Miércoles, 19 de febrero
Hoy es nuestro día de descanso. Es fiesta en la escuela y mientras Anouk juega en Les Marauds yo recogeré los pedidos y trabajaré en el cúmulo de cosas de la semana.
Disfruto con esta actividad. La cocina tiene algo de brujería, la elección de los ingredientes, el proceso de mezclarlos, rallarlos, fundirlos, hacer infusiones con ellos y perfumarlos, las recetas sacadas de libros de cocina antiguos, los utensilios tradicionales, la mano de almirez y el mortero con los que mi madre preparaba el incienso dedicados ahora a propósitos más caseros, y tanto sus especias como sus aromas librando sus sutilezas a una magia más humilde y más sensual. En parte es ese tránsito lo que me gusta, toda esta amorosa preparación, todo ese arte y esa experiencia abocados a un placer que sólo dura un momento y que únicamente unos pocos pueden apreciar plenamente. Mi madre siempre vio ese interés mío con un desdén mitigado por una cierta indulgencia. La comida, para ella, no era un placer sino una tediosa necesidad que obligaba a unos deberes, un peaje que había que pagar a cambio de nuestra libertad. Yo debía de tener diez años, o quizás alguno más, antes de tener ocasión de probar el sabor del verdadero chocolate. Pero la fascinación persistió. Yo guardaba recetas en mi cabeza como quien guarda mapas. Recetas de todo tipo, páginas arrancadas de revistas abandonadas en concurridas estaciones de tren, sonsacadas a gente que encontraba en los caminos, extrañas ocurrencias de fabricación propia.
Mi madre con sus cartas y sus adivinaciones llevaba la batuta de nuestro enloquecido trayecto a través de Europa. La comida nos anclaba a los sitios, colocaba mojones en fronteras desoladas. París huele a pan y a croissants recién horneados, Marsella a bullabesa y a ajo frito, Berlín a Eisbrei con Sauerkraut y Kartoffelsalat, Roma a helados, que yo comía de balde en un pequeño restaurante a orillas del río. Mi madre no tenía tiempo para hacer caso de los mojones. Llevaba dentro de ella todos los mapas, para ella todos los sitios eran un mismo sitio. Ya entonces éramos diferentes. Sí, por supuesto, ella me enseñó lo que pudo. Me enseñó a penetrar en el fondo de las cosas, de las personas, a leer sus pensamientos, sus deseos. Un conductor nos dejó montar en su coche y se desvió diez kilómetros de su ruta para llevarnos a Lyon, los tenderos renunciaban a cobrarnos el importe de la compra, los policías hacían la vista gorda. Aunque no siempre, eso por descontado. A veces, sin que conociéramos la razón, fallaba el plan. Hay personas impenetrables, inasequibles; Francis Reynaud es una de esas personas. E incluso cuando no fallaba, una intromisión inopinada podía turbarme. Todo era demasiado fácil. Ahora bien, la preparación del chocolate ya es otro cantar. Por supuesto que se necesita un cierto toque. Una levedad del tacto, una celeridad, una paciencia que mi madre no habría tenido nunca. Pero la fórmula sigue siendo siempre la misma. No falla. Es inofensiva. Y no me hace falta penetrar en sus corazones y tomar de ellos lo que necesito, se trata de deseos que puedo satisfacer con toda sencillez, al dictado.
Guy, mi repostero, me conoce desde hace tiempo. Trabajábamos juntos cuando nació Anouk y me ayudó a poner en marcha mi primer negocio, una minúscula pâtisserie-chocolaterie en las afueras de Niza. Actualmente está afincado en Marsella, importa el cacao directamente de América del Sur y tiene una fábrica donde lo convierte en chocolate de diversa concentración.
Yo sólo me sirvo del mejor. Los bloques de cobertura son poco más grandes que ladrillos de construcción, una caja de cada uno por entrega, de los tres tipos: oscuro, con leche y blanco. Para transformarlo al estado cristalino hay que amasarlo, lo que le da una superficie dura y quebradiza y un brillo especial. Hay confiteros que lo compran ya amasado, pero a mí me gusta hacerlo yo. Es maravilloso manipular los bloques opacos de la cobertura y pulverizarlos a mano -jamás he usado batidoras eléctricas-en los grandes recipientes de cerámica, fundirlos después, removerlos, comprobando con el termómetro de azúcar cada uno de esos entretenidos pasos hasta que se consigue el grado justo de calor para que se opere el cambio. Hay una especie de alquimia en la transformación del tosco chocolate en esa especie de sabio oro falso, una magia de andar por casa que hasta mi madre habría sabido apreciar. Mientras trabajo se me van aclarando las ideas y respiro profundamente. Las ventanas están abiertas y, de no ser por el calor de los fogones, de los recipientes de cobre, del vapor que despide la cobertura en fase de fusión, el aire que se cuela por ellas me daría frío. La mezcla de perfumes del chocolate, la vainilla, el cobre caliente y el cinamomo provoca mareo, está cargada de sugestiones, transmite ese deje rudo y terrenal de las Américas, el aroma caliente y resinoso del bosque tropical. A través de él viajo ahora, como hicieran en otro tiempo los aztecas con sus inquietantes rituales: México, Venezuela, Colombia. La corte de Moctezuma. Cortés y Colón. El alimento de los dioses, burbujeante y espumoso, servido en tazones ceremoniales. El amargo elixir de la vida.
Quizá sea esto lo que capta Reynaud en mi tienda, un retroceso a épocas en que el mundo era un sitio más grande y más primitivo. Antes de Cristo -antes de que naciera Adonis en Belén o de que Osiris fuera sacrificado en la Pascua- se adoraba la habichuela del cacao. Se le atribuían propiedades mágicas. En las gradas de los templos donde se hacían los sacrificios se tomaba aquel brebaje, sus éxtasis eran arrebatados y terribles. ¿Eso es lo que se teme? ¿La corrupción por el placer, la transustanciación sutil de la carne en recipiente de perversión? A él no le van las orgías de los sacerdotes aztecas. Y sin embargo, en los vapores del chocolate que ya se está fundiendo hay algo que empieza a aglutinarse -mi madre lo llamaría visión-, algo así como el dedo humeante de la percepción que señala… señala…
¡Ya está! En un instante lo he captado. Sobre la brillante superficie se forma un torbellino de vapor y seguidamente otro, una película pálida que esconde a la vez que revela… Por un momento casi tengo la respuesta, el secreto que él esconde -incluso a sí mismo- con tan temible prudencia, la clave que nos pondrá a todos en movimiento.
Interpretar las visiones a través del chocolate no es cosa fácil. Son turbias, están envueltas en los perfumes que exhala, unos vapores que enturbian la mente. Yo no soy como mi madre, que hasta el día de su muerte retuvo un poder de predicción tan grande que nos llevó a las dos a anticiparnos a él en desbocada y creciente confusión. Pero antes de que la visión se disipe estoy segura de haber visto algo: una habitación, una cama, un viejo tendido en ella, sus ojos como agujeros despellejados en su rostro lívido… Y fuego. Fuego.
¿Eso he visto?
¿Es ese el secreto del Hombre Negro?
Necesito conocer su secreto si hemos de quedarnos aquí. Y necesito quedarme. Cueste lo que cueste.