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Lunes, 10 de marzo


Sus risas me han seguido fuera de la tienda hasta la calle como una bandada de pájaros. El aroma del chocolate, como el de la rabia que siento, me produce mareo, me enloquece de furia. Teníamos razón, père. Esto nos lava de todas nuestras culpas. Al arremeter contra las tres cosas que nos son más queridas -la comunidad, las fiestas de la Iglesia y ahora uno de sus sacramentos más sagrados-, esta mujer se ha revelado finalmente tal como es en realidad. Su influencia es perniciosa y crece con rapidez y ya fructifica en una docena o dos de personas que son terreno abonado. Esta mañana he visto en el cementerio de la Iglesia el primer diente de león de la temporada, encajonado en un pequeño espacio detrás de una lápida. Crece a una profundidad a la que no puedo llegar, grueso como un dedo, busca la oscuridad de debajo de la piedra. Dentro de una semana la planta habrá vuelto a crecer, más fuerte que antes.

Esta mañana Muscat se ha acercado a la comunión, pero no ha ido a confesarse. Tiene un aire marchito y triste, no se encuentra a gusto con la ropa de los domingos. Que su mujer lo haya dejado le ha sentado muy mal.

Al salir de la chocolaterie, Muscat ya me estaba esperando. Fumaba apoyado en el pequeño arco junto a la entrada principal.

– ¿Y bien, père?

– He hablado con su esposa.

– ¿Cuándo vuelve a casa?

He movido la cabeza negativamente.

– No quisiera darle falsas esperanzas -le he dicho con voz amable.

– ¡Vaca testaruda! -ha exclamado arrojando el cigarrillo y machacándolo con el tacón del zapato-. Perdone el lenguaje, père, pero eso es lo que es. Cuando pienso en todas las cosas de las que me he privado por culpa de esa perra loca… el dinero que me ha costado…

– También ella ha tenido que soportar muchas cosas -le he dicho con intención, recordando muchas sesiones de confesionario.

Muscat se ha encogido de hombros.

– ¡Yo no soy un ángel! -ha dicho-. Conozco mis debilidades. Pero, dígame, père… -tendió las manos hacia mí en gesto implorante-, ¿acaso no tengo razón? ¿Tener que despertarme cada mañana y contemplar su estúpida cara? ¿Atraparla una vez y otra con los bolsillos llenos de cosas robadas del mercado… lápices de labios, frascos de perfume, bisutería? ¿Tener que soportar que todo el mundo me mire en la iglesia y se ría de mí en mis narices? ¿Eh? -me ha mirado como queriendo ganarme para su causa-. ¿Qué me dice, père? ¿No cree que también yo he llevado mi cruz?

Eran cosas que ya me tenía oídas. Que si era desaliñada, que si era corta de alcances, que si era una ladrona, que si era una perezosa que no hacía el trabajo de la casa… No tengo derecho a opinar sobre este tipo de cosas. Mi misión consiste en ofrecer consejo y consuelo. Pese a todo, sus excusas me repugnan, me molesta que crea que, de no haber sido por ella, él habría llegado a grandes cosas.

– No estamos aquí para culpar a nadie -le he dicho en tono de reproche-, pero tenemos que encontrar los medios de salvar su matrimonio.

Al momento se ha apaciguado.

– Lo siento, père. No… no habría debido decir estas cosas -ha intentado el recurso de la sinceridad, ha mostrado unos dientes amarillentos como marfil antiguo-. No se figure que no la quiero, père. Me refiero a que me gustaría que volviera, ¿comprende?

¡Sí, claro! Para que le prepare la comida, le planche la ropa, le lleve el bar y para demostrar a sus amigos que a él, Paul-Marie Muscat, no hay quien le tome el pelo, nadie. Desprecio su hipocresía. Tiene que conseguir que vuelva. En eso estoy de acuerdo. Pero no por las mismas razones.

– Pues si quiere que vuelva, Muscat -le he dicho con aspereza-, hasta ahora ha llevado las cosas de una manera sumamente idiota.

Se ha refrenado.

– Yo no lo veo así.

– ¡Venga, déjese de sandeces!

¡Oh, Señor! ¡Oh, père! ¿Cómo pudo usted tener tanta paciencia con esta gente?

– Amenazas, obscenidades y anoche la vergonzosa escena de su borrachera. ¿Le parece que esto es favorable a su causa?

Con gesto hosco responde:

– No podía dejar que se fuera por las buenas, père. Todo el mundo dice que mi mujer me ha abandonado. Y esa zorra metomentodo de la pastelera… -sus ojos mezquinos se han empequeñecido aún más detrás de las gafas de montura metálica-. Le estará bien empleado si le ocurre algo a esa tienda fantasiosa que ha puesto -dice de pronto-. Así nos desembarazaremos de esa zorra para siempre.

Lo he mirado con atención.

– ¿Cómo?

Acababa de decir algo que estaba demasiado cerca de lo que yo mismo pensaba, mon père. Que Dios tenga piedad de mí, pero cuando vi arder aquella barca… fue un placer primitivo, indigno de mi cargo, un sentimiento pagano que reconozco que no habría debido sentir. He luchado contra él, père, a primeras horas de la madrugada. He intentado sofocarlo, pero es como el diente de león, que vuelve a crecer una y otra vez, con sus insidiosas raíces, esas pequeñas raíces que se adentran cada vez más en la tierra. Tal vez por eso, porque yo lo sabía, mi voz ha sonado más áspera de lo que era mi intención al replicarle.

– Pero ¿en qué está pensando, Muscat?

Ha farfullado algo apenas audible.

– ¿Un incendio, quizá? ¿Un fuego oportuno? -sentí la fuerza de la rabia que presionaba contra mis costillas. Su sabor, metálico y dulcemente podrido a la vez, me ha llenado la boca-. ¿Algo así como el fuego que nos libró de los gitanos?

Sonrió, presuntuoso.

– Es posible. El riesgo de incendio es terrible en algunas de esas casas viejas.

– ¡Oiga! -de pronto me ha aterrado la idea de que pudiera tomar mi silencio de aquella noche por complicidad-. Si pienso… si sospecho incluso… fuera del confesionario que usted está metido en una cosa así… como le ocurra algo a esa tienda…

Lo agarré por el hombro; los dedos se me hundieron en su carne pulposa. Muscat parecía apesadumbrado.

– Pero père… si ha sido usted quien ha dicho…

– ¡Yo no he dicho nada! -oí mi voz retumbar en la plaza, ¡pap, pap, pap!, por lo que he bajado el tono en seguida-. Nunca tuve intención de empujarle a usted a… -de pronto he notado que tenía la garganta agarrotada y he tenido que aclarármela-. No estamos en la Edad Media, Muscat -le dije, crispado-. Nosotros no somos quién para… interpretar… la ley de Dios a nuestra manera. Ni tampoco las leyes de nuestro país -añadí con severidad y mirándolo a los ojos. Tenía las córneas del mismo amarillo que los dientes-. ¿Está claro?

– Sí, mon père-dijo con resentimiento.

– Porque como ocurra algo, Muscat, lo que sea… una ventana rota, un pequeño incendio… lo que sea…

Le sobrepaso la cabeza en altura, soy más joven que él y estoy en mejor forma que él. Responde instintivamente a la amenaza física. Le doy un pequeño empujón que lo proyecta contra el muro de piedra que tiene a su espalda. Apenas consigo refrenar la rabia. ¡Mira que atreverse! ¡Mira que osar hacer el papel que me corresponde a mí, père! ¡Que tenga que ser ese miserable borrachín! ¡Que tenga que ser él quien me coloca en esta situación y hasta me obliga a proteger oficialmente a la mujer que es mi enemiga! Me freno a costa de hacer un gran esfuerzo.

– No se acerque a la tienda, Muscat. Si hay que hacer algo, lo haré yo. ¿Me ha entendido?

Ahora más humilde, aplacada su bravuconada, continúa:

– Sí, père.

– Deje el asunto enteramente en mis manos.


Faltan tres semanas para el festival. No me quedan más que tres semanas para encontrar la forma de contener la influencia de esa mujer. Ya prediqué contra ella en la iglesia y no sirvió para otra cosa que para cubrirme de ridículo. Tuve que oír cómo decían que el chocolate no es una cuestión moral. Hasta los mismos Clairmont ven mi obstinación como algo ligeramente anormal, ella se mofa de mí diciendo que hago excesivos aspavientos, mientras que él se ríe abiertamente en mis barbas. Vianne Rocher no me hace el menor caso. Lejos de enmendarse, hace gala de su condición de forastera, me saluda gritando y con actitud impertinente desde el otro lado de la plaza, alienta las bufonadas de personas como Armande y está siempre rodeada de niños, cuyo creciente salvajismo ella no hace más que espolear. Incluso en medio de una multitud se la puede distinguir al momento. Allí donde otros van caminando tranquilamente por la calle, ella corre. Por no hablar, además, de cómo lleva los cabellos y de sus vestidos, siempre agitados por el viento, siempre de colores llamativos, los colores de las flores silvestres, esos anaranjados y amarillos, esos topos, esos estampados florales… En la naturaleza, si entre los gorriones se mezclara un periquito aquellos no tardarían en ahuyentarlo por su plumaje llamativo. Aquí, en cambio, aceptan a esta mujer con simpatía, incluso con curiosidad. Lo que en otro sitio haría fruncir el ceño aquí, en cambio, se tolera sólo porque se trata de Vianne. Ni el mismo Clairmont es impermeable a sus encantos y en cuanto al desagrado que Vianne Rocher provoca en su mujer, se trata de una reacción que no tiene nada que ver con cuestiones de superioridad moral y sí, por contra, con una cierta envidia que favorece en muy poco a Caro. Por lo menos Vianne Rocher no es hipócrita ni se sirve de las palabras divinas para elevar su nivel social. Pero esa consideración, que indica una simpatía a la que un hombre de mi cargo no puede condescender, encierra otro peligro. Yo no puedo tener simpatías. Tan inapropiada es la simpatía como la antipatía, teniendo en cuenta mi condición. Yo estoy obligado a ser imparcial, tanto por la comunidad como por la Iglesia. Me debo a ambas por encima de todo.

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