23 de marzo
Domingo de Ramos
Dobla la campana y su tañido rebota contra las paredes encaladas de casas y tiendas. También resuena en el empedrado, noto su zumbido sordo a través de las suelas de los zapatos. Narcisse nos ha provisto de rameaux, cruces de palma que distribuiré al final de la ceremonia y que los feligreses llevarán toda la Semana Santa en la solapa, dejarán en alguna repisa de su casa o prenderán en la cabecera de la cama. A usted también le llevaré una, père, y un cirio para que lo tenga encendido junto a la cama. No hay razón para negarle esta tradición. Las enfermeras me observan con aire divertido y mal disimulado. Sólo el temor y el respeto al hábito que visto les impide dar rienda suelta a sus risas. Sus rostros sonrosados y aniñados se animan con secreto regocijo. En el pasillo, sus voces jóvenes suben y bajan pronunciando frases que la distancia y la acústica del hospital hacen ininteligibles:
«Se figura que lo puede oír… oh sí… se cree que va a despertar… no, ¿en serio?… ¡no!… habla con él… una vez lo oí… rezaba… -después se oyen risas como de colegialas- ¡ji ji ji ji ji ji ji!…», es como si acabara de romperse el hilo de un collar y todos los abalorios rodaran por las baldosas.
Como es lógico, no se atreven a reírse en mis narices. Parecen monjas con sus blancos y pulcros uniformes, los cabellos sujetos a la nuca bajo las cofias almidonadas, los ojos bajos. Niñas de convento que murmuran fórmulas de respeto -«oui, mon père, non, mon père»- pero con el corazón rebosante de júbilo secreto. También mi congregación tiene ese mismo espíritu taimado -la mirada vivaracha durante el sermón, pero una prisa inusitada por ir a la chocolaterieasí que se termina-, si bien hoy todo está en orden. Me saludan con respeto, casi con miedo. Narcisse se disculpa porque los rameaux no son palmas propiamente dichas, sino cedro retorcido y trenzado para simular aproximadamente la hoja más tradicional.
– No es un árbol autóctono, père -se justifica con voz gutural-. Aquí no crecería bien. Las heladas la queman.
Le doy unas palmadas en el hombro con gesto fraternal.
– No se preocupe, mon fils -su retorno al redil ha suavizado mis maneras y me hace indulgente, comprensivo-, no se preocupe.
Caroline Clairmont me coge la mano entre sus dedos enguantados.
– Una ceremonia emocionante -dice con voz cálida-. ¡Qué maravilla!
Georges se hace eco de sus palabras. Luc está pegado a su madre y tiene un aire taciturno. Detrás de él están los Drou con su hijo, que lleva un cuellecito de marinero y tiene una actitud sumisa. No veo a Muscat entre los que salen, pero supongo que debe de estar ahí.
Caroline Clairmont me dedica una mirada socarrona.
– Parece que lo hemos conseguido -me dice con aire satisfecho-. Ya tenemos una petición suscrita con más de cien firmas…
– ¿Por lo del festival del chocolate? -la interrumpo en voz baja y tono displicente.
El lugar es demasiado público para tratar el tema. Pero no parece captar la alusión.
– ¡Naturalmente! -exclama en tono alto y exaltado-. Hemos distribuido doscientos folletos y hemos recogido las firmas de la mitad de los habitantes de Lansquenet. Hemos ido casa por casa… -se calla un momento para corregirse-… bueno, casi casa por casa -sonríe con afectación-, hay algunas excepciones obvias.
– Ya comprendo -digo con voz glacial-. Bueno, tal vez podríamos discutir el asunto en otro momento.
Veo que ha captado el desaire. Se pone colorada.
– Por supuesto, père.
Es evidente que ella está en lo cierto. Los resultados han sido palpables. Durante los últimos días la chocolatería ha estado prácticamente desierta. Después de todo, la actitud condenatoria del Comité de Residentes no es moco de pavo en una comunidad tan cerrada como la nuestra, como lo es igualmente la desaprobación tácita de la Iglesia. ¿Cómo van a comprar, divertirse, atiborrarse de dulces ante esa mirada de desaprobación…? Para obrar así se necesitaría mucho más valor, un espíritu de rebeldía mucho más fuerte que el que pueda infundirles esa tal Rocher. Al fin y al cabo, ¿cuánto tiempo lleva aquí esa mujer? La oveja descarriada acaba por volver al redil, père. Por puro instinto. Esa mujer ha sido para ellos como un pasatiempo pasajero, sólo eso. Pero al final todo acaba por volver a su cauce. No es que quiera engañarme hasta el punto de figurarme que actúan de esa manera por sentimiento de contrición o espiritualidad -es cosa sabida que las ovejas no se distinguen por sus facultades mentales-, pero sus instintos, instilados en ellos desde la cuna, son sólidos. Sus pies los devuelven a casa, aunque su cabeza los haya conducido por el camino equivocado. Hoy he sentido una repentina explosión de amor hacia ellos, son mi rebaño, mi gente. Quisiera tener las manos de todos entre las mías, sentir su calor, gozar de su respeto y de su confianza.
¿Es ésta la respuesta a mis plegarias, père? ¿Es esa la lección que debo aprender? Vuelvo a escudriñar la multitud para ver de encontrar a Muscat. Todos los domingos viene a la iglesia y hoy, precisamente hoy, un domingo tan especial como éste, no puede faltar… Sin embargo, veo que la iglesia se va vaciando y continúo sin descubrirlo. No recuerdo haberle dado la comunión. Aparte de que no se habría marchado sin intercambiar unas palabras conmigo. Me digo que a lo mejor me está esperando en Saint-Jérôme. La situación que atraviesa en estos momentos con su mujer lo tiene muy trastornado. Quizá necesita que lo oriente un poco más.
El montón de cruces de palma que tengo al lado va disminuyendo a ojos vistas. Las voy sumergiendo una por una en agua bendita, murmuro unas palabras de bendición, un leve toque… Luc Clairmont evita el contacto conmigo al tiempo que farfulla unas palabras desabridas por lo bajo. Su madre intenta reprenderle débilmente y me dedica una leve sonrisa por encima de las cabezas inclinadas de los fieles. Sigo sin ver a Muscat. Inspecciono el interior de la iglesia pero, descontando a unos cuantos viejos que siguen arrodillados ante el altar, está vacía. La puerta todavía está custodiada por la imagen de san Francisco, extrañamente alegre para ser un santo, rodeado de palomas de yeso y con más cara de loco o de borracho que de santo. Siento que se me crispan los rasgos de la cara. Me sulfura que hayan colocado la efigie del santo en ese sitio concreto, tan cerca de la entrada. Me hago la reflexión de que mi tocayo debería de tener más enjundia, más dignidad. En cambio, con ese aire de chiflado que tiene la estatua, con esa manera de reírse a lo tonto, como si estuviera burlándose de mí en mis propias barbas, avanzando una mano en un gesto vago de bendición y acogiendo con la otra en su oronda barriga al palomo de yeso, no parece sino que sueña con zamparse un pastel de paloma. Intento recordar si el santo estaba en ese mismo sitio cuando nos fuimos de Lansquenet, père. ¿Usted se acuerda? ¿O quizás algún envidioso que quiso hacer mofa de mí lo habrá cambiado de sitio? Saint-Jérôme, bajo cuya advocación se construyó la iglesia, tiene bastante menos preeminencia: metido en su oscura hornacina, cobijado en la ennegrecida pintura al óleo que tiene a sus espaldas, es un santo sumido en la sombra, visible apenas. El blanco mármol con que fue modelado ha adquirido una tonalidad amarillenta, como de nicotina, debido al humo de miles de cirios. San Francisco, por contra, tiene una blancura de hongo, pese a la humedad del yeso que lo va erosionando en una feliz despreocupación frente a la desaprobación tácita de su colega y compañero. Me hago el propósito de trasladarlo cuanto antes a otro lugar más apropiado.
Muscat no está en la iglesia. Escruto los rincones, convencido aún de que me está esperando en algún lugar, pero ni rastro. Quizás esté enfermo, me digo. Pero pienso que sólo una enfermedad muy seria impediría que un feligrés tan asiduo como él asistiera a la ceremonia del Domingo de Ramos. Me cambio la impoluta casulla por la sotana que llevo a diario y guardo en la sacristía las vestiduras ceremoniales. Como medida de seguridad, encierro bajo llave el cáliz y la patena. En los tiempos de usted, père, no eran precisas estas precauciones, pero dada la inseguridad de los tiempos que corren es mejor no confiarse demasiado. Vagabundos y gitanos, por no hablar de los propios habitantes del pueblo, podrían tomarse más en serio la perspectiva de conseguir un buen dinero que la posibilidad de la condenación eterna.
Me encamino a Les Marauds con paso rápido. Desde la semana pasada, Muscat no se ha mostrado muy comunicativo y, a pesar de que lo he visto sólo de paso, he podido fijarme en que parece abotargado, enfermo, camina encorvado como un penitente arrepentido y tiene los párpados hinchados y entrecerrados, apenas se le ven los ojos. Ha perdido clientela, quizá por ese gesto avieso de Muscat y por su mal genio. Me personé, pues, el viernes en el bar de Muscat. Estaba prácticamente vacío. No había barrido el suelo desde que su mujer, Joséphine, lo abandonó, por lo que pisé todas las colillas y envoltorios de las golosinas que vende y que están desparramados por el suelo. No había superficie que no estuviera cubierta de vasos sucios acumulados. Debajo del vidrio del expositor había algunos bocadillos y una cosa rojiza y alabeada que igual podía ser una porción de pizza. Al lado, un montón de folletos de Caroline debajo de una jarra sucia de cerveza. La fetidez de los Gauloises no cubría el hedor a vómitos y a moho.
Muscat estaba borracho.
– ¡Ah, usted! -dijo con tono moroso y ligeramente beligerante-. Espera que le ofrezca la otra mejilla, ¿verdad? -aspiró una profunda bocanada del cigarrillo humedecido de saliva que tenía encajado entre los dientes-. Estará contento de mí. Hace días que no me acerco a la zorra de mi mujer.
Hice un gesto negativo con la cabeza.
– No se amargue de esa manera -le dije.
– En mi bar hago lo que me da la gana -me respondió Muscat arrastrando las palabras y en su tono agresivo habitual-. ¿No es mi bar, père? Me refiero a que, encima, no pensará usted entregárselo a ella en bandeja, digo yo.
Le dije que comprendía lo que sentía y por toda contestación volvió a dar otra calada al cigarrillo, me lanzó en la cara una vaharada rancia de cerveza y soltó una carcajada sacudida por un acceso de tos.
– Muy bien, père -su aliento era apestoso y caliente como el de los animales-, muy bien. Claro que lo comprende, no faltaría más. También la Iglesia comprendió todas sus cojonadas cuando usted tomó los votos o lo que coño hagan ustedes. No veo por qué usted ahora no va a comprender las mías.
– Está borracho, Muscat -le solté en la cara.
– Ha dado en el clavo, père -me escupió-. Usted no falla una, ¿verdad? -hizo un gesto ampuloso con la mano que sostenía el cigarrillo-. Lo único que falta es que ella sepa cómo está la casa -dijo con aspereza-. Es lo único que le falta para ser feliz del todo. Saber que me ha arruinado… -ahora estaba al borde de las lágrimas y en sus ojos brillaba esa autoconmiseración tan propia del borracho-… saber que ha expuesto nuestro matrimonio a las burlas de todos… -profirió un ruido repugnante, a medio camino entre un sollozo y un regüeldo-. ¡Saber que me ha partido mi maldito corazón!
Se secó la nariz húmeda con el dorso de la mano.
– No se vaya a figurar que no sé lo que se llevan entre manos allí dentro -dijo bajando la voz-. Lo que hace la zorra y las tortilleras de sus amigas. Sé lo que hacen -había empezado a levantar la voz de nuevo, por lo que eché una mirada alrededor para ver a los tres o cuatro clientes, que lo miraban boquiabiertos y llenos de curiosidad. Le apreté el brazo como para ponerlo en guardia.
– No pierda las esperanzas, Muscat -le insté finalmente, luchando por vencer la repugnancia que me producía su proximidad-. No es ésta la manera de conseguir que vuelva. Recuerde que hay muchos matrimonios que pasan por momentos de duda, pero…
Se rió por lo bajo.
– ¿Le parece que duda es la palabra? ¿Es duda? -soltó otra risita-. ¿Quiere que le diga una cosa, père? Déjeme pasar cinco minutos a solas con la zorra y verá cómo resuelvo el problema de una vez por todas. Verá cómo la hago volver, eso ni lo dude.
Sus palabras me sonaban tan agresivas como estúpidas, mera secuela de su sonrisita de tiburón. Lo agarré por los hombros y pronuncié las palabras articulándolas claramente, en la esperanza de que le llegara como mínimo una parte de su sentido.
– No lo hará -le dije mirándolo a la cara, pasando por alto a los clientes que nos observaban, boquiabiertos, desde la barra-. Usted se comportará como una persona decente, Muscat; usted seguirá los procedimientos correctos si quiere actuar de la manera que sea y se mantendrá alejado de las dos. ¿Está claro?
Mientras lo mantenía agarrado por los hombros, seguí oyendo sus protestas, no paraba de soltar obscenidades con voz quejumbrosa.
– Se lo advierto, Muscat -le dije-. Le he aguantado muchas cosas, pero no pienso tolerarle este… tipo de bravuconadas. ¿Me ha comprendido?
Le oí farfullar algunas frases, no sé si excusas o amenazas. Aunque en aquel momento me pareció que decía que lo sentía, pensándolo mejor quizá dijo que quién lo iba a sentir sería yo, porque sus ojos tenían un brillo perverso detrás de sus lágrimas de borracho mal reprimidas.
Había alguien que lo iba a sentir. ¿Quién? ¿Y por qué motivo?
Mientras bajaba por la ladera de la colina en dirección a Les Marauds hube de preguntarme una vez más si había interpretado mal los signos. ¿Sería Muscat capaz de ejercer algún tipo de violencia contra sí mismo? ¿No sería que, en mi avidez por evitar otras complicaciones, había pasado por alto la realidad, el hecho de que aquel hombre se encontraba al borde de la desesperación? Al llegar al Café de la République vi que estaba cerrado, pese a que fuera del local se había formado un pequeño corro de personas que por lo visto observaban una de las ventanas del primer piso. Reconocí entre ellas a Caro Clairmont y a Joline Drou. También a Duplessis, una figura pequeña y comedida con un sombrero de fieltro y el perro retozando a sus pies. Por encima del griterío creí distinguir un sonido más agudo y estridente que no hacía más que subir y bajar siguiendo una cadencia inestable y que de cuando en cuando se resolvía en palabras, frases y algún que otro grito…
– Père -la voz de Caro era jadeante, tenía el rostro como la grana. Su expresión recordaba la de ciertas beldades de ojos desorbitados y jadeantes cuya foto es habitual en las revistas de papel brillante colocadas siempre en el estante más alto, lo que hizo que me pusiera colorado.
– ¿Qué pasa? -le pregunté con voz tensa-. ¿Muscat?
– No, Joséphine -dijo Caro muy excitada-. Está en la habitación del piso de arriba y está gritando, père.
A sus palabras se impuso una nueva andanada de ruidos -una mezcla de gritos, insultos y del estrépito provocado por el lanzamiento de objetos- procedente de una ventana, unida a una lluvia de cosas que caían diseminadas sobre el empedrado. Una voz de mujer, tan estridente como para hacer añicos el cristal, resonó -no a causa del terror, creo yo, sino obedeciendo a la simple y pura rabia- seguida por otro estallido de metralla casera. Libros, ropa, discos, ornamentos de las repisas… la artillería habitual de las peleas domésticas.
Me acerqué a la ventana.
– ¿Muscat? ¿Me oye? ¡Muscat!
Salió despedida por la ventana la jaula de un canario pero sin canario.
– ¡Muscat!
No llegó respuesta alguna del interior de la casa. Los gritos de los dos adversarios -un gnomo y una arpía- eran inhumanos y por espacio de un momento sentí una gran inquietud, como si el mundo acabase de penetrar un poco más en el seno de las sombras y hubiese ampliado ese resquicio de tinieblas que nos mantiene separados de la luz. Si abría la puerta, ¿qué vería?
Durante un terrible momento me sobrecogió un antiguo recuerdo y volví a tener trece años. Abrí la puerta del anexo de la iglesia vieja, a la que algunos todavía hacen referencia con el nombre de cancillería, pasé de la lóbrega penumbra de la iglesia a una oscuridad más intensa; mis pies apenas levantan sonidos de las lisas tablas, aunque hasta mis oídos llega un extraño golpeteo y el gruñido de un monstruo invisible. Al abrir la puerta, el corazón se me convierte en martillo que me aporrea la garganta, las manos en puños, se me desorbitan los ojos… Ante mí, en el suelo, veo agazapada la bestia pálida, sus proporciones familiares a medias se me aparecen extrañamente duplicadas, y también dos rostros que me observan con esa expresión hierática en la que queda congelada la rabia, el horror, la desesperación…
«Maman! Père!»
Sé que es absurdo. No hay conexión posible. Sin embargo, al observar esa predisposición llorosa y febril de Caro Clairmont, me pregunto si quizá también ella siente ese estremecimiento erótico en el vientre que desemboca en violencia, ese momento de potencia que se produce cuando se inicia el combate, se descarga el golpe, prende el petróleo…
No fue sólo la traición de usted, père, lo que heló la sangre en mis venas y me tensó las sienes como la piel de un tambor. Yo sabía del pecado -sabía de los pecados de la carne- y lo tenía por algo repugnante, como la cópula con animales. Que ese tipo de cosas pudieran causar placer era para mí casi incomprensible. Y sin embargo, usted y mi madre, calenturientos, excitados, abocados a la faena de una manera tan mecánica, lubrificados con el movimiento, restregando los cuerpos uno contra otro como pistones, no totalmente desnudos, eso no, ni hablar, pero más motivados si cabe por los vestigios de vestimenta, la blusa, la falda arremangada, la sotana levantada… No, no fue la carne lo que más me repugnó, ya que contemplé la escena con un desinterés distante del que no estaba ajeno el asco. Lo que más me repugnó fue que yo me hubiera comprometido por usted, père, no hacía ni dos semanas siquiera. Lo que más me repugnó fue que en aquello me hubiera jugado el alma: el petróleo que me resbalaba por la palma de la mano, la exaltación del que se siente poseedor de la verdad, el suspiro de embeleso que se exhala cuando la botella hiende el aire y prende el fuego al estrellarse contra la cubierta de la miserable embarcación levantando una deslumbrante oleada de llamas hambrientas que aletean, aletean, aletean hasta alcanzar la tela alquitranada y reseca, se estrellan contra la madera crujiente y agrietada y la lamen con apetencia lasciva… Se sospechó que el incendio hubiera sido intencionado, père, pero nunca que el autor pudiera ser el bueno, el tranquilo Reynaud, jamás Francis, el que cantaba en el coro de la iglesia, el que estaba sentado tan pálido él, tan buen niño él, escuchando los sermones que usted pronunciaba. Jamás se habría sospechado del pálido Francis, que ni siquiera había roto una ventana en su vida. ¿De Muscat, quizá? El viejo Muscat y aquel hijo suyo tan de rompe y rasga podían ser los autores. Al hecho siguió un tiempo en que se les mostró un trato frío, se les opuso una actitud de enemistad concentrada. Esta vez las cosas habían llegado demasiado lejos. Ellos, sin embargo, lo negaron de plano y, además, no había pruebas. Las víctimas no eran de los nuestros. No hubo nadie que estableciera conexión alguna entre el incendio y los cambios que se operaron en la situación de Reynaud, la separación de sus padres, el ingreso del chico en una selecta escuela del norte… Yo lo hice por usted, père. Lo hice por amor a usted. La embarcación incendiada en los resecos marjales puebla de luminarias la oscuridad de la noche, la gente huye a la desbandada, gritando, arrastrándose por las orillas de tierra requemada del árido Tannes, algunos incluso intentando desesperadamente sacar del lecho del río los pocos cubos de barro que aún quedaban en él para arrojarlos sobre la barca en llamas mientras yo aguardaba entre los matorrales con la boca seca pero con una ardorosa alegría en el vientre.
¿Cómo iba a saber que en la embarcación había alguien que estaba durmiendo, hube de decirme? Tan fuertemente arropados en la embriagadora oscuridad que ni el fuego consiguió despertarlos. Más tarde pensé en ellos, calcinados hasta fusionarse el uno en el otro, amalgamados como amantes perfectos… Pasé meses oyéndolos gritar por la noche, viendo aquellos brazos que se tendían llenos de ansiedad hacia mí, oyendo sus voces -hálito de ceniza- que pronunciaban mi nombre con sus labios descoloridos.
Pero usted me absolvió, père. Usted me dijo que no eran más que un borracho y la arpía que estaba con él. Pecio sin valor en el río inmundo. Veinte patery otras tantas avea cambio de sus vidas. No eran más que ladrones que habían profanado nuestra iglesia, insultado a nuestro sacerdote y, por consiguiente, no merecían otra cosa. Yo era un joven con un brillante futuro, con unos padres amantes que se habrían sentido desolados, terriblemente infelices, de haberlo sabido… Por otra parte, usted me decía con acento persuasivo que igual podría no ser un accidente. Usted decía que nunca se sabe, que tal vez Dios lo había querido así.
Lo creí. O hice como que lo creía. Y todavía me siento muy agradecido.
Alguien me toca el brazo. Me sobresalto, alarmado. Al penetrar con la mirada en el pozo de la memoria siento un vértigo momentáneo. Armande Voizin está detrás de mí, sus ojos negros e inteligentes fijos en mí. Duplessis se encuentra a su lado.
– ¿Piensa hacer algo, Francis, o va a dejar que ese bruto de Muscat la asesine?
Su voz es tensa y glacial. Con una mano tiene agarrado el bastón mientras que con la otra hace un gesto de bruja en dirección a la puerta cerrada.
– Yo no soy quién… -la voz me ha sonado estridente e infantil, no es mi voz ni de lejos-… no soy quién para preguntar…
– ¡Pamplinas! -dice dándome unos golpes en los nudillos con el bastón-. Voy a poner coto a esto, Francis. ¿Piensa acompañarme o piensa quedarse todo el día ahí fuera contemplando las musarañas?
Sin esperar respuesta, Armande empuja la puerta del bar.
– Está cerrada con llave -dice con voz débil.
Se encoge de hombros y basta un golpe dado con el puño del bastón para romper uno de los cristales de la puerta.
– La llave está metida en la cerradura -anuncia con viveza-. Alcáncemela, Guillaume.
La puerta se abre de par en par al hacer girar la llave. La sigo escaleras arriba. Amplificados por el hueco de la escalera, las voces y los ruidos de cristales rotos resuenan aquí con más fuerza. Muscat está ante la puerta que da entrada a la habitación del piso superior, su voluminoso cuerpo bloquea el paso. La habitación está cerrada, aunque entre la puerta y la jamba hay una rendija que deja pasar un exiguo haz de luz que se proyecta hacia la escalera. Mientras observo, Muscat vuelve a lanzarse contra la puerta bloqueada y se oye el estruendo de la colisión y del derrumbamiento, después él entra en la habitación con un gruñido satisfecho.
Una mujer grita.
Se ha retirado contra la pared opuesta de la habitación. Había amontonado contra la puerta todo el mobiliario -un tocador, un armario y unas sillas-, pero Muscat ha sabido arreglárselas para abrirse paso. No había conseguido arrimar también la cama porque era un pesado mueble de hierro forjado, pero sigue escudándose detrás del colchón, agachada en el suelo con un montón de proyectiles a mano. Con cierta admiración advierto que ya había despachado toda la vajilla. Veo el rastro de su huida escaleras arriba, los fragmentos de vidrio que cubren los escalones, las marcas del instrumento con que él ha tratado de hacer palanca para forzar la puerta del dormitorio, la mesilla baja que Muscat utilizó a manera de ariete. Y cuando él se vuelve hacia mí, también las marcas que tiene en la cara, señales de arañazos desesperados, una herida como una media luna en la sien, la nariz tumefacta, la camisa desgarrada. Hay sangre en la escalera, una mancha, la marca de un reguero, un goteo. En la puerta ha quedado la impresión de las palmas.
– ¡Muscat!
Lo he llamado gritando su nombre pero con voz temblorosa.
– ¡Muscat!
Se vuelve hacia mí con mirada ausente, sus ojos son puntas de aguja en la masa de su cara.
Tengo a Armande a mi lado; sostiene el bastón como si blandiera una espada. El espadachín más viejo del mundo. Llama a Joséphine.
– ¿Te encuentras bien, cariño?
– ¡Sacadlo de aquí! ¡Que se vaya!
Muscat me enseña sus manos ensangrentadas. Es evidente que está furioso, aunque también confundido, agotado, como un niño pequeño a quien hubieran atrapado peleándose con chicos mucho mayores que él.
– ¿Ve ahora a lo que me refería, père? -se lamenta-. ¿Ve lo que le dije? ¿Ve a qué me refería?
Armande me empuja para abrirse paso.
– No te saldrás con la tuya, Muscat -parece más joven y más fuerte que yo, tengo que recordar que no es más que una vieja y que está enferma-. No vas a conseguir que las cosas vuelvan a ser como antes. No insistas, déjala en paz de una vez.
Muscat le lanza un escupitajo pero se queda estupefacto cuando ella, con la celeridad y la puntería de una cobra, se lo devuelve a su vez. El hombre se limpia la cara, furioso.
– ¡Vieja! -le grita.
Sin embargo, Guillaume da un paso adelante y se coloca delante de ella amparándola absurdamente con gesto protector. El perro emite un gruñido discordante, pero Armande avanza y suelta una carcajada.
– ¡Déjate de bravuconadas, Paul-Marie Muscat! -le suelta Armande-. Todavía me acuerdo de cuando eras un mocoso y venías a Les Marauds para huir del borracho de tu padre. No has cambiado tanto como eso, salvo que ahora abultas más y eres más feo. ¡Venga, déjala ya!
Muscat se ha quedado descolocado y no se mueve de su sitio. Tengo la impresión de que quiere recurrir a mí.
– Père, dígaselo -tiene los ojos que parece que se los ha frotado con sal-. Usted sabe a qué me refiero, ¿verdad?
Hago como que no lo he oído. Entre este hombre y yo no hay nada. ¿Cómo vamos a compararnos? Percibo su hedor, ese olor rancio a ropa sucia que desprende su camisa, el aliento que apesta a cerveza. Me agarra del brazo.
– Usted me entiende, père -repite con desesperación-. Yo le ayudé en lo de los gitanos, ¿no recuerda? Le ayudé…
Esa mujer será medio ciega, maldita sea, pero la verdad es que lo ve todo. ¡Todo! Veo que sus ojos se fijan rápidamente en mí.
– Conque, ¿fue usted? -suelta una sonrisita por lo bajo-. Los dos de la misma calaña, ¿verdad, curé?
– No sé de qué me habla -digo con voz tajante-. Este hombre está como una cuba.
– Pero, père… -lucha por encontrar las palabras adecuadas, tiene el rostro contraído, rojo como un pimiento-, père, usted mismo dijo que…
Y yo como una piedra:
– Yo no dije nada.
Se queda con la boca abierta como esos pobres pececillos que, en verano, quedan atrapados en el barro de los marjales del Tannes.
– ¡Nada!
Armande y Guillaume se llevan del lugar a Joséphine, uno a cada lado y rodeándole los hombros con gesto protector. Joséphine me dirige una mirada extraña y tan cargada de intención que casi llega a asustarme. Pese a que tiene la cara sucia y las manos manchadas de sangre, en aquel momento me parece hermosa, turbadora. Me ha mirado como si me atravesara el cuerpo con la mirada. Intento decirle que no debe culparme, que yo no soy como él, que yo en realidad no soy un hombre sino un sacerdote, pertenezco a una especie diferente… una idea tan absurda, sin embargo, casi una herejía.
Pero entonces Armande se la lleva y me quedo solo con Muscat, sus lágrimas me mojan el cuello, me echa sus brazos calientes al cuello. Por un momento me siento desorientado, me ahogo con él en el mar de mis recuerdos. Pero me aparto, primero intento ser amable pero acabo mostrándome violento y arremeto contra su fláccida barriga con las palmas de las manos y ya después con los puños y los codos… Y entretanto grito para acallar sus lamentaciones y me oigo una voz que no me parece la mía, una voz estentórea pero preñada de amargura…
– Apártese de mí, imbécil, lo ha estropeado todo, lo ha…
– Francis, lo siento, yo… père!
– Lo ha estropeado todo… todo… ¡déjeme! -la voz se me enronquece por el esfuerzo y por fin logro deshacerme de su abrazo agobiante y férreo y me libro de él con súbita y desesperada alegría. ¡Por fin libre!, y después ya me voy corriendo escaleras hacia abajo, la alfombra arrugada me roza el tobillo, ya sólo me van siguiendo sus lágrimas, su estúpido gimoteo, como el de un niño importuno…
Más adelante ya habrá tiempo para conversar con Caro y Georges. No pienso hablar con Muscat. Además, circulan rumores de que se ha ido, ha metido todas sus cosas en su vetusto coche y se ha largado. El bar está cerrado, el cristal roto es el testimonio de lo ocurrido esta mañana. He vuelto cuando ya era noche cerrada y me he quedado largo rato delante de la ventana. El cielo en Les Marauds era frío y tenía una tonalidad verde sepia y un único filamento lechoso en el horizonte. El río estaba oscuro y silencioso.
He dicho a Caro que la Iglesia no respaldaría su campaña contra el festival del chocolate. Yo no pienso respaldarlo. Después de lo que ha hecho este hombre, el Comité ya no tiene credibilidad ninguna. Esta vez ha sido demasiado público, demasiado brutal. También ellos deben de haber visto su rostro como lo he visto yo, encendido de odio y de locura. Una cosa es saber que un hombre pega a su mujer… saberlo en secreto, pero contemplar el hecho con todo lo que tiene de sórdido… ¡No, ese hombre no sobrevivirá a esto! Caro ya está diciendo a todo el mundo que ella estaba al tanto de todo, que sabía cómo las gastaba. Procura salir lo mejor librada posible del asunto -«¡Qué engañada estuvo esa pobre mujer!»-, lo mismo que yo. Digo a Caro que hemos estado siempre demasiado involucrados. Que nos servimos de él siempre que nos pareció oportuno. Que ahora no debemos caer en lo mismo. Si queremos protegernos, debemos mantenernos en la retaguardia. No le hablo del otro asunto, lo de la gente del río, aunque la verdad es que lo tengo muy presente. Armande sospecha. Podría irse de la lengua por simple malicia. Y además está lo otro, tanto tiempo sumido en el olvido pero todavía vivo en sus viejos pensamientos… No, me siento indefenso. Peor, tienen que ver que contemplo el festival con indulgencia. De lo contrario comenzarán las habladurías y, ¿quién sabe en lo que podrían acabar? Mañana, en el sermón, predicaré sobre la tolerancia, daré la vuelta a esa corriente que yo mismo puse en marcha y trataré de cambiarles las ideas. Quemaré los folletos restantes. También tengo que destruir los carteles que había que distribuir desde Lansquenet a Montauban. Es algo que me parte el corazón, père, pero ¿qué otra cosa puedo hacer?
El escándalo acabaría conmigo.
Estamos en Semana Santa. Sólo falta una semana para el festival. Y ha salido vencedora ella, père, sólo ella. Un milagro es lo único que puede salvarnos.