Miércoles, 19 de febrero
Una semana, mon père. No hace más que esto: una semana, aunque parezca que haya pasado más tiempo. No entiendo por qué tiene que perturbarme hasta ese punto, no hay duda sobre lo que es esta mujer. El otro día fui a verla con el objeto de hacerla entrar en razón sobre la hora de apertura de la tienda el domingo por la mañana. El sitio está transformado, el aire embalsamado con mareantes aromas de jengibre y especias. Me esforcé en no mirar los estantes donde se alinean los dulces, las cajas, las cintas, los lazos de color pastel, las almendras azucaradas en oleadas de oro y plata, las violetas confitadas y los pétalos de rosa bañados en chocolate. El sitio tiene mucho de tocador, reina en él una sensación de intimidad, un perfume de rosas y de vainilla. En el cuarto de mi madre había ese mismo ambiente, todo eran crespones, gasas y centelleos de luz que fulguraba en las facetas del cristal tallado, las hileras de frascos y jarrones de su tocador eran un ejército de genios que esperaban la libertad. Hay algo malsano en toda esta concentración de dulzores. Una promesa, satisfecha a medias, de cosa prohibida. Yo procuro no mirar ni oler.
Me saludó con bastante cortesía. La veo claramente en este momento, sus largos cabellos negros recogidos en un moño detrás de la cabeza, los ojos tan oscuros que parece que no tenga pupilas, esas cejas absolutamente rectas que le dan un aire severo desmentido por el humor que refleja la curva risueña de sus labios, las manos cuadradas y funcionales, las uñas muy cortas. No se pinta y, pese a esto, en su cara hay algo ligeramente indecente. Tal vez sea esa manera de mirar suya tan directa, la forma como sus ojos se entretienen observando y valorando lo que ven, ese pliegue permanente de ironía en sus labios. Y es alta, demasiado alta para ser mujer, tan alta como yo. Me mira a los ojos, con los hombros echados para atrás y la barbilla desafiante. Lleva una falda larga, ondulante, color de fuego, y un jersey negro y ceñido. Son colores que infunden sensación de peligro, como si fuera una serpiente o un insecto dispuesto a picar que quisiera advertir con ellos a los enemigos.
Es mi enemiga. Lo advertí inmediatamente. Percibo su hostilidad y su desconfianza aunque me hable con voz contenida y en tono amable. Noto que me ha atraído hasta aquí para burlarse de mí, que sabe algún secreto que yo ni siquiera… pero esto es una tontería. ¿Qué puede saber? ¿Qué puede hacer? Lo que ella ofende es mi sentido del orden, como un jardinero escrupuloso podría ofenderse al ver un sembrado de dientes de león. La semilla de la discordia está en todas partes, mon père, y se desparrama, se desparrama.
Lo sé. Pierdo la perspectiva. Pero debemos igualmente mantenernos vigilantes, usted y yo. Recuerde Les Marauds y los gitanos que desalojamos de las orillas del Tannes. Recuerde lo mucho que nos costó, cuántos meses estériles de protestas y de cartas hasta que tomamos el asunto en nuestras manos. ¡Recuerde los sermones que prediqué! Y que las puertas se me iban cerrando ante ellos una por una. Algunos comerciantes colaboraron al momento. Se acordaban de los gitanos que tuvimos aquella otra vez, las enfermedades, los robos y la prostitución que trajeron consigo. Se pusieron de nuestra parte. Recuerdo que tuvimos que presionar a Narcisse que, por curioso que parezca, les había ofrecido trabajo de verano en sus campos. Pero al final conseguimos echarlos a todos, a los hombres adustos y a las zarrapastrosas de sus mujeres, con su mirar descarado, y también a sus hijos descalzos y deslenguados y a sus perros famélicos. Se marcharon y por suerte dispusimos de voluntarios para limpiar toda la basura que nos dejaron. Bastaría una semilla de diente de león para que regresaran, mon père, usted lo sabe tan bien como yo. Y si ella es esa semilla…
Ayer hablé con Joline Drou. Anouk Rocher va a la escuela local. Es una niña graciosa, con los cabellos negros como su madre y con una sonrisa espontánea e insolente. Parece que Joline encontró a su hijo Jean y a otros niños jugando a no sé qué con esa niña en el patio de la escuela. Una influencia deleznable, por lo visto, adivinaciones y paparruchas parecidas, unos huesos y unos abalarios que arrojaba en el suelo… Ya le he dicho que las había calado. Joline ha prohibido a Jean que vuelva a jugar con esa niña, pero es muy tozudo y se ha puesto enfurruñado. A esa edad lo único que vale es la disciplina aplicada a rajatabla. Me he ofrecido a tener una conversación con el niño, pero la madre se ha opuesto. Esa gente es así, mon père, son débiles, débiles. Cuántos habrá que ya han roto las promesas que hicieron en cuaresma. Cuántos habrá que ni siquiera pensaban observarlas. En lo que a mí se refiere, sé que el ayuno me purifica. Sólo ver la tienda del carnicero me revuelve el estómago; los olores cobran una intensidad tal que la cabeza me da vueltas. De pronto el olor a pan que sale por la mañana de la tienda de Poitou me resulta insoportable, el tufo caliente de grasa que emana la rôtisserie de la Place des Beaux-Arts es como un pozo que subiera directamente del infierno. Hace más de una semana que no cato la carne, ni el pescado, ni los huevos, vivo de pan, sopas, ensaladas y tomo un solo vaso de vino los domingos y me siento purificado, père, purificado… Ojalá que pudiera hacer aún más. Porque esto no es sufrir, esto no es penar. A veces pienso que me gustaría darles ejemplo, estar yo en aquella cruz y mostrarles que sangro, que padezco… Esa mujer, la bruja Voizin, se mofa de mí cuando pasa por mi lado con su cesta de comida. Es la única de su familia de buenos feligreses que desprecia la Iglesia, me lanza una sonrisa burlona cuando se cruza conmigo y se aleja renqueando con el sombrero de paja sujeto a la cabeza con un pañuelo rojo y ese bastón con el que golpea las losas de la calle… Si aguanto ese tipo de cosas es sólo por respeto a su edad, mon père, y porque su familia se ha disculpado conmigo. Se ha empecinado en no ver al médico, no quiere ayuda de nadie, se figura que vivirá siempre. Pero un día acabará por capitular. Como todos. Y entonces yo le daré la absolución con toda humildad, lamentaré su muerte a pesar de todas sus aberraciones, de su orgullo y de sus provocaciones. Al final vendrá a mí, mon père. ¿No acaban por venir todos al final?