Domingo, 2 de marzo
Marzo ha puesto final a la lluvia. Las nubes que pasan veloces se recortan contra el intenso azul del cielo, mientras el viento cortante que se ha levantado por la noche se arremolina en los rincones y golpea en las ventanas. Las campanas de la iglesia suenan alocadas como si también ellas participaran del repentino cambio atmosférico. La veleta gira incansablemente contra el cielo cambiante y su voz oxidada deja oír su chirrido estridente. Anouk canta una canción del viento mientras juega en su cuarto:
V’là bon vent, v’là l’joli vent
Vl’à l’bon vent, ma mie m’appel-le
V’là l’bon vent, v’là l’joli vent
Vl’à l’bon vent, ma mie m’attend.
Mi madre solía decir que el viento de marzo es un mal viento. Pese a ello, es agradable, huele a savia y a ozono y a la sal del mar distante. Un buen mes, el de marzo, cuando febrero desaparece por la puerta trasera y la primavera ya está esperando en la delantera. Un buen mes aunque sólo sea para variar.
Me quedo cinco minutos sola en la plaza, con los brazos extendidos, noto el viento en los cabellos. He olvidado la chaqueta, y la falda roja se me infla en torno al cuerpo. Soy una cometa, noto el viento, me elevo en un instante sobre el campanario de la iglesia, me elevo sobre mí misma. Por un momento me siento desorientada, contemplo la figura escarlata allá abajo en la plaza, tan pronto aquí como allí, y vuelvo a caer dentro de mí misma, sin aliento… Veo el rostro de Reynaud oteando desde un alto ventanal, sus ojos ensombrecidos por el resentimiento. Está pálido, la viva luz del sol tiñe apenas su piel. Se agarra con las manos al antepecho que tiene ante él y sus nudillos tienen la misma blancura pálida de su rostro.
El viento se me ha subido a la cabeza. Le envío un cordial saludo con la mano antes de volver a meterme en la tienda. Sé que lo tomará como un desafío, pero esta mañana no me importa. El viento ha barrido todos mis miedos. Agito la mano para saludar al Hombre Negro en su torre mientras el viento, juguetón, me tira de las faldas. Experimento una especie de delirio, una exaltación.
Parece como si esta nueva valentía que siento hubiera penetrado en los habitantes de Lansquenet. Los observo camino de la iglesia: los niños corren empujados por el viento con los brazos abiertos, como si fueran cometas, los perros ladran furiosos a nada, hasta los adultos corren con el rostro encendido y los ojos que el frío hace lagrimear. Caroline Clairmont lleva una chaqueta de primavera y un sombrero nuevos y lleva a su hijo agarrado del brazo. Luc me mira un momento y me sonríe ocultando la cara con la mano. Pasan Joséphine y Paul-Marie Muscat, los brazos enlazados como amantes aunque, debajo del sombrerito marrón, la cara de ella se tuerce en una mueca de desafío. Su marido me mira a través del cristal y aprieta el paso mientras sus labios se mueven. Veo a Guillaume, hoy sin Charly, aunque de una muñeca sigue colgándole la traílla de plástico de color detonante, una figura solitaria y extrañamente desconsolada sin su perro. Arnauld mira hacia donde estoy y hace una inclinación de cabeza. Narcisse se detiene a inspeccionar una maceta de geranios que tengo junto a la puerta, restriega una hoja entre sus dedos gruesos y olisquea la verde savia. Sé que, pese a su aspereza, es goloso y que vendrá más tarde para tomarse la mocha y las trufas de chocolate como acostumbra.
La campana aminora su ritmo y continúa con su insistente tañido -¡dong! ¡dong!-, mientras la gente se cuela por las puertas abiertas. Vuelvo a sorprender a Reynaud -ahora con vestidura blanca, las manos entrelazadas y actitud solícita- dando la bienvenida a los que entran. Creo que ha vuelto a mirarme, un vistazo fugaz desde el otro lado de la plaza, un ligero envaramiento de la columna vertebral debajo de la casulla, pero no podría asegurarlo.
Me instalo ante el mostrador con una taza de chocolate en la mano, dispuesta a aguardar al final de la misa.
La ceremonia ha sido más larga que de costumbre. Supongo que a medida que vaya acercándose la Pascua las exigencias de Reynaud serán mayores. Han transcurrido más de noventa minutos antes de que salieran los primeros feligreses. Tenían un aire furtivo con su cabeza gacha, mientras el viento intentaba, insolente, arrebatar de las cabezas los pañuelos que las cubren y se mostraba repentinamente salaz metiéndose debajo de las faldas, inflándolas como globos y empujando a todo el rebaño a través de la plaza. Arnauld me ha dirigido una mirada de cordero al pasar por delante de la tienda: esta mañana nada de trufas de champán. Narcisse ha entrado como tiene por costumbre aunque, menos comunicativo, se ha sacado un periódico del interior de la chaqueta de tweed y se ha puesto a leerlo en silencio mientras bebía. Quince minutos más tarde la mitad de los miembros de la congregación seguían dentro, lo que me ha llevado a deducir que esperaban para confesarse. Me he servido más chocolate y he bebido. El domingo es un día que transcurre a ritmo lento. Será mejor mostrarse paciente.
De pronto vi que salía por la puerta entreabierta de la iglesia una figura con un abrigo a cuadros escoceses que me es muy familiar. Joséphine ha recorrido la plaza con la vista y, tras comprobar que estaba vacía, se acercó corriendo a la tienda. Al descubrir a Narcisse dentro, vaciló un momento antes de decidirse a entrar. Tenía los puños cerrados apretados contra la boca del estómago en un gesto protector.
– No me puedo quedar -ha dicho en seguida-. Paul se está confesando y no tengo más que dos minutos -había premura y nerviosismo en su voz y las palabras le salían apresuradas como una hilera de fichas de dominó que se derrumbaran una sobre otra-. Tiene que apartarse de aquella gente -me ha espetado-, de los vagabundos. Tiene que decirles que se vayan. ¡Avíselos! -los esfuerzos que hacía para hablar infundían un aire concentrado a su expresión. Abría y cerraba las manos.
La miré.
– Por favor, Joséphine. Siéntese, tome algo.
– ¡No puedo! -movió la cabeza con un gesto negativo exagerado. Los cabellos, que el viento había enmarañado, le cubrían la cara-. Le acabo de decir que no tengo tiempo. Haga lo que le he dicho, por favor -hablaba con esfuerzo, como si estuviera muy cansada, sin dejar de echar ojeadas a la puerta de la iglesia, parecía que tuviera miedo de que la vieran conmigo-. Ha hablado contra ellos en el sermón -me dijo, hablando rápidamente en voz baja-… y contra usted. Ha hablado de usted. Ha dicho cosas.
Me encojo de hombros con aire indiferente.
– ¿Y qué? ¿Eso qué importa?
Joséphine se llevó los puños a las sienes en un gesto de frustración.
– Tiene que advertirlos -repite-. Dígales que se vayan. Y avise también a Armande. Dígale que esta mañana él ha pronunciado su nombre. Y también el de usted. Y también dirá el mío si me ve aquí con usted y entonces Paul…
– No lo entiendo, Joséphine. ¿Qué puede hacer? ¿Y a mí qué me importa lo que haga?
– Pero usted avíselos, ¿lo hará? -lanzó otra mirada cautelosa a la iglesia, de la que ya iban saliendo algunas personas-. No me puedo quedar -añadió-, tengo que irme -se vuelve hacia la puerta.
– Espere, Joséphine.
Su cara, al volverse, tenía una expresión desesperada. Me doy cuenta de que estaba a punto de echarse a llorar.
– Siempre ocurre lo mismo -dijo con voz áspera y angustiada-. Cada vez que encuentro una amiga, ese hombre se las arregla para destruir la amistad. Ocurrirá lo de siempre. Pero entonces usted ya no estará, en cambio yo…
Doy un paso adelante con intención de retenerla. Joséphine se echa atrás con un torpe gesto de cautela.
– ¡No, no puedo! Sé que sus intenciones son buenas pero… es que no puedo -se recupera con esfuerzo-. Hágase cargo. Yo vivo aquí. Tengo que vivir aquí. Usted es libre, puede ir allí donde se le antoje, usted…
– Como usted -le replico con voz suave.
Entonces me mira y me toca apenas el hombro con las yemas de los dedos.
– Usted no lo entiende -dice sin resentimiento-. Usted es diferente. Por un momento me había hecho la ilusión de que yo también podía aprender a ser diferente.
Al volverse me he dado cuenta de que ya no estaba agitada, de que en su mirada había una abstracción distante, un estado casi de beatitud. Vuelve a hundir las manos en los bolsillos.
– Lo siento, Vianne -dice-. De veras que he hecho todo lo que he podido. Sé que usted no tiene la culpa de nada -los rasgos de su cara han vuelto a animarse fugazmente-. Avise a la gente del río -insiste-, dígales que se vayan. Ellos tampoco tienen la culpa de nada… lo que yo quiero es que nadie salga perjudicado -termina Joséphine en voz muy baja-. ¿Lo comprende?
Vuelvo a encogerme de hombros.
– Nadie saldrá perjudicado -le digo.
– Está bien -me dirige una sonrisa afligida y sincera-. Y no se preocupe por mí. Estoy bien, de veras -otra vez aquella sonrisa dolorida y forzada. Al cruzar la puerta y pasar junto a mí he tenido un vislumbre de alguna cosa que brillaba en sus manos y he visto que llevaba los bolsillos del abrigo llenos de bisutería. De sus dedos han salido lápices de labios, estuches de colorete, collares y anillos.
– Tome. Esto es para usted -habló con viveza, tendiéndome un puñado de tesoros robados-. No tiene importancia. Tengo muchas cosas más -y con una sonrisa capaz de desarmar a cualquiera desapareció dejándome en las manos cadenas, pendientes y otras baratijas de plástico de vivos colores que se han escurrido entre mis dedos y han acabado en el suelo.
Por la tarde cojo a Anouk y nos vamos de paseo hasta Les Marauds. El campamento de los forasteros itinerantes tiene un aire alegre bajo el sol, con la ropa tendida aleteando en las cuerdas que van de una barca a otra y los cristales y la pintura relucientes. Vi a Armande sentada en una mecedora en el jardín cubierto que tiene delante de su casa. Contemplaba el río. Roux y Ahmed estaban encaramados en el tejado de su casa, de inclinación muy pronunciada, ocupados en reparar las tejas de pizarra desprendidas. Observé que han repuesto las franjas y aleros carcomidos y los han repintado de un color amarillo intenso. Saludé con un gesto a los dos hombres y me senté junto a la pared del jardín, cerca de Armande, mientras Anouk huía corriendo hacia la orilla del río para reunirse con sus amigos de la noche anterior.
La anciana llevaba un sombrero de paja de ala ancha, debajo del cual se distinguía su rostro cansado y abotargado. Tenía sobre el regazo una labor de tapicería, abandonada con desgana. Me dirigió una escueta inclinación de cabeza pero no pronunció palabra. La mecedora, instalada en un sendero del jardín, se movía casi imperceptiblemente y emitía un crujido: tic, tic, tic, tic. Debajo de ella se acurrucaba el gato.
– Esta mañana ha venido a verme Caro. Supongo que debería sentirme honrada -dijo haciendo un movimiento de irritación.
Siguió meciéndose: tic, tic, tic, tic.
– ¿Quién se habrá figurado que es? -exclamó de pronto-. ¿María Antonieta? -se enfurruñó al tiempo que la mecedora iba acelerándose por momentos-. Está empeñada en decirme qué tengo que hacer y qué no tengo que hacer. Y en que me vea su médico… -Armande se interrumpe para clavar en mí su penetrante mirada de pájaro-. ¡Chismosa entrometida! Siempre ha sido así, ¿sabe usted? Siempre andaba contando cuentos a su padre -soltó una carcajada que sonó como un ladrido-. Bueno, en cualquier caso, esos aires no los ha sacado de mí. Eso se lo puedo asegurar. Yo nunca he necesitado a ningún médico ni a ningún cura para que me dijera qué tengo que pensar.
Armande avanzó la barbilla en actitud de desafío y empezó a columpiarse más aprisa aún que antes.
– ¿Ha venido también Luc? -le pregunté.
– No -ha dicho con un movimiento de la cabeza-. Está en Agen, participa en un torneo de ajedrez -la expresión concentrada se le suaviza ligeramente-. Ella no sabe que nos vimos el otro día -me confesó muy satisfecha-, ni lo sabrá -sonríe-. Es un chico estupendo ese nieto mío. Sabe tener quieta la lengua.
– Me han dicho que esta mañana, en la iglesia, han hablado de nosotras -le comenté-. Parece que frecuentamos la compañía de indeseables.
A Armande se le escapa una risotada.
– Lo que yo haga en mi casa es cosa mía -afirmó en tono tajante-. Así se lo dije a Reynaud y también, antes que a él, al Père Antoine. Lo que pasa es que esa gente no se da por enterada. Siempre removiendo la misma basura. Que si el espíritu de la comunidad, que si los valores tradicionales, siempre con el gastado tema de la moral.
– ¿O sea que no es la primera vez? -le he dicho llena de curiosidad.
– ¡Qué va a ser! -dice con un ampuloso movimiento de la cabeza-. Esto hace años que dura. Reynaud debía de tener la edad de Luc en aquellos tiempos. Por supuesto que desde entonces no han dejado de visitarnos los viajeros, aunque no se han quedado nunca. Por lo menos hasta ahora -levantó los ojos para contemplar su casa a medio pintar-. Quedará bien, ¿verdad? -comentó con aire de satisfacción-. Roux dice que terminará el trabajo esta noche -frunció el ceño de pronto-. Podría encargarle que me hiciera mil trabajos -declaró con voz irritada-. Es un buen hombre y sabe hacer bien las cosas. Georges no tiene ningún derecho a decirme lo que tengo que hacer. No tiene ningún derecho.
Vuelve a coger la labor de tapicería, pero la deja de nuevo sin dar un solo punto.
– Es que no consigo concentrarme -dice, enfadada-. Bastante tiene una con despertarse cada mañana cuando amanece por culpa de aquellas campanas para que encima lo primero que tenga que ver es la sonrisa simplona de Caro. «Cada día rezamos por ti, madre -imita sus gestos-. Queremos que sepas que nos preocupamos por ti.» Cuando lo que les preocupa de verdad es lo que dirán los vecinos. Es una vergüenza tener una madre como yo, alguien que no hace más que recordarte tus orígenes con su presencia.
Suelta una risita de satisfacción.
– Saben que, mientras yo viva, hay alguien que recuerda las cosas que han pasado -declara-, el lío en el que se metió con aquel chico. ¿Y quién pagó entonces? ¿Eh? Y en cuanto a él… ese Reynaud, ese hombre más blanco que el color blanco… -sus ojos brillan llenos de malicia-. Apuesto cualquier cosa a que soy la única persona viva que todavía recuerda aquel asunto. En todo caso, no se enteró mucha gente. De no haber tenido yo la boca cerrada, habría podido ser el mayor escándalo de la provincia -me lanzó una mirada llena de malicia-. Y no me mire de esa manera, niña, que todavía sé guardar un secreto. ¿Por qué cree que me deja en paz? ¡Con la de cosas que ese hombre podría hacer, si quisiera! De sobra lo sabe Caro, porque ella ya lo ha intentado -Armande lanza una risa ahogada-: je, je, je.
– Yo me figuraba que Reynaud no era de aquí -dije, movida por la curiosidad.
Armande movió negativamente la cabeza.
– No son muchos los que se acuerdan. Se marchó de Lansquenet cuando era muy joven. Fue lo mejor para todos -hizo una pausa momentánea y se quedó inmersa en los recuerdos-. Pero mejor que esta vez no intente nada. Ni contra Roux ni contra ninguno de sus compañeros -de su rostro desaparece todo rastro de humor y de pronto su voz me parece la de una vieja quejumbrosa y enferma-. Me gusta que estén aquí. Hacen que me sienta joven.
Sus manos pequeñas y hoscas manosean sin objeto la labor de tapicería que tenía en su regazo. El gato, al notar el movimiento, se desenrosca y, saliendo de debajo de la mecedora, salta a sus rodillas y se pone a ronronear. Armande le rasca la cabeza y él le roza la barbilla con gesto juguetón.
– Lariflete -dice Armande, y hasta pasado un momento no me doy cuenta de que aquél es el nombre del gato-. Hace diecinueve años que tengo este gato. Casi tiene mi edad, contando en el tiempo de los gatos -profiere unos sonidos, una especie de risitas ahogadas dedicadas al gato, que se ha puesto a ronronear más ruidosamente-. Parece que soy alérgica -ha dicho Armande-, que tengo asma o algo parecido, pero ya les tengo dicho que antes prefiero morir asfixiada que desprenderme de los gatos. Hay algunos seres humanos, en cambio, de los que me desprendería sin pensármelo ni un segundo.
Lariflete se ha puesto a desperezarse y a mover los bigotes perezosamente. He mirado en dirección al agua y he visto a Anouk jugando con dos niños del río, de negros cabellos, debajo del muelle. Por lo que he oído, me ha parecido que Anouk, la más pequeña de los tres, era quien dirigía las operaciones.
– Quédese a tomar café -me indica Armande-. Iba a prepararlo cuando usted ha llegado. También tengo limonada para Anouk.
Yo misma preparé el café en la curiosa cocina económica de hierro de la casa de Armande, con su techo bajo. Todo estaba muy limpio, pero la única ventana de la cocina da al río, lo que la ilumina con una luz verdosa que crea un ambiente submarino. De las oscuras vigas de madera desbastada cuelgan bolsitas de muselina que contienen hierbas secas. En las paredes encaladas hay peroles de cobre colgados de unos ganchos. La puerta de la cocina, al igual que las demás puertas de la casa, tiene un agujero en la base que permite a los gatos transitar libremente por toda la casa. Mientras hago el café en un puchero de estaño esmaltado otro gato me observa lleno de curiosidad desde una alta repisa. Me fijo en que la limonada no tiene azúcar y que en el azucarero tiene un sucedáneo. Después de todo parece que, pese a sus alardes, toma alguna precaución en relación con su salud.
– ¡Menudo mejunje! -comenta, aunque sin rencor mientras va tomándose el café a pequeños sorbos de una taza que está pintada a mano-. Dicen que se nota la diferencia, pero no es verdad -pone cara avinagrada-. Me lo trae Caro cuando viene. Me revuelve los armarios. Supongo que lo hace con buena intención. ¡No sé por qué soy tan papanatas!
Le comento que debería cuidarse.
Armande se ríe por lo bajo.
– Cuando se tiene mi edad -ha dicho- las cosas empiezan a desintegrarse. Cuando no es una cosa, es otra. Es ley de vida -tomó otro sorbo de café amargo-. Cuando Rimbaud tenía dieciséis años dijo que quería vivir con la máxima intensidad posible. Ahora que yo voy a cumplir los ochenta, comienzo a pensar que tenía razón.
Se ríe y me impresiona la juventud que he descubierto en su cara, un rasgo que tiene menos que ver con el color de la piel y la estructura de los huesos que con un brillo interior y de esperanza, esa expresión del que está empezando a descubrir qué ofrece la vida.
– Bueno, es evidente que ya no tiene edad para alistarse en la Legión Extranjera -le digo con una sonrisa-. Además, ¿no cree que Rimbaud se excedió en algunas cosas de su vida?
Armande me dirige una mirada pícara.
– En efecto -replicó-, y también yo tendría que cometer algunos excesos. De ahora en adelante pienso moderarme menos… ser más volandera. Pienso disfrutar de la música a todo volumen y de la poesía atrevida. En fin, que pienso… liarme la manta a la cabeza -declara con satisfacción.
Me echo a reír.
– ¡Qué absurda es usted! -le digo con fingida severidad-. No me extraña que tenga desesperada a su familia.
Pero aunque se ríe conmigo y sigue disfrutando del balanceo de la mecedora, lo que me impresiona no es su risa sino lo que he visto detrás, una especie de vertiginoso abandono, de desesperada alegría.
Sólo más tarde, ya muy entrada la noche, al despertarme de pronto bañado el cuerpo en sudor a causa de alguna pesadilla medio olvidada, he recordado dónde había visto anteriormente aquella expresión.
«¿Qué te parecería Florida, cariño? ¿Y los Everglades? ¿Y los cayos? ¿Qué te parecería Disneylandia, amor mío, o Nueva York o el Gran Cañón o Chinatown o Nuevo México o las Montañas Rocosas?»
Pero Armande no tiene ninguno de los miedos de mi madre, en ella no se dan aquellas sutiles evasiones ni aquellas luchas con la muerte; no se lanza a locas huidas a lo desconocido en alas de la fantasía. En Armande no hay más que el hambre, el deseo, la conciencia terrible del tiempo.
Me pregunto qué le habrá dicho realmente el médico por la mañana y hasta qué punto Armande lo habrá asimilado. Me quedo largo tiempo despierta haciendo conjeturas y, cuando por fin me duermo, sueño que Armande y yo paseamos juntas por Disneylandia con Reynaud y Caro cogidos de la mano como la Reina Roja y el Conejo Blanco de Alicia en el País de las Maravillas, con unos grandes guantes blancos de cartón. Caro llevaba una corona roja en su gigantesca cabeza y Armande un palillo con algodón de azúcar en cada mano.
Desde la distancia me llegaban los ruidos del tráfico de Nueva York, la algarabía de cláxones cada vez más próximos.
– ¡Oh, por favor, no se lo coma, es veneno! -graznaba Reynaud con voz estridente, pese a lo cual Armande seguía devorando vorazmente el algodón de azúcar que tenía en las dos manos, la cara reluciente y muy dueña de sí misma. Intento advertirle que se acerca el taxi, pero ella me mira y me dice con la voz de mi madre:
– La vida es un carnaval, chérie, cada año muere más gente al cruzar la calle. Es un dato estadístico -y continúa atracándose de aquella manera tan desenfrenada y terrible, mientras Reynaud se volvía hacia mí y me gritaba con una voz que la ausencia de resonancia hacía más amenazadora:
– Usted tiene la culpa, usted y su festival del chocolate, hasta que llegó usted todo funcionaba a las mil maravillas pero ahora se mueren todos, todos se MUEREN, MUEREN, MUEREN…
Tiendo las manos en un gesto protector.
– No es por culpa mía -digo con un hilo de voz-. La culpa es de usted, toda la culpa es suya, usted es el Hombre Negro, usted es… -y después he caído hacia atrás y he atravesado el espejo, mientras las cartas se esparcían en todas direcciones a mi alrededor: nueve de espadas, ¡MUERTE! Tres de espadas, ¡MUERTE! La torre, ¡MUERTE! El carro, ¡MUERTE!
Me he despertado gritando y he visto a Anouk de pie a mi lado, mirándome con rostro preocupado y turbado por el sueño y la angustia.
– Maman, ¿qué te pasa?
Me rodea el cuello con sus brazos cálidos. Huele a chocolate y a vainilla y a sueño tranquilo y sosegado.
– Nada. Un sueño. Nada.
Y entona un canturreo con su voz pequeña y suave y justo en ese momento tengo la desconcertante impresión de que el mundo se ha vuelto del revés, de que me he fundido en ella como un nautilo en su propia espiral, de que giro, giro y vuelvo a girar y siento su mano fresca en la frente, su boca sobre mis cabellos.
– ¡Fuera, fuera! -murmura ella como una autómata-. Espíritus del mal, fuera de aquí. Ya está, maman, todo fuera.
No tengo idea de dónde saca todas estas cosas. Mi madre solía decirlas, pero yo no recuerdo habérselas enseñado. Y sin embargo, las emplea como si de una vieja fórmula familiar se tratase. Me aferro a ella un momento, el amor que me inspira me paraliza.
– Todo irá bien, ¿verdad, Anouk?
– ¡Claro! -habla con voz clara y segura, igual que una persona mayor-. ¡Naturalmente que sí! -apoya la cabeza en mi hombro y se acurruca, soñolienta, en el hueco de mis brazos-. Yo también te quiero, maman.
Fuera, el alba no es más que un tenue rayo de luna que despunta en el horizonte. Abrazo con fuerza a mi hija mientras ella se desliza de nuevo en el sueño, y sus rizos me cosquillean en la cara. ¿Era esto lo que temía mi madre? Y mientras oigo cantar a los pájaros, tan sólo unos trinos aislados al principio y después todo un coro, me pregunto: ¿era de esto de lo que huía? No huía de su muerte, sino de millares de minúsculas intersecciones de su vida con las vidas de los demás, de conexiones rotas, de vínculos establecidos sin querer, de responsabilidades, ¿era de esto? Tantos años huyendo de amores, de amistades, de palabras fortuitas, pero capaces de modificar el curso de toda una vida.
Intento reconstruir el sueño, el rostro de Reynaud -su expresión perdida de desaliento: «hago tarde, hago tarde»-, huyendo también él de un destino inimaginable o abocándose a él y en el que yo no soy más que una parte inconsciente. Pero el sueño se ha fragmentado y los trozos se han desperdigado como naipes arrastrados por un vendaval. Me es difícil recordar si el Hombre Negro persigue o si le persiguen. Me es difícil saber incluso si es el Hombre Negro. Reaparece, en cambio, la cara del Conejo Blanco, como la de un niño asustado que va montado en una noria, desesperado por escapar.
– ¿Quién marca el cambio?
En medio de mi confusión me figuro por un momento que es la voz de otra persona; y entonces me doy cuenta de que soy yo, que he hablado en voz alta. Pero cuando vuelvo a deslizarme hacia el sueño estoy casi segura de oír la réplica de otra voz, una voz que suena un poco como la de Armande y otro poco como la de mi madre.
«Lo marcas tú, Vianne» -dice en voz muy baja-. Lo marcas tú.»