Viernes, 7 de marzo
Los gitanos se van. Esta mañana temprano he pasado por Les Marauds y he visto que habían empezado a hacer los preparativos, amontonando los botes que utilizan para pescar y retirando esas interminables cuerdas en las que ponen la colada a secar. Algunos se fueron anoche, en plena oscuridad -oí el sonido de sus silbatos y de sus cuernos, a manera de desafío final-, como si esperasen las primeras luces por razones supersticiosas. Eran poco más de las siete cuando pasé. A la pálida luz entre verdosa y grisácea del alba parecían refugiados de guerra, con sus caras pálidas, atando con gesto avieso los últimos restos de su epopeya flotante y liando los fardos. Lo que anoche era deslumbrante, mágico y rutilante hoy es sórdido, está desprovisto de encanto. En la neblina flota un olor a quemado y a petróleo. Restallar de lonas, petardeo de motores al alba. Son pocos los que se molestan en mirarme, ocupados en sus asuntos con la boca apretada y los ojos fruncidos. Nadie dice nada. Entre los rezagados no veo a Roux. Tal vez se haya marchado con los que han abierto la marcha. En el río quedan todavía unas treinta barcas, la proa hundida por el peso de las mercancías acumuladas. Zézette, esa chica, va de un lado a otro a lo largo del casco de la embarcación embarrancada, dedicada a trasladar a su barca piezas ennegrecidas e imposibles de identificar. Un cajón lleno de pollos se mantiene en equilibrio inestable sobre un colchón carbonizado y una caja llena de periódicos. Me dirige una mirada de odio, pero no me dice nada.
No vaya a figurarse que esta gente no me inspira ningún sentimiento. No les tengo ningún rencor personal, mon père, pero tengo que pensar en mi congregación. No puedo perder tiempo predicando a gente desconocida que no me lo ha pedido, total para que se burlen de mí y me insulten. Sin embargo, no es que yo sea una persona inaccesible. Si su contrición fuera sincera, todos tendrían cabida en mi iglesia. Si necesitan orientación, saben que pueden contar conmigo.
Anoche dormí mal. Desde el principio de la Cuaresma paso las noches muy inquieto. A menudo tengo que levantarme de la cama a hora muy temprana con la esperanza de encontrar el sueño en las páginas de un libro o en las calles oscuras y silenciosas de Lansquenet o hasta en las orillas del Tannes. Anoche me sentí más inquieto que de costumbre y, sabiendo que no conseguiría conciliar el sueño, abandoné la casa a las once para dar un paseo de una hora junto a la orilla del río. Rodeé Les Marauds y del campamento de los gitanos, atravesé los campos y seguí río arriba, aunque desde atrás me llegaban claramente los sonidos de su actividad. Al volverme para echar una mirada río abajo vi las hogueras encendidas en la orilla y las figuras de gente que bailaba recortadas en el resplandor anaranjado del fuego. Miré mi reloj y vi que había caminado casi una hora y me di la vuelta para volver sobre mis pasos. No me había propuesto inicialmente atravesar Les Marauds pero, de haber optado por cruzar los campos, el camino para dirigirme a casa se habría alargado media hora más y la fatiga me hacía sentir torpe y me confundía. Pero lo peor era que el aire frío unido a la falta de sueño me había espoleado el hambre y yo sabía de antemano que la ligera colación de pan y café que tomaba por las mañanas no lo saciaría. Esa fue la razón por la que me dirigí a Les Marauds, père, pese a que las gruesas botas se me hundían en el barro de la orilla y el resplandor de sus fogatas hacía refulgir mi aliento. No tardé en encontrarme lo bastante cerca para cerciorarme de lo que ocurría. Estaban celebrando una fiesta. Vi farolillos, cirios hincados en los costados de las barcas, todo infundía a la escena carnavalesca un aire extrañamente religioso. Flotaba en el aire el olor a humo de leña y otro aroma exasperante que igual podía ser de sardinas asadas, que se sobreponían a ese perfume amargo e intenso del chocolate de Vianne Rocher. Habría debido suponer que también ella estaría presente. De no ser por ella, haría tiempo que los gitanos se habrían marchado. La descubrí en el embarcadero que hay junto a la casa de Armande Voizin. Entre las llamas, su largo abrigo rojo y su cabello suelto le daban un aspecto curiosamente pagano. Se volvió hacia mí un momento y vi el resplandor de un fuego azulado levantarse de sus manos extendidas, algo que se quemaba entre sus dedos y que iluminaba con un reflejo purpúreo los rostros de las personas que la rodeaban…
Me quedé un momento helado de terror. Un sinfín de ideas irracionales -sacrificios arcanos, el culto al demonio, ofrecimientos de seres vivos y quemados a algún dios antiguo y salvaje- aletearon en mi mente y me indujeron a huir corriendo, trabados mis pasos por el espesor del fango, tendidas las manos para no caer en la maraña de endrinos detrás de los que procuraba esconderme. Después, sensación de alivio. Alivio, reconocimiento y un reconcomio, una desorientación al ver lo absurdo de mis pensamientos cuando ella se volvió hacia mí y vi que las llamas se apagaban mientras la observaba.
– ¡Madre de Dios!
La intensidad de la reacción hizo que me flaquearan las rodillas.
– ¡Tortas! ¡Tortas flambeadas! Sólo eso.
Me puse a reír a medias, en un arrebato de histeria. Noté un dolor en el estómago y hundí los puños en la barriga para sofocar la risa. Vi que flambeaba otra montaña de tortas y que las sacaba con destreza de la sartén mientras la llama líquida corría de un plato a otro como un fuego de Santelmo.
Tortas.
Esto es lo que han hecho conmigo, père. Oigo cosas, veo cosas que no existen. Esto es lo que ella ha hecho conmigo, ella y sus amigos del río. ¡Y eso con el aire inocente que tiene! Tiene una expresión abierta, satisfecha. El sonido de su voz que me llegaba a través del agua, su risa mezclada con la de los demás, me atrae, está llena de vida y de afecto. Me pregunto cómo sonaría mi voz entre las suyas, mi risa mezclada con la de ella. La noche se ha vuelto de pronto muy solitaria, muy fría, muy vacía.
Si pudiera… pensé. Si pudiera salir de mi escondrijo y unirme a ellos. Comer, beber… De pronto la comida, al pensar en ella, se convirtió en un imperativo delirante que me llenó la boca de avidez. Atiborrarme de esas tortas, calentarme junto al brasero y a la luz de su piel dorada…
¿Es eso tentación, père? Me digo que he sabido resistirme, que mi fuerza interior la ha vencido, que mi oración -por favor oh por favor oh por favor oh por favor- fue de redención, no de deseo.
¿También usted sintió esto alguna vez? ¿Rezó acaso entonces? Y cuando sucumbió aquel día en la cancillería, ¿el placer fue tan vivo y tan cálido como las hogueras de los gitanos o fue un sollozo entrecortado de agotamiento, un grito final y mudo en la oscuridad?
No habría debido echarle la culpa. Un hombre -aunque sea sacerdote- no siempre puede resistirse a la marea. Yo era demasiado joven para conocer la soledad de la tentación, el sabor amargo del deseo. Yo era muy joven, père, yo me miraba en usted. Fue menos la naturaleza del acto en sí -y hasta la persona con quien lo cometió- que el simple hecho de que usted fuera capaz de pecar. Incluso usted, père. Y cuando me percaté de esta realidad, vi que ya no había nada seguro. Ni nadie. Ni siquiera yo.
No sé cuánto tiempo los estuve atisbando, père. Demasiado seguramente, porque cuando por fin me moví no me notaba las manos ni los pies. Vi a Roux entre ellos, y también a sus amigos: Blanche y Zézette, Armande Voizin, Luc Clairmont, Narcisse, el árabe, Guillaume Duplessis, la muchacha tatuada, la mujer gorda con el pañuelo verde atado a la cabeza. Y a los niños, la mayoría hijos de la gente del río, pero también había otros, como Jeannot Drou y, por supuesto, Anouk Rocher. Algunos estaban medio dormidos, otros bailaban junto a la orilla del río o comían salchichas, empanadas en gruesas tortas de centeno o bebían limonada caliente rociada con jengibre. Tenía el sentido del olfato tan extrañamente agudizado que hasta saboreaba los platos: el pescado asado en las cenizas del brasero, el queso de cabra tostado, las tortas oscuras y las claras, el pastel de chocolate caliente, el confit de canard y el especiado merguez… La voz de Armande dominaba todas las demás, sus risas eran las de una niña cansada. Distribuidos a lo largo de la orilla, los faroles y cirios parecían luminarias de Navidad.
Al principio me figuré que el grito de alarma era una broma. Fue como un chillido, hasta habría podido ser una carcajada o un grito de histeria. Por un momento pensé que algún niño había caído al agua. Después vi el fuego.
Salía de una de las barcazas más cercanas a la orilla, a cierta distancia de los que participaban en la fiesta. Quizá fue un farol que se cayó, un cigarrillo mal apagado, una vela que tras mucho gotear había hecho prender la cera ardiente en la lona seca. En cualquier caso, el fuego se propagó con rapidez. No tardó un segundo en alcanzar el tejado de la barcaza y un momento después ya se extendía por cubierta. Las llamas adquirieron ese azul neblinoso de las tortas flambeadas, pero a medida que se propagaban se hicieron más cálidas, adquirieron el vívido naranja de un almiar que se quema en una cálida noche de agosto. Roux, el pelirrojo, fue el primero en reaccionar. Supuse que se trataba de su barcaza. Las llamas apenas habían tenido tiempo de cambiar de color cuando él se levantó y empezó a saltar de un bote a otro para llegar a donde estaba el fuego. Una de las mujeres lo llamó, desesperada, pero él no le hizo el menor caso. Es ligerísimo de pies. En treinta segundos atravesó otros dos botes y tiró con fuerza de las cuerdas que los mantenían atados a fin de liberarlos, destrabando de un puntapié una barca de la otra y saltando a la siguiente. Vi a Vianne Rocher contemplando la escena con las manos extendidas; los demás formaban corro en el embarcadero y guardaban silencio. Las barcas, liberadas de sus amarras, derivaban lentamente río abajo y el agua se hendía con su balanceante movimiento. La barcaza de Roux no tenía salvación y sus restos, convertidos en negros fragmentos calcinados, arrastrados por el aire, habían formado una columna incandescente que se erguía sobre el agua. Pese a ello, vi que cogía un rollo de lona alquitranada y medio socarrada y trataba de sofocar las llamas a golpes, pero el calor era demasiado intenso. Una chispa prendió en sus pantalones, otra en su camisa y él, soltando la lona, sofocó el fuego con las manos. Hizo otro intento por alcanzar la cabina protegiéndose la cara con un brazo y oí que, indignado, soltaba una maldición en su áspero dialecto. Armande le gritaba algo con la voz preñada de inquietud. Me pareció entender algo sobre petróleo y depósitos.
Miedo y júbilo, eso fue lo que sentí, una nostalgia dulce que prendía con fuerza estos sentimientos a mis vísceras. ¡Tan parecido todo a la otra vez, aquel olor a goma quemada, el poderoso rugido del fuego, los reflejos de la luz…! Casi habría podido creer que volvía a ser niño, que usted era el curé y que, en virtud de algún milagro, quedábamos eximidos de toda responsabilidad.
Diez segundos después Roux saltaba al agua e intentaba alejarse nadando, aunque el depósito de petróleo no estalló hasta unos minutos después y lo hizo con un ruido sordo, no como un espectacular castillo de fuegos artificiales, que era lo que yo esperaba. Durante breves minutos Roux desapareció de la vista, oculto tras los regueros de fuego que se deslizaban sin esfuerzo a través del agua. Me levanté, ya sin temor a que me viesen, irguiendo mucho la cabeza para ver de descubrirlo. Creo que hasta recé.
¿Ve usted, père? Soy compasivo. Temí por él.
Vianne Rocher ya se había metido en las perezosas aguas del Tannes hasta la cadera, el abrigo rojo empapado hasta las axilas, protegiéndose los ojos con una mano, explorando el río con la mirada. Junto a ella, Armande, angustiada y vieja. Cuando lo sacaron y lo llevaron a rastras hasta el embarcadero me quité un peso tan enorme de encima que me flaquearon las rodillas y caí desplomado en el barro de la orilla; permanecí arrodillado, como si estuviera rezando. Sin embargo, ver incendiado todo su campamento… fue algo glorioso, me trajo recuerdos de la infancia, el placer de observarlo todo en secreto, de saber… Allí, oculto en la oscuridad, me sentí poderoso, père, tuve la sensación de que en cierto modo yo había sido el causante… del fuego, de la confusión, de que el hombre se hubiera salvado… De que mi simple proximidad había hecho que, volviera a reproducirse lo que pasó en aquel verano tan lejano. No un milagro. Nada tan gauche como eso. Sólo una señal. Sin duda alguna, una señal.
Me arrastré en silencio hasta mi casa, procurando mantenerme en la sombra. En medio de la barahúnda de curiosos, de niños que lloraban, de adultos furiosos, de individuos desperdigados y silenciosos que tendían las manos ante la brasa del río como niños aturdidos ante las perversidades de un cuento infantil, la presencia de un hombre podía pasar fácilmente inadvertida. De un hombre… o de dos.
Lo vi al llegar a lo alto de la colina. Estaba sudoroso y me miró con sonrisa irónica. Tenía la cara roja por el esfuerzo y las gafas tiznadas. Llevaba las mangas de la camisa a cuadros remangadas por encima del codo y bajo el pálido resplandor del fuego su piel, roja y dura, parecía de cedro bruñido. No mostró sorpresa alguna ante mi presencia y se limitó a sonreír, una sonrisa desvaída y taimada, como la de un niño atrapado en falta por un padre indulgente. Pude darme cuenta de que olía fuertemente a petróleo.
– Buenas noches, mon père.
No me atreví a demostrarle que lo había reconocido, como si de hacerlo me hubiera visto obligado a admitir una responsabilidad de la que el silencio podía eximirme. En lugar de ello, bajé la cabeza como un conspirador reacio y seguí presuroso mi camino. Noté que Muscat, detrás de mí, me observaba, el rostro empapado en sudor y cargado de reflexiones, pero cuando decidí volverme, había desaparecido.
Una vela de la que gotease cera. Un cigarrillo lanzado por encima del agua que hubiese ido a parar a un montón de leña. Un farolillo cuya llama hubiera prendido en el papel y desparramado cenizas y fuego por la cubierta. La causa podía ser cualquier cosa.
Cualquier cosa.