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Domingo, 9 de marzo


Armande ha hecho acto de presencia esta mañana temprano para tomarse un chocolate y chismorrear un rato. Llevaba un sombrero nuevo de paja calada adornado con una cinta roja y tenía un aspecto más radiante y vital que ayer. El bastón que ahora acostumbra a usar es una afectación, lleva en él un lazo rojo que parece una bandera de desafío. Me ha pedido que le sirviera un chocolat viennois y una porción de bizcocho blanco y negro, y se ha instalado cómodamente en un taburete. Joséphine, que de momento me ayuda unos días en la tienda hasta que decida qué hará, la observaba con un cierto recelo desde la cocina.

– Me he enterado de que anoche hubo jaleo -dijo Armande con esa manera directa que tiene de decir las cosas, aunque la dulzura que brilla en sus ojos negros redime su atrevimiento-. Me han dicho que ese patán de Muscat estuvo berreando y haciendo el gamberro.

Le di una explicación de los hechos lo más atenuada posible. Armande escuchó con atención.

– Lo que yo me pregunto es por qué no lo dejó hace un montón de años -ha dicho cuando he terminado-. Su padre era igualito que él… demasiado libres en sus opiniones. Y lo mismo con las manos -hizo un ademán afectuoso a Joséphine, que estaba en la puerta con un puchero de leche caliente en una mano-. Siempre he pensado que un día lo verías claro, hija -le ha dicho-. No dejes que nadie te haga cambiar de opinión.

Joséphine se ha sonreído.

– No se preocupe -le responde-, no lo permitiré.


Esta mañana hemos tenido más clientes en La Praline que en ningún domingo desde que Anouk y yo nos instalamos en esta casa. Nuestros habituales -Guillaume, Narcisse, Arnauld y unos pocos más- apenas han dicho nada, se han limitado simplemente a hacer algún gesto amable a Joséphine y han actuado más o menos como siempre.


Guillaume ha aparecido a la hora de comer, ha entrado al mismo tiempo que Anouk. Debido a los acontecimientos de los últimos días, sólo había tenido ocasión de hablar con él un par de veces, pero sólo entrar me ha sorprendido ver el cambio radical que se había operado en él. Adiós a ese aire suyo encogido y apocado. Ahora camina con paso gallardo y lleva una bufanda roja en torno al cuello que le da un aire casi osado. He observado que continúa llevando, sin embargo, la traílla de Charly arrollada a la muñeca. Veo con el rabillo del ojo una mancha borrosa y oscura a sus pies: Pantoufle. Anouk pasa corriendo junto a Guillaume balanceando con descuido la mochila que lleva colgada y agachándose para colarse por debajo del mostrador y darme un beso.

– ¡Maman! -me grita al oído-. ¡Guillaume ha encontrado un perro!

Me vuelvo a mirar, los brazos todavía llenos de Anouk. Guillaume estaba junto a la puerta con el rostro arrebolado. Tiene a los pies un perro mestizo con el pelaje a manchas blancas y marrones, es apenas un cachorrillo y ha adoptado una postura encantadora.

– ¡Eh, Anouk, este perro no es mío! -dice Guillaume con expresión de satisfacción y de desconcierto a la vez-. Estaba en Les Marauds. Supongo que alguien habrá querido desprenderse de él.

Anouk da unos terrones de azúcar al perro.

– Roux lo ha encontrado -me explica a grito pelado-. Lo ha oído llorar cerca del río. Eso me ha dicho.

– ¿Ah, sí? ¿Has visto a Roux?

Anouk asiente con aire distraído mientras hace mimos al perro, que se pone panza arriba y suelta un gañido de felicidad.

– ¡Es una monada! -dice Anouk-. ¿Se quedará con él?

Guillaume se sonríe con una sombra de tristeza.

– No creo, cariño. Después de Charly, ya comprenderás que…

– Pero este perro está perdido, no tiene dónde ir…

– Estoy convencido de que hay muchísima gente que estaría encantada con un perrito tan lindo como éste -Guillaume se inclina y tira suavemente de las orejas del perro-. Es muy cariñoso, está lleno de vida.

Anouk insiste:

– ¿Qué nombre le pondrá?

Pero Guillaume niega con la cabeza.

– No se quedará conmigo tanto tiempo como para ponerle nombre, ma mie.

Anouk me dirige una de sus miradas cómicas y yo muevo negativamente la cabeza como amonestándola sin palabras.

– He pensado que quizá podría poner un cartelito en el escaparate -me dice Guillaume sentándose junto al mostrador-, por si alguien lo reclama, ¿sabe usted?

Le sirvo una taza de mocha, que dejo ante él con un par de florentinas al lado.

– Claro que sí -le digo con una sonrisa.

Cuando me vuelvo un momento después, me veo al perro instalado en las rodillas de Guillaume comiendo florentinas. Anouk me mira y me guiña el ojo.


Narcisse me ha traído una cesta de endibias de su huerto y, así que ve a Joséphine, le tiende un ramillete de anémonas escarlata que se ha sacado del bolsillo de la chaqueta al tiempo que murmura entre dientes que «alegrarán un poco la casa».

Joséphine se pone como la grana, pero creo que se siente halagada e intenta darle las gracias. Narcisse se escabulle, aturullado, disculpándose torpemente.

Pero a los atentos suceden los curiosos. El sermón ha hecho correr la voz de que Joséphine Muscat se ha trasladado a La Praline, lo que canaliza toda una oleada de visitantes a lo largo de la mañana. Aparecen Joline Drou y Caro Clairmont con sus conjuntos de primavera y sus pañuelos de seda. Vienen a traerme una invitación para asistir a un té que se celebrará el Domingo de Ramos y en el curso del cual se recogerán fondos. A Armande se le escapa una risa que parece más bien un cacareo así que les echa la vista encima.

– ¡Vaya, vaya, el desfile de modelos del domingo por la mañana! -ha exclamado.

Caro parece contrariada.

– No deberías estar aquí, maman -le reprocha-. ¿O no te acuerdas de lo que te dijo el médico?

– ¿Cómo no voy a acordarme? -le replica Armande-. ¿Qué pasa? ¿Tienes ganas de que me muera y por este motivo me envías a aquel esqueleto con bastón y así de paso me amargas la mañana?

Las mejillas de Caro se han ruborizado visiblemente pese a los polvos.

– De veras, maman, que no deberías decir estas cosas.

– No diré ni pío si no te metes en mis asuntos -le suelta Armande sin perder comba y Caro, con las prisas para salir, por poco hace polvo las baldosas con el taconeo.

Seguidamente entra Denise Arnauld a preguntar si nos hace falta más pan.

– Lo digo por si acaso -dice con un centelleo de gran curiosidad en los ojos-. ¡Como he visto que tienen una invitada y eso…!

Le he asegurado que, en caso de que nos faltase pan, sabríamos dónde acudir.

Entran después Charlotte Edouard, Lydie Perrin, Georges Dumoulin. Una quiere comprar un regalo anticipado de cumpleaños, otra quiere saber detalles acerca del festival del chocolate -¡qué idea tan original, madame!-, a la otra se le ha perdido el portamonedas en la puerta de Saint-Jérôme y quiere saber si lo he visto. Tengo a Joséphine detrás del mostrador y lleva uno de mis delantales amarillos para protegerse el vestido de los desaguisados provocados por el chocolate. Veo que se desenvuelve maravillosamente bien. Hoy se ha ocupado a fondo de su aspecto. El jersey rojo y la falda negra le caen que ni pintados y le dan un aire profesional. Lleva los cabellos negros bien peinados y cuidadosamente sujetos con una cinta. Su sonrisa es la apropiada para el comerciante, mantiene la cabeza alta y, a pesar de que alguna vez vuelve los ojos hacia la puerta abierta como en angustiosa expectación, de hecho su porte no indica precisamente que tema por su vida ni por su reputación.

– Una descarada, eso es lo que es -ha dicho Joline Drou a Caro Clairmont al atravesar, presurosas, la puerta-. ¡Nada más que una descarada! Cuando pienso todo lo que ha tenido que soportar su pobre marido…

Joséphine está de espaldas, pero veo que se ha puesto algo rígida. Un breve silencio en el local ha hecho perfectamente audibles las palabras de Joline y, aunque Guillaume ha fingido un acceso de tos con la sana intención de encubrirlas, sé que Joséphine se ha enterado perfectamente de ellas.

Se produce un breve y embarazoso silencio.

Después habla Armande.

– ¡Mira, chica, si ese par te critican quiere decir que has obrado bien! -dice a Joséphine con viveza-. ¡Bienvenida al grupo de los que vamos por mal camino!

Joséphine la mira primero con desconfianza, como si quisiera cerciorarse de que no ha hecho un chiste a su costa, pero en seguida se echa a reír. Ha sido una risa espontánea, libre de cuidados por lo que, sorprendida, se ha llevado la mano a la boca como si no estuviera segura de haber sido ella la que se ha reído de aquel modo. Todavía seguíamos riendo cuando han sonado las campanillas de la puerta y Francis Reynaud ha entrado discretamente en la tienda.

– Monsieur le Curé… -he visto que cambiaba la expresión de la cara de Joséphine antes de verlo, que adoptaba un aire hostil y estúpido y que se llevaba las manos a la boca del estómago de aquella manera tan suya.

Reynaud asiente con gravedad.

– Madame Muscat… -ha hecho especial hincapié en la primera palabra-. He sentido no verla en la iglesia esta mañana.

Joséphine farfulla unas palabras torpes e inaudibles. Reynaud avanza un paso en dirección al mostrador, mientras ella da media vuelta como si se dispusiera a entrar en la cocina, pero de pronto, como si acabara de pensarlo mejor, se encara con él.

– Así se hace -le ha dicho Armande, aprobando su actitud-. No dejes que te embarulle con sus jerigonzas -y se ha vuelto hacia Reynaud con gesto severo y sosteniendo un trozo de pastel con la mano-. Deja en paz a esta chica, Francis. Lo mejor que podrías hacer sería darle la bendición.

Reynaud hace como si no la hubiera oído.

– Escúcheme, ma fille -dice, muy serio-, tenemos que hablar -sus ojos se vuelven con desagrado a la bolsa roja de la buena suerte que cuelga junto a la puerta-. Pero no aquí -añade.

Joséphine ha negado con la cabeza.

– Lo siento, pero tengo trabajo. Y además, no tengo ganas de escuchar lo que usted tenga que decirme.

Pero la boca de Reynaud ya ha adoptado un gesto pertinaz.

– Nunca ha necesitado tanto a la Iglesia como en estos momentos -aprovecha para lanzarme una mirada fría y furtiva-. Está en apuros. Ha dejado que otras personas la lleven por el mal camino. La santidad del voto matrimonial…

Armande lo vuelve a interrumpir con un graznido de escarnio.

– ¿La santidad del voto matrimonial? ¿De dónde has sacado ésa? Jamás habría dicho que precisamente tú…

– Por favor, madame Voizin… -por primera vez he notado que se le alteraba la voz y su mirada se volvía glacial-, le agradecería en el alma que…

– Habla como te enseñaron -le escupe Armande-. Me parece que tu madre no te enseñó a hablar como si tuvieses una patata en la boca, ¿verdad? -se ríe por lo bajo-. Te las das de superior, ¿no es eso? Te olvidaste de nosotros en la escuela de lujo a la que fuiste, está más que claro.

Reynaud se ha envarado. Noto la tensión que irradia su cuerpo. Es evidente que estas últimas semanas ha perdido peso, que tiene la piel tirante como una pandereta en los oscuros hoyos de las sienes y que se le nota la articulación de la mandíbula debajo de la escasa carne que la cubre. El mechón de cabellos lacios que le cae sobre la frente le da un aire falsamente descuidado, todo el resto de su persona es eficiencia pura y dura.

– Joséphine… -lo ha dicho con voz afable, avasalladora, excluyéndonos a todos los demás de forma radical, como si se encontraran solos los dos-, sé que quiere que la ayude. He hablado con Paul-Marie. Me ha dicho que usted ha estado sometida a fuertes tensiones. Dice…

Joséphine niega con la cabeza.

– Mon père -aquella ofuscación de su rostro ha dado paso a la serenidad-, sé que sus intenciones son buenas, pero no me hará cambiar de parecer.

– Pero es que el sacramento del matrimonio… -parece agitado ahora y, con una mueca de aflicción, se inclina hacia delante y se aferra con las manos al borde acolchado del mostrador, como necesitado de apoyo. Aprovecha para lanzar otra mirada furtiva a la llamativa bolsita de la puerta-. Sé que se encuentra aturdida, que otras personas han influido en usted.

Y con toda intención añade:

– Si pudiéramos hablar a solas…

– No -ha dicho Joséphine con voz firme-, quiero quedarme con Vianne.

– ¿Cuánto tiempo? -su voz refleja desánimo cuando lo que quería era mostrar incredulidad-. Madame Rocher puede ser amiga suya, Joséphine, pero es una mujer de negocios, tiene una tienda que llevar y una hija que atender. ¿Cuánto tiempo aguantará a una persona extraña en su casa?

Este golpe ha sido más certero. Veo titubear a Joséphine, la incertidumbre ha vuelto a sus ojos. La he visto demasiadas veces en el rostro de mi madre para tomarla por otra cosa; refleja incredulidad, miedo.

«No necesitamos de nadie salvo de nosotras.»

Unas palabras murmuradas y recordadas con orgullo en la sofocante oscuridad de la habitación anónima de un hotel.

«¿Para qué demonios vamos a querer a nadie más?»

Palabras valientes que, si fueron pronunciadas entre lágrimas, no llegué a verlas debido a la oscuridad. Sin embargo, noté que la voz le temblaba de manera casi imperceptible, mientras me apretaba entre sus brazos debajo de las sábanas, como presa de una extraña fiebre. Tal vez fuera de eso de lo que huía, de hombres amables, de mujeres amables que querían confraternizar con ella, amarla, entenderla. Estábamos aquejadas de la fiebre de la desconfianza, y nos aferrábamos con desesperación a nuestro orgullo, el último refugio de los indeseables.

– He ofrecido trabajo a Joséphine -me sale una voz dulce y quebrada-. Si tengo que encargarme de los preparativos del festival del chocolate, que organizaré en Pascua, voy a necesitar ayuda.

La mirada del cura, ya sin tapujos, está cargada de odio.

– Le enseñaré los conocimientos básicos de la preparación del chocolate -continúo-. Joséphine puede trabajar en la tienda mientras yo trabajo dentro.

Joséphine me mira con cara de vaga sorpresa. Le hago un guiño.

– A mí me hará un favor y estoy segura de que a ella tampoco le vendrá nada mal el dinero que se gane -digo con ánimo de suavizar asperezas-. Y en cuanto a quedarse… -he pasado a dirigirme a ella y he pronunciado las palabras mirándola a los ojos-… Joséphine puede quedarse aquí todo el tiempo que quiera. Es un placer tenerla en casa.

Armande suelta otro de sus graznidos.

– O sea que ya lo has visto, mon père -dice con satisfacción-. No pierdas más tiempo porque, si tú no te metes, todo va sobre ruedas -toma un sorbo de chocolate con aire pícaro-. Esto te haría bien -le ha dicho a modo de consejo-. Pareces decaído, Francis. ¿No será que has vuelto a darle al vino de la comunión?

El cura la mira con una sonrisa que era como un puñetazo.

– Muy graciosa, madame. Me gusta comprobar que no ha perdido su sentido del humor -seguidamente gira sobre sus talones y se despide de la feligresía con una inclinación de cabeza y un cortés «monsieur-dames», igual que uno de esos nazis tan educados que salen en las películas malas de guerra.

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