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Sábado, 15 de febrero


Hoy la escuela ha terminado pronto. A las doce del mediodía la calle estaba desbordante de vaqueros y de indios con sus anoraks chillones y sus pantalones de sarga, todos llevando a rastras sus carteras de colegio, mientras los mayores daban furtivas caladas a ilícitos cigarrillos y al pasar miraban el escaparate, como indiferentes y de soslayo. Observo a un chico que pasa solo, muy correcto con su abrigo gris y su gorra, y con el cartable de la escuela perfectamente encajado entre sus hombros estrechos. Se queda un rato contemplando el escaparate de La Céleste Praline, pero la luz relumbra en el cristal de manera que no me permite ver la expresión de su rostro. Después se para un grupo de cuatro niños de la edad de Anouk y el chico sigue su camino. Dos naricillas se restriegan un momento en el cristal del escaparate, los niños vuelven a agruparse y veo que los cuatro se hurgan los bolsillos y que juntan los recursos de que disponen. Se produce un momento de vacilación antes de decidir quién entrará. Hago como que estoy ocupada en algo detrás del mostrador.

– ¿Madame?

Una carita tiznada levanta con cierta desconfianza los ojos hacia mí. Reconozco al Lobo de la cabalgata del Mardi Gras.

– ¡Vaya, pareces un hombrecito de guirlache! -procuro poner cara seria, ya que la compra de golosinas es siempre un asunto muy serio-. Mira, esto está bien de precio, vale para repartirlo, no se derrite en el bolsillo y lo puedes… -separando los brazos le indico la cosa en cuestión-… comprar por cinco francos… ¿Me equivoco?

No sonríe al responder; se limita a asentir con la cabeza, somos negociantes que cierran un trato. Las monedas están calientes y también un poco pegajosas. Coge el paquete con grandes miramientos.

– Lo que a mí me gusta es la casa de jengibre -dice con aire grave-. La del escaparate.

Junto a la entrada los otros tres compañeros asienten con la cabeza en actitud tímida, apretujándose como para infundirse ánimo mutuamente.

– ¡Es fabulosa! -pronunció la palabra con aire de desafío, el solo hecho de pronunciarla es como el humo del cigarrillo fumado a escondidas. Sonrío.

– ¡Sí, fabulosa de verdad! -admití-. Si quieres, tú y tus amigos estáis invitados cuando la retire del escaparate y así me ayudáis a comerla.

Me miró con ojos como platos.

– ¡Fabuloso!

– ¡Superfabuloso!

– ¿Cuándo?

Me encojo de hombros.

– Diré a Anouk que os avise -les digo-. Anouk es mi hija.

– Ya lo sabemos. La hemos visto. No va a la escuela -ha pronunciado la frase con envidia.

– El lunes empieza. Lástima que todavía no tenga amigos porque podría decirles que vinieran a casa y así me echarían una mano en el escaparate.

Se oyen pies que se arrastran, hay manos pringosas que empujan y pugnan por ser las primeras.

– Nosotros podemos…

– Yo puedo.

– Yo soy Jeannot.

– Claudine.

– Lucie.

Los despido dándoles un ratoncito de azúcar a cada uno y los veo alejarse por la plaza y dispersarse como semillas de diente de león a merced del viento. Un jirón de sol se posa en sus espaldas por orden sucesivo -rojo, naranja, verde, azul- hasta que desaparecen de pronto. Veo al cura, Francis Reynaud, en la sombra del arco de Saint-Jérôme, observándolos con curiosidad y, me parece, con aire de desaprobación. Siento una momentánea sorpresa. ¿A qué viene la desaprobación? Desde la visita de cortesía que nos hizo el primer día no ha vuelto por casa, aunque a menudo he oído hablar de él a otras personas. Guillaume habla de él con respeto, Narcisse con irritación, Caroline con esa picardía que he notado en sus palabras siempre que se refiere a un hombre de menos de cincuenta años. Hablan de él con poca simpatía. No es de aquí, deduzco. Vino del seminario de París, es uno de esos que lo ha aprendido todo en los libros… no conoce esta tierra, ni sus necesidades, ni sus apetencias. Esto lo dijo Narcisse, que tiene un enfrentamiento con el cura que viene de lejos, desde que en la época de la siega se negó a asistir a misa. Con una chispa de humor que veo brillar detrás de sus gafas redondas, Guillaume dice que es un hombre que no aguanta a los tontos, y eso es para referirse a muchos de nosotros, con nuestras costumbres estúpidas y esas rutinas que no hay quien las cambie. Lo dice dando unos golpecitos cariñosos a la cabeza de Charly, que le responde con un único y solemne ladrido.

– Piensa que eso de querer a un perro es una tontería -dice Guillaume con tristeza-. Lo piensa pero no lo dice, por educación. Cree que no está bien en un hombre de mi edad.

Antes de que se jubilara, Guillaume era maestro de la escuela local. Ahora hay dos maestros para ocuparse de un número menor de alumnos, aunque muchas de las personas mayores siguen refiriéndose a Guillaume con el nombre de le maître d’école. Lo observo rascar suavemente a Charly detrás de las orejas y percibo en él aquella tristeza que ya le descubrí el día de carnaval, una mirada furtiva como de remordimiento.

– Un hombre, cualquiera que sea su edad, puede escoger a sus amigos donde le apetezca -lo interrumpo no sin cierta efusión-. A lo mejor Monsieur le Curé podría aprender algunas cosas de Charly.

Otra vez la misma sonrisa dulce y triste de antes.

– Monsieur le Curé hace lo que puede -me responde el hombre con suavidad-. No se puede esperar otra cosa.

No respondo nada. En mi profesión no se tarda en aprender que el proceso de dar no tiene límites. Guillaume sale de La Praline con una bolsita de florentinas en el bolsillo y, antes de doblar la esquina de la Avenue des Francs Bourgeois, veo que se agacha para dar una al perro. Una palmadita, un ladrido, un movimiento del rabo corto y cachigordo. Como he dicho antes, hay personas que para dar algo no tienen que pensárselo dos veces.


Ahora el pueblo me es menos extraño. Lo mismo que sus habitantes. Empiezo a conocer caras, nombres, las primeras hebras secretas de historias que se irán entrelazando hasta formar el cordón umbilical que acabará por unirnos. Es un pueblo más complicado que lo que apunta a primera vista su geografía: la Rue Principale que se ramifica como los dedos de una mano en una serie de callejas secundarias -Avenue des Poètes, Rue des Francs Bourgeois, Ruelle des Frères de la Révolution…-, es evidente que alguno de los urbanistas que lo planificaron podía presumir de veta republicana. La plaza donde vivo, Place Saint-Jérôme, es la culminación de estos dedos que se abren, y en ella destaca la blancura de su iglesia, que se yergue en medio de una pequeña extensión de tilos y el cuadrado de guijarros rojos donde los viejos juegan a la pétanque en las tardes de buen tiempo. Más atrás, la colina se derrumba bruscamente sobre una zona que se conoce con el nombre colectivo de Les Marauds. Es el barrio mísero de Lansquenet, donde las chozas de madera se apelotonan de manera inestable apoyándose unas en otras sobre las piedras irregulares que bajan hasta el Tannes. Todavía falta un trecho para que las barracas cedan el paso a los marjales. Algunas se levantan en el mismo río, sustentadas por plataformas de madera podrida, y docenas de ellas flanquean el embarcadero de piedra, mientras la humedad va extendiéndose por sus paredes como dedos que, emergiendo del agua remansada, quisieran alcanzar las pequeñísimas ventanas que se abren en lo alto. En una ciudad como Agen, lo insólito y la rusticidad de esa podredumbre que reina en Les Marauds atraería a los turistas. Los habitantes de Les Marauds son basureros que viven de lo que sacan del río. Muchas casas están abandonadas, en las paredes medio desmoronadas han crecido árboles.

A la hora de comer he cerrado dos horas La Praline y, en compañía de Anouk, me he acercado andando hasta el río. Un par de niños flacuchos chapotean en el limo verde que bordea la orilla y, pese a que estamos en febrero, el aire está impregnado de un hedor dulzón de cloaca y podredumbre. Hace frío pero luce el sol; Anouk, con su abriguito rojo de lana y su gorro, corretea entre las piedras y lanza gritos a Pantoufle, que retoza detrás de ella. Estoy tan acostumbrada a Pantoufle y a todo el parque zoológico que sigue a Anouk como una rutilante estela que a veces tengo la impresión de que veo realmente a los animales. Veo a Pantoufle con sus bigotes grises y sus ojos sabios y me parece que el mundo se ilumina de pronto, como si en virtud de una extraña transferencia yo me hubiera convertido en Anouk, viera por sus ojos y me moviera por donde ella se mueve. En momentos así me doy cuenta de que la quiero tanto que moriría por ella, mi pequeña desconocida. Noto que el corazón se me expande de tal modo que la única salida que tengo es echarme también yo a correr, dejar que el abrigo rojo me golpee las espaldas como si tuviera alas y que el cabello se convierta en la cola de una cometa desplegado en el cielo manchado de azul.

Un gato negro se ha atravesado en mi camino y me he parado para bailar en torno a él en dirección contraria mientras canto la cancioncilla:


Où vas-tu, mistigri?

Passe sans faire de mal ici.


Anouk se ha unido a mí y el gato ha comenzado a ronronear y a revolcarse en el polvo para que lo acaricie. Al agacharme he descubierto a una viejecita pequeña que me observaba llena de curiosidad, apostada en la esquina de una casa. Llevaba una falda negra, abrigo negro y tenía el cabello gris y crespo, trenzado y recogido en un moño pulcro y complicado. Sus ojos eran negros y penetrantes como los de los pájaros. Le he hecho un ademán con la cabeza.

– Usted es la de la chocolaterie -me dice.

Pese a su edad -le he echado unos ochenta años o más- tiene una voz viva y un acento muy marcado, con la cadencia áspera del sur.

– Sí -le digo al tiempo que le doy mi nombre.

– Armande Voizin -dice ella a su vez-, y aquella es mi casa -me indica con un gesto de la cabeza una de las casas del río en mejor estado de conservación que las demás, recién encalada y con geranios rojos reventones en los maceteros de las ventanas. Seguidamente, con una sonrisa que llena su cara de muñeca con un millón de arrugas, me dice-: He visto su tienda. Muy bonita, no le digo que no, pero no es para gente como nosotros. Demasiados ringorrangos -no lo dice en tono de desaprobación, pero sí con fatalismo burlón-. Parece que M’sieur le Curé ya le ha hecho una visita -ha añadido en tono malicioso-. Supongo que no encuentra bien que en su plaza se haya abierto una tienda donde venden chocolate -me dirige otra de sus miradas burlonas y enigmáticas-. ¿Sabe que es usted bruja? -me ha preguntado.

Bruja, bruja… no es la palabra apropiada pero sé a qué se refiere.

– ¿Por qué lo dice?

– ¡Salta a la vista! Basta con serlo para reconocerlas, yo diría -se echa a reír y su risa suena a violines enloquecidos-. M’sieur le Curé no cree en la magia -dice-. Si quiere que le diga la verdad, ni siquiera estoy segura de que crea en Dios -en su voz hay como un desdén cargado de indulgencia-. Por mucha teología que haya estudiado, a ese hombre le queda mucho por aprender. Le pasa lo que a la tonta de mi hija. A los entendidos en las cosas de la vida no les dan títulos universitarios, ¿verdad?

Le doy la razón y le pregunto si yo conozco a su hija.

– Supongo que sí. Es Caro Clairmont. La mujer con la cabeza más hueca de todo Lansquenet. Mucho hablar pero ni pizca de sentido común.

Al ver mi sonrisa ha movido alegremente la cabeza.

– No se preocupe, cariño, a mi edad ya no hay nada que me ofenda. Y otra cosa le digo, ha salido a su padre. Me queda ese consuelo -me mira de forma extraña-. No hay muchas diversiones por aquí -observa-, y menos si una es vieja -tras una pausa vuelve a escrutarme-. Pero ahora que la tenemos a usted, quizá nos divertiremos un poco más -me ha rozado la mano con la suya y ha sido como si me tocara un viento helado.

Intento penetrar sus pensamientos para ver si se burlaba de mí, pero no veo otra cosa que buen talante y simpatía.

– No es más que una confitería -digo con una sonrisa.

Armande Voizin sofocó una carcajada.

– ¿Se figura que nací ayer? -observa.

– Dice usted unas cosas, madame Voizin…

– Llámeme Armande -en sus ojos ha brillado una chispa de alegría-. Así me siento joven.

– De acuerdo, pero de veras que no entiendo por qué…

– Sé qué viento ha traído usted -dijo Armande con voz penetrante-. Lo noté incluso. El día de carnaval, Mardi Gras. Les Marauds se llenaron de gente de carnaval: gitanos, españoles, hojalateros, pieds-noirs y gente de mal vivir. La reconocí al momento, a usted y a su hija. ¿Y cómo se llaman ahora?

– Vianne Rocher -le respondo con una sonrisa-. Y esta es Anouk.

– Anouk -repitió Armande en voz baja-. Y el amiguito gris… ahora ya no tengo la vista de antes… ¿qué es? ¿Un gato? ¿Una ardilla?

Anouk movió negativamente su cabeza cubierta de ricitos.

– Es un conejo -aclara con alegre desdén-. Se llama Pantoufle.

– ¡Ah, claro, un conejo! ¡Claro! -Armande me hace un guiño de connivencia-. Mire, sé muy bien qué viento ha traído. Lo he notado una o dos veces. Puedo ser vieja, pero no tengo telarañas en los ojos. No hay quien me las ponga.

Asiento.

– Quizá tenga razón -le digo-. Acérquese un día a La Praline. Conozco los gustos de todo el mundo. Le daré una caja grande de lo que le gusta a usted.

Armande se echa a reír.

– Me tienen prohibido el chocolate. Ni Caro ni el idiota del médico me lo autorizan. Ni chocolate ni nada de lo que me gusta -añadió con ironía-. Primero fue el tabaco, después el alcohol y ahora esto… ¡Quién sabe, a lo mejor si dejo de respirar no me muero nunca! -tiene un acceso de risa, aunque fatigosa, y se lleva la mano al pecho en un gesto contenido que, curiosamente, me recuerda a Joséphine Muscat-. No les echo la culpa, eso ni hablar -dice-. No saben hacer otra cosa. Hay que protegerse… contra todo. Contra la vida y contra la muerte -se ríe con ironía, de pronto muy gamine pese a las arrugas-. De todos modos, quizá vaya a verla -ha dicho-. Aunque sólo sea para fastidiar al curé.

Me quedo un buen rato sopesando esta última observación una vez ha desaparecido detrás de la esquina de la casa encalada. A poca distancia Anouk arrojaba piedras a los bajíos de barro, junto a la orilla del río.

El curé. Era como si aquella palabra estuviera siempre en los labios de todos. Me he quedado un momento pensando en Francis Reynaud.

En un sitio como Lansquenet ocurre a veces que una persona, ya sea el maestro de escuela, el dueño de un bar o el cura de la parroquia, se convierte en el eje alrededor del cual gira toda la comunidad. Ese individuo se transforma entonces en el núcleo esencial de toda la maquinaria en torno a la cual se mueven las vidas de todos, la aguja central del mecanismo de un reloj, la que hace que unas ruedecillas pongan en marcha otras ruedecillas, las cuales impulsan unos martillos, los cuales mueven unas agujas que señalan la hora. Si la aguja se desplaza o se avería, el reloj se para. Lansquenet es como ese reloj, con las agujas clavadas a perpetuidad en las doce de la noche menos un minuto, con las ruedecillas y sus dientes girando incansablemente detrás de la imperturbable y desnuda esfera. Para engañar al demonio hay que poner el reloj a deshora, solía decirme mi madre. Sospecho, sin embargo, que en este caso no se ha engañado al demonio.

Ni por un momento.

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