Martes, 4 de marzo
Los primeros verdores del maíz en primavera tiñen la tierra de una tonalidad más dulce que aquella a la que usted y yo estamos acostumbrados. Vista a distancia parece lujuriante, unos abejorros tempranos puntúan el aire sobre el oleaje de los tallos y prestan a los campos un aspecto somnoliento. Pero sabemos que en el término de dos meses el sol quemará los rastrojos, la tierra quedará desnuda y se agrietará, convertida en una corteza roja, casi vítrea, a través de la cual hasta los cardos se resisten a crecer. Un viento cálido barre lo que queda del campo, trayendo consigo sequía y, como una estela, una quietud hedionda propicia a la enfermedad. Me acuerdo del verano del setenta y cinco, mon père, aquel calor abrasador y el cielo cálido y blancuzco. Aquel verano tuvimos una plaga tras otra. Primero fueron los gitanos del río, reptando por la poca agua que quedaba con sus nauseabundas barracas flotantes, varados en los bajíos resecos de Les Marauds. Después la enfermedad, que se ensañó primero con sus animales y después con los nuestros, una especie de locura, los ojos, que se ponen en blanco, las débiles convulsiones de las patas, el abotagamiento del cuerpo pese a que se negaban a beber y, finalmente, sudores, tiritonas y la muerte en medio de bandadas de moscas negras y moradas. ¡Santo Dios!, el aire invadido de moscas, sazonado y dulzón como zumo de fruta podrida. ¿Lo recuerda? El aire era tan cálido que los animales salvajes, presa de la desesperación, abandonaban los resecos marjales para correr hacia el río. Zorros, turones, comadrejas, perros… muchos estaban rabiosos y dejaban su hábitat natural empujados por el hambre y la sequía. Nosotros les disparábamos al verlos avanzar vacilantes junto a la orilla del río, les disparábamos o los matábamos a pedradas. Los niños también apedreaban a los gitanos, pero ellos se sentían tan presos y desesperados como sus animales, y seguían viniendo. El aire se había vuelto azul debido a la gran cantidad de moscas y al hedor de todo lo que quemaban tratando de poner coto a la enfermedad. Los que sucumbieron primero fueron los caballos, a continuación siguieron las vacas, los bueyes, las cabras y los perros. Nosotros los mantuvimos a raya y nos negamos a venderles comida, a darles agua, les negamos medicamentos. Varados en los llanos del menguante Tannes, bebían cerveza embotellada y agua del río. Recuerdo que por la noche yo los espiaba desde Les Marauds, figuras silenciosas y encorvadas junto a las hogueras, y a través de las aguas oscuras llegaban hasta mí unos sollozos (¿una mujer, un niño?).
Algunas personas, las débiles -entre ellas Narcisse-, empezaron a hablar de caridad. De piedad. Pero usted se mantuvo firme. Usted sabía qué había que hacer.
En la misa usted leyó en voz alta los nombres de los que se negaban a cooperar. Muscat -el viejo Muscat, padre de Paul- les impidió la entrada al bar hasta que entraran en razón. Por la noche estallaron luchas entre los gitanos y la gente del pueblo. Se profanó la iglesia. Pero usted se mantuvo firme.
Un día vimos que trataban de arrastrar sus barcas a través de los bajíos en dirección al río abierto. El barro aún estaba blando y en algunos lugares los gitanos tenían que abrirse paso con las piernas hundidas hasta el muslo, luchando por encontrar puntos de apoyo entre las piedras cubiertas de légamo. Algunos tiraban de las cuerdas que habían atado a sus barcas, otros empujaban desde atrás. Al ver que los observábamos, hubo quien nos lanzó maldiciones con voz áspera y bronca. Pero aún tuvieron que pasar otras dos semanas antes de que se fueran por fin y dejaran atrás sus barcazas destruidas. Usted, mon père, dijo que había sido una hoguera que el borracho y la arpía que lo acompañaba habían dejado mal apagada. Las llamas se propagaron debido a la sequedad y electricidad del aire, hasta que el río entero pareció llenarse de fuego. Fue un accidente.
Hubo quien dijo cosas, siempre lo hay. Dijeron que usted los había alentado con sus sermones, que había hecho una seña al viejo Muscat y a su hijo, que siempre están en el lugar adecuado para verlo y oírlo todo pero que, precisamente, aquella noche no vieron ni oyeron nada. Pero lo que más se notó fue una sensación de alivio. Y cuando en invierno volvió a llover y el Tannes creció de nuevo, hasta los viejos cascos de las barcas quedaron cubiertos.
Esta mañana he vuelto por allí, père. El lugar me tiene fascinado. Apenas ha cambiado desde hace veinte años, hay una extraña quietud en el lugar, un ambiente de expectación. A mi paso hay cortinas que se corren de pronto ante ventanas mugrientas. A través de los espacios tranquilos oigo resonar risas bajas e insistentes. ¿Seré bastante fuerte, père?¿Caeré pese a todas mis buenas intenciones?
Tres semanas. Ya he pasado tres semanas en el desierto. Debería de haberme purificado ya de incertidumbres y debilidades. Pero subsiste el miedo. Anoche soñé con ella. ¡Oh, no fue un sueño voluptuoso, sino un sueño que encerraba una incomprensible amenaza! Lo que más me desconcierta, père, es esa sensación de desorden que ella nos ha traído. Ese salvajismo.
Joline Drou me dice que la hija es tan mala como la madre. Corre como una salvaje por Les Marauds, habla de rituales y supersticiones. Me ha dicho Joline que esa niña no ha pisado nunca la iglesia, que no le han enseñado a rezar. Cuando ella le habla de la Pascua y de la Resurrección, la niña le suelta todo un fárrago de insensateces paganas. ¿Y ese festival? En todos los escaparates hay un letrero anunciándolo. Los niños están entusiasmados.
– Déjelos, père, sólo se es joven una vez -dice Georges Clairmont pecando de indulgencia mientras su mujer me mira con aire socarrón por debajo de sus cejas depiladas.
– Bueno, la verdad es que no veo qué daño puede hacer con esto -dice con una sonrisa tonta, lo que me hace sospechar que a su hijo le interesa el acontecimiento-. Además, cualquier cosa que consolide el mensaje de la Pascua…
No intento siquiera que lo entiendan. Impedir una fiesta infantil es arriesgarse a caer en el ridículo. Ya han oído a Narcisse referirse a mi brigade antichocolat entre implacables cuchufletas. Pero me duele. Me duele que haya quien se sirve de una festividad eclesiástica para minar la propia Iglesia, para socavarme a mí… Yo ya he puesto en peligro mi dignidad. No me atrevo a ir más lejos. Y cada día que pasa el influjo de esa mujer va en aumento. En parte es a causa del propio establecimiento. Esa tienda medio bar medio pastelería crea un ambiente de intimidad, propicia la confidencia. A los niños les encanta comprar golosinas de chocolate a precio asequible. Y a las personas mayores les gusta ese ambiente que encierra una sutil rebeldía, ese ambiente de secretos dichos a media voz, de agravios divulgados. Ya hay varias familias que han empezado a encargar pasteles de chocolate como postre dominical habitual. Las veo salir del establecimiento después de la misa y emprender el camino de sus casas con encintados paquetes. En su vida habían comido tanto chocolate los habitantes de Lansquenet-sur-Tannes. Sin ir más lejos, Toinette Arnauld estaba ayer comiendo, ¡comiendo!, en el confesionario. Noté el dulzor del chocolate en su aliento, aunque tuve que fingir que no me daba cuenta.
– Perdóneme, mon père, porque he pecado.
Oía perfectamente cómo masticaba, oía esos sonidos que se le escapaban de la boca al chupar la golosina y oprimirla contra los dientes. Yo lo escuchaba todo con rabia creciente mientras ella iba desgranando toda una retahíla de faltas nimias que ni siquiera oía, en tanto que el olor del chocolate se hacía cada vez más penetrante a medida que transcurrían los segundos. Hasta en la voz se le notaba que comía y yo noté que, por afinidad, se me hacía la boca agua. Al final, no pude aguantarlo.
– ¿Está comiendo? -la interpelé.
– No, père-me respondió casi indignada-. ¿Comiendo? ¿Por qué iba a comer?
– Estoy seguro de que la oigo comer -no me molesté siquiera en bajar la voz, me incorporé en la oscuridad del confesionario agarrándome al borde del listón-. ¿Me toma por idiota? -volví a oír cómo chupaba, ese ruido de la saliva oprimida por la lengua, y sentí que se me encendía la sangre-. La oigo, madame-le dije con aspereza-. ¿O se imagina que es usted inaudible además de invisible?
– Mon père, le aseguro que…
– ¡Cállese usted, madame Arnauld, antes de persistir en el perjurio! -rugí.
De pronto se esfumó el olor a chocolate, se acabaron los lengüetazos, sólo se oía un jadeo indignado, preñado de lágrimas, y después un ruido de pasos, como si el pánico la llevara a huir del confesionario y, finalmente, el repiqueteo de los tacones altos en las tablas del suelo al echar a correr.
Ya solo en el confesionario, intenté captar de nuevo aquel aroma, aquellos ruidos, confirmar la certidumbre que había tenido, lo apropiado de mi indignación y de mi enfado. Pero a medida que iba envolviéndome la oscuridad y con ella el perfume del incienso y del humo de los cirios sin que pudiera detectar en él ni el más mínimo rastro de olor a chocolate, sentí que vacilaba, que me asaltaba la duda. Y de pronto me pareció que todo aquello era tan absurdo que sentí que el cuerpo se me vencía con un paroxismo de risa tan inaudita como alarmante. Me quedé temblando, empapado en sudor y con el estómago revuelto. La súbita idea de que ella era la única persona capaz de apreciar plenamente lo humorístico de la situación bastó para provocarme otra convulsión, por lo que me vi obligado a interrumpir las confesiones alegando una ligera malaise. Me encaminé con paso vacilante a la sacristía y sorprendí varias miradas que me observaban con curiosidad. Debo andarme con más cuidado. En Lansquenet la gente es muy cotilla.
Desde entonces las cosas han vuelto a su cauce. He atribuido esa explosión mía en el confesionario a una crisis pasajera de fiebre que debió de sobrevenirme durante la noche. Por supuesto que el incidente no se ha repetido. A modo de precaución he reducido aún más la cena a fin de evitar trastornos digestivos que podrían ser los responsables de aquel estado. Pese a todo, noto una sensación de inseguridad, de expectación casi, a mi alrededor. El viento ha enloquecido a la chiquillería. Los veo correr por la plaza con los brazos extendidos, gritándose los unos a los otros como si fueran pájaros. También las personas mayores parecen volar y se desplazan de aquí para allá con movimientos inestables. Las mujeres hablan a voz en grito y se quedan calladas bruscamente cuando yo me acerco. Unas están al borde del llanto, otras se muestran agresivas. Esta mañana he hablado con Joséphine Muscat. Estaba sentada fuera del Café de la République y la mujer, pese a ser habitualmente tan apagada y dada a responder con monosílabos, me ha escupido todo su odio en respuesta, echando chispas por los ojos y con la voz temblándole de furia.
– No me diga nada -me ha dicho con voz sibilante-. ¿Todavía no ha hecho bastante?
He conservado la dignidad y no me he dignado contestar por miedo a dejarme arrastrar a una sarta de improperios. Pero ella ha cambiado y se ha puesto más dura si cabe, y la expresión pacífica de su cara se ha visto desplazada por un odio implacable. Una conversa más que se ha pasado al bando enemigo.
¿Por qué no se dan cuenta, mon père?¿Por qué no ven lo que hace esta mujer con nosotros? Está destruyendo nuestro espíritu comunitario, nuestra voluntad de seguir adelante. Juega con lo peor y lo más débil que encierra el corazón humano. Se procura un afecto, una fidelidad que -¡Dios sea loado!- soy tan débil que yo anhelaría para mí. Preconiza un trasunto de buena voluntad, de tolerancia, de piedad para los pobres desamparados del río, mientras la corrupción sigue proliferando y enraizándose cada vez más. El demonio no se abre camino a través del mal sino a través de la debilidad, père. Usted lo sabe mejor que nadie. Sin la fuerza y la pureza de nuestras convicciones, ¿dónde estaríamos? ¿Hasta qué punto estamos seguros? ¿Cuánto tardará en afectar la epidemia incluso a la Iglesia? Hemos visto con qué rapidez se ha extendido la podredumbre. Pronto se harán campañas a favor de «los servicios no reconocidos, para abarcar sistemas de fe alternativos», se abolirá lo confesional como algo «innecesariamente punitivo», se celebrará el «yo interior» y, antes de que tengan tiempo de advertirlo, sus actitudes falsamente progresistas, falsamente liberales e inocuas ya habrán sentado sus reales de forma segura e irrevocable en ese camino tan bien intencionado que lleva directamente al infierno.
¿No lo encuentra irónico? No hace una semana siquiera que hasta yo me cuestioné mi propia fe. Me sentía demasiado absorto en mí para descubrir los signos. Me sentía demasiado débil para representar el papel que me corresponde. La Biblia, sin embargo, nos dice con absoluta claridad qué debemos hacer. El trigo y la cizaña no pueden crecer juntos. Todos los jardineros lo saben.