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Sábado, 1 de marzo


La barca de Roux es una de las más próximas a la orilla. Está amarrada a una cierta distancia de las demás, enfrente de la casa de Armande. Atravesados en popa, cuelgan farolillos de papel como frutas luminosas; mientras vamos hacia Les Marauds, llega hasta nosotros el olor intenso a asado que viene de la orilla del río. Las ventanas de la casa de Armande que dan al río están abiertas de par en par y la luz que sale de su casa traza dibujos irregulares en la superficie del agua. Me sorprende la ausencia de basura, el empeño que se ha puesto en depositar en los cilindros de acero hasta el más mínimo residuo para quemarlo después. Desde una de las barcazas amarradas río abajo llegan los sones de una guitarra. He visto a Roux sentado en el espigón con los ojos fijos en el agua. Se le han unido algunos más, entre los que reconozco a Zézette, otra chica llamada Blanche y el norteafricano Ahmed. Junto a ellos, en las brasas de un fogón portátil, asaban alguna cosa.

Anouk escapó a la carrera en dirección al fuego; oí a Zézette que la advertía con voz suave:

– Cuidado, cariño, no te vayas a quemar.

Blanche me tendió un cubilete de vino caliente y especiado que yo acepté con una sonrisa.

– A ver qué te parece.

La bebida era dulce pero fuerte, sabía a limón y a nuez moscada, aunque tan cargada que se agarraba a la garganta. Por vez primera después de muchas semanas la noche era clara y nuestro aliento dejaba dragones pálidos suspendidos en el aire quieto. Una niebla diáfana colgaba sobre el río, iluminada aquí y allá por las luces de las embarcaciones.

– Pantoufle también quiere -dijo Anouk, señalando el perol lleno de vino especiado.

Roux se sonrió.

– ¿Pantoufle?

– El conejito de Anouk -me apresuré a aclarar-. Su amigo… imaginario.

– Pues no sé si a Pantoufle le gustará -le dijo-. Quizá prefiera un zumo de manzana.

– Se lo preguntaré -propuso Anouk.

Roux allí me parecía otro, más natural, su figura recortada contra el fuego mientras vigilaba la cocción. Me acordé de los cangrejos de río, abiertos por la mitad y asados en las brasas, como las sardinas y el maíz dulce temprano, las patatas dulces, las manzanas caramelizadas envueltas en azúcar y fritas un momento en mantequilla, las gruesas tortas, la miel. Comimos con los dedos en platos de hojalata y bebimos sidra y más vino especiado. Algunos niños jugaban con Anouk a la orilla del río. Armande también se unió al grupo y la vi tender las manos al fogón para calentárselas.

– Si fuera más joven… -suspiró- no me importaría pasar todas las noches así -cogió una patata caliente del nido de brasas e hizo diestros juegos malabares con ella para enfriarla-. Esta es la vida con la que yo soñaba cuando era niña, una casa flotante, muchos amigos, fiestas todas las noches… -dirigió una mirada maliciosa a Roux-. Me parece que voy a escaparme contigo -declaró-. Los pelirrojos han sido siempre mi punto flaco. Puedo ser vieja pero aún te podría enseñar un par de cosas.

Roux esbozó una sonrisa. Esta noche no había en él ningún resto de cortedad. Estaba de buen humor, no se cansaba de llenar de vino y sidra los cubiletes, le satisfacía hacer de anfitrión. Coqueteaba con Armande, le dedicaba extravagantes cumplidos, la hacía mondarse de risa. Enseñó a Anouk a vadear el río cruzándolo por encima de las pasaderas. Y por fin nos enseñó su barcaza, muy cuidada y muy limpia, con su minúscula cocina, su zona destinada a almacén provista de un depósito de agua y de alimentos, la parte para dormir con su techo de plexiglás.

– Era una verdadera ruina cuando lo compré -nos explicó-. Pero lo arreglé y ahora es tan habitable como una casa de las que se levantan en el suelo -su sonrisa era un poco apesarada, como la del que confiesa una debilidad infantil-. ¡Tanto trabajo sólo para poder tumbarme en la cama por la noche y escuchar el rumor del agua y contemplar las estrellas!

Anouk se mostró exuberante en su aprobación.

– A mí esto me gusta -declaró Anouk-. ¡Me gusta muchísimo! No es verdad que sea un ester… un esterco… bueno, no sé qué palabra ha dicho la madre de Jeannot.

– ¿Un estercolero? -le preguntó Roux con voz amable.

Le miré y vi que se echaba a reír.

– No, la verdad es que no somos tan malos como nos pintan.

– ¡Yo no creo que seáis malos! -exclamó Anouk, muy enfadada.

Roux se encogió de hombros con aire indiferente.

Más tarde hubo música: una flauta, un violín y unos cuantos tambores, todo improvisado con diversos recipientes y cubos de basura. Anouk se sumó al conjunto con su trompeta de juguete y todos los niños bailaron de manera tan alocada y tan cerca de la orilla del río que hubo que obligarlos a apartarse a una distancia prudente de la misma. Eran las once pasadas cuando por fin nos retiramos y, aunque Anouk se caía de sueño, no dejó de protestar con todas sus fuerzas.

– ¡Está bien! -le dijo Roux-. Ven siempre que quieras.

Le di las gracias mientras cargaba a Anouk en brazos.

– De nada -contestó, aunque su sonrisa se truncó un momento cuando su mirada continuó su camino detrás de mí en dirección a la cumbre de la colina. Entre sus ojos se ha formado un leve surco.

– ¿Pasa algo?

– No estoy seguro, probablemente nada.

En Les Marauds hay pocas luces. La única iluminación procede del farol amarillo que cuelga fuera del Café de la République y que brilla de manera difusa en el estrecho camino empedrado. Más allá está la Rue des Francs Bourgeois, que va ensanchándose hasta desembocar en una avenida arbolada y profusamente iluminada. Se quedó observando un rato más, con los párpados fruncidos.

– Me ha parecido ver a una persona que bajaba por la colina, nada más. Debe de haber sido un reflejo de la luz. Ahora no veo a nadie.

Cogí a Anouk en brazos y me fui colina arriba. Detrás nos seguía la música suave del calíope que se levantaba de aquel carnaval flotante, Zézette bailaba en el embarcadero, su silueta recortada en el fuego moribundo mientras su sombra frenética brincaba debajo de su cuerpo. Al pasar por delante del Café de la République vi que la puerta estaba entornada pese a que estaban apagadas todas las luces. Oí cerrarse con sigilo una puerta en el interior del edificio, como si alguien estuviera al acecho. Pero quizá no fuera más que el viento.

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