y ahora le pone un brazo debajo de la cabeza y el cuello formando un ángulo para facilitarle la respiración. Está inmóvil, pero un tembloroso aleteo de respiración rancia que se le escapa entre los labios me dice que está viva. En el suelo, junto a ella, tiene la labor de tapicería y, sobre la estera, el café que ha derramado forma la mancha de una coma. La escena tiene una inmovilidad extraña, parece el plano fijo de una película muda. Le toco la piel, que está fría y tiene un tacto como de pescado. A través de los párpados, tenues como crespón mojado, se le transparenta claramente el negro iris de las pupilas. La falda negra, levantada apenas por encima de las rodillas, deja ver un volante carmesí. Siento que me sube por dentro un repentino acceso de ternura cuando veo sus viejas rodillas artríticas recubiertas con las medias negras y las vistosas enaguas de seda debajo de la tosca bata.
– ¿Y bien? -la angustia que embarga a Roux lo impulsa a hablar como si gruñera.
– Creo que se pondrá bien.
La incredulidad y la desconfianza hacen más oscuros sus ojos.
– Debe de tener insulina en la nevera -le digo-. Seguramente se refería a eso. Vaya a buscarla, rápido.
La guarda junto a los huevos. Dentro de una caja tupperware tiene seis ampollas de insulina y unas agujas de inyecciones de un solo uso. Al otro lado, una caja de trufas con unas letras en la tapadera que dicen La Céleste Praline. Aparte de esto, en la casa apenas hay comida: una lata abierta de sardinas, un trozo de papel con manchas de rillettes, unos tomates. Le pongo la inyección en el brazo, en la parte interior del codo. Conozco bien la técnica. Durante los estadios finales de la enfermedad de mi madre, en los que intentó tantas terapias alternativas -acupuntura, homeopatía, visualización creativa-, acabamos recurriendo a la buena morfina de toda la vida, que comprábamos en el mercado negro cuando no podíamos conseguirla con receta y, pese a que mi madre detestaba las drogas, se sintió feliz de conseguirla y vivió una exaltación física en que los rascacielos de Nueva York navegaban ante nuestros ojos como en un espejismo. ¡Qué poco pesa cuando la sostengo en mis brazos, la cabeza se le vence inerte! Una marca de colorete en una mejilla le da un aspecto desesperado y grotesco. Le oprimo las manos frías y rígidas entre las mías, le distiendo las articulaciones, le restriego los dedos.
– ¡Armande! Despierte, Armande.
Roux nos observa, indeciso, con expresión confusa y esperanzada a un tiempo. Siento los dedos de Armande en mis manos como si fueran un manojo de llaves.
– Armande -le he hablado con voz enérgica y autoritaria-. ¡No se vaya a dormir ahora! Tiene que despertarse.
Ya está. El más leve de los temblores, como una hoja que aletease y rozase otra.
– Vianne…
Roux se desploma de rodillas a nuestro lado. Su rostro está pálido, pero le brillan los ojos.
– ¡Oh, vuelva a decirlo, vieja testaruda! -el peso que acaba de quitarse de encima es tan grande que lo siento con dolor-. Sé que está ahí, Armande, sé que me oye -me mira histérico, casi riendo-. Ha hablado, ¿verdad? ¿No han sido imaginaciones mías?
He negado con un movimiento de la cabeza.
– Es una mujer fuerte -le digo-. Menos mal que la ha cogido a tiempo, justo antes de que entrara en coma. Demos tiempo a la inyección para que actúe. Siga hablándole.
– De acuerdo -Roux se pone a hablar con ella de forma aturullada e incesante, escrutando en su cara algún signo de conciencia.
Entretanto, yo sigo frotándole las manos y me doy cuenta de que poco a poco va recobrando el calor.
– No nos va a engañar, Armande, vieja bruja. Es usted más fuerte que un caballo. Usted no se morirá nunca. Además, acabo de repararle el tejado. No se vaya a figurar que me he tomado todo este trabajo para que esa hija suya se quede con todo. ¿O sí? Sé que me oye, Armande. Sé que me escucha. ¿A qué espera? ¿Quiere que le pida perdón primero? Bueno, de acuerdo, entonces le pediré perdón -ahora casi está gritando y las lágrimas le resbalan por el rostro-. ¿Me ha oído? Le he pedido perdón. Soy un desagradecido y un hijo de puta y estoy arrepentido. Despiértese de una vez y…
– … sí, un asqueroso hijo de puta…
Roux se ha callado de golpe. Armande ahoga una pequeña carcajada. Sus labios se mueven aunque de ellos no escapa ningún sonido, pero sus ojos brillan y miran atentos. Roux le rodea la cara afectuosamente con las dos manos.
– Lo he asustado, ¿verdad? -la voz de Armande es fina como la seda.
– No.
– Sí, claro que sí -en la voz de Armande hay un rastro de satisfacción y de malevolencia.
Roux se restriega los ojos con el anverso de la mano.
– Todavía me debe dinero por el trabajo que le hice -ha dicho con voz temblorosa-. Temía que no se recuperase porque me habría quedado sin cobrar.
Armande vuelve a soltar otra de sus risitas. Está recuperando fuerzas a ojos vistas, por lo que entre los dos la hemos levantado para sentarla en la silla. Pero sigue muy pálida y tiene la cara abotargada como una manzana podrida, pese a que sus ojos son claros y brillantes. Roux se vuelve hacia mí con expresión franca por vez primera desde el incendio. Nuestras manos se tocan. Súbitamente he visto su rostro a la luz de la luna, la curva redondeada de un hombro desnudo sobre la hierba, y he notado un persistente y fantasmal aroma de lilas… Abro los ojos con una estúpida expresión de sorpresa. También Roux debe de haber sentido algo, porque retrocede desconcertado. Detrás de los dos oigo a Armande riéndose por lo bajo.
– He encargado a Narcisse que telefoneara al médico -le digo tratando de quitarle importancia-. No tardará en llegar.
Armande me mira; surge entre las dos una sensación de reconocimiento y, no por primera vez, me pregunto con qué claridad percibe Armande las cosas.
– No quiero a ese esqueleto en mi casa -dice-. Que se vaya por donde ha venido. No quiero que me diga qué tengo que hacer.
– Pero usted está enferma -protesto-. De no haberla descubierto Roux cuando ha entrado en su casa podía haber muerto.
Me mira con aire burlón.
– Vianne -dice en el tono de una persona a la que se le está acabando la paciencia-, eso es lo que les pasa a los viejos: que se mueren. Son cosas de la vida y ocurren a diario.
– Sí, pero…
– Y no pienso ir a Le Mortoir -continúa-. Dígaselo de mi parte. No me pueden llevar a la fuerza. Hace sesenta años que vivo en esta casa y quiero morir en ella.
– Nadie la obligará a ir a ninguna parte -dice Roux con viveza-. Lo único que pasa es que usted no se toma la medicación. Pero la próxima vez seguro que pondrá más atención.
Armande sonríe.
– Las cosas no son tan fáciles como parecen -dice.
Pero él insiste:
– ¿Por qué lo dice?
Armande se encoge de hombros.
– Guillaume lo sabe -le dice-. He hablado mucho con él y él lo entiende -ahora su voz suena casi normal, aunque todavía está muy débil-. No quiero tomar ese medicamento todos los días -dice con calma-. No quiero andar siguiendo regímenes que son el cuento de nunca acabar. No quiero que me atiendan enfermeras amables y que me hablen como si yo estuviera en un jardín de infancia. Tengo ochenta años, puedo proclamarlo a voz en grito, y si a esa edad todavía no sé lo que me conviene…
Se interrumpe bruscamente.
– ¿Quién viene?
Desde luego, tiene buen oído. También yo lo he oído. Es el débil sonido de un coche que enfila el sendero desigual que conduce a la casa. El médico.
– Como sea ese matasanos santurrón, díganle que no pierda tiempo conmigo -dictamina Armande-. Díganle que ya estoy bien y que se vaya con la música a otra parte. No quiero saber nada de él.
Echo una mirada al exterior.
– Se ha traído a medio Lansquenet -observo sin levantar la voz.
El coche, un Citroën azul, está atiborrado de gente. Además del médico, un hombre pálido vestido con un traje de color antracita, veo a Caroline Clairmont, a su amiga Joline y a Reynaud, todos apretados en el asiento trasero. El delantero está ocupado por Georges Clairmont, en actitud sumisa e incómoda pero de silenciosa protesta. Oigo el golpe de la puerta al cerrarse y la voz estridente de Caroline dominando el súbito clamor general:
– ¡Mira que se lo dije! ¿Se lo dije o no, Georges? Nadie podrá acusarme de descuidar mis deberes como hija. A esta mujer se lo he dado todo y así me lo…
Después sigue un taconeo rápido de pasos sobre el empedrado y las voces entremezclándose en una cacofonía de sonidos mientras los inoportunos visitantes abren la puerta de la casa.
– ¿Mamá? ¿Maman? ¡Aguanta, cariño, ya estoy aquí! Por aquí, monsieur Cussonnet, por aquí… pero ¿qué digo? Si usted ya conoce el camino, ¿verdad? ¡Con la de veces que se lo había dicho!… Estaba más que segura de que un día u otro iba a ocurrir.
Georges interpone una débil protesta:
– ¿No crees que deberíamos abstenernos, Caro? Me refiero a que tendríamos que dejarlo en manos del doctor, ¿sabes?
Joline, con su tono altanero y frío, también mete cucharada:
– Me gustaría saber qué hacía él en su casa, dicho sea de paso…
Y Reynaud, con voz apenas audible:
– Hubiera debido avisarme a mí…
Observo que Roux se pone tenso antes de que entraran en la habitación y que echa una mirada rápida a su alrededor, como si buscara una salida. Pero, aunque la hubiera habido, ya era tarde. Las que han entrado primero han sido Caroline y Joline, con sus inmaculados chignons, sus conjuntos y sus pañuelos Hermès y, pisándoles los talones, Clairmont -traje oscuro y corbata, vestimenta insólita para moverse en el almacén, ¿o quizá su mujer lo ha obligado a cambiarse para la ocasión?-, el médico y el cura, como en una escena de melodrama, todos inmóviles en la puerta y con rostros que reflejaban una mezcla de sobresalto, frialdad, culpabilidad, desdén, indignación… Roux los contempla a todos con su mirada de insolencia, una mano vendada, el cabello húmedo caído sobre los ojos, en tanto que yo me quedo junto a la puerta, con mi falda de color naranja salpicada de barro tras la carrera a través de Les Marauds y Armande, pálida pero centrada, se mece tranquilamente en su vieja mecedora y lo observa todo con un brillo de malicia en los ojos, mostrando un dedo retorcido en un gesto muy de bruja…
– ¡Vaya, ya han llegado los buitres! -su voz suena peligrosamente afable-. No han tardado mucho, la verdad sea dicha -dirige una mirada severa a Reynaud, de pie detrás del grupo-. Te figurabas que por fin te saldrías con la tuya, ¿no es eso? -continúa con voz áspera-. ¿Que me soltarías un par de bendiciones rápidas aprovechando que yo no estaba compos mentis? -suelta una risita ahogada-. Lo siento, Francis, pero todavía no estoy en condiciones de recibir los últimos auxilios.
Reynaud puso cara de pocos amigos.
– Eso parece -dice, lanzando una rápida mirada en dirección a mí-. Ha sido una suerte que mademoiselle Rocher fuera tan… competente… en el uso de las jeringuillas.
Es evidente el desdén que dejan traslucir sus palabras.
Caroline estaba muy tiesa y su cara era como una máscara sonriente con la que quisiera esconder el dolor.
– Maman, chérie, ya ves lo que pasa cuando dejamos que te arregles tú sola. Entonces vas y nos pegas estos sustos.
Armande la mira con cara de fastidio.
– Hacernos perder el tiempo de esta manera, sacar a la gente de sus casas… -Lariflete ha saltado sobre sus rodillas mientras Caro soltaba el discurso y Armande se ha puesto a acariciar al gato con aire ausente-. Supongo que ahora comprenderás por qué…
– ¿Por qué estaría mejor en Le Mortoir? -Armande remata la frase con voz monocorde-. De veras, Caro, ¡siempre estás con la misma canción! No te cansas. Eres clavadita a tu padre, te lo aseguro. Estúpida, pero persistente. Era una de sus características más cautivadoras.
Caro adopta un aire petulante.
– No es Le Mortoir sino Les Mimosas y si te dignaras ir a hacer una visita…
– Entonces vería que pueden darme el alimento a través de un tubo, que podrían acompañarme al retrete para que no me cayera por el camino…
– No digas cosas absurdas.
Armande se echa a reír.
– Querida hija, a mi edad tengo derecho a hacer lo que me plazca. Hasta a hacer locuras si se tercia. Soy lo bastante vieja para arrumbar con todo.
– Te comportas como una niña pequeña -la voz de Caro suena con acento malhumorado-. Les Mimosas es una residencia estupenda y para gente muy selecta. Tendrías oportunidad de hablar con gente de tu edad, de hacer excursiones, de que te lo resolvieran todo…
– Sí, una maravilla -prosigue Armande mientras continúa meciéndose perezosamente.
Caro se vuelve hacia el médico, que sigue de pie a su lado, cohibido y sin saber qué hacer. Es un hombre delgado y nervioso y no se encuentra precisamente a sus anchas en esta casa, parece un hombre tímido en una orgía.
– Simon, ¡díselo!
– Bueno, la verdad es que no creo ser la persona apropiada para…
– Simon está de acuerdo conmigo -corta Caro empeñada en remachar el clavo-. Dadas las circunstancias y la edad que tienes, es un hecho que no puedes continuar viviendo de esta manera. En el momento más impensado podrías…
– Sí, madame Voizin -la voz de Joline rebosa afecto y sentido común-. Tendría que pensar un poco en lo que le aconseja Caro… comprendo que, como es natural, usted no quiera perder su independencia, pero es por su bien.
La mirada de Armande ha sido rápida, centelleante y abrasiva. Se ha quedado mirando fijamente a Joline unos minutos en silencio mientras ésta se refrenaba, seguidamente volvía los ojos para el otro lado y finalmente se quedaba como un pimiento.
– Quiero que os vayáis ahora mismo -dice Armande, aunque sin levantar la voz-. Y me estoy refiriendo a todos.
– Pero maman…
– Todos -repite Armande con voz tajante-. Pienso conceder dos minutos en privado al matasanos aquí presente… parece que tengo que refrescarle el juramento hipocrático que hizo un día, monsieur Cussonnet. Y cuando haya terminado con él, espero que los buitres restantes hayáis ahuecado el ala.
Trata de ponerse de pie apoyándose en la silla y se incorpora con dificultad. La cojo del brazo para sostenerla y me dirige una sonrisa burlona y malévola.
– Gracias, Vianne -me dice con voz amable-. Y también a usted… -se lo dice a Roux, que sigue de pie en el otro extremo de la habitación, taciturno e indiferente-. Cuando haya terminado con el médico quiero hablar con usted. No se vaya.
– ¿Conmigo? -Roux parece inquieto y Caro lo ha observado con mal disimulado desprecio.
– Creo que en un momento como éste tiene que ser tu familia, maman, la que…
– Si te necesito, sé dónde encontrarte -le espeta Armande, desabrida-. De momento tengo que tomar ciertas medidas.
Caro mira a Roux.
– ¿Sí? -la contrariedad ha hecho que la sílaba sonase sibilante-. ¿Medidas? -mira a Roux de pies a cabeza, lo que hace que éste vacile ligeramente.
Ha sido un reflejo parecido al de Joséphine, un envaramiento y un ligero encogimiento de hombros, al tiempo que hundía las manos en los bolsillos como tratando de encogerse. Por algo es un escrutinio que pone de relieve todos sus defectos. Por espacio de un segundo se ha visto tal como lo ve ella: un hombre sucio y tosco. Con gesto malévolo, Roux ha empezado a actual tal como ella lo juzga y le ha soltado:
– ¿Se puede saber por qué coño me mira de esa manera?
Caro ha tenido un sobresalto y retrocede unos pasos ante la sonrisa de Armande.
– Ya nos veremos -dijo la anciana-. Y muchas gracias.
Caro me sigue con visible contrariedad. Aprisionada entre la curiosidad y la resistencia a hablarme, ha optado por mostrarse animada y condescendiente. Le expuse los hechos escuetos sin añadir ni quitar nada. Reynaud me escuchó, inexpresivo como una de las efigies de su iglesia. Georges optó por la diplomacia, me ha sonreído sumiso y ha soltado unas cuantas trivialidades.
No se ofrecieron a llevarme en coche a casa.