14

Lunes, 24 de febrero


Caroline Clairmont entró después de la misa. Iba acompañada de su hijo, que llevaba la mochila con los libros colgada de la espalda. Es un chico alto, pálido y de rostro impasible. Ella llevaba en la mano un fajo de tarjetas amarillas escritas a mano.

Los recibí con una sonrisa.

La tienda estaba prácticamente vacía. Eran las ocho y media y los habituales acostumbran a llegar alrededor de las nueve. Anouk estaba sentada delante del mostrador con un cuenco de leche a medio terminar y con un pain au chocolat. Echó una mirada interesada al chico, agitó el bollo en el aire con un gesto vago de saludo y volvió al desayuno.

– ¿Puedo servirla en algo?

Caroline echó un vistazo a su alrededor con una expresión en que la envidia se mezclaba con la desaprobación. El chico tenía la mirada fija al frente, pero me he dado cuenta de que sus ojos porfiaban por posarse en Anouk. Lo observaba todo con mirada educada pero hosca y, aunque tenía un brillo en los ojos, éstos eran inescrutables debajo del largo flequillo.

– Sí -me respondió con una voz que dejaba traslucir una falsa cordialidad y con una sonrisa dulce y fría como el hielo que tenía la particularidad de resultar particularmente irritante-. Estoy distribuyendo estas tarjetas -dijo mostrándome el taco que llevaba- y me he dicho que seguramente no le importará exponer una en su escaparate -me la muestra-. Todo el mundo se ha brindado -añadió como si bastara con esta frase para forzar mi decisión.

Estaban escritas en letras mayúsculas de palo con tinta negra sobre el fondo amarillo del papel:


PROHIBIDA LA ENTRADA A VENDEDORES AMBULANTES,

VAGABUNDOS Y MENDIGOS. R ESERVADO EL DERECHO

DE ADMISIÓN A CUALQUIER HORA


– ¿Y por qué he de poner el letrero? -le he dicho entre sorprendida y contrariada-. ¿Por qué tengo que impedir la entrada de nadie en mi establecimiento?

Caroline me dirigió una mirada en la que la conmiseración que yo le inspiraba se mezclaba con el desprecio.

– Claro, como usted es nueva en el pueblo, no está enterada -me responde con sonrisa almibarada-, pero en otros tiempos tuvimos problemas. De todos modos, se trata simplemente de una medida de prudencia. Dudo mucho que esa clase de gente le haga ninguna visita. Pero mejor asegurarse que tener que lamentarlo después, ¿no le parece?

Como yo seguía sin entender nada, le pregunté:

– ¿Por qué tendría que lamentarlo?

– Pues bueno, son gitanos. Son gente que vive en el río -había una nota de impaciencia en su voz-. Han vuelto y querrán hacer… -compuso una discreta y elegante moue de asco-… las cosas que tienen por costumbre hacer.

– ¿Y qué? -la insté a seguir.

– Pues que tendremos que demostrarles que no pensamos consentírselo -Caroline empezaba a ponerse nerviosa-. Nos pondremos de acuerdo en no servir a esa gente y haremos que vuelvan al sitio de donde han venido.

– ¡Ah! -me quedé pensando en lo que acababa de decir-. Pero ¿podemos negarnos a servirlos? -inquirí llena de curiosidad-. Si llevan el dinero y quieren gastárselo en lo que sea, ¿podemos negarnos?

– ¡Naturalmente que podemos! -exclamó, impaciente-. ¿Quién nos lo puede impedir?

Me quedé un momento pensativa y después le devolví la tarjeta amarilla. Caroline clavó sus ojos en mí.

– ¿No quiere? -la voz le subió una octava; en el proceso había perdido una buena parte de la entonación propia de una persona educada.

Me encogí de hombros.

– A mí me parece que si alguien se quiere gastar aquí su dinero, yo no soy quién para prohibírselo -le dije.

– Pero es que la comunidad… -insistió Caroline-. A buen seguro que usted no querrá que venga aquí gente de esa calaña… vagabundos, ladrones, árabes… ¡por el amor de Dios!

Un fogonazo de instantáneas guardadas en la memoria: porteros ceñudos de Nueva York, señoronas de París, turistas del Sacré-Coeur cámara en ristre, volviendo la vista para otro lado para no ver a aquella niña pordiosera con un vestido tan corto que dejaba al descubierto sus piernas larguiruchas… Pese a haberse criado en un ambiente rural, Caroline Clairmont sabe qué importancia tiene contar con la modiste adecuada. El discreto pañuelo que le rodea el cuello ostenta una etiqueta Hermès y el perfume que la envuelve es de Coco Chanel. Mi respuesta es más desagradable de lo que me había propuesto.

– Pues que la comunidad se ocupe de sus asuntos -le respondí con acritud-. No es cosa mía, ni de nadie, decidir cómo tiene que vivir esa gente.

Caroline me lanzó una mirada cargada de veneno.

– ¡Ah, muy bien, si usted piensa así…! -dijo con las cejas exageradamente levantadas y dirigiéndose hacia la puerta-… entonces no quiero apartarla de sus asuntos -puso especial énfasis en la última palabra y lanzó una mirada desdeñosa a los asientos vacíos-. Espero que no tenga que lamentar su decisión, no le digo más.

– ¿Por qué tendría que lamentarla?

Se encogió de hombros con aire petulante.

– Por si hay problemas o pasa algo -por el tono de voz me he dado cuenta de que la conversación había llegado a su punto final-. Esas personas provocan todo tipo de problemas, ¿no lo sabe? Drogas, violencia… -por la acritud de su sonrisa he comprendido que quería decirme que, en caso de que se produjeran los mencionados problemas, se alegraría de que yo fuera víctima de ellos. Su hijo me miró como si no entendiera nada. Y yo le dediqué una sonrisa.

– El otro día vi a tu abuela -he dicho al chico-. Me dijo muchas cosas de ti.

El chico se puso rojo como la grana y murmuró unas palabras ininteligibles.

Caroline se quedó muy tensa.

– Sí, ya me han dicho que estuvo aquí -dijo con una sonrisa forzada-. No debería seguirle la corriente a mi madre -añadió con fingida picardía-. Bastante mal está ya.

– A mí me ha parecido una persona encantadora -le repliqué con firmeza sin apartar los ojos del niño-, refrescante. Y muy lista.

– Teniendo en cuenta la edad, claro -comentó Caroline.

– Prescindiendo de la edad -dije yo.

– Supongo que es la impresión que produce en una persona que no la conoce -añadió Caroline con voz tensa-, pero a su familia… -me dirigió otra de sus sonrisas heladas-. No tiene la cabeza como en otros tiempos. Su visión de la realidad… -se interrumpió con un gesto nervioso-. Estoy segura de que no hace falta que se lo explique.

– No, no hace falta -le respondí con toda amabilidad-. Después de todo, se trata de un asunto que no me incumbe -me doy cuenta de que sus ojos se empequeñecían al registrar la pulla. Será beata, pero de tonta no tiene un pelo.

– Me refiero a que… -se esfuerza unos momentos en proseguir. De pronto me ha parecido ver brillar una chispa de humor en sus ojos, aunque es posible que sólo fueran imaginaciones mías-… a que mi madre no siempre sabe lo que le conviene -de nuevo volvía a ser dueña de la situación y su sonrisa estaba tan lacada como su cabello-. Esta tienda, por ejemplo.

La aliento a proseguir con un gesto.

– Mi madre es diabética -explicó Caroline-. El médico le ha dicho repetidas veces que evite el azúcar, pero ella hace oídos sordos. Se niega a someterse a tratamiento -echó una mirada de soslayo a su hijo con aire de triunfo-. ¿Le parece normal, madame Rocher? ¿Le parece una forma normal de comportarse? -al decir esto levanta la voz, que se ha vuelto chillona y petulante. Su hijo parecía vagamente azorado y no paraba de echar ojeadas al reloj.

– Maman, llegaré tarde -dijo con voz neutra y educada y, dirigiéndose a mí, añadió-: Perdone, madame, pero tengo que ir a la es-escuela.

– Mira, ahí tienes uno de mis pralinés especiales. Regalo de la casa -se lo di, envuelto en una espiral de celofán.

– Mi hijo no come chocolate -intervino Caroline con voz perentoria-. Es un niño hiperactivo. Una cuestión patológica. Él sabe que no le conviene.

Miré al niño y no me pareció ni de lejos hiperactivo ni patológico; más bien tuve la impresión de que estaba aburrido y de que era bastante tímido.

– Ella piensa mucho en ti -le dije-. Me refiero a tu abuela. Quizá podrías pasarte por aquí un día y saludarla. Es una clienta habitual de la casa.

Debajo del lacio flequillo de cabellos castaños sus ojos centellearon un momento.

– Quizá -dijo sin el menor entusiasmo.

– Mi hijo no anda tan sobrado de tiempo como para perderlo en las confiterías -dijo Caroline con cierta altivez-. Mi hijo es un niño comprensivo que sabe muy bien qué debe a sus padres -había cierta amenaza en sus palabras, algo así como un reflejo de la seguridad que sentía. Se dio la vuelta para pasar por delante de Luc, que ya estaba en la puerta balanceando la mochila.

– Luc -se lo he dicho en voz baja pero incitante.

Se volvió hacia mí de mala gana y, sin habérmelo propuesto, me encontré a su lado tratando de penetrar aquel rostro cortés e impenetrable, tratando de ir más allá…

– ¿Te gustó Rimbaud? -se lo he dije sin pensar, con la cabeza poblada de imágenes.

Por un momento el chico me miró con ojos de remordimiento.

– ¿Cómo?

– Rimbaud. Ella te regaló un libro de poemas de Rimbaud el día de tu cumpleaños, ¿no es verdad?

– Sss… sí -la voz era apenas audible.

Sus ojos, de una tonalidad gris verdosa intensa, se levantaron hasta los míos y capté un leve estremecimiento de la cabeza, como si se pusiera en guardia.

– Pero no los he leído -terminó levantando más la voz-. No soy… aficionado a la poesía.

Un libro con las esquinas dobladas, previsoramente escondido en el fondo de una cómoda. Un niño murmurando en voz baja, sólo para él y con especial orgullo, las fascinantes palabras. Ve, por favor, he dicho sin decirlo. Por favor, hazlo por Armande.

En sus ojos brilló una luz.

– Ahora me tengo que marchar.

Caroline esperaba, impaciente, en la puerta.

– Coge esto, por favor -le dije tendiéndole el minúsculo paquete: tres pralinés de chocolate metidos en un rollo de papel de plata.

El chico tiene sus secretos. He notado que pugnaba por escapar. Con destreza, saliendo de la línea de visión de su madre, cogió el paquete y sonrió. Más que oírlas, casi he imaginado las palabras que decía al alejarse:

– Dígale que iré -murmuró a media voz-. Dígale que el miércoles, el día que mamá va a la peluquería.

Y desapareció.

Hoy, cuando vino Armande, la puse al corriente de la visita de sus parientes. Con muchos movimientos de cabeza y mondándose de risa, escuchó la descripción que le hice de mi conversación con Caroline.

– ¡Ja, ja, ja! -repantigada en su sillón y con un tazón de mocha en esa delicada garra que es su mano, me pareció más que nunca una muñeca con cara de manzana-. ¡Pobre Caro! No le gusta que le refresquen la memoria, ¿verdad? -iba sorbiendo el líquido con delectación-. Pero ¿dónde quiere ir a parar? -preguntó, irritada-. ¡Mira que decirle a usted lo que tengo que hacer y lo que no tengo que hacer! ¿Que soy diabética? Eso querría el medicucho ese que creyéramos todos -refunfuñaba-. Bueno, de momento todavía sigo viva, ¿no es verdad? Yo me cuido, pero esto a ellos no les basta. Quieren meter las narices en todas partes -acompañó las palabras con unos movimientos de la cabeza-. ¡Pobre niño! Es tartamudo, ¿no se ha fijado?

Asentí.

– La culpa la tiene su madre -dijo Armande con desdén-. ¡Si por lo menos lo dejara en paz! Pero no, siempre corrigiéndolo, siempre queriéndolo conducir… y lo único que consigue es empeorar las cosas, quiere que piense que lo hace todo mal -profirió en tono de burla-. El chico no tiene nada incurable, si lo dejaran vivir a su aire -declaró de forma tajante-. Que lo dejen correr y no se preocupen de si se va a caer o no. Que lo dejen tranquilo. Que lo dejen respirar.

Le he respondido que era normal que una madre se mostrase protectora con sus hijos, pero Armande me lanzó una mirada sarcástica.

– ¿A eso le llama protección? -dijo-. Pues así protege el muérdago al manzano -se rió con sorna-. Yo antes tenía manzanos en mi jardín y el muérdago acabó con todos, uno tras otro. Una planta que es tan poca cosa, tan discreta ella, con esas bayas tan monas, una planta que por sí sola no tiene fuerza alguna. ¡Pero santo Dios! ¡Vaya planta invasora! -tomó otro sorbo-. Envenena lo que toca -hizo unos movimientos de asentimiento con la cabeza, como quien conoce el paño-. Así es mi Caro -concluyó-, así.

Después de comer volví a ver a Guillaume. No se paró a saludarme; me dijo simplemente que iba a recoger sus revistas. Guillaume es adicto a las revistas de cine, aunque no pisa nunca el local, y todas las semanas recibe un paquete de publicaciones sobre el tema: Vidéo, Ciné-Club, Télérama y Film Express. Es el único habitante del pueblo que tiene antena parabólica y en su casa, parcamente amueblada, tiene una gran pantalla de televisión y un aparato de vídeo Toshiba, grabador y reproductor, montado en la pared sobre una estantería atiborrada de cintas de vídeo. Me fijé en que volvía a llevar en brazos a Charly; el perro tenía los ojos empañados y un aire apático en brazos de su amo. Guillaume le acariciaba a cada momento la cabeza con aquel gesto suyo habitual de ternura que ahora tenía algo de irrevocable.

– ¿Cómo está? -le preguntó por fin.

– Tiene sus días buenos -respondió Guillaume-. Todavía tiene mucha vida.

Siguieron su camino, el hombrecito pulcro y aseado y, en sus brazos, agarrado con tanta fuerza como si le fuera la vida en ello, el perro pardo y triste.

Vi pasar por delante de la tienda a Joséphine Muscat, pero no se paró. Me disgustó que no entrase, porque tenía ganas de volver a charlar con ella. Se limitó a lanzarme una mirada de soslayo al pasar con las manos hundidas en los bolsillos. Observé que tenía el rostro abotargado y los ojos convertidos en una simple rendija, pensé que quizá los entrecerraba para protegerse de la lluvia insidiosa que estaba cayendo. Pero tenía los labios prietos como si estuvieran cerrados con cremallera. Llevaba atado a la cabeza un pañuelo grueso de color indefinido, ceñido como un vendaje. La llamé, pero no contestó y apretó el paso como huyendo de un inminente peligro.

Me encogí de hombros y dejé que se alejara. Estas cosas exigen tiempo. A veces duran para siempre.

Más tarde, sin embargo, mientras Anouk estaba jugando en Les Marauds y yo había cerrado la tienda al final de la jornada, me encontré sin saber cómo caminando por la Avenue des Francs Bourgeois, en dirección al Café de la République, un establecimiento pequeño y sórdido con ventanas pringosas en las que aparece garrapateada la inamovible spécialité du jour y con un toldo zarrapastroso que no hace más que reducir la ya escasa luz interior. Dentro, un par de máquinas tragaperras ahora sumidas en silencio flanquean un grupo de mesas redondas a las que están sentados unos pocos clientes que hablan en tono desabrido de cuestiones sin importancia alguna delante de interminables demis y cafés-crème. Flota en el aire de la sala el olor dulzón y graso de la comida preparada en el microondas y un velo del humo untuoso de los cigarrillos, a pesar de que no he visto que nadie fumase. Detecté al momento, colocada en lugar estratégico junto a la puerta abierta, una de las tarjetas amarillas escritas a mano que repartía Caroline Clairmont. Más arriba, colgado de la pared, un crucifijo negro.

Eché una mirada al interior y, tras vacilar un momento, acabé por entrar.

Muscat estaba detrás de la barra. Vi al entrar que me recorría con los ojos. Casi imperceptiblemente, su mirada pasó de mis piernas a mis pechos y -¡flas, flas!- sus pupilas destellaron como las luces de una máquina tragaperras. Se llevó una mano al corazón flexionando su robusto brazo.

– ¿Qué quiere tomar?

– Café-cognac, por favor.

Me sirvió el café en una tacita pequeña de color marrón acompañada de dos terrones de azúcar envueltos en papel. Me lo llevé todo a una mesa situada junto a la ventana. Un par de viejos -uno con la Legión de Honor prendida en la ajada solapa- me lanzaron una mirada cargada de resquemores.

– Si quiere compañía… -me sugirió Muscat con una sonrisa afectada desde detrás de la barra-. La veo muy sola en esa mesa…

– No, gracias -le respondí con la mayor cortesía-. Pensé que podría ver a Joséphine. ¿Está aquí?

Muscat me miró de través, como si acabara de esfumarse por ensalmo su buen humor.

– ¡Ah, sí, claro! Su amiga íntima… -dijo con aspereza-. ¿La echa de menos quizá? Pues está arriba, tumbada en la cama con uno de sus dolores de cabeza -se puso a secar un vaso con particular ferocidad-. Se pasa la tarde de tienda en tienda y después, cuando llega la noche, tiene que tumbarse y me deja todo el trabajo a mí.

– ¿Se encuentra bien?

Me mira.

– ¡Claro que se encuentra bien! -responde con voz áspera-. ¿Cómo quiere que se encuentre? Si la condenada señora se dignase mover el culo de vez en cuando quizá conseguiríamos sacar el negocio a flote -hunde en el interior del vaso el puño envuelto en el trapo con que lo secaba y refunfuña como si se quejara por el esfuerzo.

– Lo que quiero decir… -añade con un gesto expresivo- es que no tiene más que ver cómo está todo -me mira como si fuera a añadir algo más, pero su mirada describe una trayectoria que termina más allá de donde yo me encontraba, en dirección a la puerta-. ¡Eh! ¿Es que no me oyen o qué? ¡Está cerrado! -he deducido que interpelaba a alguien situado fuera de mi campo de visión.

Oigo entonces una voz de hombre que decía algo incomprensible a modo de respuesta. Muscat hace una mueca con la que ha reflejado toda su hosquedad.

– ¿No saben leer, imbéciles? -indica detrás de la barra una tarjeta amarilla, hermana gemela de la que tiene en la puerta-. ¡Venga, a ver si os largáis de una vez!

Me he levantado para averiguar de qué se trataba. Junto a la entrada del bar había cinco personas, dos hombres y tres mujeres, que dudaban entre entrar o no. No conocía a ninguno de ellos, pero tenían ese aire exótico indefinible, con sus pantalones remendados, sus botas pesadas y sus deslucidas camisetas, que los delataba como forasteros. Conocía aquel aspecto. Era el que yo había tenido en otro tiempo. El que había hablado era pelirrojo y llevaba una banda verde atada en la frente para sujetarse el cabello. Su mirada era cautelosa, su tono de voz neutro.

– No vendemos nada -ha dicho a modo de justificación-. Sólo queremos tomar un par de cervezas y unos cafés. No vamos a molestar.

Muscat le mira con desprecio.

– He dicho que está cerrado.

Una de las mujeres, una muchacha delgada y gris con una ceja perforada, tira de la manga del pelirrojo.

– No insistas, Roux, mejor que…

– Un momento -dice Roux moviendo la cabeza con impaciencia-. No lo entiendo. La señora que estaba aquí hace un momento… su esposa… iba a…

– ¡Joder con mi esposa! -exclama Muscat con voz discordante-. Mi esposa no sabe dónde tiene el culo ni buscándoselo con las manos y una linterna. El nombre que hay en la puerta es el mío y lo que yo digo… es… ¡que está cerrado!

Sale de detrás de la barra y avanza tres pasos; con las manos en jarras, impide el paso a todo aquel que quisiera entrar. Parecía un pistolero gordo de un spaghetti-western. Vi el brillo amarillento de sus nudillos a la altura del cinturón, percibo su respiración sibilante. Tenía el rostro congestionado a causa de la rabia.

– De acuerdo -Roux, con su rostro inexpresivo, observó con mirada deliberadamente hostil a los escasos clientes diseminados por la sala-. ¡Está cerrado! -dirigió otra mirada en torno a la estancia, lo que hizo que nuestros ojos se encontraran-. Está cerrado para nosotros -comentó con voz tranquila.

– Veo que no es tan imbécil como parece -comenta Muscat con profunda satisfacción-. La última vez escarmentamos. ¡Ahora no vamos a esperar sentados a ver qué pasa!

– Muy bien -Roux dio media vuelta, mientras Muscat observaba cómo se alejaba con las piernas muy envaradas, como un perro que ventease una pelea.

Yo paso junto a Muscat sin decir palabra, dejando sobre la mesa el café a medio terminar. ¡No esperaría propina, digo yo!

Alcancé a los gitanos hacia la mitad de la Avenue des Francs Bourgeois. Había empezado a chispear de nuevo y los cinco tenían un aspecto sórdido y sucio. Desde allí se divisaban sus barcas amarradas en Les Marauds, una docena, dos docenas, toda una flotilla de embarcaciones verdes, amarillas, azules, blancas y rojas, algunas con los banderines ondeantes de la ropa tendida, otras pintadas con motivos de Las mil y una noches, alfombras mágicas y unicornios, que se reflejaban en las aguas verdes y opacas del río.

– Siento lo ocurrido -les dije-. Los habitantes de Lansquenet-sur-Tannes no son precisamente acogedores

Roux me lanza una ojeada neutra pero inquisitiva.

– Me llamo Vianne -le digo-. Soy la propietaria de la chocolaterie que está delante mismo de la iglesia, La Céleste Praline

– sigue mirándome como a la espera; me reconozco en aquella expresión suya, precavida e indiferente.

Habría querido decirles que yo también conocía aquella sensación de rabia y de humillación, que yo también la había sufrido, que no estaban solos. Pero también sabía de su orgullo, esa actitud desafiante e inútil que todavía subsiste cuando ya no queda nada más. Sin embargo, sabía que lo último que deseaban era compasión.

– ¿Por qué no pasan mañana por mi tienda? -les digo como sin dar importancia a mis propias palabras-. Cerveza no tengo, pero creo que mi café les gustará.

Me miró intensamente, como si sospechase que me burlaba de él.

– Vengan, se lo ruego -insisto-. Tomarán café y un trozo de tarta por cuenta de la casa. Vengan todos.

La chica delgada miró a sus compañeros y se encoge de hombros. Roux repitió el gesto.

– Quizá… -dijo en un tono que no comprometía a nada.

– Tenemos la agenda muy apretada -intervino la chica, con aire burlón.

Le sonrío.

– Pues miren de encontrar un hueco -apunto.

Otra vez la misma mirada precavida y desconfiada.

– Quizá…

Los observé mientras bajaban en dirección a Les Marauds y Anouk venía corriendo hacia mí desde el pie de la colina, con el impermeable rojo aleteando como las alas de un pájaro exótico.

– ¡Maman, maman! ¡Mira, las barcas!

Nos hemos quedado un momento admirándolas, las barcazas planas, las altas viviendas flotantes con sus tejados ondulados, los tubos de las chimeneas, las pinturas, las banderas multicolores, los lemas y divisas que advierten contra accidentes y naufragios, los botes, las cañas de pescar, las latas para atrapar cangrejos que colocan por la noche en la línea de la marea, astrosos paraguas parapetados en las cubiertas a manera de protección, preparativos de hogueras en los braseros de hierro a la orilla del río. Olía a madera quemada, a petróleo y a pescado frito, llegaba de lejos el sonido distante de la música que resbalaba sobre el agua, el fantasmagórico lamento melodioso y humano de un saxofón. En medio del Tannes se dibujaba apenas la figura de un hombre pelirrojo, de pie en la cubierta de una de aquellas casas flotantes pintada totalmente de negro. Mientras lo observaba vi que levantaba el brazo. Le devuelvo el saludo. Era casi de noche cuando emprendimos el camino de vuelta a casa. En Les Marauds, ha quedado, alguien que se ha sumado al saxofón con el tambor, cuyo retumbar resuena con fuerza sobre el agua. Pasé por delante del Café de la République sin volver la cabeza para mirar al interior del establecimiento.

Había llegado casi a lo alto de la colina cuando noté una presencia humana, tan próxima que me rozó el codo. Al volverme descubrí a Joséphine Muscat, ahora sin chaqueta pero con un pañuelo atado a la cabeza que le cubría media cara. En aquella semioscuridad tenía un aire espectral, parecía una criatura nocturna.

– Ve corriendo a casa, Anouk, y espérame allí.

Anouk me miró llena de curiosidad, pero se dio la vuelta y, obediente, echó a correr colina arriba. Los faldones del impermeable le golpeaban ruidosamente el cuerpo.

– Ya me he enterado de lo que ha hecho -dijo Joséphine con voz ronca y queda-. Sé que ha dado la cara por la gente del río.

Asentí.

– Naturalmente.

– Paul-Marie estaba furioso -pese al tono no podía ocultar la admiración-. Tendría que haber oído lo que ha dicho.

Me eché a reír.

– Afortunadamente no tengo obligación de escuchar lo que pueda decir Paul-Marie -declaro en tono tajante.

– Parece que ya no puedo hablar con usted -continúa-. Dice que usted es una mala influencia para mí -hizo una pausa mientras me observaba con curiosidad nerviosa-. A él no le gusta que yo tenga amigos.

– Creo que ya sé demasiadas cosas acerca de lo que Paul-Marie quiere y deja de querer -comenté con voz tranquila-. No me interesa nada que guarde relación con él. Usted, en cambio -le rozo apenas el brazo-, me interesa mucho.

Se puso colorada y desvió la mirada, como si esperase descubrir a alguien apostado tras ella.

– Usted no lo comprende -balbuceó.

– Creo que sí -paso las yemas de los dedos por el pañuelo con que se cubría la cara.

– ¿Por qué lleva ese pañuelo? -le pregunté bruscamente-. ¿Me lo dirá?

Me miró con una mezcla de esperanza y pánico, y negó con la cabeza. Tiré suavemente de él.

– Usted es bien parecida -comenté al retirarle el pañuelo-, sería guapa si quisiera.

Debajo del labio inferior tenía una magulladura reciente que estaba adquiriendo un tono azulado con la escasa luz reinante. Abrió la boca a punto de soltar automáticamente la mentira oportuna. Pero la interrumpí.

– No, no es verdad -dije.

– ¿Cómo lo sabe? -exclamó con viveza-. Todavía no he dicho nada.

– No es preciso.

Silencio. Por encima del agua, entre los golpes del tambor, llegaban las notas desperdigadas de una flauta. Cuando habló por fin, su voz dejaba traslucir todo el desprecio que sentía hacia sí misma.

– Es una estupidez, ¿no le parece? -sus ojos eran como minúsculas medias lunas-. Yo nunca se lo echo en cara. En serio que no. A veces incluso consigo olvidar lo que ha ocurrido -una profunda aspiración, como el submarinista antes de sumergirse en el agua-. Me he dado contra una puerta. Me he caído escaleras abajo. He tropezado con un rastrillo -estaba a punto de echarse a reír; bajo la superficie de sus palabras bullía la histeria-. Soy propensa a los accidentes, eso dice él, que soy propensa a los accidentes.

– ¿Cuál ha sido el motivo esta vez? -le pregunté con voz suave-. ¿La gente del río?

Asintió con un gesto de la cabeza.

– No tienen mala intención. Yo quería servirles lo que pidieran -su voz, por un momento, subió de tono-. ¡No entiendo por qué tenemos que hacer siempre lo que manda esa zorra de la Clairmont! Tenemos que estar todos unidos -imitaba su voz, ridiculizándola-, es por el bien de la comunidad. Debemos hacerlo por nuestros hijos, madame Muscat… -y volviendo a su propia voz después de tomar aliento-: ¡Y pensar que en circunstancias normales ni siquiera me saluda cuando nos encontramos por la calle! ¡No me daría ni la mierda que pisa! -toma aliento de nuevo, tratando de dominarse con un esfuerzo-. Él siempre dice que si Caro esto o que si Caro aquello. Ya me he fijado cómo la mira en la iglesia. ¿Por qué no puedes ser como Caro Clairmont? -ahora la que imitaba era la voz de su marido, enronquecida por la cerveza. Imitaba incluso sus gestos, aquella manera de avanzar la barbilla, aquel pavoneo, aquella actitud agresiva-. A su lado eres una cerda. Ella tiene estilo, tiene clase. Y además, un hijo inteligente, que saca provecho de la escuela. ¿Y tú qué tienes? ¿Quieres decírmelo?

– ¡Joséphine!

Se ha vuelto hacia mí con expresión angustiada.

– Lo siento. Por un momento casi he olvidado donde…

– Lo sé.

Sentía que la indignación me hormigueaba en los dedos.

– Debe de pensar que soy una estúpida por continuar a su lado después de tantos años -tenía la voz apagada, los ojos ensombrecidos por el pesar.

– No, no lo pienso.

Finge que no ha oído la respuesta.

– Pues lo soy -declaró-. Soy estúpida y débil. No quiero a mi marido, no recuerdo haberlo querido nunca… pero cuando pienso en abandonarlo… -se interrumpió, presa de confusión-… lo que se dice dejarlo… -repite en voz baja, sumida en un mar de dudas-. No, es inútil -levanta los ojos para mirarme; su rostro era inescrutable, estaba cerrado-. Por eso no puedo volver a hablar con usted -termina con tranquila desesperación-, pero tampoco quiero que piense lo que no es… usted se merece algo mejor. Pero las cosas son así.

– No -le respondo-, no tienen por qué ser así.

– Son así -se defiende amargamente, desesperadamente, de la posibilidad de encontrar consuelo-. ¿No lo comprende? Yo soy mala. Robo. Aquella vez le mentí. Me dedico a robar. ¡Lo hago habitualmente!

– Sí, ya lo sé -le dije con voz suave.

La evidencia de la realidad se ha puesto a girar entre las dos como un adorno del árbol de Navidad.

– La situación puede mejorar -le digo finalmente-. Paul- Marie no es el amo del mundo.

– Igual podría serlo -replicó Joséphine con obstinación.

Sonreí. Si esta obstinación que dirige hacia adentro la dirigiera hacia afuera, ¡cuántas cosas conseguiría! Percibo sus pensamientos, los noto muy cerca, invitándome a abrirles paso. Sería tan fácil dirigirla… pero aparto con impaciencia la idea. No tengo ningún derecho a forzar sus decisiones.

– Antes no tenía usted a quien acudir -le digo-, ahora sí.

– ¿Tengo a quien acudir? -dicho con su voz equivalía a admitir su derrota.

No respondí. Que se responda ella misma.

Me miró un momento. Los ojos le centelleaban con las luces del río que se reflejaban desde Les Marauds. Me sorprendió de nuevo pensar que, con sólo operar en ella un ligerísimo cambio, podría transformarse en una hermosa mujer.

– Buenas noches, Joséphine.

No me volví a mirarla, pero sé que ella se quedó observándome mientras yo subía cuesta arriba y que incluso ha permanecido en el sitio después de que yo hubiera doblado la esquina y ya me hubiera perdido de vista.

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