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Jueves, 13 de febrero


Gracias a Dios que ha terminado. Las visitas me fatigan a morir. No me refiero a usted, por supuesto, mon père; la visita semanal que le hago es para mí un lujo, puede creer que es casi mi única visita. Espero que le hayan gustado las flores. No son gran cosa, pero huelen a gloria. Se las he dejado aquí, junto a la silla, para que pueda verlas. Hay una buena vista desde aquí: los campos, el Tannes a media distancia y el Garona centelleando a lo lejos. Casi podría imaginar que estamos solos. ¡Oh, no, no me quejo! De veras que no. Pero usted debe de saber qué pesado es ese fardo para un hombre. Tantas mezquindades, insatisfacciones y estupideces, sus mil problemas triviales… El martes fue carnaval. Son como salvajes, todo ese bailoteo, esos gritos… El hijo pequeño de Louis Perrin, Claude, me disparó con una pistola de agua. ¿Y qué dijo su padre? Pues que era su hijo pequeño y que necesitaba jugar. Lo único que quiero es guiarlos, mon père, librarlos de sus pecados. Pero se me resisten, son como niños que se niegan a ponerse a dieta y siguen comiendo todo lo que les perjudica. Sé que usted me entiende. Durante cincuenta años llevó esa carga en sus hombros y la soportó con paciencia y fortaleza. Se ganó su afecto. ¿Será posible que hayan cambiado tanto los tiempos? A mí me temen, me respetan… pero lo que se dice quererme, no me quieren. Sus caras son hoscas, me miran con resentimiento. Ayer salieron de la iglesia con ceniza en la frente y una expresión de remordimiento y alivio a un tiempo. Que se queden con sus secretas caídas, con sus vicios solitarios. ¿Es que no lo entienden? El Señor lo ve todo. Yo lo veo todo. Paul-Marie Muscat pega a su mujer. Cada semana descarga sus culpas con diez avemarías después de confesarse y a continuación vuelve a la carga como si tal cosa. Su mujer roba. La semana pasada, sin ir más lejos, fue al mercado y robó bisutería de un tenderete. Guillaume Duplessis quiere saber si los animales tienen alma y rompe a llorar cuando le digo que no la tienen. Charlotte Edouard sospecha que su marido tiene una amiga. Yo sé que tiene tres, pero el secreto de confesión me sella los labios. ¡Son como niños! Sus preguntas me ofenden, hacen que me baile la cabeza. No puedo evitar mostrarles mi debilidad. Las ovejas no son esas criaturas dóciles y amables de los idilios pastoriles. Cualquier campesino puede asesorarte al respecto. Las ovejas son astutas, agresivas, a veces patológicamente estúpidas. Si el pastor es indulgente, puede encontrarse con un rebaño levantisco, rebelde. No puedo permitirme ser indulgente, pero sí esta concesión una vez por semana. La boca de usted, mon père, está sellada como en el confesionario. Sus oídos están siempre prestos, su corazón siempre afable. Por espacio de una hora puedo dejar en el suelo la carga. Puedo ser falible.

Tenemos una nueva feligresa. Una tal Vianne Rocher, viuda supongo, con una hija pequeña. ¿Recuerda la panadería del viejo Blaireau? Hace cuatro años que murió y desde entonces la casa se ha ido desmoronando poco a poco. Pues bien, esa mujer la ha alquilado y espera abrir la tienda al final de esta misma semana. No creo que aguante mucho tiempo. Ya tenemos la panadería de Poitou al otro lado de la plaza y, además, esa mujer no se adaptará nunca al pueblo. Una mujer bastante agradable, por cierto, aunque no tenga nada en común con nosotros. Dejemos que pasen dos meses y seguro que se vuelve a la ciudad de donde ha venido. Es curioso, pero no he podido saber de dónde viene. Supongo que de París o a lo mejor del otro lado de la frontera. Tiene un acento muy puro, incluso demasiado puro para ser francesa, habla con las vocales mudas como los del norte, aunque por los ojos se diría que es de ascendencia italiana o portuguesa y tiene una piel… Pero en realidad ni la he visto. Estuvo metida en la panadería trabajando todo el día de ayer y también hoy. Tiene un plástico naranja colgado de la ventana y a veces ella o el arrapiezo de su hija asoman por la puerta para echar un cubo de agua sucia en el canal del bordillo o para enzarzarse en animada conversación con algún trabajador. Tiene una curiosa facilidad para encontrar personas que la ayuden. Aunque yo me ofrecí a echarle una mano, dudaba que encontrase a mucha gente del pueblo dispuesta a hacerlo. Pero esta mañana temprano he visto a Clairmont acercarse a su casa cargado con un haz de leña y, más tarde, a Pourceau con una escalera. Poitou le ha regalado unos muebles. Lo vi llevándole una butaca, atravesó la plaza con el paso furtivo del que no quiere ser visto. Y hasta he visto a Narcisse, ese cotilla cascarrabias que en noviembre se negó en redondo a cavar el cementerio de la iglesia, cargado con las herramientas necesarias para arreglarle el jardín. Esta mañana, a eso de las nueve menos cuarto se ha parado un camión de mudanzas enfrente de la tienda. Duplessis, que pasaba justo en aquel momento por delante de la casa porque había sacado al perro como tiene por costumbre, también le ha echado una mano al pedirle ella que la ayudara a descargar sus cosas. Me he dado cuenta de que la petición lo cogía por sorpresa -por un momento he llegado a creer que se negaría-, al ver que se llevaba la mano al sombrero. Ella entonces ha dicho algo -no sé qué- y he oído su risa retumbar en los cantos de la plaza. Se ríe a menudo, acompañándose de gestos extravagantes y divertidos con los brazos. Otra característica más de la gente de ciudad, diría yo. Nuestra gente es dada a una mayor reserva, aunque supongo que las intenciones de esa mujer son buenas. Llevaba un pañuelo violeta atado a la cabeza al estilo de las gitanas, pero se le escapaban algunos mechones por debajo, manchados de pintura blanca. No parecía importarle. Duplessis no se acordaba después de lo que ella le había dicho pero, con ese aire apocado que lo caracteriza, ha dicho que el trabajo había sido de poca monta, unas pocas cajas, pequeñas pero pesadas, aparte de unos embalajes abiertos con enseres de cocina. No le había preguntado qué contenían las cajas, si bien duda que un cargamento tan exiguo baste para una panadería.

No vaya a figurarse, mon père, que me paso el día vigilando la panadería. Ocurre simplemente que se encuentra delante mismo de mi casa, la que un día fuera la suya, mon père, dicho sea de paso. Se han pasado día y medio dando martillazos, pintando, encalando y restregando hasta que, pese a que me había propuesto otra cosa muy diferente, no he podido resistir la tentación de comprobar el resultado. Pero en esto no estoy solo, ya que he sorprendido a madame Clairmont cuchicheando con unas conocidas delante de la obra que su marido hace a Poitou. Hablaban de «persianas rojas» antes de descubrirme y de quedar sumidas en un disimulado murmullo. Como si a mí me importase un rábano lo que digan. No hay duda, sin embargo, de que la forastera ha dado pábulo al chismorreo, ya que no otra cosa. Esa ventana cubierta de plástico naranja no puede por menos de atraer las miradas en los momentos más inesperados. Parece un enorme caramelo que esperase a que le quiten el envoltorio, una rodaja sobrante del carnaval. Sobresalta por lo llamativo, aparte de que los pliegues del plástico reflejan el sol. Ya tengo ganas de que terminen con las obras de una vez y de que la casa vuelva a convertirse en panadería.

La enfermera busca mi mirada. Teme que lo vaya a fatigar. No entiendo cómo puede soportarlas, con todo ese griterío y esos aires de superioridad. «Ahora nos toca descansar a nosotras», creo que dicen. Esa actitud taimada es insoportable, intolerable. Y en cambio pretende ser amable, los ojos de usted me lo dicen. «Perdónalas, no saben lo que se hacen.» Yo no soy amable. Vengo aquí por mí, no por usted. Y en cambio creo que mis visitas le agradan porque lo mantienen en contacto con un mundo cuyos bordes han perdido consistencia, se han vuelto informes. Una hora de televisión por la noche, cambio de postura cinco veces al día, alimentación a través de un tubo. Hablan de usted como de un objeto -«¿Nos oye? ¿Cree que nos entiende?»-, las opiniones de usted no cuentan, se pasan por alto… Estar apartado de todo y, en cambio, sentir, pensar… Esta es la verdad del infierno, desprovisto de sus estridentes medievalismos. Esa pérdida de contacto. Pese a todo, yo lo miro a usted para que me enseñe a comunicarme. Para que me enseñe a esperar.

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